Роберто Арльт. Биография и собрание сочинений. Roberto Arlt. Biografia

Роберто Арльт. Биография и собрание сочинений.
Roberto Arlt. Biografia y Seleccion.

Roberto Arlt
Biografia
 

Roberto Arlt (1900-1942) está considerando como uno de los grandes renovadores de la literatura argentina, en cuyo ámbito fue uno de los primeros en introducir el escenario y el protagonista urbanos. Además de en el teatro y en la novela, su estilo lleno de vigor halló un buen cauce de expresión en el relato corto.
Hijo de un inmigrante prusiano y una italiana, Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en Buenos Aires, en el barrio de Flores, el 2 de abril de 1900.
Publica El juguete rabioso, su primer novela, en 1926. Por entonces empieza también a escribir para los diarios Crítica y El mundo.Sus columnas diarias Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935 y serían después recopiladas en el libro del mismo nombre. Se divertía contando de sus amistades con rufianes, falsificadores y pistoleros, de las que saldrían muchos de sus personajes.
Al mismo tiempo de su actividad como escritor, busca constantemente hacerse rico como inventor, con singular fracaso. Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho, que no fueron comercializadas, y al decir de un amigo, “parecen botas de bombero”.
En 1935, viaja a España y África enviado por El Mundo, de donde salen sus Aguafuertes Españolas. Pero salvo este viaje y alguna escapada a Chile y Brasil, permanece en la ciudad de Buenos Aires, tanto en la vida real como en sus novelas, Los siete locos y su continuación, Los lanzallamas.
Muere de un ataque cardíaco el 26 de julio de 1942.
 

 Las obras selecciónes

 

RAHUTIA LA BAILARINA

ROBERTO ARLT

 
En el arrabal morisco de Tetuán, en la callejuela de Dar Vomba, precisamente junto a los arcos que la techan dándole la apariencia de un subterráneo azulado, vivía hasta hace pocos años Ibu Abucab, comerciante y fabricante de babuchas.
Algunos niños, de nueve y diez años, respectivamente, trabajaban para él. El babuchero era un hombre de baja estatura, morrudo, con ojos como manchados de leche y tupida barba sobre el pecho.
Ibu Abucab había repudiado a su esposa, Rahutia, cuando ésta cumplía dieciséis años. Sospechaba que ella, desde la terraza de su finca, le engañaba con su vecino Gannan, el platero.
Sin embargo, no había tenido oportunidad de olvidarla. Mientras los niños moros recortaban las sandalias, Ibu recordaba pensativamente el compacto cariño de Rahutia y sus caricias espesas. Ciertas imágenes le roían la conciencia como los agudos dientes de un ratón. Era aquélla una sensación de fuego y enloquecimiento que le cubría los ojos de blancas llamaradas de odio.
Rahutia, después de refugiarse en Fez, se dedicó a la danza. En pocos años se hizo famosa en todos los bebederos de té que se encuentran yendo de Uxda a Rabbat y de Tremecen hasta Taza, la vieja ciudadela de los bandidos.
Las danzas de esta mujer fea eran un temblor de rodillas y crótalos que exaltaban a los espectadores. Presagiaban la muerte y el zarpazo de la fiera.
Ibu Abucab odiaba a su mujer, pero la odiaba consultando sus intereses, y, precisamente, fueron sus intereses los que le impidieron cortarle la cabeza cuando sospechó de ella.
Ahora Ibu Abucab prosperaba. Dentro de algunos anos, con ayuda de Alá, se enriquecería, y podría, como otros vecinos, mantener un harén. También la humillaría a Rahutia.
Pero una noche, a las diez, en el mismo momento que se disponía a cerrar su tienda, entró a ella un joven. Ibu Abucab comprendió que su visitante pertenecía a la aristocracia indígena, pues su chilaba era de muy fina lana, y de su espalda colgaba una capa con capucha revestida de seda. Una barba fina sombreaba el rostro del desconocido, que, llevándose las manos a los labios, saludó:
—La paz en ti.
—La paz.
El joven dijo:
—Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti. Soy hermano de El Mokri.
Ibu Abucab barruntó que tendría que tratar un asunto grave, y se excusó:
—Permíteme que cierre mi tienda, y estaré contigo.
Y acompañó a su visitante a la trastienda.
El joven dejó sus babuchas a la entrada, y avanzando descalzo por el suelo esterillado, se sentó en cuclillas en un cojín. Luego encendió un cigarrillo, y su mirada dura se paseó por la habitación revestida de tapices hasta la altura de sus hombros.
Nuevamente entró Ibu, y también descalzo, fue a sentarse frente al hermano de El Mokri. No sabía quién era El Mokri, pero su instinto le advertía que aquel joven sentado frente a él y fumando un cigarrillo egipcio podía tener influencia en su vida.
El comerciante inclinó la cabeza sobre el pecho y reposó las manos sobre el vientre. El otro dijo:
—Yo no imitaré a los gatos que rodean un pedazo de pescado y maúllan inútilmente. . . ¿Conoces a El Mokri?
Ibu Abucab tuvo que convenir que no conocía a El Mokri.
El joven, cruzado de brazos, reconsideró al comerciante. Por más que se esforzaba por ocultar el desprecio que le inspiraba ese hombre, la hostilidad traslucía de él. Finalmente exclamó:
—El Mokri murió por culpa de tu mujer Rahutia.
El babuchero repuso, fríamente:
—Rahutia no es mi mujer. Hace tiempo que la repudié a causa de su mala conducta.
El joven aclaró su posición en Tetuán:
—Mi hermana Fátima es “mulett ettal” del Califa. Habla con sinceridad: ¿Por qué no le cortaste la cabeza a tu mujer?
Ibu Abucab se mesó, pensativamente, la barba. De modo que el desconocido era hermano de una favorita del Califa. Aquel hombre podía hacerle mucho daño. Respondió con dignidad:
—Un humilde babuchero no puede manchar con sangre las esteras de su tienda.
El joven encendió otro cigarrillo, y continuó, obcecado:
—Por culpa de Rahutia, mi hermano ha muerto. Esa sepulturera ha hecho daño a muchos hombres.
El joven decía la verdad, aunque la cólera lo cegaba. Prosiguió:
—Allí tienes al hijo de Ber, enjuto como un perro, y loco como un camello cuando llega la primavera. Y también Alí, que ha despilfarrado en el Tremecen la hacienda de su padre… Tú no me conoces a mí, pero yo te conozco a ti.
El comerciante pensó que podía responderle a ese energúmeno que él no era Rahutia, pero las palabras del joven, en vez de ofenderle, despertaban el odio doloroso enterrado en el fondo de su pecho. En verdad que lamentaba ahora haber dejado con vida a aquella mujer, cuando un pocillo de veneno lo hubiera simplificado todo. El joven, pálido de ira, continuaba:
—¿No es una iniquidad que tales abominaciones ocurran y que la responsable sea la mujer de un babuchero?
Ibu Abucab miró el rostro del joven atormentado, y experimentó piedad por él. Repuso:
—¡Qué puedo hacer yo!. . . ¿No la he repudiado acaso por su mala conducta?
El joven insistió:
—Debiste haberle cortado la cabeza…
Melancólico, repuso el babuchero:
—Sí; pero no se la corté.
El joven insistió:
—¿Por qué no tomaste ejemplo del piadoso Mohamet, que mató a su mujer a palos cuando supo que le era infiel? Dogmático, repuso el babuchero: —El Profeta ha dicho que no debe golpearse a una mujer ni con una rosa.
El hermano de El Mokri repuso rápidamente:
—Cortarle la cabeza es diferente.
Ibu Abucab intentó la suprema defensa:
—Estaba escrito.
El visitante no se dejó apabullar por la respuesta:
—¿Puedes jactarte tú de haber amarrado al camello a una buena estaca?
Con esta frase de Mahoma el joven le quebraba las patas a la fementida teoría de la Fatalidad. En efecto, el Profeta ha escrito que el creyente no debe abandonarlo todo en las manos de Alá sino después de asegurarse que ha cumplido minuciosamente con todas las precauciones que un hombre precavido debe observar.
El babuchero comprendió que la Fatalidad marchaba a su encuentro. Entornó los ojos hacia los tapices del muro, y finalmente, descargando su pecho en un suspiro, preguntó :
—¿Que puedo hacer yo por tu hermano muerto y el honor de tu familia ?
El visitante se puso de pie, aderezó la capa sobre su espalda, y con los ojos dilatados, acercando el rostro al pálido semblante del comerciante, dijo :
—Invítala a tu mujer que venga a tu tienda mañana a la noche… Dile que un hombre de Taza te ha ofrecido un collar de perlas. Ella es conocedora de piedras preciosas, y querrá verlo…
Salió el hermano de El Mokri… El comerciante se prosternó en dirección a La Meca, y comenzó devotamente su oración :
“En nombre del Clemente, del Misericordioso…”
Rahutia, la bailarina, había corrido a través de las decepciones con el mismo gesto doloroso de un guerrero que tiene las sienes atravesadas por una saeta.
Su corazón estaba empapado de odio a los hombres.
Era una mujer pequeña, sombría y delgada, de manos ardientes y labios fríos. Su rostro, endurecido por la adversidad, inspiraba respeto, pero cuando sonreía, súbitamente su alargado semblante se llenaba de tanta luz e ingenuidad que hasta a los granujas más recios les temblaban las manos. Había bailado en Taza, la ciudad de los bandidos ; conocía todos los bebedores de té, desde Uxda a Rabbat, en Tremecen. Un cadí enloqueció al perderla. Aunque su carrera de bailarina había comenzado en los tugurios de Tánger, que están arrimados a las murallas de la época de la dominación portuguesa, su sensibilidad la había convertido en una danzarina que hacía aullar a las masas cuando se presentaba en los tabladillos.
¿Qué era lo que atraía de esa mujer fea ? ¿Acaso su corazón, más seco que la arena, y un tedio cargado de versatilidad, o su enorme desprecio por el dinero, que la tornaba tan grande e inconquistable como el mismo Califa, que todos los viernes acudía a la mezquita, seguido de un escuadrón y un descabalgado caballo de guerra ?
Esta era la mujer por quien se había perdido El Mokri. El Mokri había ido a Fez, encargado de una misión oscura acerca del Sultán. Conoció a Rahutia en un cabaret, y perdió la cabeza. Un mes después se ahorcaba en la casa de la bailarina.
Rahutia se encogió de hombros. Los hombres eran locos. Sufrían cuando eran felices por miedo a perder la felicidad. Ella no se encadenaría jamás a nadie.
Pero después de siete años volvió a Tetuán, a vivir en la entrada de la plazuela de la calle de Attarin del Suk el Fuki. ¿Qué era lo que la atraía de aquel espacio empedrado con guija de río? . . . Durante todo el día se oía disputar allí a las campesinas del Borch con los esclavos negros, cuyas motas estaban cubiertas por redecillas de conchas marinas. Las parras sombreaban con sus pámpanos las paredes encaladas y las piedras manchadas de aceite.
Rahutia vivía allí, a la entrada de un túnel, donde constantemente flotaba una crepuscular luz azul; en una casa cuya puerta de cedro estaba defendida por agudas puntas de hierro como la carlanca de un mastín. Frente a la casa, de las vigas que abovedaban la calle, colgaba un inmenso farolón de bronce, tallado al modo morisco. Servía a la bailarina una criada de color de chocolate, con la luna y las estrellas tatuadas en la frente, en las mejillas, en el dorso de las manos y en los talones.
¿Por qué Rahutia había vuelto a Tetuán? Ella misma no hubiera podido contestarse a esta pregunta. La atraía el arrabal moruno, el batir de los tamboriles durante las noches de esponsales y la tristeza de la vida de todos aquellos esclavos, mientras que ella no era una esclava, sino que estaba libre, definitivamente libre…
El ex marido, el babuchero, no le inspiraba curiosidad ni odio. Era el hombre que acumula dinero, mueve parsimoniosamente la cabeza y trata de estar bien con todo el mundo porque así conviene a sus intereses. Sin embargo, Ibu Abucab debía despreciarla. Jamás había intentado comunicarse con ella. Bajo ese silencio, probablemente se consumía un amor humillado y cargado de rencor. Quizá la hubiera olvidado, pero cuando pensaba que a ese hombre de ojos lechosos le había regalado dos años de matrimonio, su sensibilidad se crispaba de soberbia y frialdad. No; Ibu Abucab no la olvidaría nunca.
De manera que aquella mañana soleada no se extrañó cuando después de muchos años, vio entrar a su casa a la vieja Menana, nodriza de su ex marido. La anciana, después de saludarla e informarse de un montón de bagatelas, fue al asunto:
—Ibu Abucab desea verte. . . Un hombre de Taza ha dejado en su tienda un collar de perlas, y quiere mostrártelo, pues sabe que tú entiendes de piedras preciosas, y él en cambio no conoce sino pellejos y babuchas.
Rahutia miró una mancha de luz sobre el alto muro encalado, luego fijó la mirada en su esclava, que derramaba un odre de agua en un ánfora de bordes dorados, y respondió, calmosa:
—Dile que iré esta noche.. .
Cuando Rahutia, en compañía de Ibu Abucab, pasó a la trastienda del comercio comprendió que no tendría que examinar ningún collar.
Un negro, con bombachas anaranjadas y chaleco verde, custodiaba la puerta por donde había entrado. Soportaba una alfombra arrollada bajo el brazo. Del centro de la alfombra salía la punta de una espada. En un cojín permanecía sentado el hermano de El Mokri. El joven no se dignó responder el saludo de la mujer, pero, dirigiéndose al babuchero, le dijo:
—Tú puedes aguardar afuera.
El babuchero salió sin pronunciar una palabra.
Rahutia miró en derredor. Estaba en presencia de misteriosos enemigos. El negro corrió la cortina de la entrada, y Rahutia, después de examinarle despectivamente, le preguntó:
—¿No eres tú el aguatero que chilla como una mujerzuela todas las mañanas frente a la tienda de Alí?
El negro no respondió una palabra. Bajo el sobaco soportaba la alfombra arrollada, de cuyo centro salía la punta de la espada.
El hermano de El Mokri intervino:
—¿Tú eres Rahutia, la bailarina?
Rahutia miró fríamente al joven:
—No has respondido a mi saludo ni me has ofrecido asiento. Tu apariencia es la de un señor, pero tu conducta es más grosera que la de un esclavo.
El joven se levantó, las mejillas ruborizadas de furor:
—Yo soy hermano de El Mokri, el hombre que por tu culpa se mató en Fez. Te he condenado, y he venido a cortarte la cabeza.
Rahutia avanzó serenamente hasta un cojín, se dejó caer allí, levantó los ojos hasta el pálido semblante del joven:
—¿De modo que tú eres hermano de El Mokri? ¿No has sido tú quien, en Tremecen, mandó echar veneno en mi baño?…
—Soy yo…
Rahutia hizo jugar los alambres de oro que se arrollaban a sus muñecas; luego, cruzándose de piernas y mostrando sus pantalones de seda recamada de plata, apoyó el mentón en el puente de las manos entrelazadas. Reflexionó un instante:
—Hace mucho tiempo que me persigues. ¿Qué puedo hacer yo por ti?
—¡Hacer por mí!…
—Naturalmente. Tu hermano ha muerto de muerte que se dio con sus propias manos, y tú me persigues queriéndote cobrar con mi vida. ¿Qué calidad de hombre eres tú?
Rahutia hablaba sin cólera, con la triste lentitud de una mujer que ha presenciado demasiados sucesos para ignorar que el Destino los resuelve casi siempre de un modo inesperado y en un minuto muy breve.
El hermano de El Mokri estalló:
—Yo soy un señor y tú eres una hiena de sepulcros. ¿Cómo te permites hablarme en ese tono? No estoy aquí para cambiar contigo palabras inútiles. He venido a cobrarme con tu vida la vida de mi noble hermano. .
Una ola de sangre subió hasta las sienes de Rahutia. Dominó su cólera, y dijo:
—Haz salir a ese esclavo, y te diré muchas cosas.
El joven vaciló. Rahutia sonrió:
—Tienes miedo de una bailarina.
El joven hizo una señal al negro, y el aguatero salió con su alfombra y su espada.
—¿Qué tienes que decirme?
Rahutia se levantó y fue a sentarse junto a su enemigo. El capuchón de su capa blanca se le había caído sobre la espalda, y su cabello enmarcaba con finas ondas su rostro largo y fino, encendido por una llama de madura gravedad. Con firmeza puso la mano sobre la espalda del joven:
—Yo no lo empujé a la muerte a tu hermano. Tu hermano traicionaba por igual al Califa y al Sultán. Tu hermano me encontró cuando el hacha del verdugo estaba muy cerca de su cabeza. Se comunicaba con Alí, el negro de Taza, agente de Abd-el-Krim. Quería huir del Magrebh y llevarme consigo. Yo no le amaba. . . ¿Por qué iba a seguir a un hombre que ya estaba muerto? Tu hermano se había enredado con extranjeros terribles. Tu padre lo supo, y antes que el Califa le cubriese de vergüenza, vino a Fez y visitó a El Mokri, amenazándole matarle con sus propias manos si él no lo hacía. Y cuando tu hermano, borracho de kif, se ahorcó en mi casa, todos los lavadores de escudillas de Fez dijeron: “La culpable es Rahutia”.
El joven reflexionó:
—Tus palabras son graves e increíbles. ¿Qué pruebas tienes? Mi padre ha muerto. Mi hermano también. Los franceses han fusilado al negro Alí. ¿Cómo creerte?
Rahutia frunció el ceño.
—Yo ignoraba, cuando venía hacia aquí, que encontraría al enemigo de mi vida.
Hablaba, pero sus manos continuaban jugando con las ajorcas de oro.
El hermano de El Mokri se sintió afectado por esa calma. La bailarina le dominaba a su pesar con aquella infinita serenidad.
—Estás mintiendo.
—Mírame a los ojos.
El hombre apartó los ojos de un versículo que en oro culebreaba en el tapiz, y los fijó en la mujer.
Aquel rostro largo, fino, que había besado apasionadamente su hermano lo perturbaba. ¿Mentiría ella o no?. . . Iría a caer entre sus garras. Lo atraía. A través de la tela de su chilaba sentía que la temperatura de aquella mano tan ardiente se iba filtrando a lo largo de su ser como un filtro de aborrecida y ansiadísima debilidad.
Apelando a su voluntad, estranguló la ola de emoción que se le subía a los ojos, y, entristecido, fatigadísimo, habló como a través de un sueño, con palabras muy pesadas:
—Que Alá me condene si eres inocente…
Rahutia comprendió que no debía esperar más, y una ajorca de oro cayó de su mano y rodó por el esterillado. El hombre se levantó y corrió hasta la ajorca, se la entregó a la bailarina, y Rahutia, más angustiada que nunca, bajó la voz:
—Te diré algo terrible. Algo que te convencerá. Tu hermana puede dar testimonio.
Y su cabeza se inclinó hacia el oído de su enemigo, que también acercó la cabeza a los labios de la bailarina.
El brazo de la mujer cortó el aire como la correa de un látigo, y el mozo tuvo en el corazón la sensación de la cornada de un becerro. El puñal de Rahutia se había clavado en su pecho, quiso gritar, pero únicamente pudo morder la palma de aquella mano ardiente y perfumada que le amordazaba. Y mientras las sombras de la muerte llenaban sus ojos, alcanzó a escuchar aún aquella dulce voz femenina que le decía:
—Te he dicho la verdad…, toda la verdad…
El cuerpo del moribundo se desplomó sobre los cojines, y Rahutia retiró su mano ensangrentada por la cruel mordedura. Miró en derredor.
Levantó una cortinilla y entró a una pequeña habitación donde había un operario dormido. De allí pasó al jardín: un escalerilla de ladrillo, sin pasamano, conducía a la casa de Gannan, el platero. Las estrellas lucían como faroles en el alto cielo; las palmeras recortaban el espacio semejante a fatigados abanicos.
Rahutia corría a través de las terrazas como un fantasma; las mujeres de otros harenes la veían pasar, pero con esa solidaridad cómplice que liga a todas las musulmanas, fingían no verla…
Finalmente llegó a un jardín cuyos “parterres” desbordaban sobre las antiguas murallas, saltó un parapeto, bajó por una escalerilla, pasó frente a un soldado español, y se encontró en la calle negra que conduce a los montes. Con rápido paso se internó en la sombra de África.
Y así como Rahutia, la bailarina, desapareció de Tetuán.
 
EL JOROBADITO
ROBERTO ARLT
 
Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas.
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.
Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba…
Es terrible…, sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos…, de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?…
–¿Qué se le importa?
–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia…
–Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
–Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene…
Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura.
Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.
Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
–¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.
De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
En la casa de la señora X yo “hacía el novio” de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez– observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
–¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
Lo cual es grave, señores, muy grave.
Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
–Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
–¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
–No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:–Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero… le digo la verdad…
–No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no lo dudo…
–De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted…
Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
–Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos…; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos…; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
–¡Claro que sí!
Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
–Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
–No sé…
–Porque mi semblante respira la santa honradez.
Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
–Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
–Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
–¿Del betún?
–Sí, lustrador de botas…, lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice “técnico de calzado” el último remendón de portal, y “experto en cabellos y sus derivados” el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?…
Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
–¿Y ahora qué hace usted?
–Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes…
–No hace falta…
–¿Quiere fumar usted, caballero?
–¡Cómo no!
Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo:
–Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence…. me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba.
Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
–¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural.
Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.
De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella.
En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella “involuntariamente” me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí.
Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
–Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería conveniente, no le parece a usted, que la “nena” fuera preparando su ajuar.
Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi “decencia de caballero”, mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.
Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
–Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada.
Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.
Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente “debe enorgullecerme de ser padre”.
Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho “padre de familia”. Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
Y mientras la “deliciosa criatura” con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.
Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
En esas circunstancias se me ocurrió la “idea”–idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y aunque no se me ocultaba que era ésa una “idea” extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
Familiarizado, como les cuento, con mi “idea”, si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
–Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí… y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
–¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
–¿Cómo, mal rato?
–¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: “Querida, te presento al dromedario”.
–¡Yo no la tuteo a mi novia!
–Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
–Y eso, ¿qué tiene que ver?
–¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
–Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
–¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la “idea”, le respondí:
–Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
–¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
–Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
Amainó el jorobadito y ya dijo:
–¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
–¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
–¡Rotundamente protesto, caballero!
–Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
–¡No me ultraje!
–Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
–¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?…
–Te daré veinte pesos.
–¿Y cuándo vamos a ir?
–Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas…
–Bueno…, présteme cinco pesos…
–Tomá diez.
A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia.
El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.
Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
–¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.
No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
–Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. –Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él.
De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
–Aquí es.
Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
–¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado… !
Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: “¿me permite una palabra, señorita?”, y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
–Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
–¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
–¡A ver si te callás!
Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
–Sentáte allí y no te muevas.
Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
Me sentí súbitamente calmado.
–Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo… no sé por qué…, pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso…, créalo… Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar “toda la vida”, pero tanto me agradó la frase que insistí:
–Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
–Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
–¡Retírese!
–¡Pero! …
–¡Retírese, por favor…; váyase!…
Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo…, pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
–¡No le permito esa insolencia, señorita…, no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su brac i to extend ido , vociferaba:
–¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide…, se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted verguenza?
Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
–¡Calláte, Rigoletto; calláte!…
El corcovado se volvió enfático:
–¡Permítame, caballero…; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita… la conmino a que me dé un beso!
E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano.
¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
–¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! … ¡No se acerquen!–Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
–¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
–Lo haré meter preso…
–Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
Indudablemente… si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
–Caballero… yo soy…
Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
¿Y ahora se dan cuenta por qué el hi jo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?

 

HISTORIA DEL SEÑOR JEFRIES Y NASSIN EL EGIPCIO
ROBERTO ARLT
 
No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.
Historia ésta que ya había olvidado si no reactivara su recuerdo una película de Boris Karloff, titulada “La momia”, que una noche vimos y comentamos con varios amigos.
Se entabló una discusión en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del asunto del film, y a ese propósito yo recordé una terrible historia que me enganchó en Tánger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento de “La momia” podía ser posible, y sin más, achacándosela a otro, les conté mi aventura, porque yo no podía, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a tiros a Nassin el Mago.
Todo aquello ocurrió a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de Tánger.
Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo una capa de gravedad sumamente endeble.
La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.
Nassin el Mago vivía en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le pertenecía, así como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro una transparente cortinilla de gasa roja.
Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de razonable diámetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho, las viruelas parecían haberse ensañado particularmente con su nariz, lo que le daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su educación exquisita. No se alteraba jamás visiblemente; por el contrario, cuanto más colérico se sentía contra su interlocutor, más fina y sibilante se tornaba su voz y más brillaban sus ojos.
Él fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.
Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie atendía el mostrador, cuando súbitamente asomó por encima de las cajas de tabaco la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer así, bruscamente, quedé alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio pareció darse cuenta del efecto que su súbita presencia causó sobre mi sensibilidad, porque cuando me marché “sentí” que él se me quedó mirando a la nuca, y aunque experimentaba una tentación violenta de volver la cabeza, no lo hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnótico sobre mí.
Sin embargo, al otro día volvió a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer ese complejo de timidez que nacía en mí en presencia del maldito egipcio. Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de Nassin. Como de costumbre, no había nadie en el mostrador; iba a retirarme, cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareció la cabeza de serpiente del egipcio.
Me entregó la cajetilla de tabaco saludándome con una exquisita inclinación, y yo me retiré sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi lado, porque sabía que allá lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio con la mirada clavada en mí.
Era aquella una situación extraña. Antes de terminar violentamente, debía complicarse. No me equivoqué. Una mañana me detuve frente al puesto de Nassin. Éste asomó bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre, quedé paralizado. Nassin notó mi turbación, la parálisis de mi corazón, la palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyó dulcemente sus manos entre mis manos y teniéndome así, como si yo fuera una tierna muchacha y no un robusto socio del Tánger Tenis Club, me dijo:
—¿No vendréis esta noche a tomar té conmigo? Os mostraré una curiosidad que os interesará extraordinariamente.
Le entregué las monedas que en justicia le correspondían por su tabaco, y sin responderle me retiré apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si me hubieran sorprendido cometiendo una mala acción. Pero ¿qué podía hacer? Había caído bajo la autoridad secreta del egipcio.
No me convenía engañarme a mí mismo. Nassin el Mago era el único hombre sobre la tierra que podía ejercer sobre mí ese dominio invisible, avergonzador, torturante que se denomina “acción hipnótica”. No me convenía huir de él, porque yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Además, mi cargo de cónsul no me permitía abandonar Tánger a capricho. Tenía que quedarme allí y desafiar la cita del egipcio y vencerlo, además.
No me quedaba duda:
Nassin quería dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que él hubiera comprado a una caravana de árabes. Su invitación para que fuera a la noche a tomar té con él era la última formalidad que el egipcio cumplía para remachar la cadena con que me amarraría a su tremenda y misteriosa voluntad.
Impacientemente esperé durante todo el día que llegara la noche. Estaba angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sí combatieran en mí. Recuerdo que revisé cuidadosamente mi pistola automática y engrasé sus resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominaría, y entonces yo caería a sus pies y besaría el suelo que él pisaba, o triunfaba yo y le hacía volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar en pedazos, recuerdo que llevé a lo de un herrero las balas de acero de mi pistola y las hice convertir en dum-dum. Quería ver volar en pedazos la cabeza de serpiente del egipcio.
A las diez de la noche puse en marcha mi automóvil, y después de dejar atrás la playa y las murallas de la época de la dominación portuguesa, me detuve frente a la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allí, pero de pronto su cabeza asomó tras el mostrador y sus ojos brillantes y fríos se quedaron mirándome inmóviles, mientras sus manos arrastrándose sobre los paquetes de tabaco, tomaban las mías. Se quedó mirándome, así, un instante, tal si yo fuera el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonó el mostrador, abrió una portezuela, y haciéndome una inmensa inclinación, como si yo fuera el Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartó una cortinilla dorada y me encontré en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, más alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomó de una mano y me condujo hasta una sala. El negro era el que atendía la tienda de las hierbas medicinales.
Entré en la sala. El suelo estaba allí cubierto de tapices, cojines, almohadones, colchonetas. En un rincón humeaba un pebetero; me senté en un cojín y comencé a esperar.
Cuánto tiempo permanecí ensimismado, quizá por el efecto aromático de las hierbas que humeaban y se consumían en el pebetero, no lo sé. Al levantar los párpados sorprendí al egipcio sentado también frente a mí, en cuclillas. Me miraba en silencio, sin irritación ni malevolencia, pero era la suya una mirada fría, tan ultrajante por su misma frialdad que me producía rabiosos deseos de execrarle la cara con los más atroces insultos. Pero no abrí los labios y seguí con los ojos una señal de su dedo índice: me señalaba una bola de vidrio.
La bola de vidrio parecía alumbrada en su interior por un destello esférico que crecía insensiblemente a medida que se hacía más y más oscura la penumbra de la sala. Hubo un momento en que no vi más al egipcio ni a las espesas colgaduras de alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecía plomo transparente, que se transformaba en una lámina de plata centelleante y única en la infinitud de un mundo negro. Y yo no tenía fuerzas para apartar los ojos de la bola de vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba transmitiendo un deseo claro y concreto:
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.”
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinó frente a mí al correr la cortina dorada que me permitía salir a la tabaquería, subí a mi automóvil, y, sin vacilar, me dirigí al cementerio.
¿Era una idea mía lo que yo creía un deseo de Nassin? ¿Estaba yo trastornado y atribuía al egipcio ciertas monstruosas fantasías que nacían de mí?
Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los racionalistas, procesos de sugestión y de acrecentamiento de la propia ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el único goce efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro está; ningún mago puede poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cósmicas.
“Ve al cementerio cristiano y tráeme el ataúd donde hoy fue sepultada una jovencita.” ¿Era aquélla una orden del mago o una sugestión nacida de mi desequilibrio?
Tendría la prueba muy pronto.
Encaminé mi automóvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los cuatro días de la semana que no es fiesta en Tánger, porque el viernes es el domingo musulmán; el sábado, el domingo judío, y el domingo el domingo cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automóvil parte de la muralla derribada hacía pocos días por un camión que había chocado allí; aparté unas tablas y, tomando una masas y un cortafrío de mi cajón de herramientas, comencé a vagar entre las tumbas. Dónde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabía; caminaba al azar hasta que de pronto sentí una voz que me murmuraba en mi oído:
“Aquí.”
Estaba frente a una bóveda cuya cancela forcé rápidamente. Derribé, valiéndome de mi maza, varias lápidas de mármol dejé al descubierto un ataúd. Sin vacilar, cargué el cajón fúnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie, porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapán por el peso del ataúd, salí vacilante, lo deposité en mi automóvil y me dirigí nuevamente a casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
—¿Qué harían ustedes si un cliente les trajera a su noche, un muerto dentro de su ataúd?
Estoy seguro de que lo rechazarían con gestos airados, ¿no es así? De ningún modo permitirían ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el cadáver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, éste asomó a la puerta y, en vez de expulsarme, me recibió atentamente.
Era muy avanzada la noche, y no había peligro de que nadie nos viera. Apresuradamente el egipcio abrió las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre mí la tremenda carga del ataúd, deposité el cajón del muerto en el suelo y con un pañuelo, tranquilamente, me quedé enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volvió armado de una palanca, introdujo su cuña entre las juntas de la tapa y el cajón, y de pronto el ataúd entero crujió y la tapa saltó por los aires.
Cometida esta violación, el egipcio encendió un candelabro de tres brazos, cargado de tres cirios negros, los colocó sesgadamente en dirección a La Meca, y luego, revistiéndose de una estola negra bordada con signos jeroglíficos, con un cuchillo cortó la fina cubierta de estaño que cerraba el ataúd.
No pude contener mi curiosidad. Asomándome sobre su espalda, me incliné sobre el féretro y descubrí que “casualmente” yo había robado del cementerio un ataúd que contenía a una jovencita.
No me quedó ninguna duda:
El egipcio se dedicaba a la magia. Él era quien me había ordenado mentalmente que robara un cadáver. Vacilar era perderme para siempre. Eché mano al bolsillo, extraje la pistola, coloque su cañón horizontalmente hacia la nuca de Nassin y apreté el disparador. La cabeza del egipcio voló en pedazos; su cuerpo, arrodillado y descabezado, vaciló un instante y luego se derrumbó.
Sin esperar más salí. Nadie se cruzó en mi camino.
Al día siguiente, al pasar frente a la tabaquería del egipcio, vi que estaba cerrada. Un cartelito pendía del muro:
“Cerrada porque Nassin el egipcio está de viaje”.
 


 

            LA DOBLE TRAMPA MORTAL
ROBERTO ARLT
 
He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
—¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet “el Cojo”, respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela. . . ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
—Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
—¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet “el Cojo” para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente de ello?
—¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.—El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.—Aquí está Ceuta.—Su dedo regordete bajó hacia el Sur.—Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
—El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
—¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
—¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
—Nada. El avión se hará pedazos.
—Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: “Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador”.
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
—¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
—Sí.
—Supongo que estará enterado de todo.
—Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
—¿Sus documentos están en orden?
—Por completo… ¿Conoce usted Xauen?
—He estado dos veces.
—De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
—¡Encantado!
—¿Cuándo salimos?
—Cuando usted diga.
—Me pondré el overol, entonces.—Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo:—Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
—Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme. —Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra “E”.
Ferrain la miró sorprendido:
—¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio? . . .
La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
—¡Es curioso!
Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
—Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet “el Cojo”? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora. . .
Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:
—¡Lista!
Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
—¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado…
Ferrain la miró desafiante:
—¿Contado qué?
—Nuestras dificultades.
Ferrain cortó en seco:
—Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: “Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme”, y acto seguido cambió de conversación y de tono:
—¿Cree usted que habrá elecciones en España?
Ferrain la soslayó:
—Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain sonrió eficiente:
—El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.
Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
—Pero, ¿usted cree en ese chisme?—Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.
 


 

LA OLA DE PERFUME VERDE
ROBERTO ARLT
 
Yo ignoro cuáles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemáticas superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre bizqueó algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamó:
—¿Ya apareció el espantoso mal olor?
El olfato del profesor Hagenbuk había siempre funcionado un poco defectuosamente, pero debo convenir que no éramos nosotros solos los que percibíamos ese olor en aquel restaurant de después de medianoche, concurrido por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que también otros comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncían la nariz, buscando alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petróleo y esencia de clavel.
El dueño del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban borrachos conspicuos que toda la noche bebían y discutían de pie frente a él, abandonó su flema, y, dirigiéndose a nosotros —desde el mostrador, naturalmente—, meneó la cabeza para indicarnos lo insólito de semejante perfume.
Luis y yo asomamos, en compañía de otros trasnochadores, a la puerta del restaurant. En la calle acontecía el mismo ridículo espectáculo. La gente, detenida bajo los focos eléctricos o en el centro de la calzada, levantaba la cabeza y fruncía las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban alarmados en todas direcciones. El fenómeno en cierto modo resultaba divertido y alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras a la calle, se veían encenderse las lámparas y moverse las siluetas de los recién despiertos, proyectadas en los muros a través de los cristales. Algunas puertas de calle se abrían. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en pijamas, que con alarmante entonación de voz preguntaban:
—¿No serán gases asfixiantes?
A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de que el hedor clavel-petróleo fuera determinada por la emanación de un gas de guerra, se había desvanecido, debido a la creencia general en nuestro público de que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuía a desvanecer un pánico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.
Los fotógrafos de los periódicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes, balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baño o pijamas, comentaban el fenómeno inexplicable.
Lo más curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los caballos. “Xenius”, el hábil fotógrafo de “El Mundo” nos ha dejado una estupenda colección de caballos aparentemente encabritados de alegría entre las varas de sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.
Junto a los zócalos de casi todos los edificios se veían gatos maullando de satisfacción encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos contra los muros o las pantorrillas de los transeúntes. Los perros también participaban de esta orgía, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el hocico al suelo corrían como si persiguieran un rastro, mas terminaban por echarse jadeantes al suelo, la lengua caída entre los dientes.
A las cuatro de la madrugada no había un solo habitante de nuestra ciudad que durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores iluminados. Todos miraban hacia la bóveda estrellada. Nos encontrábamos a comienzos del verano. La luna lucía su media hoz de plata amarillenta, y los gorriones y jilgueros aposentados en los árboles de los paseos piaban desesperadamente.
Algunos ciudadanos que habían vivido en Barcelona les referían a otros que aquel vocerío de pájaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse refugiado los pájaros de todas las montañas que circunvalan a Barcelona. En los vecindarios donde había loros, éstos graznaban tan furiosamente, que era necesario taparse los oídos o estrangularles .
—¿Qué sucede? ¿Qué pasa?—era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta veces, cien veces, en la misma boca.
Jamás se registraron tantos llamados telefónicos en las secretarías de los diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecían frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la mañana era imposible obtener una sola comunicación; los hombres, con la camisa abierta sobre el pecho, habían colgado los auriculares. Las calles ennegrecían de multitudes. Los vestíbulos de las comisarías se llenaban de visitantes distinguidos, jefes de comités políticos, militares retirados, y todos formulaban la misma pregunta, que nadie podía responder:
—¿Qué sucede? ¿De dónde sale este perfume?
Se veían viejos comandantes de caballería, el collar de la barba y el bastón de puño de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre química de guerra; los hombres hablaban de lo que sabían, y no sabían mucho. Lo único que podían afirmar es que no se estaba en presencia de un fenómeno letal, y ello era bien evidente, pero la gente les agradecía la afirmación. Muchos estaban asustados, y no era para menos.
A las cinco de la mañana se recibían telegramas de Córdoba, Santa Fe, Paraná y, por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la ocurrencia del fenómeno. Los andenes de las estaciones hervían de gente que, con la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban ávidamente la fragancia del aire.
En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con licencia. El ministro de Guerra se dirigió a la Casa de Gobierno a las cinco y cuarto de la mañana; hubo consultas e inmediatamente se procedió a citar a los químicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la mañana. Yo, por no ser menos que el ministro me presenté en la redacción del diario; cierto es que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milésima vez escuché y repetí esta vacua pregunta:
—¿Qué sucede? ¿De dónde viene este perfume?
Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leía el texto de los telegramas y los transmitía a los que estaban mucho más lejos.
“Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan.”
“De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde.”
“Los químicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, ésta no tiene su origen en ninguna fábrica de productos tóxicos.”
“La Jefatura de Policía se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se registra ninguna víctima y no existen razones para suponer que el perfume petróleo-clavel sea peligroso.”
“El observatorio astronómico de La Plata y el observatorio de Córdoba informan que no se ha registrado ningún fenómeno estelar que pueda hacer suponer que esta ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenómeno de fermentación o de radioactividad.”
“Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume.”
“Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume.”
“El observatorio astronómico de Córdoba informa que la ola de perfume avanza a la velocidad de doce kilómetros por minuto.”
“Nuestro diario instaló un servicio permanente de comunicación con estación de radio; además situó a un hombre frente a las pizarras de su administración; éste comunicaba por un megáfono las últimas novedades, pero recién a las seis y cuarto de la mañana se supo que en reunión de ministros se había resuelto declarar el día feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las estaciones de radios y los periódicos se dirigían a todos los habitantes del país, encareciéndoles:
“1° No alarmarse por la persistencia de este fenómeno que, aunque de origen ignorado, se presume absolutamente inofensivo.
“2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la población abstenerse de beber y comer en exceso, pues aún se ignoran los trastornos que puede originar la ola de perfume.”
Lo que resulta evidente es que el día 15 de septiembre los sentimientos religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia, pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores no era “estamos en las proximidades del fin del mundo”, en muchas personas se desperezaba ya esta pregunta.
A las nueve de la mañana, la población fatigada de una noche de insomnio y de emociones se echó a la cama. Inútil intentar dormir. Este perfume penetrante petróleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas se revolvían en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanación repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor aromático. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia, que en algunos se prolongaron durante más de sesenta horas, las farmacias en pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitérmicos, a las once de la mañana, hora en que apareció el segundo boletín extraordinario editado por todos los periódicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los periódicos grupos de vendedores yacían extenuados; en las viviendas la gente, tendida en la cama, permanecía amodorrada; en los cuarteles los soldados y oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde en toda Sudamérica se habían interrumpido las actividades más vitales a las necesidades de las poblaciones: los trenes permanecían en medios de los campos…con los fuegos apagados; los agentes de policía dormitaban en los umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrón que, haciendo un prodigioso esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojó al director del establecimiento de sus llaves e intento abrir la caja de hierro en presencia de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la puerta de acero su voluntad se quebró y cayó amodorrado junto a los otros.
En las cárceles el aire confinado determinó más rápidamente la modorra en los presos que en los centinelas que los custodiaban lo alto de las murallas donde la atmósfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la violencia del sueño que se les metía en una “especie de aire verde por las narices” y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamó el perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, teníamos la sensación de que nos envolvía un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.
Las únicas que parecían insensibles a la atmósfera del perfume clavel-petróleo eran las ratas, y fue la única vez que se pudo asistir al espectáculo en que los roedores, salieron de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.
A las tres de la tarde respirábamos con dificultad. El profesor Hagenbuk, tendido en un sofá de mi escritorio, miraba a través de los cristales al sol envuelto en una atmósfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillón, pensaba que millones y millones de hombres íbamos a morir, pues en nuestra total inercia al aire se aprecia cada vez más enrarecido y extraño a los pulmones, que levantaban penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel instante el único recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk mirando el sol verdoso.
Debimos permanecer en la más completa inconsciencia durante tres horas. Cuando despertamos la total negruda del cielo estaba rayada por tan terribles relámpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al ígneo espectáculo .
El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmuró:
—Lo había previsto; ¡vaya si lo había previsto!
Un estampido de violencia tal que me ensordeció durante un cuarto de hora me impidió escuchar lo que él creía haber previsto. Un rayo acababa de hendir un rascacielo, y el edificio se desmoronó por la mitad, y al suceder el fogonazo de los rayos se podía percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosímiles.
Fue la última descarga eléctrica.
El profesor Hagenbuk se volvió hacia mí, y mirándome muy grave con su extraordinario ojo bizco, repitió:
—Lo había previsto.
Irritado me volví hacia él.
—¿Qué es lo que había previsto usted, profesor?—grité.
—Todo lo que ha sucedido.
Sonreí incrédulamente. El profesor se echó las manos al bolsillo, retiró de allí una libreta, la abrió y en la tercera hoja leí:
“Descripción de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer sobre las poblaciones de la Tierra.”
—¿Qué es eso de los hidrocarburos cometarios?
El profesor Hagenbuk sonrió piadosamente y me contestó:
—La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos atravesado la cola de un cometa.
—¿Y por qué no lo dijo antes?
—Para no alarmar a la gente. Hace diez días que espero la ocurrencia de este fenómeno, pero…, a propósito; anoche usted se ha quedado debiéndome treinta tantos de nuestra partida.
Aunque no lo crean ustedes, yo quedé sin habla frente al profesor. Y estas son las horas en que pienso escribir la historia de su fantástica vida y causas de su no menos fantástico silencio.
 


 

LA PISTA DE LOS DIENTES DE ORO
ROBERTO ARLT
 
Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las once de la noche.
A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.
En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.
Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:
El enigma del bárbaro crimen del diente de oro
Son las diez de la mañana.
El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
—Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.
El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:
—Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?
Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.
En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de “profesión” ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.
También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.
Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {…}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.
Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.
Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.
La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.
Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:
—Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:
—¿Cuesta mucho platinarlo?
—No; la diferencia es muy poca.
Mientras Diana prepara el torno, habla:
—A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:
—Yo creo que ese crimen es una venganza. . . ¿Y usted?. ..
—Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios y matarlo?.. . Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección, Diana Lucerna le dice:
—Véngase pasado mañana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y niqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe.. .
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.
Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!. . . Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.
Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra… Está allí… Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.
Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:
—¿Qué le pasa, señorita?
Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:
—Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindis—yo soy italiano—, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.
Diana lo escucha y responde:
—Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.
Lauro prosigue:
—Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
—¿No lo encontrarán a usted?
—No; si usted no me denuncia.
Diana lo mira:
—Es espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro la interrumpió, frío:
—La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:
—¿No lo encontrarán a usted?
—Yo creo que no…
—¿Vendrá usted a curarse mañana?
—Sí, señorita; mañana iré.
Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
 


 

LAS FIERAS
ROBERTO ARLT
 
No te diré nunca cómo fui hundiéndome, día tras día, entre los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspero que cal agrietada. A veces, cuando reconsidero la latitud a que he llegado, siento que en mi cerebro se mueven grandes lienzos de sombra, camino como un sonámbulo y el proceso de mi descomposición me parece engastado en la arquitectura de un sueño que nunca ocurrió.
Sin embargo, hace mucho tiempo que estoy perdido. Me faltan fuerzas para escaparme a ese engranaje perezoso, que en la sucesión de las noches me sumerge más y más en la profundidad de un departamento prostibulario, donde otros espantosos aburridos como yo soportan entre los dedos una pantalla de naipes y mueven con desgano fichas negras o verdes, mientras que el tiempo cae con gotear de agua en el sucio pozal de nuestras almas.
Jamás le he hablado a ninguno de mis compañeros de ti, ¿y para qué?
La unica informada de tu existencia es Tacuara. Apretando en el bolsillo un rollo de dinero, entra a la pieza después de las cuatro de la madrugada. El pelo de Tacuara es lacio y renegrido; los ojos oblicuos y pampas; la cara redonda y como espolvoreada de carbón, y la nariz chata. Tacuara tiene una debilidad: es la lectura de la “Vida Social”, y una virtud la de gustarle a los descargadores de naranjas y hombres de la ribera de San Fernando.
Ceba mate mientras yo, espatarrado en la cama, pienso en ti, a quien he perdido para siempre.
Lo dificultoso es explicarte cómo fui hundiéndome día tras día.
A medida que pasan los años, cae sobre mi vida una pesada losa de inercia y acostumbramiento. La actitud más ruin y la situación más repugnante me parece natural y aceptable. Me falta extrañeza para recordar los muros de los calabozos donde he dormido tantas veces.
Pero a pesar de haberme mezclado con los de abajo, jamás hombre alguno ha vivido más aislado entre estas fieras que yo. Aún no he podido fundirme con ellos, lo cual no me impide sonreír cuando alguna de estas bestias la estropea a golpes a una de las desdichadas que lo mantiene, o comete una salvajada inútil, por el solo gusto de jactarse de haberla realizado.
Muchas veces acude tu nombre a mis labios. Recuerdo de la tarde cuando estuvimos juntos, en la iglesia de Nueva Pompeya. También me acuerdo del podenco del sacristán. Empinando el hocico y el paso tardo, cruzaba el mosaico del templo por entre la fila de bancos… pero han pasado tantos cientos de días, que ahora me parece vivir en una ciudad profundísima, infinitamente abajo, sobre el nivel del mar. Una neblina de carbón flota permanente en este socavón de la infrahumanidad; de tanto en tanto chasquea el estampido de una pistola automática, y luego todos volvemos a nuestra postura primera, como si no hubiera ocurrido nada.
Incluso he cambiado de nombre, de manera que aunque a todos los que pasan les preguntaras por mí, nadie sabría contestarte.
Sin embargo, vivimos aquí en la misma ciudad, bajo idénticas estrellas.
Con la diferencia, claro está, que yo exploto a una prostituta, tengo prontuario y moriré con las espaldas desfondadas a balazos mientras tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva.
Y si me resta tu recuerdo es por representar posibilidades de vida que yo nunca podré vivir. Es terrible, pero rubricado en ciertos declives de la existencia, no se escoge. Se acepta.
Estalló tu recuerdo, una noche que tiritaba de fiebre arrojado al rincón de un calabozo. No estaba herido, pero me habían golpeado mucho con un pedazo de goma y la temperatura de la fiebre movía ante mis ojos paisajes de perdición.
Grisáceo como el trozo de un film, pasaba el recuerdo del primer viaje que efectué a un prostíbulo de provincia, con Tacuara. Era la una de la tarde y un coche desvencijado nos llevaba por un callejón sombrío, acolchado de polvo. El sol centelleaba en el muro rojo del prostíbulo, y frente a la puerta de chapa de hierro engastada en la muralla de ladrillo había un pantano de orines y un poste para atar los caballos. El viento hacia chirriar en su soporte un farol de petróleo.
Nunca olvidaré. El macro judío me adelantó cincuenta latas sobre el trabajo de la mujer en la semana, y entonces marché a entrevistarme con el jefe político y el comisario… Estas iniquidades pasaban por mi memoria mientras estaba tendido en el piso de portland del calabozo. A momentos creía que iba a morir. Entreabría los párpados y distinguía murallas rodeadas de otros cercos por otros subsuelos, y durante un minuto mi vida transcurrió el espacio de un siglo en el fondo de los calabozos. Otros hombres, como yo, tenían los pulmones machucados a golpes de goma. Una cuña de gran sufrimiento me partió el cerebro, y más allá de la ferocidad de todos nosotros, oprimidos u opresores, más allá de la dureza de las grises piedras cuadradas, distinguí tu semblante pálido y la almendra aceituna de tus ojos.
Fue un martillazo en la sensibilidad. Nunca pude despierto imaginarme tu rostro con la nitidez que en la vorágine del delirio destacaba su relieve, luego la obsesión del castigo me volcó en la crueldad del interrogatorio. Me indagaban a golpes por el asesinato de una mujer con la cual nada tenía que ver.
Después salí. Más tarde me detuvieron otra vez. En la sombra me acompañaba tu recuerdo y en la vida, fiel como una perra, la mulata Tacuara.
¡Tacuara! ¿A dónde no habré ido con Tacuara?
Por ella conocí el asqueroso aburrimiento complicado con olores de polvo de arroz de los lenocinios de provincias, la regenta en chancletas cuidando un brasero que enceniza el piso de la sala, el mate que rueda lentamente entre las manos de diez rameras pitañosas, el viento que sacude la madera de los postigos porque los vidrios están rotos y se han sustituido los cristales con alambre de fiambrera, mientras llega desde afuera el ruido informe de un carro de ruedas gigantescas, cargado con una pirámide de bolsas de maíz, y el látigo chasquea junto a las orejas de los ocho caballos envueltos en grandes nubes de tierra amarilla.
Por Tacuara conocí los prostíbulos más espantosos de provincias. Aquellos en que la pieza no tiene cama, sino un jergón de chala tirado en el suelo de ladrillos, y mujeres con labios perforados de chancros sifilíticos. He comido sopa de locro y he bailado tangos más siniestros que agonía en salas tan inmensas como cuadras de un cuartel. Había allí bancos de madera sin cepillar y en los rincones negras sosteniendo con un brazo a un recién nacido a quien amamanta con un pecho, mientras que para no perder tiempo con la mano libre le desprendían los pantalones a un ebrio rijoso.
¡A dónde no habré ido con Tacuara!
En su compañía he recorrido todo el sur de la provincia, Bahía Blanca, Marcos Juárez y Azul, después estuvimos en Rosario de Santa Fe, Córdoba, Río Cuarto, Villa María y Bell Ville.
Con el auxilio de los políticos, a veces fui timbero y otras despaché chinchulines y parrilla criolla en bodegones montados a la orilla de establecimientos donde trabajaba con todos los hombres mi único amor.
Viajamos por agua.
Estuve en Paraná, Corrientes, Misiones. Pasé a Santa Ana do Livramento, Río Grande do Sul, San Pablo. En San Pablo, al expulsarme de la ciudad los carabineros, me tiraron encima de un vagón de carga y me rompieron tres costillas. Pasamos a Río de Janeiro, y Tacuara se inscribió en un prostíbulo de Laranyeiras. La casa de piedra mostraba en el frontín un mosaico con la Virgen y el Niño, y bajo el mosaico una lámpara eléctrica que iluminaba una garita abierta en la pared y entrelazada de perpendiculares barras de hierro a la altura de la cintura. En esta hornacina, tiesa como una estatua, de pie, Tacuara hacia cinco horas de guardia. A través de las rejas los hombres que le apetecían podían tocarle las carnes para constatar su dureza. En aquel barrio de mil prostitutas, y adornado de palmas y Cirios los días de Pascua, un retén de gendarmes, armados de carabinas, mantenían el orden para evitar que catangas y marineros se liaran a cuchilladas.
Volvimos a Buenos Aires.
Yo extrañaba mi calle Corrientes, y ella su dormitorio con olor a naranjas en la barrera de San Fernando y el dulce y monótono zumbido de las sierras de las cajonerías para fruta del Delta.
Y así, fui hundiéndome día tras día, hasta venir a recalar en este rincón de Ambos Mundos. Aquí es donde nos reunimos Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y Pibe Repoyo.
Por la noche llegan perezosamente hasta la mesa de junto a la vidriera, se sientan, saludan de soslayo a la muchacha de la victrola, piden un café y en la posición que se han sentado permanecen horas y más horas, mirando con expresión desgarrada, por el vidrio, la gente que pasa.
En el fondo de los ojos de estos ex hombres se diluye una niebla gris. Cada uno de ellos ve en sí un misterio inexplicable, un nervio aún no clasificado, roto en el mecanismo de la voluntad. Esto los convierte en muñecos de cuerda relajada, y este relajamiento se traduce en el silencio que guardamos. Nadie aún lo ha observado, pero hay días que entre cuatro, apenas si pronunciamos veinte palabras.
De un modo o de otro hemos robado, algunos han llegado hasta el crimen; todos, sin excepción, han destruido la vida de una mujer, y el silencio es el vaso comunicante por el cual nuestra pesadilla de aburrimiento y angustia pasa de alma a alma con roce oscuro. Esta sensación de aniquilamiento torvo, con las muecas inconscientes que acompañan al recuerdo canalla, nos pone en el rostro una máscara de fealdad cínica y dolorosa.
¡Y qué prójimos los nuestros! ¡Qué historias las que pueden contar!
Por ejemplo… el negro Cipriano:
Es rechoncho como un ídolo de chocolate.
En otros tiempos trabajó de cocinero en un prostíbulo. Cuenta, y orgullosamente, que vestido de blanco, le servia a una escogida concurrencia de rufianes y macrós un congrio aderezado en una bandeja de plata.
Aunque no lo diga, se enternece evocando los paisajes sonrosados.
-Los ojos se le humedecen e inundan de venitas de sangre, y bien se comprende: siente nostalgia de los tiempos en que era confidente de la regenta. Ésta, con las tetas volcadas entre las puntillas de su peinador, prostituía menores de catorce años, para servirlas a la voracidad de terribles magistrados y potentados ancianos. Luego secreteaba con Cipriano cuanto había ganado, y el negro era feliz, se comprendía el hombre de confianza de la casa. No se llega impunemente a estas alturas. Con los achocolatados párpados entreabiertos y las quijadas apoyadas en los puños, Cipriano, como un yacaré que sueña con la manigua, persigue con ojos amarillos fabulosas memorias, fiestas de traficantes polacos y marselleses, rufianes grasientos como fardos de sebo, e implacables como verdugos.
Estos hombres tenían la piel del cogote más roja que el colodrillo de los pavos, y ricitos de oro se escapaban por los agujeros de las narices y las orejas.
Despreciaban profundamente los países donde medraban, les escupían en la cara a los empleados de policía inferiores, y compraban a los jefes políticos con cheques que firmaban guiñando un ojo socarronamente.
Cipriano sabe muchas cosas, y cuando se le apura, confiesa que nada le agrada tanto como violar a un muchachito, o acostarse con un marinero de la Martinica.
Y sin embargo sonríe con la ingenuidad de un monstruo jovial.
Nadie, viéndolo, pensaría que él, el cocinero de los prostíbulos, era además el encargado de tatuarle con un látigo rayas moradas en las nalgas a las prostitutas desobedientes. Cuando recuerda las mujeres que castigó, sonríe con dulzura de hipopótamo resoplando agua y barro en el cañaveral de una manigua.
Y más dulzura bondadosa encierra su sonrisa, al rememorar los menores que violó, dramas de leonera, un chico maniatado por cinco ladrones que le apretaban contra el suelo tapándole la boca, luego ese grito de entraña roto que sacude como una descarga de voltaje el cuerpo sujetado… y la fila de hombres, que con los pantalones sostenidos con una mano, aguardan turno, mientras que el cuerpo del niño perforado por un dolor terrible se arquea y luego cae exánime.
Y si alguien, para mofarse, le pregunta qué es lo que prefiere, una muchacha o un ladroncito, Cipriano que se jacta de haber “desmayado grandes”, entrecierra los ojos y hace rechinar los dientes. Como un cocodrilo adormilado en la marisma, apetece la inmundicia, y sólo cuando está muy contento dice algunas palabras en un dulce francés de la Martinica.
Por otra parte es muy católico y siempre que pasa ante una iglesia se descubre respetuosamente.
Tosiendo penosamente se sienta algunas veces a nuestra mesa Angelito el Potrillo, ratero y tuberculoso.
Tiene treinta años de edad, de los cuales ha pasado diez en el cuadro quinto, cansado de repetir siempre la misma infracción inexistente “portación de armas”
Lo perdieron las malas juntas.
Cuando se enoja tartamudea. Con la visera de la gorra hundida sobre los ojos se sumerge en intrincados problemas de ajedrez, y se jacta de ser campeón de damas, y aunque ello es verosímil, para expresar sus ideas utiliza un procedimiento un poco absurdo. Por ejemplo, dice del Japonés, un ladrón oscuro y feroz, que siempre encuentra laudables pretextos para desenvainar el cuchillo:
-Es como una niña.
Indudablemente, resulta dificultoso comprender qué es lo que entiende por “una niña” Angelito el Potrillo.
Cuando Angelito está bien de salud y no se encuentra preso, desaparece durante un tiempo de la ciudad en compañía del Japonés. Recorren el interior explotando el cuento de “filo misho” y otros ardides más o menos sutiles, pues Angelito el Potrillo no es como aquellos perdularios que no practican sino su especialidad, sino que a él, “le da tanto un barrido como un fregado”.
Por ahora Angelito está muy débil y no viaja.
Permanece horas y horas con una sien apoyada en el vidrio, mirando hacia la calle, y los pesquisas que pasan saben que él está enfermo, que no puede robar y no lo detienen. Incluso algunos lo saludan y Angelito hace un gesto ahuecado en sonrisa. Dice que “es un consuelo saber que se va a morir entre la consideración de la gente correcta”. ¡No te diré como fui hundiéndome día tras día!
Ahora cada uno de nosotros lleva un recuerdo terrible que es una bazofia de tristeza. Ayer… hoy .. mañana…
Hundiéndome día tras día.
Cómo explicar este fenómeno que deja libre la inteligencia, mientras los sentimientos embadurnados de inmundicia nos aplastan más y más en toda renunciación a la luz. Por eso la mala palabra nos muequea en la jeta, y para cada rostro de mujer la mano se nos crispa en una tentación de cachetada, porque junto a nosotros, no se encuentra aquella, la preciosísima que nos destrozó la vida en una encrucijada del tiempo que fue. ¿Para qué hablar? Si todo lo dice el silencio de sombras que entolda el bar amarillo, donde se inclinan las cabezas que ya no tienen esperanzas terrestres. Fieras enjauladas, permanecemos tras los barrotes de los pensamientos residuos, y por eso es que la sonrisa canalla se despega tan dificultosamente del semblante encolado en una contracción de aburrimiento perrero.
Los días son negros, las noches más encajonadas que calabozos.
A veces pasa tu recuerdo por mi memoria como una estrella de siete puntas, y Tacuara como si adivinara tu tránsito celeste por mi vida, me examina rápidamente de pies a cabeza y me dice como si ella fuera mi igual:
-¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón?
Su ojo derecho se entrecierra casi, alarga el cuello, frunce los labios finos, y a medias torcida como si hubiera quedado desfigurada por una hemiplejia, me pregunta:
-¿Te acordás de ella?
No te diré como fui hundiéndome día tras día. Quizá ocurrió después del horrible pecado. La verdad es que fui quedando aislado.
Caminaba como antes por las calles, miraba los objetos que se exhiben en las vitrinas, y hasta me detenía sorprendido frente a ciertas ingeniosidades de la industria, mas la verdad es que estaba horriblemente solo.
Alguna que otra vez sentía en mis mejillas el frío roce de un alma que me buscaba por la tierra con su pobre pensamiento encadenado. Un escalofrío se descargaba entonces a través de los intersticios de mis vértebras.
Luego la noche del pensamiento caía sobre mí y estuve mucho tiempo sumergido en el crepúsculo que ya no era terrestre, y tal como deben conocerlo aquellos que la medicina clasifica con el nombre de idiotas profundos.
Llegué así por descendimientos progresivos hasta la miseria de esta amistad silenciosa, en la que los infaltables son Uña de Oro, el Pibe Repoyo y el Relojero.
El Relojero no habla nunca. A lo más sonríe melancólicamente. De vez en cuando le suministra a su “señora” una paliza brutal, y si Guillermito el Ladrón, le pregunta por qué le pega, el Relojero se encoge de hombros, sonríe dolorosamente y contesta después de rumiar largo rato su respuesta:
-Qué sé yo. Será porque estoy aburrido.
Guillermito cuida el físico, gasta reloj pulsera de oro, se da fomentos faciales y rayos ultravioletas, pero en la frente tiene el croquis de una arruga rápida, crispación que anticipa el gesto de echar la mano a la cintura para sacar el revólver y resolver un asunto de vida o de muerte. Jamás ha robado en la ciudad, y siempre conversa de instalar una timba. Aspira como yo lo fui en otros tiempos, a ser dueño de un recreo con parrilla criolla, pero aún no dispone del necesario capital y sus opiniones políticas no pueden ser más estúpidas.
Está con Yrigoyen y la democracia.
Uña de Oro seduce a las “loquitas” con su perfil de gavilán y los transparentes ojos verdosos y la crueldad felina de sus maxilares que acompañan el impulso de las sienes huidas hacia las orejas puntiagudas. Cuando está cansado apoya los brazos en la mesa, agacha la cabeza y se duerme en la turbamulta del café, con ronquido feroz
¿Es necesario describir estas cosas simples, bestiales, primitivas?
Nos comunicamos con el silencio. Un silencio que se descarga en la mirada o en una inflexión de los labios respondiendo con un monosílabo a otro monosílabo. Cada uno de nosotros está sumergido en un pasado oscuro donde los ojos de tanto haber fijado, se han inmovilizado como los de cretinos que miran absurdamente un rincón sucio.
¿Qué miramos?
No te lo podría decir. Sé que por donde he ido me he acordado de ti, y que llegué a profundidades increiblemente tristes. Ahora mismo.. cierro los ojos, como Uña de Oro cargo la frente sobre el dorso de las manos… pero no duermo. Pienso que es triste no saber a quién matar.
De pronto el choque del cubilete de los dados revienta en mis oídos como la descarga de un revólver, levanto la cabeza y revuelvo una saliva de veneno. La vida continúa siempre igual, adentro y afuera, y este silencio es una verdad, un intervalo donde descansa nuestra expectativa de una mala noticia, ya que es necesario aguardaría siempre, aguardaría siempre en el desconocido que entre inopinadamente al café o en el temblequeo de la campanilla del teléfono.
Jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda, bajo la apariencia de olvido persiste una constante tensión nerviosa, una especie de “alerta está”, vigilancia inconsciente, sobresalto imperceptible que mueve permanentemente los párpados y las pupilas, en un soslayar siniestro.
Ningún desconocido al entrar a este café escapa a ese examen, tendido en invisible abanico de noventa grados, sobre el círculo de los naipes o las geometrías blancas y negras de las fichas de dominó.
Cuando no se juega, los mentones descansan engastados en las palmas de las manos. El cigarrillo se consume lentamente en el vértice de los labios y entonces… cuando menos se espera aparece el sufrimiento sordo, una como nostalgia de las entrañas que ignoran lo que quieren, arruga las frentes, ¡ah! cómo explicar esta desesperación, nos lanzamos a la calle, vamos hacia los departamentos donde nunca falta una atorranta con la cual acostarse, y desfogar babeando en un mal sueño este dolor que no se sabe de dónde viene ni para qué.
Y es que todos llevamos adentro un aburrimiento horrible, una mala palabra retenida, un golpe que no sabe donde descargarse, y si el Relojero la desencuaderna a puntapiés a su mujer, es porque en la noche sucia de su pieza, el alma le envasa un dolor que es como desazón de un nervio en un diente podrido.
Y cuando este dolor, que ellos ignoran con qué palabras se puede nombrar, estalla en un corazón, el que permanecía callado barbotea una injuria, y por resonancia los otros también responden, y de pronto la mesa que hasta ese momento parecía un círculo de dormidos se anima de injurias terribles y de odios sin razón, y sin saber cómo surgen agravios antiguos y ofensas olvidadas. Y si no llegan a las manos es porque nunca falta un comedido que interviene a tiempo y recuerda con melifluo palabrerío las consecuencias de la gresca.
Una fiesta que no hay dinero con qué pagarla, es la llegada de desconocidos y amigos perdidos a la mesa. Vienen del interior. Han estado robando en provincias. O purgando una pena en la cárcel. O estafando en los trenes. Pero, tengan la cabeza rapada o melenuda, no importa: sus historias y su dinero bien valen la acogida que se les hace; y entonces por un minuto el mozo se soflama. Tal diversidad de bebidas solicitan los gaznates distintos. Una alegría espantosa estalla en el interior de cada fiera, y siguiendo el impulso de una vanidad inexplicable, de un orgullo demoniaco, se habla… Si se habla es de cacerías de mujeres en el corazón de la ciudad, su persecución en los clandestinos de extramuros donde se ocultan; si se habla, es de riñas con bandas enemigas que las han raptado, de asaltos, de emboscadas, de robos, escalamientos y fracturas. Si se habla es de viajes en transportes nacionales a “la tierra”, si se habla es de la cárcel, de las eternas noches en la “berlina” (calabozo triangular donde el detenido no puede acostarse ni sentarse), si se habla es de los procedimientos de los jueces, de los políticos a quienes están vendidos, de los pesquisas y sus ferocidades, de interrogatorios, careos, indagatorias y reconstrucciones, si se habla es de castigos, dolores, torturas, golpes sobre el rostro, puñetazos en el estómago, retorcimiento de testículos, puntapiés en las tibias, dedos prensados, manos retorcidas, flagelaciones con la goma, martillazo con la culata del revólver… si se habla es de mujeres asesinadas, robadas, fugitivas, apaleadas…
Siempre los mismos temas: el crimen, la venalidad, el castigo, la traición, la ferocidad. Lentamente humean los cigarros. Cada frente crispa un mal recuerdo. En una distancia Luego sobreviene el silencio. Los desconocidos se marchan acompañados del camarada que los presentó.
Entonces las miradas recorren las mesas próximas, se detienen en la muchacha que atiende la victrola, estalla un comentario breve y cruel como un petardo, una sonrisa fría encrespa algún labio, ya que se sabe con quien está por caer la desgraciada, incluso el que la ronda ya ha anticipado el número de palizas que le suministrará, un fósforo crepita al encenderse entre dos dedos y el humo azulento sube despacio hacia el plafond.
¡Oh! cuántas, cuántas cosas se cuentan en pocas palabras en estas interminables noches negras
Una vez es Guillermito, otras Uña de Oro. Uña de Oro, por ejemplo, cuenta cómo fue que una vez le atravesó con un cortaplumas la palma de la mano a una mujer.
Ella quería irse a vivir con él, y Uña le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa.
Relatos de esta índole son frecuentes, pero para qué criticar las ferocidades inútiles. Todos estamos coscientes que en un momento dado de nuestras vidas, por aburrimiento o angustia, seremos capaces de cometer un acto infinitamente más bellaco que el que no condenamos. A decir la verdad, aploma a nuestras consciencias un sentimiento implacable, quizá la misma fiera voluntad que encrespa a las bestias carniceras en sus cubiles de los bosques y las montañas.
Además, conocemos muchas tristezas que ni el mismo naipe es capaz de disolver, hastíos semejantes a chalecos de fuerza ciñen nuestros instintos hasta el día que caigamos bajo el cuchillo de un enemigo, o la bala de alguien que hace mucho tiempo nos está esperando entre las tinieblas. Porque a cada uno de nosotros, lo espera alguien.
Después de haber vivido de esta manera, es lógico estar colmado de un silencio tan hosco, mudez de fiera que ha recibido de la vida una fuerza maldita, utilizable sólo en los bajíos del mal.
Ahora en la mesa del café, bajo las luces amarillas, blancas y azules, el silencio constituye un reposo. Tenemos necesidad de un poco de descanso, para que se asienten nuestras infamias calladas, nuestros crímenes flojos.
La música retoba el aburrimiento
Un tango antiguo nos recuerda un momento carcelario, otros la noche del hallazgo de una mujer, otros un instante terrible de cuando andábamos en la mala.
Si el tango se hace bronco, un espasmo nos retuerce el alma. Se recuerda entonces el placer rojo y terrible de aplastarle a puñetazos la cara a una mujer, o también el goce de bailar trenzados con una hembra esquiva en una milonga asesina, o también el primer dinero que nos dio la mujer que nos inició en la vida, billete de diez pesos que ella sacó de la liga y que nosotros recibimos con alegría temblorosa porque ese dinero lo había ganado acostándose con otros
Lloro de bandoneones que lo despeina a uno en dulces recuerdos, primeras emociones agridulces de vida de cafishio: la mujer que va por la calle con un hombre; la mujer que ríe en la mesa acompañada de tres hombres, sensación de procacidad y ráfaga; la mujer que durante la noche ha hecho la recorrida del café y la pieza del brazo de clientes que pasaban ante los ojos, emoción que colma la expectativa de algunas palabras susurradas subrepticiamente: “Esperá un momento querido, que pronto me desocupo”.
El tango nos empenacha el alma del recuerdo de primitivas alegrías: la mujer de todos pavoneándose en compañía de aquel a quien le regala su dinero, la gente mirándonos al pasar, los giles asombrándose de las pornografías de la conversación, las tenidas en las piezas de las amigas, las presentaciones de rigor: “Le presento a mi marido”.
Tardes de lluvia desperdigadas entre largas rondas de mate, la victrola en un rincón, la bandeja de masas arrumbada entre tarros de gomina. Si la mujer hace la calle, la reglamentaria despedida a las cuatro, el “hasta luego querido”, el “tené cuidado con los tiras, nena” y la mujer que en el instante de la despedida siempre tiene un gesto raro, casi doloroso al principio en el oficio y que mediante un esfuerzo de voluntad recubre su rostro de una máscara de impasibilidad convirtiéndose instantáneamente en otra, mezclándose a los transeúntes con el tardo paso de la yiranta. Inmediatamente a uno le cruza la mente esta preocupación: “En fija la encanan hoy” o “¿No será la última vez que la veo hoy?”
Por eso, cuando en el silencio que guardamos junto a la mesa de café, repiquetea el timbre del teléfono, un sobresalto nos mueve las cabezas, y si no es para nosotros, bajo las luces blancas, bermejas o azules, Uña de Oro bosteza y Guillermito el Ladrón barbota una injuria, y una negrura que ni las mismas calles más negras tienen en sus profundidades de barro, se nos entra a los ojos, mientras tras el espesor de la vidriera que da a la calle pasan mujeres honradas del brazo de hombres honrados.


 

LOS CAZADORES DE MARFIL
ROBERTO ARLT
 
La barcaza a nueve nudos por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil, el pequeño. Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De ellos se podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se ofrecieran las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol africano, que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado, resultaba gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos era más peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura había consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los años que le restaban de vida.
Mientras la línea de los bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y la barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba cómo podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter.
Por su importancia, el cargamento de marfil, solicitaba un asesinato.
En África, los hombres siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay una sola bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del mundo que, secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de sangre de bestia y de sangre de blanco…
El marfil solicita la sangre. Peter lo sabía y Anderson también. De modo que un crimen más no tenía importancia.
Se acercaban a la orilla o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara la noche. ..
Ahora que cerrara la noche. . . Pero ¿quién cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él asesinaba a Peter? Peter, además de maquinista, conocía palmo a palmo las revueltas del río.
Además, hasta que no dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson, estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él.
Cierto es que Peter tenía un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo, porque nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la dureza de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No estrangular a Peter?
No, eso no podía ser… Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades, se encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría por el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una oportunidad! …
Anderson se sintió reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter debiera estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la conciencia tranquila y todos quedarían contentos.
Mientras que Anderson, con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter daba vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una puñalada, un tiro o un garrotazo?
Un garrotazo era casi imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y éste, desde hacía varios días dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre—¡la casualidad de las casualidades! que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver. Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él asesinaba a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir una vida un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido librar hasta ahora.
Pero había que liquidar aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo. El cauce del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la anchurosa sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la caldera, en la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la universidad, él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas durante el invierno.
Pero el maldito Anderson, como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente sentado junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson, casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda tentativa de asesinato.
De pronto, Anderson dijo, grave:
—¡Picaron! . . .
Peter se aproximó apresuradamente… las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado para la noche.
Anderson se inclinó sobre un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un pez de oro y un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a sumergirse. Anderson comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza. Anderson seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su brazo como un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson lanzó un grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero ésta se alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban.
Los aullidos de Anderson sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado de nueve nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de las aguas se tornaba cada vez más pequeño.
Peter, manteniendo inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al lejano nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del río, en la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante estaban los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le pertenecía. Ya nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y cuando él fuera anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría que el hombre había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se darían por muy satisfechos.
Tres años después, Peter vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el verano. Caía la tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera de alerce.
Estaba satisfecho ahora, porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había permanecido impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo su hijo. El chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados troncos de robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones, porque Peter, siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los ganaderos de la zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que quedaba tan lejos, le hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño estaba con él, y Peter sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su cabeza. Recordando al corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el fondo del río Congo, pensó:
“Si Anderson viera al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas que andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me diría:
“—Eres un hombre prudente, Peter, siempre lo he dicho.”
¡Cosa curiosa! El cazador de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta le ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él, como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le permitía ser feliz.
Peter echó algunas bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y nuevamente volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no estar en presidio.
Un caballo se detuvo frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. “No hay motivo”, se decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una palidez mortal.
El desconocido montaba un recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después de abrir la tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se apoyó, trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo. El muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson.
—Aquí estoy—dijo el otro, desmontando—, yo: Anderson.—Y su mano ancha cayó sobre la espalda de su verdugo.
—¡Tú!…—acertó a murmurar el otro.
El hijo de Peter apareció por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño iba descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo:
—De modo que éste es tu mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo.
El niño miró al barbudo y se coló en la casa. Peter, desencajado, continuaba mirando a su ex socio. ¿De modo que no había muerto? Como si el otro viera lúcidamente lo que pasaba en su cerebro, replicó sagazmente:
—No, no he muerto, Peter. ¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si pude!…
—¿Cómo llegaste hasta aquí?—murmuró Peter.
—¡Ah, es tan largo de contar todo esto! ¡Tan largo!…
—¿Vienes a buscar tu parte?
Anderson lo soslayó cruelmente. Luego:
—Sí, por supuesto.—Y nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y una congoja tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron. Anderson continuó:—Pero ¡qué alegría verte! no hay nada que hacer, Peter. Yo siempre lo he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado estos montes. . . y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en el fondo del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de algún cocodrilo, ¿eh?…
Miró nuevamente todo lo que había en derredor suyo, y continuó, socarrón:
—¿De manera que te das la vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí? Dime, Peter: ¿nunca te has acordado de mí?…
—¡Cállate!—murmuró Peter.
—Yo siempre te recordaba—prosiguió Anderson—. Me decía: “¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué será de sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?”. Pensaba en ti—súbitamente ese tono cambió—, y se me revolvía el estómago—nuevamente retomó el otro tono—. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río!
Copiosas gotas de sudor rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el interior de la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de Coiue?
Anderson continuó:
—Te prevengo que he salvado la vida, digamos cómo. . ., ¡milagrosamente! Me encontró una lancha de negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me callé. Me dije: “No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de la ley”. ¿He procedido mal o bien? Contéstame.
El cazador de marfil tuvo la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de manteca, derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó arrimando su enorme estatura a él.
—Contéstame, Peter: ¿he procedido bien o mal?
Peter sentía su aliento en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta estaba allí sobre la cama.
Anderson adivinó el sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la estufa:
—De manera que no te niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson, ¿eh?
Lentamente desenfundó un cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se desvanecía en las negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le dijo:
—Te daré toda mi fortuna. Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis ovejas. Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos trabajar juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche, Anderson.
La mirada del gigante pesaba como una losa sobre el cazador de marfil.
—Tengo quince mil pesos en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios.
Anderson pareció pensarlo y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se enderezó, lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus cejas. Anderson, sin perderle de vista, dijo:
—Fírmame un cheque por diez mil pesos… No: por catorce mil pesos . . .
—Anderson, escucha. Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las tierras se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan.
Anderson, en silencio, tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter, frente a él, comenzó a charlar. Y habló, convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo, de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba impasible.
Cerca del amanecer, Peter despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano debajo de la almohada. Allí estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera el sol, Anderson se marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y él tendría que empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no vacilaría en asesinar a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear en el otro cuarto. Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir que crujiera su cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó:
“Si entra a este cuarto, lo tumbo de un tiro.”
Peter apretó el cabo del revólver bajo las sábanas:
“Si se dejara convencer y se quedara aquí podría envenenarlo.” Súbitamente Peter se estremeció. Anderson desde el otro cuarto, le hablaba:
—Estás despierto, Peter, ¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh?
Un desaliento infinito entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar? ¿Fingirse dormido?…
Anderson insistió:
—¿Te haces el dormido, eh, Peter? ¿Tienes miedo?…
Peter contestó débilmente:
—Estoy enfermo, Anderson. Estoy enfermo de verdad crujió la cama—. No te levantes, Anderson. No te levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo.
Anderson, en la obscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquél era el momento y no otro. Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le hirió.
Peter quería gritar, pero la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremenas tinieblas, comprendió que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo se apoyó en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve desesperación de la que no se vuelve.
Terminado que hubo, Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse. Cobraría el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho, porque además de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño de Peter. Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto, prendiéndose los cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a cubierto. ¿Y si él lo reclamara a la justicia desde el Africa? ¡Imposible! El niño le reconocería siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que él lo asesinó. Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecia una criatura despabilada.
Precisamente allí en lo alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo. El niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del lecho de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los cordones de los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el cuadro y comenzó a bajar lentamente la escalera. La criatura, descalza, se deslizaba como un gato. A un costado de la cama del muerto, colgado del muro, había un mazo. Andresillo, siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo a la fuerza extraña que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al asesino, que le daba las espaldas, levantó el mazo, y con toda la fuerza que cabía en sus bracitos, lo descargó sobre la nuca del cazador de marfil. El asesino se desplomó, herido de muerte, como un toro al que derriba el matarife. Y sólo entonces estalló el llanto del niño, asustado en el silencio opaco de la noche…
 


 

ODIO DESDE LA OTRA VIDA
ROBERTO ARLT
 
Fernando sentía la incomodidad de la mirada del árabe, que, sentado a sus espaldas a una mesa de esterilla en el otro extremo de la terraza, no apartaba posiblemente la mirada de su nuca. Sin poderse contener se levantó, y, a riesgo de pasar por un demente a los ojos del otro, se detuvo frente a la mesa del marroquí y le dijo:
—Yo no lo conozco a usted. ¿Por qué me está mirando?
El árabe se puso de pie y, después de saludarlo ritualmente, le dijo:
—Señor, usted perdonará. Me he especializado en ciencias ocultas y soy un hombre sumamente sensible. Cuando yo estaba mirándole a la espalda era que estaba viendo sobre su cabeza una gran nube roja. Era el Crimen. Usted en esos momentos estaba pensando en matar a su novia.
Lo que le decía el desconocido era cierto: Fernando había estado pensando en matar a su novia. El moro vio cómo el asombro se pintaba en el rostro de Fernando y le dijo:
—Siéntese. Me sentiré muy orgulloso de su compañía durante mucho tiempo.
Fernando se dejó caer melancólicamente en el sillón esterillado. Desde el bar de la terraza se distinguían, casi a sus pies, las murallas almenadas de la vieja dominación portuguesa; más allá de las almenas el espejo azul del agua de la bahía se extendía hasta el horizonte verdoso. Un transatlántico salía hacia Gibraltar por la calle de boyas, mientras que una voz morisca, lenta, acompañándose de un instrumento de cuerda, gañía una melodía sumamente triste y voluptuosa. Fernando sintió que un desaliento tremendo llovía sobre su corazón. A su lado, el caballero árabe, de gran turbante, finísima túnica y modales de señorita, reiteró:
—Estaba precisamente sobre su cabeza. Una nube roja de fatalidad. Luego, semejante a una flor venenosa, surgió la cabeza de su novia. Y yo vi repetidamente que usted pensaba matarla.
Fernando, sin darse cuenta de lo que hacía, movió la cabeza, confirmando lo que el desconocido le decía. El árabe continuó:
—Cuando desapareció la nube roja, vi una sala. Junto a una mesa dorada había dos sillones revestidos de terciopelo verde.
Fernando ahora pensó que no tenía nada de inverosímil que el árabe pudiera darle datos de la habitación que ocupaba Lucía, porque ésta miraba al jardín del hotel. Pero asintió con la cabeza. Estaba aturdido. Ya nada le parecía extraordinario ni terrible. El árabe continuó:
—Junto a usted estaba su novia con el tapado bajo el brazo—y acto seguido el misterioso oriental comenzó con su lápiz a dibujar en el mármol de la mesa el rostro de la muchacha.
Fernando miraba aparecer el rostro de la muchacha que tanto quería, sobre el mármol, y aquello le resultaba, en aquel extraño momento, sumamente natural. Quizás estaba viviendo un ensueño. Quizás estaba loco. Quizás el desconocido era un bribón que le había visto con Lucía por la Cashba. Pero lo que este granuja no podía saber era que él pensaba en aquel momento matar a Lucía.
El árabe prosiguió:
—Usted estaba sentado en el sillón de terciopelo verde mientras que ella le decía: “Tenemos que separarnos. Terminar esto. No podemos continuar así”. Ella le dijo esto y usted no respondió una palabra. ¿Es cierto o no es cierto que ella le dijo eso?
Fernando asintió, mecanizado, con la cabeza. El árabe sacó del bolsillo una petaca, extrajo un cigarrillo, y dijo:
—Usted y Lucía se odian desde la otra vida.
—. . .
—Ustedes se vienen odiando a través de una infinita serie de reencarnaciones.
Fernando examinó el cobrizo perfil del hombre del turbante y luego fijó tristemente los ojos en el espejo azul de la bahía. El transatlántico había doblado el codo de las boyas, su penacho de humo se inmovilizaba en el espacio, y una tristeza tremenda le aplanaba sobre el sillón, mientras que el árabe, con una naturalidad terrorífica, proseguía.
—Y usted quiere morir porque la ama y la odia. Pero el odio es entre ustedes más fuerte que el amor. Hace millares de años que ustedes se odian mortalmente. Y que se buscan para dañarse y desgarrarse. Ustedes aman el dolor que uno le inflige al otro, ustedes aman su odio porque ninguno de ustedes podrían odiar más perfectamente a otra persona de la manera que recíprocamente se odian ya.
Todo ello era cierto. El hombre de la chilaba prosiguió:
—¡Quiere usted venir a mi casa? Le mostraré en el pasado el último crimen que medió entre usted y su novia. ¡Ah!, perdón por no haberme presentado. Me llamo Tell Aviv; soy doctor en ciencias ocultas.
Fernando comprendió que no tenía objeto resistirse a nada. Bribón o clarividente, el desconocido había penetrado hasta las raíces de su terrible problema. Golpeó el gong y un muchachito morisco, descalzo, corrió sobre las esteras hacia la mesa, recibió el duro “assani”, presto como un galgo le trajo el vuelto y pronto Fernando se encontró bajo las techadas callejuelas caminando al lado de su misterioso compañero, que, a pesar de gastar una magnífica chilaba, no se recataba de pasar al lado de grasientas tiendas donde hervían pescado día y noche, y puestos de té verde, donde en amontonamiento bestial se hacinaban piojosos campesinos descalzos.
Finalmente llegaron a una casa arrinconada en un ángulo del barrio de Yama el Raisuli.
Tell Aviv levantó el pesado aldabón morisco y lo dejó caer; la puerta, claveteada como la de una fortaleza, se entreabrió lentamente y un negro del Nedjel apareció sombrío y semidesnudo. Se inclinó profundamente frente a su amo; la puerta, entonces se abrió aun más, y Fernando cruzó un patio sombreado de limoneros con grandes tinajones de barro en los ángulos. Tell Aviv abrió una puerta y le invitó a entrar. Se encontraban ahora en un salón con un estrado al fondo cubierto de cojines. En el centro una fontana desgranaba su vara de agua. Fernando levantó la cabeza. El techo de la habitación, como el de los salones de la Alhambra, estaba abombado en bóveda. Ríos de constelaciones y de estrellas se cuajaban entre las nebulosas, y Tell Aviv, haciéndole sentar en un cojín, exclamó:
—Que la paz de Alá esté en tu corazón. Que la dulzura del Profeta aceite tu generosidad. Que tus entrañas se cubran de miel. Eres un hombre ecuánime y valiente. No has dudado de mi amistad.
Y como si estuvieran perdidos en una tienda del desierto, batió tan rudamente el gong que el negro, sobresaltado, apareció con un puñado de rosas amarillas olvidado entre las manos:
—Rakka, trae la pipa—y dirigiéndose a Fernando, aclaró:—Fumarás ahora la pipa de la buena droga. Ello facilitará tu entrada en el plano astral. Se te hará visible la etapa de tu último encuentro con la que hoy es tu novia. La continuidad de vuestro odio.
Algunos minutos después Fernando sorbía el humo de una droga acre al paladar como una pulpa de tamarindo. Así de ácida y fácil. Su cuerpo se deslizó definitivamente sobre los cojines, mientras que su alma, diligentemente, se deslizaba a través de espesas murallas de tinieblas. A pesar de las tinieblas él sabía que se encaminaba hacia un paisaje claro y penetrante. Rápidamente se encontró en las orillas de una marisma, cargada de flexibles juncos. Fernando no estaba triste ni contento, pero observaba que todas las particularidades vegetales del paisaje tenían un relieve violento, una luminosidad expresiva, como si un árbol allí fuera dos veces más profundamente árbol que en la tierra.
Más allá de la marisma se extendía el mar. Un velero, con sus grandes lienzos rojos extendidos al viento, se alejaba insensiblemente. De pronto Fernando se detuvo sorprendido. Ahora estaba vestido al modo oriental, con un holgado albornoz de verticales rayas negras y amarillas. Se llevó la mano al cinto y allí tropezó con un pistolón de chispa.
Un pesado yatagán colgaba de su cinturón de cuero. Más allá la arena del desierto se extendía fresca hasta el ribazo de árboles de un bosque. Fernando se echó a caminar melancólicamente y pronto se encontró bajo la cúpula de los árboles de corteza lisa y dura y de otros que por un juego de luz parecían cubiertos por escamas de cobre oxidado. Como Tell Aviv le había dicho, la paz estaba en él. No lejos se escuchaba el murmullo de un río. Continuó por el sendero, y una hora después, quizá menos, se encontró en la margen del río. El lecho estaba sembrado de peñascos y las aguas se quebraban en sus filos en flechas de cristal. Lo notable fue que, al volver la cabeza, vio un hermoso caballo ensillado, con una hermosa silla de cuero labrado. Fernando, sorprendido, buscó con la mirada en derredor. No se veía al dueño del caballo por ninguna parte. El caballo inmóvil, de pie junto al río, miraba melancólicamente pasar las aguas. Fernando se acercó. Un sobresalto de terror dejó rígido su cuerpo y rápidamente llevó la mano al alfanje. No lejos del caballo, sobre la arena, completamente dormida, se veía una boa constrictor. El vientre de la boa, cubierto de escamas negras y amarillas, aparecía repugnantemente deformado en una gran extensión. Por la boca de la boa salían los dos pies de un hombre. No había dudas ahora. El hombre que montaba el caballo, al llegar al río, desmontó posiblemente para beber, y cuando estaba inclinado de cara sobre el agua, probablemente la boa se dejó caer de la rama de un árbol sobre él, lo trituró entre sus anillos y después se lo tragó. ¡Vaya a saber cuántas horas hacía que el caballo esperaba que su amo saliera del interior del vientre de la boa!
Fernando examinó el filo de su yatagán—era reciente y tajante—, se aproximó a la boa, inmóvil en el amodorramiento de su digestión, y levantó el alfanje. El golpe fue tremendo. Cercenó no sólo la cabeza del reptil sino los dos pies del muerto. La boa decapitada se retorció violentamente.
Entonces Fernando, considerando el atalaje del caballo, pensó que el hombre que había sido devorado por la boa debía ser un creyente de calidad, cuya tumba no debía ser el vientre de un monstruo. Se acercó a la boa y le abrió el vientre. En su interior estaba el hombre muerto. Envuelto en un rico albornoz ensangrentado, con puñal de empuñadura de oro al cinto. Un bulto se marcaba sobre su cintura. Fernando rebuscó allí; era una talega de seda. La abrió y por la palma de su mano rodó una cascada de diamantes de diversos quilates. Fernando se alegró. Luego, ayudándose de su alfanje, trabajó durante algunas horas hasta que consiguió abrir una tumba, en la cual sepultó al infortunado desconocido.
Luego se dirigió a la ciudad, cuyas murallas se distinguían allá a lo lejos en el fondo de una curva que trazaba el río hacia las colinas del horizonte.
Su día había sido satisfactorio. No todos los hijos del Islam se encontraban con un caballo en la orilla de un río, un hombre dentro del vientre de una boa y una fortuna en piedras preciosas dentro de la escarcela del hombre. Alá y el Profeta evidentemente le protegían.
No estaban ya muy distantes, no, las murallas de la ciudad. Se distinguían sus macizas torres y los centinelas con las pesadas lanzas paseándose detrás de los merlones.
De pronto, por una de las puertas principales salió una cabalgata. Al frente de ella iba un hombre de venerable barba. El grupo cabalgaba en dirección de Fernando. Cuando el anciano se cruzó con Fernando, éste lo saludó llevándose reverentemente la mano a la frente. Como el anciano no le conocía, sujetó su potro, y entonces pudo observar la cabalgadura de Fernando, porque exclamó:
—Hermanos, hermanos, mirad el caballo de mi hijo.
Los hombres que acompañaban al anciano rodearon amenazadores a Fernando, y el anciano prosiguió:
—Ved, ved, su montura. Ved su nombre inscripto allí.
Recién Fernando se dio cuenta de que efectivamente, en el ángulo de la montura estaba escrito en caracteres cúficos el posible nombre del muerto.
—Hijo de un perro. ¿De dónde has sacado tú ese caballo?
Fernando no atinaba a pronunciar palabra. Las evidencias lo acusaban. De pronto el anciano, que le revisaba y acababa de despojarle de su puñal y alfanje ensangrentado, exclamó:
—Hermanos…, hermanos…, ved la bolsa de diamantes que mi hijo llevaba a traficar…
Inútil fue que Fernando intentara explicarse. Los hombres cayeron con tal furor sobre él, y le golpearon tan reciamente, que en pocos minutos perdió el sentido. Cuando despertó, estaba en el fondo de una mazmorra oscura, adolorido.
Transcurrieron así algunas horas, de pronto la puerta crujió, dos esclavos negros le tomaron de los brazos y le amarraron con cadenitas de bronce las manos y los pies. Luego a latigazos le obligaron a subir los escalones de piedra de la mazmorra, a latigazos cruzó con los negros corredores y después entró a un sendero enarenado. Su espalda y sus miembros estaban ensangrentados. Ahora yacía junto al cantero de un selvático jardín. Las palmas y los cedros recortaban el cielo celeste con sus abanicos y sus cúpulas; resonó un gong y dejaron de azotarle. El anciano que le había encontrado en las afueras de la ciudad apareció bajo la herradura de una puerta en compañía de una joven. Ella tenía descubierto el rostro. Fernando exclamó:
—Lucía, Lucía, soy inocente.
Era el rostro de Lucía, su novia. Pero en el sueño él se había olvidado de que estaba viviendo en otro siglo.
El anciano lo señaló a la joven, que era el doble de Lucía, y dijo:
—Hija mía; este hombre asesinó a tu hermano. Te lo entrego para que tomes cumplida venganza en él.
—Soy inocente—exclamó Fernando—. Le encontré en el vientre de una boa. Con los pies fuera de la boa. Lo sepulté piadosamente.—Y Fernando, a pesar de sus amarraduras, se arrodilló frente a “Lucía”. Luego, con palabras febriles, le explicó aquel juego de la fatalidad. “Lucía”, rodeada de sus eunucos, le observaba con una impaciente mirada de mujer fría y cruel, verdoso el tormentoso fondo de los ojos. Fernando de rodillas frente a ella, en el jardín morisco, comprendía que aquella mirada hostil y feroz era la muralla donde se quebraban siempre y siempre sus palabras. “Lucía” lo dejó hablar, y luego, mirando a un eunuco, dijo:
—Afcha, échalo a los perros.
El esclavo corrió hasta el fondo del jardín, luego regresó con una traílla de siete mastines de ojos ensangrentados y humosas fauces. Fernando quiso incorporarse, escapar, gritar, otra vez su inocencia. De pronto sintió en el hombro la quemadura de una dentellada, un hocico húmedo rozó su mejilla, otros dientes se clavaron en sus piernas y…
El negro de Nedjel le había alcanzado una taza de té, y sentado frente a él Tell Aviv dijo:
—¿No me reconoces? Yo soy el criado que en la otra vida llamé a los perros para hacerte despedazar.
Fernando se pasó la mano por los ojos. Luego murmuró:
—Todo esto es extraño e increíblemente verídico.
Tell Aviv continuó:
—Si tú quieres puedes matarla a Lucía. Entre ella y yo también hay una cuenta desde la otra vida.
—No. Volveríamos a crear una cuenta para la próxima vida.
Tell Aviv insistió.
—No te costará nada. Lo haré en obsequio a tu carácter generoso.
Fernando volvió a rehusar, y, sin saber por qué, le dijo:
—Eres más saludable que el limón y más sabroso que la miel; pero no asesines a Lucía. Y ahora, que la paz de Alá esté en ti para siempre.
Y levantándose, salió.
Salió, pero una tranquilidad nueva estaba en el fondo de su corazón. Él no sabía si Tell Aviv era un granuja o un doctor en magia, pero lo único que él sabía era que debía apartarse para siempre de Lucía. Y aquella misma noche se metió en un tren que salía para Fez, de allí regresó para Casablanca y de Casablanca un día salió hacia Buenos Aires. Aquí le encontré yo, y aquí me contó su historia, epilogada con estas palabras:
—Si no me hubiera ido tan lejos creo que hubiera muerto a Lucía. Aquello de hacerme despedazar por los perros no tuvo nombre. . .
 


 

 


 

UN HOMBRE EXTRAÑO
ROBERTO ARLT
 
A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
­ ¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
­ Y, ¿te casaste con Hipólita?
­ Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en casa…
­ ¿Qué…, supieron que era de la vida?
­ No… eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?…
­ ¿Y?
­ Poco después que no casamos, fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento se vino abajo.
­ ¿Y por qué confesó que fue prostituta?
­ Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?
­ ¿Y cómo te va?
­ Muy bien… La farmacia da sesenta pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:
­ ¿Jugás siempre?
­ Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.
­ ¿Qué es eso?
­ Vos no sabés… el gran secreto… una ley de sincronismo estático… ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
­ Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten.
Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
­ Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.
­ Y también a los idiotas ­arguyó Ergueta, clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo­. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta…
­ ¿Y sos feliz con ella?
­ … creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco…
Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego:
­ ¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo… claro… la gente tiene que creer que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?… Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo…
­ Cinco mil pesos gané en las dos veces…
­ Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel…
­ Eso sí que es verdad ­interrumpió Ergueta­. Fijate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos… y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.
­ ¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
­ Sí, en la biblia está escrito: “Y el padre se levantará contra el hijo y el hijo contra el padre”…
­ ¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado… El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro…
­ Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón…
­ Y salvarás de angustia a mucha gente buena. ¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia… Un tipo angustiado no sabe lo que hace… Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco… y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar…, a los angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego, calmosamente, agregó:
­ Tenés razón… el mundo está lleno de turros, de infelices… pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
­ Pero si la gente lo que necesita es plata… no sagradas verdades.
­ No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
­ Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?
­ De acuerdo, de acuerdo… pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
­ Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
­ No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño…?
­ Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
­ ¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
­ Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
­ Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
 


 

VIAJE TERRIBLE
por Roberto Arlt
Al doctor Eladio Di Lata, noble amigo de sus enfermos.
I
Cierto astrólogo me dijo una vez que el signo zodiacal que presidía la casa de mi nacimiento indicaba, entre otros accidentes, temerarios peligros en viajes de mar, y yo sonreí con dulzura porque no creía en la influencia de los astros; de manera que al iniciar mi viaje hacia Panamá ni por un momento se me ocurrió que me aguardaban aventuras tan tremendas como las que me permitirían compaginar la presente crónica, que, sumada a los informes telegráficos del corresponsal del “Times” en Honolulú, constituye una de las más sorprendentísimas historias que la Geología haya podido desear para completar sus estudios sobre las dislocaciones que se producen en el fondo del océano Pacífico.
Tuve el presentimiento de la desgracia el día 23 de setiembre a las 16 horas, momento en que permanecía recostado en la hamaca del primer puente del buque “Blue Star”, mirando caer la tarde sobre el puerto de Antofagasta.
Humeaban las chimeneas de la ciudad al borde del desierto, y amarilleaban lentamente las fachadas de las fábricas. El arco del puerto, con sus casas escalonadas en la falda de los cerros, encajonaba calles en pendiente que parecían fundirse en la neblina azul que flotaba en los socavones de la cordillera.
Durante el día había soplado un viento fuerte y el aire estaba cargado del rojizo polvo del desierto. A un costado del puerto, sobre la superficie montuosa de un cerro trepaba la vía de un ferrocarril; de pronto, un convoy de pasajeros, chapadas las ventanillas por el oro del sol, se perdió entre un abultamiento de montañas y no sé por qué el corazón se me encogió dolorosamente. Si en aquel momento hubiera escuchado la voz de mis instintos habría abandonado el “Blue Star”, pero poderosas razones me impedían bajar a tierra.
Esto hizo que apartando el pensamiento del fugitivo presagio, fijara la atención en los hombres que vagabundeaban por el puerto.
Como sobrevivientes de una catástrofe, pasaban cabalgando en mulos indígenas achocolatados. Más haraposos que limosneros, de cerca parecían leprosos; los ojos despestañados, los párpados encendidos, requemados por el salitre de las calicheras. Un manco, con un loro montado en una pértiga, canturreaba mostrando el muñón ennegrecido. A veces entre esta multitud de miserables descalzos, resonaba la bocina de un automóvil y se veía a los haraposos saltar precipitadamente a un costado para evitar que los aplastara la máquina.
El “Blue Star” estaba amarrado frente a una casa de piedra. En el zócalo del muro se veía una muestra de latón; bajando los ojos se descubrían numerosos botes que iban y venían en torno del buque, mientras que los brazos de los guinches rechinaban depositando en la cala del buque las últimas toneladas de salitre que podía estibar.
Yo permanecía recostado en la hamaca, extraordinariamente fatigado, las articulaciones adoloridas, debido a la quizá excesiva humedad atmosférica. Además, había estado engripado desde que embarqué en Puerto Caldera, donde mi familia, un poco violentamente, me recomendó que no me dejara ver por la localidad durante mucho tiempo. El recuerdo de las últimas estafas divertidas que cometiera, sumado a la debilidad, hacía que lo que me rodeaba adquiriera en mi sensibilidad una especie de vidriosidad de alucinación. A momentos, me imaginaba a mis compañeros de viajé bailando en los cabarets de Atacama, luego entrecerraba los ojos y me dejaba estar, arrullado por el ronquido sordo de los guinches. La última vez que abrí los ojos observé algunas palomas que revoloteaban en torno de la torre de la iglesia, que sobresalía en la pendiente de casas de piedra. Por el puerto continuaba el desfile de indígenas montados en mulos; entre las manchas verdes de un bosquecillo se extendía una muralla acornisada, agujereada por numerosas aberturas. Debía de ser un edificio público. Más allá una bandera inglesa flameaba sobre el llamado “castillo de Ab-el-Kader”, cuya torre redonda se recortaba en el aire rojizo como la avanzada de una ciudadela antigua.
En ese instante estalló a mis espaldas la voz de mi primo Luciano.
—Tengo que comunicarte una noticia.
Levanté los ojos. Luciano compuso el gesto que le era habitual, pues se había especializado en comunicarle a sus prójimos malas nuevas, e inclinando su cara amarillenta y angulosa hacia la mía, repitió:
—Te juro que es tremenda. Si pudiera devolver el pasaje, lo entregaba ahora mismo.
—¿Qué diablos pasa?
—En la Sirena de Sal (el más importante cabaret de Antofagasta) me han informado que el barco no sólo ha cambiado de dueño, lo cual no tendría importancia, sino que también le han cambiado el nombre. Primitivamente se llamó “Don Pedro II” y no “Blue Star”. Y tú sabes, barco que cambia de nombre está condenado a la desgracia.
En aquel mismo momento Luciano se dio cuenta de que Mariana Lacasa escuchaba sus palabras y levantó expresamente la voz para interesarla en su “noticia”. Mariana Lacasa era una joven que en aquel viaje de circunvalación se había enredado en cierta manera con Ab-el-Korda, hijo de un remoto emir árabe. Luciano estaba ligeramente enamorado de miss Mariana, de modo que para engancharla en la conversación le preguntó:
—Señorita Mariana, ¿no tenía usted noticia del cambio de nombre del barco?
—No.
Ella se sentó a mi lado, y luego:
—¿Tiene acaso importancia el cambio?
Luciano prosiguió:
—Está archirrequeteprobado que barco que cambia de nombre concita contra sí la cólera de todas las fuerzas plutónicas. En síntesis, que estamos fritos.
Hacía unos momentos que a espaldas de miss Mariana se había detenido el señor Gastido. El señor Gastido era un millonario peruano que viajaba con su esposa y tres hermanas de su mujer, lo cual motivaba la murmuración de todos los maldicientes. Atraído por el perfume de carne de miss Mariana, trató jactanciosamente de aclarar la cuestión:
—¿Qué es lo que entiende usted, señor Camblor, por estar fritos?
Luciano detestaba a Gastido. En vez de mantenerse calmoso, respondió un poco nerviosamente:
—¿Qué entiendo por estar fritos? ¿Qué es lo que entiendo? Pues entiendo, señor Gastido, que usted, yo y todos los pasajeros de este buque seremos víctimas de terribles sucesos durante este viaje.
El peruano se sintió despectivo frente al destino, por dos razones: tenía dinero y sabía boxear. Replicó, entre un poco mordaz y otro poco escéptico:
—Entonces, ¿por qué se ha embarcado en este buque, caballero?
Luciano, amostazado por el retintín burlón que campanilleaba en ese equívoco término de “caballero”, replicó hostil:
—No acostumbro a discutir mis presentimientos.
Dijo, y volviéndole la espalda al peruano comenzó ostensiblemente a cargar su pipa.
La situación se tornó desagradable. Miss Mariana tarareaba una cancioncilla insolente; el señor Gastido me miraba a mí y a mi primo como si tuviera la intención de rompernos los huesos, pero su esposa y las tres hermanas de su esposa le llamaron, y los cinco, dignamente, se alejaron. Luciano, echando una bocanada de humo al espacio, continuó en el mismo momento que el árabe se sentaba cortésmente junto a miss Mariana, a la que aspiraba integrar a su harem:
—Además, a bordo he descubierto otra particularidad impresionante—Diga, diga, Luciano. Le escuchamos:
—Son muchas las cosas raras que ocurren en este barco. Primero, como les dije, el cambio de nombre, después el caso de la tripulación.
—¿Qué ocurre con la tripulación?
—¿Cómo, no lo saben?
—No.
—Pues bien: la tripulación de este buque está compuesta por un atajo de facinerosos.
—¿Qué?
—Lo que ustedes oyen. Eh, tú —exclamó dirigiéndose a un camarero que pasaba— ¿qué hacías antes de embarcarte?
—Era zapatero.
—¿Nunca habías navegado?
—No, señor.
Se alejó el camarero y Luciano, presa de un ataque de desesperado pesimismo, prosiguió:
—¿Ven ustedes? Cualquier día que la mar esté un poco picada, este forajido nos vomita encima.
Dos señoras ancianas, a quienes el léxico de mi primo horrorizó, se apartaron. Luciano dirigiéndose a miss Mariana, al árabe y a mí, prosiguió:
—No he encontrado nunca una tripulación de pasado más impresionante.
Miss Mariana sonrió.
—No se ría, miss Mariana. Verá usted. El mucamo de nuestro camarote anteriormente era guardaagujas en el ferrocarril a Santiago, pero como provocó el choque de dos trenes de carga, por embriagarse, fue expulsado de la compañía; el capataz de comedor ha sido elegido para ese cargo porque se sospecha que es un apache regenerado y sólo un apache podría hacerse respetar de semejantes autodidactos.
—¿Debido a qué eligieron gente semejante? —preguntó la señora Miriam, esposa del pastor protestante que iba relevado a Quito, y que se había aproximado silenciosamente a nuestro grupo.
—En la Sirena de Sal me informaron que la empresa está a punto de quebrar y en conflicto con las asociaciones de trabajadores portuarios. Tan mal se encuentran de fondos los propietarios del “Blue Star” que, sin confirmación… naturalmente sin confirmación… me han dicho que la instalación de telegrafía sin hilos está tan averiada que no funciona.
—¿Cómo ha tenido usted el coraje de embarcarse en semejante buque?
Luciano y yo suspiramos al mismo tiempo, sin atrevernos a responder que habíamos embarcado porque nos regalaron los pasajes y, además, que a mí, no a mi primo, sino a mí, me había acompañado a prudente distancia un escolta del jefe de policía. Pero esta es otra historia…
Tal fue la conversación con que se inició el viaje que algunas semanas después, Coun, corresponsal del “Times” en Honolulú, clasificaba con un buen sentido de la palabra la “Travesía del Terror”.

II
Acabo de examinar algunas fotografías relacionadas con los sucesos en que participamos el pasaje del “Blue Star” y el de otros tres buques y que, en pocas horas, encaneció el cabello de más de un hombre intrépido. También tengo a mano fotografías de multitudes detenidas frente a las pizarras de los diarios, enterándose codiciosamente de las noticias telegráficas, relacionadas con nuestra agonía.
¡Qué veinticuatro horas de horror vivimos! ¡Y el Pacífico sereno en las costas de América, sin dejar sospechar la existencia de un megasismo que lo atorbellinaba en una superficie de trescientas millas, mientras que el sol lucía en el espacio como si quisiera multiplicar las ansias de vivir que experimentábamos nosotros, los condenados a muerte!
¡Aún me acuerdo! El horizonte permanecía sin una nube, mientras que los buques “Pájaro Verde”, “Red Horse”, “María Eugenia” y “Blue Star”, se deslizaban en espiral hacia un eje de catástrofe desconocida que bruscamente abrió su embudo engullidor en la plateada superficie del océano.
Los curiosos, detenidos frente a las pizarras de los periódicos, terminaban por comprender, estudiando la espiral dibujada en un plano horizontal, cuál era la naturaleza de esa fuerza oceánica que profundamente atorbellinada nos arrastraba hacia su centro como a ligeras briznas. Y era terrible contemplar estas naves, perdidas bajo el cielo resplandeciente, las máquinas en perfecto estado de funcionamiento, los cascos sin una grieta, las tripulaciones y el pasaje atemorizados en la borda, cogiéndose de los brazos de los oficiales taciturnos, algunos de los cuales terminaron por saltarse la tapa de los sesos. ¡Sí, digo que era terrible!
La única explicación del suceso, mejor dicho, la primera explicación del suceso, la proporcionó Coun, corresponsal de “Times” en Honolulú, citando la frase que French había engarzado en su Geología y que expone más o menos la teoría del “megasismo”, diciendo:
“Las grandes diferencias de nivel entre las costas chilenas y japonesas del Pacífico convierten a éstas en lugares predestinados a una gran sismicidad, y la más verosímil es la teoría que supone que el fondo del Océano Pacífico está perturbado por vastas dislocaciones”.
Pero dejemos a Coun y a sus comunicados, que ya llegaremos a ellos en las próximas páginas de mi crónica, y permítanme informarles por qué razón me encontraba a bordo del “Blue Star”.
Seré sincero, totalmente sincero.
Debido a una serie de estafas con cheques sin fondo que había cometido en perjuicio de importantes mercaderes del sur de Chile, mi padre, utilizando ciertas influencias de las que me está vedado hablar, obtuvo que el gobierno me adjuntara a la “Comisión Simpson”. La Comisión Simpson, compuesta de varios ingenieros, oceanógrafos y geólogos, debía examinar la eficiencia de una nueva patente acústica, confeccionada para sondar las grandes profundidades del Pacífico. Mi obligación consistía en trasladarme hasta Panamá; en Panamá embarcaría con algunos miembros de la comisión hacia Honolulú; donde trasbordaría al buque sonda del gobierno americano “H-23” en categoría de agregado honorario.
Honestamente no puedo jurar que el aparato acústico y las profundidades oceánicas me interesaran violentamente, pero las perspectivas de aventuras y desembarcos en playas indígenas, las deudas, la casi sombría atención que me dedicaba nuestro prefecto de policía y la cara torcida que dibujaban mis parientes al verme aproximar a sus mesas, me determinaron a aceptar la invitación del gobierno, que en vez de enviarme a la cárcel, como lo solicitaban mis méritos, me nombró adjunto honorario a la “Comisión Simpson de sondajes submarinos”. Como dije anteriormente, yo debía re-unirme con esta comisión en Honolulú, y no sé por qué se me ocurre que mis parientes tuvieron la secreta esperanza de librarse de mí mediante el auxilio de los antropófagos que aún suponen existen en los islotes de los mares del Sur. Personalmente, considero responsable de esta sugestión a mi primo en segundo grado, Gustavo Leoni, lector asiduo de Emilio Salgari.
El 12 de setiembre embarqué en Puerto Caldera con mi primo, pero inmediatamente caí a la cama atacado de gripe. El “Blue Star” hacía alto en casi todos los puertos de la costa hasta llegar a Antofagasta, donde completó su carga con salitre.
El pasaje del “Blue Star” se componía de varias familias inglesas, el señor Gastido y sus cuñadas, miss Mariana, un árabe auténtico con chilaba, pantuflas y fez. ¡Que Dios maldiga al árabe! Si mi primo creía que lo que llamó la desgracia al barco fue el cambio de nombre, Luciano estaba equivocado. El que atrajo la desgracia sobre el barco fue el siniestro Ab-el-Korda, que todas las tardes, al caer del sol, se arrodillaba en dirección a la Meca y hacía sus oraciones rebrillándole los ojos almendrados. Como lucía perfil de cera dorada y una barba de chivo, y como además saludaba cortésmente a las damas tocándose la frente, los labios y el corazón con los dedos de la mano derecha, apareció de inmediato como un peligrosísimo adversario en lances de amor. Este bergante, hijo primogénito de un emir de Damasco, dirigió primero su atención a miss Mariana, que le rehuía atemorizada secretamente de que pudiera incorporarla a su harem, pero el árabe, al verse despreciado por la joven que desde que cumpliera los treinta años se había vuelto una resuelta partidaria de los hombres de mar en las lides amorosas, se dedicó a una vieja escocesa cuyo rostro parecía un colador de pecas, y que acarreaba una Biblia descomunal de una hamaca a otra. A las veinticuatro horas de navegar, la vieja escocesa estaba resuelta a convertir al árabe al anglicanismo. Otro personaje insigne, que también viajaba involuntariamente, era el conde Demetrio de la Espina y Marquesi, caballero de Malta e insignísimo ladrón internacional, cuya expulsión decretó nuestro gobierno. Demetrio de la Espina y Marquesi, era un noble auténtico y un donoso caballero; los que le conocían estaban encantados de frecuentar su compañía, y como él era hombre prudente, para ponerse a cubierto de cualquier sospecha de hurto, entregó la llave de su camarote al Capitán, de manera que éste, sin previo anuncio, pudiera revisarlo, si algo llegaba a faltarle a los pasajeros.
Más adelante comprobaremos que dicha precaución fue muy atinada. Entretanto, como un hombre de honor, compartía el trato con la dama escocesa, que también se había propuesto llevarle por el buen camino por la “vía de los rufianes y conductores de bueyes”, como llaman algunos al Libro de los Profetas.
Me he permitido distraer la atención de ustedes nombrando a estos personajes curiosos, entre los que no incluí al reverendo Rosemberg y su esposa, pastor metodista, para que ustedes adquieran el sentido de que el nuestro era un pasaje extraño, dada la diversidad de personas, psicologías, temperamentos y costumbres, pero jamás supuse que el viaje, que verosímilmente prometía ser singular, se transformara en lo que acertadamente se denominó más tarde la “Travesía del Terror”.
Esta travesía tuvo un prólogo casi regocijante, dos horas después que el “Blue Star” desamarró. Aún estábamos a la vista de la costa. El cuerno de la luna lucía en un espacio recargado de estrellas gordas como nueces y yo ya había olvidado las predicciones de mi primo, que bebía un whisky en compañía del pastor Rosemberg. A la natural melancolía que me acongojara durante el crepúsculo, había sucedido cierta jovial ecuanimidad.
Pensaba que la vida es dulce en el puente de una nave. Aunque ignoramos el motivo, los días de viaje parecían días festivos, vistiendo a los astros, a la luna y a los planetas de una luz diferente de la que centellean cuando les vemos desde la humosa superficie de la tierra. Hacía estas suaves consideraciones, mientras el pastor le explicaba a mi primo en qué radicaba la superioridad de los sajones sobre los latinos, cuando, de pronto, el reverendo, como si se encontrara en el camino de Damasco y se le apareciera la figura de Jesucristo, se puso de pie, estiró el brazo y luego cayó atónito sobre su hamaca. Miramos en la dirección que señaló su dedo y lanzamos un grito.
Un torbellino de chispas y de humo escapaba de su camarote.
—Fuego, fuego, —gritaron todos, abalanzándose en busca del camarote del Capitán.
A los gritos de mis compañeros la cáfila de aventureros que se encontraban levantando los cubiertos en el comedor se largó al pasillo, las dos ancianas que por la tarde se apartaron indignadas de mi primo, rechazadas por sus pintorescas expresiones, optaron por desmayarse; el reverendo pastor que durante un instante pareció sumergido en el más total de los colapsos, bruscamente irguió la sacerdotal figura, desenfundó un revólver (¿para qué llevaría revólver el pastor?) y comenzó a descerrajar balazos en dirección al océano. Estoy en disposición de facilitar estos datos porque fui el único que no echó a correr en busca del Capitán; primero, porque los otros ya estaban en camino; segundo, porque he aprendido que siempre que se produce un tumulto a causa de un peligro lo más práctico es mantenerse apartado.
Recuerdo, eso sí, que observé al árabe funesto: mesándose la barba, se echó de rodillas sobre el puente, en dirección a la Meca, al tiempo que rezongaba sus oraciones islámicas. Mientras Ab-el-Korda invocaba el auxilio del Profeta sobre la nave, miss Mariana terminó de desprenderse del camarote del radiotelegrafista, que, sonrojado como el mismo incendio, trataba de remediar el desorden de su casaca. Cuando el radiotelegrafista se percató del rulo de fuego que brotaba del camarote, profiriendo una blasfemia, se lanzó en busca de los tripulantes, pues nadie hacía nada por apagar el fuego. Finalmente un grumete, creo que el único y auténtico hombre de mar de a bordo, cogió una manguera, hizo girar la llave del depósito y comenzó a inundar el camarote del reverendo.
Cuando el Capitán y sus ayudantes se hicieron presentes, el incendio estaba apagado. Pero el Capitán llegó a tiempo para escuchar al agorero de mi primo, que en un círculo de gente pontificaba —¿Han visto? ¡Esto es lo que sucede por cambiarle el nombre a un buque! Y lo que ha pasado no es nada comparado con lo que va a ocurrir.
—Deje usted de alarmar a los pasajeros o lo encierro en un calabozo —rugió el Capitán, mientras que con un gancho revolvía los bultos medio quemados, que era todo lo que quedaba del equipaje del pastor. Y como Luciano comprendió que el Capitán era un bruto capaz de poner en práctica su amenaza, no repitió palabra. A partir de aquel momento se le vio por el “Blue Star” con aspecto de hombre cuya dignidad menoscabada no le permite exteriorizar sus aprensiones, y si alguien, clandestinamente, le quería arrancar confidencias, él respondía muy enfático:
—Prohibido ser adivino a bordo.
Tal fue el accidente que “amenizó” la primera noche de viaje, después que salimos del puerto de Antofagasta. En las cuarenta y ocho horas que siguieron no ocurrió nada digno de mención. El buque, navegando lentamente, seguía paralelo a la costa del Norte.
Al iniciarse la tercera noche de nuestro crucero, descubrí un pequeño secreto. El médico de a bordo, al cual le estaba prohibido ejercer su profesión en tierra debido a su excesiva afición a la ginecología ilegal, en cuanto el pasaje se iba a la cama se reunía con el señor X (nunca pude recordar el nombre del señor X, que se suicidó el día del gran terror), agregado comercial a la embajada del Japón, el pintor mexicano Tubito y otro señor del que tengo la seguridad que llenaba el vacío de sus ocios contrabandeando cocaína. Estos caballeros, por riguroso turno, se introducían en el consultorio del médico, retiraban del armario de primeros auxilios frascos rotulados con calaveras o inscripciones que rezaban “Uso Externo” y destapándolos bebían el ron que contenían. Al amanecer confundían alegremente sus respectivas camas. Una noche el médico partero se emborrachó tan desaforadamente que a toda costa quiso introducirse en el camarote del pastor. Alegaba que la esposa del reverendo estaba por alumbrar. Armado de un pavoroso fórceps pretendía cumplir su extemporáneo despropósito. Finalmente rodó por el suelo y yo les prometí a sus compañeros guardar silencio sobre el incidente porque proyectaba usufructuar el noble néctar que contenían los frascos de “Veneno” o “Uso Externo”. Sin embargo, rápidamente me desinteresé del cuadrunvirato alcohólico porque dediqué mi tiempo a cortejar a Annie Grin, que ocupaba con su madre uno de los camarotes del puente superior.
¡Annie! Jamás he conocido criatura más voluptuosa, a pesar de la química industrial, que esta muchacha. Annie era ingeniero-químico. Yo me sentía arrebatado por un torbellino de sabiduría si asomaba la cabeza al pozo de sus conocimientos. Cuando a pesar de la química pasaba su brazo fresco por mi pescuezo, yo entraba en el éxtasis que debe de gozar un sapo en presencia de la rosa. A veces, de codos en la pasarela, olvidábamos el caminar del tiempo. El agua se desflecaba en coágulos de espuma contra el alquitranado casco de la nave. Un viento que venía de la India, cruzando toda la anchura del océano Pacífico, adhería el vestido a sus formas y las moldeaba. Entonces el cielo me abría sus puertas y yo, semejante a un espíritu borracho de luz, creía pasearme por un bosque embellecido de vastos árboles de emoción.
Al detenerme frente al espejo del ropero de mi camarote, mi cara aparecía tatuada de muescas rojas. Era el rastro pintado de sus besos.
Sin embargo estaba preocupado. Una de mis obsesiones consistía en sopesar las probabilidades que tenía de desistir de mi absurdo viaje como miembro honorario de la Comisión Simpson de Sondajes. ¡Qué me importaban a mí las profundidades del suelo marino del océano Pacífico! Lo que deseaba era seguir con Annie hasta Shangai. Desvariando de esta manera solía encontrarme despierto a la luz del nuevo día. Entonces, tapándome la cabeza con una almohada, trataba de dormir.
Quizá estaba desesperado. Un engranaje invisible me había enganchado la voluntad entre sus dientes. Yo me sentía triturado por toda la potencia planetaria de la Fatalidad. ¿Con qué dinero iba a vivir en Shangai? ¿No estaba acaso más pobre que una rata? Un destino negro me había amarrado a su carro, un destino cuyo definitivo aspecto no conocía aún, pero que me mantenía apretado a su designio con su poderoso puño.
A cada hora que pasaba experimentaba un rencor profundo contra mis parientes; contra mi padre, que me entregó como uno de sus rotos esclavos a la ejecución de un trabajo disparatado que no podía serme en modo alguno provechoso. Si yo era un bribón, ellos no lo eran menos. Mi mismo padre, ¿no era acaso un audaz afortunado que… ? Corramos la página…

III
Annie en cambio me abría las puertas de otro mundo más allá en el Oeste.
Yo desconocía el idioma de aquel mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra futura desdicha.
Dije anteriormente que Annie era ingeniero-químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un sabio o poco menos que una sabia- Su especialidad eran los coloides, y dentro de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.
Annie me hablaba constantemente de la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química, pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de Annie.
Su proyecto, o mejor dicho, sus miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme en su “manager”; yo sería el encargado de ponerle el revólver al pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o Annie los reventaba.
Pero si el método químico de Annie no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones de inferioridad.
A nadie se le oculta que todo profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con un colega amigo de especialidades de la materia?
Y si Annie se quedaba conversando con un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de él? No era esto seguro, pero, ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan?
Terminaba de hilvanar silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder, una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo al tiempo que gritaba:
—Me han robado el equipaje. Me han robado el equipaje.
Un equipaje no es un pañuelo que se escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas, continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:
—¡Señoras… señores… está prohibido ser adivino en este buque!
Semejante golpe de mano era una advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder. El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde conversaba con miss Mariana.
En el camarote de miss Herder se descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos, revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que, aparte de la novela, rniss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.
El Capitán dispuso que los tripulantes, incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor-Recuerdo que mi primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosamente y terminó exclamando: —No me quiere.
Con ello quería expresar que el Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:
—Le apuesto a usted cien soles que las maletas de miss Herder aparecen.
Luciano se irguió dignamente y repuso:
—No jugaré con usted un solo cobre,
pero le doy a usted mi palabra de honor de que las maletas de miss Herder están perdidas.
Evidentemente, Luciano era audaz.
Después de escucharlo, miss Herder se puso a llorar desconsoladamente, pero el pastor protestante aproximándose a ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textualmente:
—Declino pronunciarme sobre la interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.
Evidentemente, la actitud de Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:
—¿Qué diablos ganas con malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?
La señora del pastor dijo, mientras su marido se sumergía en la lectura de la “Vida de San Pablo”, que ella sabía echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.
La mujer del pastor por medio de la baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
A las cinco de la tarde, con particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog enrojecida hasta las orejas.
¡Las maletas no habían podido ser recuperadas! “El, personalmente, se encargó de revisar los ventiladores y las carboneras. No sabía qué decir”.
Las maletas de miss Herder evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:
—”Mia cara signorina” (al conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). “Mia cara signorina” ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación (según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.
Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián. Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: “recordaba ahora haber dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto Caldera”.
Excuso decir que mi primo se esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los espíritus, exclamó:
—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
La esposa del reverendo Rosemberg repuso:
—¿Cree usted en serio que va a ocurrir algo más?
—Sí.
La pobre mujer dejó caer la cabeza sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss Mariana; Annie susurró en mi oreja: “Tu ‘ primo es un personaje terrible”, y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo, se nos acercó anunciándonos que “el Capitán quería hablar con el señor Luciano”.
Después Luciano nos contó que el Capitán le pidió encarecidamente que no alarmara a la tripulación con sus pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán) le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas; algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien, con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a charlar a mi camarote.
Otras personas, en cambio, reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era increíblemente virtuosa. Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.
En realidad, aquel fue el viaje de los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.
Muchos comenzaban a sentirse deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón a mi primo.
Annie ya no traía sus libros de química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos en un beso semejante al de una ventosa, el “Blue Star” pudiera haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado.
Sin embargo, una noche en que me paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó cautelosamente a mí y me dijo:
—¿No tomará usted a mal que le pregunte si está muy enamorado de miss Annie?
En otra persona esta pregunta no me hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó gracia y no tuve reparos en contestarle:
—Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?
—Si yo le hiciera una confidencia respecto a miss Annie, ¿me delataría usted?
Esa impertinente curiosidad que es la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con avidez:
—Cuente con mi discreción.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
—Pues tenga cuidado con lo que hace, porque miss Annie está loca.
Me quedé mirándolo atónito.
—¡Loca!
—Sí. Ella cree que es ingeniero-químico y que ha inventado no sé qué disparates…
—No es posible.
—Pues ya lo ve.
—Le digo que no veo nada.
—Sin embargo es como le digo.
—Mire, doctor. Yo he conversado con Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un endiablado conocimiento…
—Pues está loca por eso… por creerse ingeniero-químico…
—¿Nada más?
—¿Le parece poco?
—No, no es que me parezca poco, sino que no termino de entenderlo…
—Mire. La historia es más simple de lo que-usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente ingeniero-químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio, durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda, usted?
—Le juro que lo escucho y no sé qué pensar.
—Es terrible. La madre, por consejo de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le dejo porque me esperan en la enfermería.
Desapareció el médico y yo quedé en el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una loca!
Me apreté las sienes con desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:
—Todo lo que te ha dicho ese médico borracho es mentira.
Respiré aliviado. Miss Annie no estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua amarilla.
Respiré aliviado. Ninguno de los juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista, no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente ha sufrido considerables transformaciones desde sus comienzos y estas transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.
No. No. No. Miss Annie no estaba loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?
Veinticuatro horas después me había olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de un reloj giró tan apresuradamente. Abandonada en mis brazos, la cabeza reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.
Había resuelto que la acompañara a Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle mis imperfecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.
Perdimos la noción del tiempo. Los días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había transcurrido una enorme cantidad de tiempo.
Entonces me asombré de no haberle contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:
—¿No has tenido un hermano, tú?
Annie me miró asombrada:
—Tengo dos hermanos.
—¿No has tenido un hermano que murió en un accidente de laboratorio?
La extrañeza de Annie creció desmesuradamente:
—¿De dónde sacas esa historia?
Le conté lo que me había sucedido con el médico.
Annie se paseó cavilosamente de mi brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:
—Si te digo algo, ¿me prometes que no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?
—No.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Es una promesa como la que le hiciste a él?
—Te doy mi palabra. Digas lo que me digas me callaré.
—Pues bien. Fíjate que ayer… no; fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso… y que podías infectarme.
—Pero ese hombre es un canalla.
—Me imagino que sí. Yo creo que no es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo aburre y se entretiene en inventar historias.

IV
Tipos, intrigas, mujeres y accidentes pasaron a segundo plano. El océano no merecía de mis ojos sino una mirada distraída. Creo que el mismo fenómeno le acontecía al hijo del emir de Damasco. Una noche le sorprendí entrando subrepticiamente en el camarote de miss Herder, y como también miss Mariana no se recataba para ocultar su felicidad, el pastor Rosemberg llegó a estar un poco escandalizado, e incluso a felicitarse de que faltaran pocos días para terminar el endiablado viaje.
Efectivamente, por los cálculos que pergeñó mi primo, debíamos encontrarnos frente a Illo o entre los puertos de Moliendo y Callao. El agua, como es frecuente en esas regiones, adquirió un matiz calino que ha dado origen a la definición de “mar de leche”. Grandes sábanas de azogada blancura se estrellaban contra las negras planchas del casco; por la noche el océano brillaba como si estuviera pintado horizontalmente de luz muerta.
A esta altura del viaje se produjo un grave accidente.
Eran las once de la noche. Un choque conmovió el costado de la nave, estremeciendo el lado izquierdo del “Blue Star” en toda la verticalidad. En la timonera, la campana del telégrafo de órdenes comenzó a repiquetear desesperadamente, mientras que el buque, extrañamente herido, comenzó a girar suavemente. De improviso se produjo una ausencia de trepidación en el coloso:
—Acaban de detener las máquinas —susurró mi primo parándose a mi lado y con las tiras de lona del chaleco salvavidas cruzadas sobre el pecho.
Evidentemente, lo que acababa de ocurrir debía de ser muy grave. Nadie se permitió la debilidad de desmayarse. —Debemos de haber tocado un peñasco submarino —suspiré. Recuerdo que me sentí terriblemente asustado.
—No —murmuró el señor mexicano—. Si hubiéramos tocado el peñasco el barco estaría inclinándose a un costado.
La observación del señor Tubito era razonable. La gente alarmada por el tremendo silencio mecánico abandonaba apresuradamente los camarotes. Annie, en compañía de su madre y una señora irlandesa, vino a refugiarse a mi lado. Bajo sus chales, traían los chalecos salvavidas.
Sin embargo nada permitía suponer la existencia de una avería que hiciera agua en el casco. Sobre la llanura fosforescente en amarillo muerto el buque, monstruosamente silencioso, giraba sobre sí mismo, semejante a un toro que aguarda la acometida de su enemigo.
En pocos minutos el pasaje se encontraba en la pasarela buscando con los ojos, en redor, la presencia física del peligro. Todos hablaban en voz baja como si subconscientemente no quisieran con un sonido extemporáneo agravar el desequilibrio invisible, terriblemente latente en el espacio.
De pronto un marinero apareció, explicando en voz alta:
—No tengan miedo, señores. No tengan miedo. Se ha roto un perno del árbol del timón. No tengan miedo.
Respiramos. Nada mortal de inmediato. Mi primo, rodeado de una parte del pasaje que lo examinaba, atónito de su clarividencia, gritó, pues ya no podía sujetar más su lengua:
—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
En mi vida he visto a hombre recibir tan magnífico puñetazo. Luciano cayó sobre el entarimado arrojando un chorro de sangre por la nariz. El que acababa de confirmar sus presagios (aunque no personales) era el irritado Capitán, que vociferó:
—¡Encierren a este canalla en un calabozo!
Entre un grumete y el zapatero redimido del tirapié se llevaron a Luciano completamente exánime. Entonces, yo, plantándome frente al Capitán, comencé a chillar en defensa de mi primo; pero el Capitán, cruzándose de brazos, rugió:
—No toleraré que nadie alarme por su propio gusto a la tripulación. Este hombre se ha extralimitado y yo ya le había advertido…
—Estoy completamente de acuerdo con usted —intervino el caballero peruano…
—Usted también cállese inmediatamente o lo encierro…
Como el caballero peruano no esperaba este recipe cerró el pico, y el Capitán prosiguió:
—El desperfecto del timón será reparado dentro de pocas horas. Es un accidente sin importancia… pero no permitiré que ningún irresponsable se divierta atemorizando al pasaje.
Aquel bruto tenía razón. Es innegable que Luciano había rebasado la medida en el ejercicio de su profesión de profeta, pero los argumentos del Capitán, lejos de tranquilizar a los viajeros, terminaron por aterrorizarles. A nadie se le ocultaba que la avería no era un accidente sin importancia. Miss Mariana, que estaba al lado de Annie, dijo:
—Si no reparan pronto el timón iremos al garete. Menos mal que hay calma chicha.
Le pregunté si el aparato de telegrafía sin hilos continuaba deteriorado. Susurró:
—Sí.
El contratiempo podía ser gravísimo. Por otro costado, el pintor Tubito, como si creyera ser él solo conocedor del secreto del telégrafo, me informó:
—¿No sabe usted que el aparato de radiotelegrafía está descompuesto? Me aparté de la pasarela con Annie. El buque permanecía detenido en medio de una llanura que parecía pintada de amarillenta luz muerta. Se escuchaba solamente el zumbido eléctrico de los dínamos. La gente iba de popa a proa hablando en voz baja, gesticulando; algunos encontraban excesivo el castigo que el Capitán propinara a Luciano; otros descubrían que era merecidísimo y las hermanas del caballero peruano, en compañía de otras señoras, resolvieron reunirse en sus camarotes para impetrar la protección divina.
Ab-el-Korda, el hijo del emir de Damasco, hombre piadoso a pesar de sus costumbres disolutas para nuestro criterio occidental, desenfundó su Corán y se dio a meditar en las apariencias que revestiría el Ángel de la Muerte cuando viniera a pedirle cuentas de su conducta terrestre. Miss Mariana tornó a sumergirse en el camarote del radiotelegrafista. Miss Herder, la feminista, me causó la impresión de estar dispuesta a convertirse al islamismo, porque junto al árabe le prodigaba los consuelos de una hurí pecosa (suponiendo que las huríes puedan tener pecas). El conde de la Espina y Marquesi se anegó con el médico y los truhanes de su compañía en otra interminable partida de poker.  Los ganapanes del servicio de comedor, el ex guarda-agujas y el apache renegado, me parecieron dispuestos a degollarnos a las primeras de cambio, excitados por esa atmósfera de fatalidad que parecía pesar sobre el buque y de la que mi primo Luciano era el único e infalible clarividente.
Aprovechando que el Capitán y sus hombres estaban ocupados en la reparación del aro del timón, bajé al compartimiento de máquinas, a cuyo costado, entre la escalera dos y tres se encontraban los calabozos, y me puse al habla con Luciano a través de los agujeros de la puerta de hierro. Su voz, sofocada por el tabique de hierro, resopló indignada:
—No te desprendas del salvavidas. Vete a mi maleta y tráeme el revólver.
—¿Para qué quieres el revólver?
—Para saltarle los sesos a ese canalla… No tengas miedo. Igual naufragaremos y nadie nos podrá pedir cuentas por la muerte de esa bestia.
Mi primo estaba trastornado de furor.
Me aparté del calabozo con el propósito de aminorar sus padecimientos.
Durante toda la noche los mecánicos, vigilados por el Capitán, repararon la avería del timón. Los hombres, encaramados en un bote y auxiliándose con faroles, martilleaban y lanzaban sobre el agua los voltaicos resplandores de los sopletes oxhídricos. Al fin, las estrellas empalidecieron; por el Este apareció el borde de un sol rojo que fue creciendo como una llanta de fuego; los marineros izaron el bote a las seis de la mañana; el buque vibró bajo la trepidación de las máquinas en marcha y un grumete anunció que la avería estaba reparada.
Media hora después el “Blue Star” seguía su ruta hacia el Norte. Habíamos perdido siete horas de viaje- No sé por qué razones, de pronto, en el diario de a bordo (una pizarra), fue colocado un parte indicando que el buque no se detendría en los puertos de Callao, Ancón ni Ferrol, sino en Malabrigo, en el límite de Ecuador.

V
Veinticuatro horas después de este accidente miss Mariana se presentó en el comedor acompañada del radiotelegrafista y nos anunció:
—Señores, les presento a mi novio. Nos casaremos cuando lleguemos al puerto de Malabrigo.
Una ovación acogió la noticia. ¡Miss Mariana se casaba! Ab-el-Korda fue el primero en felicitarla: el conde de la Espina y Marquesi al oír la noticia se alejó del comedor para regresar pocos minutos después con un hermoso collar de perlas falsas que le ofreció con el más señoril de los ademanes. La segunda hermana de la mujer del caballero peruano murmuró, en voz suficientemente alta para que la oyeran otros:
—¿Dónde se habrá procurado ese collar?
Era visible la intención de la pregunta. Fingimos no escucharla y por la noche hubo un gran baile a bordo. Mi primo Luciano, a especial pedido de miss Mariana y del radiotelegrafista, fue puesto en libertad. Del magnífico puñetazo que le propinara el Capitán conservaba la nariz hinchada como una toronja. La señora escocesa que renunciara a su esperanza de convertir al árabe y de regenerar al conde de la Espina y Marquesi, tomó bajo su tutela a mi primo. Miss Herder bailó con el árabe y Annie, tomándome de un brazo me llevó a popa. Sentados en un banquillo, juntas las mejillas, las manos pasadas por las cinturas, nos dedicamos a contemplar el océano y a soñar en nuestro porvenir. Para ella estaba resuelto que yo iría a Shangai. Nos casaríamos allí. Yo no podía evadirme de uno de los varios proyectos que tenía para convertirme en un hombre útil a la comunidad.
El proyecto o los proyectos de Annie eran sumamente razonables. Había pasado el brazo en torno de mi cuello y me decía:
—Tú abandonarás ese absurdo viaje a que te han destinado tus parientes y que es otra estafa.
—Sí.
—Vendrás conmigo a Shangai.
—¿De qué viviré?…
—Vivirás con nosotros…
—Pero…
—Escucha… Vivirás con nosotros y estudiarás inglés. No oirás nada más que hablar inglés, francés o chino…
—Hablo algo de francés…
—Estudiarás inglés. Una vez que hayas estudiado inglés, a lo cual además te ayudará el estar rodeado de gentes…
—Sí, pero sin dinero…
—Escucha. Vivirás un año como si fueras pensionado nuestro. Yo voy a trabajar en la más importante compañía de neumáticos que hay en la Concesión Internacional. Ocuparé un puesto importante en los laboratorios. Cuando tú hables y leas regularmente el inglés te conseguiré un cargo en la compañía o en la administración.
—Sí… pero en tanto…
—En tanto qué…
—No te das cuenta de que lo que me propones… en fin…
Annie se echó a reír:
—Querido mío. Tú deseas tanto como yo ir a Shangai. Te duele haber sido un píllete por temor de que la gente continúe creyendo que lo eres, pero quédate tranquilo. En la Concesión Internacional no serás ni mejor ni peor que tantos otros que allí son personajes. Y ahora dime que me quieres.
—Sí- Te quiero.
—A mí sola.
—A ti sola.
Los giros de un vals llegaban a nuestros oídos. El “Blue Star” avanzaba rápidamente en el mar de leche. Mirando hacia el Oeste, me parecía ver aparecer las amarillas costas de China. ¿Qué nos esperaba aún? El viaje emprendido bajo funestos auspicios había sido rico en sobresaltos y calamidades. No veíamos la hora dé abandonar ese buque infortunado, con su pequeño comedor sombrío, sus camarotes de maderas oscuras y las negras chimeneas entre las que revoloteaba la mala suerte.

VI
Los viajeros estaban deprimidos. Recostados en sus hamacas, permanecían abstraídos, olvidados del libro que trajeran para leer. Cierto es que la atmósfera pesaba cada vez más; un sol a cada hora más brillante hacía arder la extensa llanura del océano como la boca de un crisol de plomo. El agua parecía antimonio derretido con su espuma argéntea batiendo el casco. Luciano calculaba que habíamos dejado atrás Puerto Ferrol. Nos aproximábamos a Ecuador navegando ahora sobre las más profundas “hoyas” del océano Pacífico, y que comprendidas entre los 20° y 40° de latitud bordean el casco norte de la América del Sur.
Mi condenado primo ocupaba su días estudiando astrología encerrado en su camarote y completamente desnudo. Cuando aparecía en el puente se dirigía a los pasajeros y les interrogaba sobre el día, mes, año y hora de sus nacimientos. Luego de meditar, les decía con todo misterio: —Usted, que tiene a Marte en el signo de Virgo, debe cuidar sus intestinos… Usted…
Algunos terminaron por creerle brujo. Más de una señora, al verlo pasar, se persignaba a sus espaldas.
Por supuesto, era imposible arrancarle una sola palabra acerca del destino del “Blue Star”. El castigo del Capitán obró como antídoto contra su manía agoreril, pero si alguien entraba en su camarote, podía ver ostentosamente extendido sobre la litera el chaleco salvavidas. Las ancianas que el primer día de nuestra partida se apartaron de él, indignadas por su pintoresco vocabulario, se convirtieron poco menos que en sus devotas. Le rodeaban y agasajaban corno si fuera un santón. El mismo Ab-el-Korda estaba seguro de que a mi primo lo asistía un “djin”, es decir, un genio. En cambio, el pastor protestante argüía que las dotes proféticas de mi primo tenían origen en una fuente diabólica- Algunos marineros pensaban que lo más práctico sería atarle un plomo al cuello y lanzarlo al mar, pero todos rezaban con más asiduidad, y semejante regresión indicaba en estas personas un saludable temor por el destino de sus pellejos. Las misas del pastor, efectuadas en el comedor, atraían a los que navegaban en el maldito buque, menos al hijo del emir de Damasco, que cumplía con su ritual muslímico, escrupulosamente encerrado en su camarote.
Pero estaba escrito que en cuanto a sorpresas no habíamos terminado. El acontecimiento más sensacional, por sus características extrañas, se produjo dos noches después que se reparó la avería del timón.
Daban las diez de la noche en el reloj del entrepuente cuando los que acabábamos de tomar té en el comedor fuimos testigos del más extraordinario espectáculo que pudiéramos imaginar, y este extraordinario espectáculo consistió en que el Capitán traía, poco menos que arrastrándola por los cabellos, a la segunda hermana de la esposa del caballero peruano. Un marinero mantenía cogida por las piernas a la escuálida señorita, mientras que las, manos de la solterona, revestidas de guantes de goma roja se agitaban poco menos que desesperadamente en el espacio. El Capitán sostenía en la mano libre una tijera. Sin ninguna contemplación, ayudado por el marinero, introdujo a la solterona en el comedor y la depositó violentamente sobre una silla, donde la mujer, sin quitarse los guantes de goma, comenzó a reparar el desorden de sus cabellos con espectacular calma.
Los testigos nos agrupamos silenciosamente en torno de los actores de este suceso y el Capitán, mostrándonos la tijera, se explicó:
—Acabo de detener a la señorita Corita en el mismo momento que con esta tijera pretendía cortar el cable principal del alumbrado de los camarotes, para producir una nueva alarma.
Estupefactos miramos a la señorita Corita como si la viéramos por primera vez. El hecho era innegable y lo comprobamos minutos después, revisando el cable mordido por la hoja de acero de la tijera que aún conservaba partículas de cobre. La solterona, sorprendida, no había tenido tiempo de quitarse los guantes. El Capitán prosiguió:
—Esta dama es la que ha incendiado el camarote del pastor Rosemberg; esta dama es la que arrojó al agua el equipaje de la señorita Herder, y ahora pretendía acrecentar la atmósfera de temor que aquí existe provocando un peligroso corto circuito. Prevengo a la tripulación y al pasaje que procederé sin contemplaciones contra todos los alarmistas y saboteadores.
Mientras el Capitán hablaba, nosotros examinábamos a la peligrosa solterona. Sentada en el borde de una silla, su piel, en la estampa demacrada y lívida, parecía erizarse como la de un gato frente a un mastín. De pronto alguien volvió la cabeza y descubrió al caballero peruano observando atónito el semblante de su cuñada. Parsimonioso avanzó entre nosotros, se detuvo en la misma línea que estaba detenido el Capitán y preguntó:
—Dinos, Corita, ¿por qué has hecho eso?
Doña Corita envolvió a su cuñado en una mirada despreciativa y sardónica. Luego, muy serena, respondió al tiempo que se examinaba las uñas:
—Como el señor Luciano presagia siempre desgracias, quise hacerle fama de adivino.
Mi primo, más que sorprendido, se retiró avergonzado; nosotros no atinábamos a pronunciar palabra, tanto nos desconcertaba el desparpajo de la incendiaria. El Capitán, que de sobras conocía las ventajas de su posición, se encaró con el caballero peruano y le dijo:
—Si usted no se compromete a pagar los perjuicios que esta señorita ha ocasionado en el camarote del buque, en el equipaje del señor Rosemberg y en el de la señorita Herder, me veré obligado a desembarcarla detenida en Malabrigo.
El caballero peruano se inclinó ceremonioso y respondió:
—Indemnizaré a todos los damnificados. Les agradecería me presentaran el monto de sus daños. El Capitán prosiguió: —Esta señorita irá detenida en su camarote hasta Malabrigo. Allí deberá desembarcar porque constituye un peligro para el pasaje. —Perfectamente.
Un gran círculo de silencio se había hecho en torno de los interlocutores, mientras que la incendiaria, plácidamente, con una tijera de bolsillo se recortaba las uñas.
El caballero peruano, lívido a consecuencia de la humillación que estaba sufriendo, se mordía los labios; la solterona de tanto en tanto nos envolvía en su grisácea mirada cínica; finalmente el Capitán dio término a la escena, llamando a un marinero y ordenándole que llevara detenida a la señorita Corita a su camarote. Tras ella salieron su cuñado y el Capitán, y nosotros, una vez que los tres desaparecieron, quedamos comentando el extrañísimo caso. ¡De manera que esta venenosa señorita era la que trabajaba de Fatalidad a bordo!

VII
Cuando una de las dos ancianas preguntó si no sería doña Corita la que había averiado el timón, nos echamos a reír. No; la cuñada del caballero peruano no tenía fuerzas físicas para hacer saltar los pernos de los sunchos del árbol del timón, ni el timón se encontraba al alcance de su mano dañosa, pero, por fin, esta temible compañera de viaje estaba bajo la tutela de un marinero, y no era probable que pudiera repetir sus atentados El conde de la Espina y Marquesi opinaba que la señorita Corita era un agudísimo caso de histeria. Annie en cambio afirmaba que se trataba de una perversa vulgar obrando abstrusamente porque contaba con la impunidad. Los que no terminaban de hacerse lenguas sobre el asunto eran el pastor Rosemberg y miss Herder, quienes, estimulados por las promesas del caballero peruano, confeccionaban la lista de los efectos que perdieran. La señorita Herder afirmaba que ella no pondría en dicha lista ni una sola prenda de recargo; el pastor juraba que entraría al horno ardiendo como uno de los Macabeos antes de cobrarle un pañuelo de más al opulento garante, pero ellos estaban demasiado contentos para que podamos creerles en absoluto. Cambiando miradas de inteligencia, la feminista y el matrimonio se encerraron en sus camarotes munidos de lápices y cuadernos, y estoy seguro de que con lo que le cobraron de más al señor Gastido podían instalar una tienda de ropa blanca. Muchos lamentaron no haber sido víctimas de la malignidad de la solterona.
Después de dicho incidente no volvimos a ver al caballero peruano, que almorzaba y cenaba con su familia encerrado en el camarote. Creo que trataban de eludir la hostilidad del pasaje desviada de Luciano y dirigida a ellos. Por la noche, cuando la tripulación dormía, la extraña familia se paseaba fantasmalmente en el último puente.
Desde cualquier punto de vista que se mire, su aventura no tenía nada de envidiable. La temperatura se tornó terrible. El aire escaldaba; el “Blue Star”, perezosamente, seguía su rumbo en un mar de leche caliente, aplastado en toda la extensión. La costa permanecía invisible, pero la adivinábamos en los hedores vegetales que traía el viento, desprendidos de las selvas putrefactas de los bajíos. A momentos, la atmósfera parecía cargada de chispas de fuego; nosotros, en un baño de sudor, permanecíamos inmóviles en las hamacas hasta el anochecer, en que una luna roja y ardiente subía por el cielo como un redondo incendio africano.
—Pasado mañana a la noche llegaremos a Malabrigo —dijo mi primo el atardecer del 5 de octubre—; pero antes tendremos tormenta.
Efectivamente, al Norte se veía la cúpula del cielo rayada de lívidos relámpagos- Sin embargo no se divisaba una sola nube. Pero era visible que la atmósfera estaba cargada de electricidad. Entrada la noche hubo un momento que pareció que navegábamos en un océano de fuego; el horizonte era una muralla negra lamida por el oleaje de esta fosforescencia, quieta y muerta.
Si hubiéramos visto caminar fantasmas sobre las aguas no nos habríamos asombrado, tan tétrico pintaba el paisaje donde nosotros por momentos no sabíamos si estábamos vivos o muertos.
El Capitán andaba inquieto. Hacia las once de la noche el viento ululaba cortándose en la obra muerta, pero mi primo, inclinándose sobre la pasarela, me dijo a modo de nuevo Virgilio de aquel infernal paraje:
—Fíjate; el viento sopla y el agua no se mueve.
En efecto, fuese que la densidad del océano en aquel sitio, debido a la salinidad, resultara excesiva, fuese otra la causa, lo cierto es que el agua, insensible a la impulsión del viento, permanecía aplastada como una inmensa sábana de caucho batido. No era necesario ser adivino para asegurar un inminente cambio atmosférico.
Annie, despidiéndose de mí, dijo que aquella noche no me acompañaría. Su madre estaba afiebrada, y yo no sé si por efecto de dos whiskies que bebí con el telegrafista, me marché a la cama tan fatigado que me dormí instantáneamente.
A las cuatro de la mañana alguien me tiró violentamente de un brazo. Me incorporé sobresaltado. Quien estaba despertándome era el médico. Lo acompañaban el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, el señor Tubito y el traficante de alcaloides. Este consorcio de vividores me miraba de hito en hito. El médico, una vez que verificó que yo estaba bien despierto, me preguntó:
—¿Usted es el que va agregado a la “Comisión Simpson de Sondajes”, no?
—Sí.
—¿Usted es geólogo?
—No… no… yo no soy geólogo…
—Pero usted dijo que nos encontramos sobre las hoyas más profundas del océano Pacífico.
—Sí, pero eso no significa que yo sea geólogo… Bueno… ¿qué es lo que pasa?
El médico se rascó la barbilla y luego con una precisión de lenguaje que no hubiera jamás soñado en un trapalón de su laya, respondió:
—Parece que nos ha cogido el radio vector de un remolino de agua de cien millas de diámetro.
La terminología del médico me extrañó. El se apercibió y aclaró:
—Yo nunca debí ser médico, sino ingeniero mecánico. En fin, creo que está claro… El buque es arrastrado por un remolino semejante al que se forma en la superficie acuosa de una bañera que se está desagotando. La única diferencia consiste en el diámetro. En la bañera el radio vector del remolino mide cinco centímetros, aquí, cien millas. Así dice el “segundo”…
Me di cuenta de inmediato adonde se encaminaba la suposición del médico. Repuse:
—Creo que su razonamiento tiende a demostrar que se ha hundido un trozo de corteza del suelo oceánico sobre una gran caverna plutoniana. El agua del océano, rodando al interior de aquella monstruosa caverna, forma el remolino que nos arrastra.
—Justamente, eso dice el “segundo”.
—Lo que no acierto a imaginar son las dimensiones de semejante caverna —repuso el pintor mejicano.
Respondí:
—Para que pueda formarse una idea de las magnitudes terrestres le diré que la profundidad submarina más acentuada equivale a una ranura de diez milímetros de profundidad trazada en una esfera de un metro de diámetro, aunque lo que menos debe importarnos ahora son todos estos chismes. ¿Qué pasa en concreto?
—Pues desde anoche el jefe de máquinas, dando marcha atrás, intenta sustraerse a la corriente circulatoria que nos ha cogido en su rotación. Sus esfuerzos son vanos. Otros barcos están allí, atrapados como nosotros en la maldita ratonera.
Me vestí apresuradamente. El cielo de la mañana estaba decorado de vastos caracoles de estaño que con lentitud cruzaban hacia el Poniente la bóveda celeste. A través de las extensas llanuras de agua se veían otros buques cuya posición respecto al nuestro se mantenía inalterable, pues eran arrastrados circularmente a la misma velocidad angular que el “Blue Star”. Los mástiles tristemente inclinados, los cascos como negros monstruos verticales, componían un dibujo desconcertante,
El señor X, la visera de la gorra hundida hasta la punta de la nariz, me observó:
—Fíjese que la superficie del agua ha cambiado. En vez de estar rugosa parece una rueda de aluminio en rotación.
El símil era exacto. El buque estaba empotrado, por decirlo así, en un inmenso disco de aluminio líquido, que giraba aparentemente con una velocidad periférica de treinta millas por hora. Cada diez horas dábamos una vuelta de remolino completa para acercarnos más al centro abismal.
—Esta vez estamos atrapados —dijo a mi espalda el conde de la Espina y Marquesi—. Podemos encomendar nuestras almas “al diavolo”.
Yo no soy hombre de experimentar extraordinario entusiasmo cuando se trata de asomarse a un peligro, y de pronto sentí que algo se desplomaba vertiginosamente en mi interior. Tuve la impresión de que me derretía; miraba en redor y no sabía hacia qué dirección escaparme. Haciendo un tremendo esfuerzo me sobrepuse al miedo, dedicándome a observar a mis prójimos. Los oficiales en compañía del Capitán conversaban animadamente en la timonera. A las once de la mañana, todos nos reunimos en el comedor para escuchar al pastor Rosemberg, que comenzó a leernos un trozo de la Biblia.
El tema de lectura del pastor versaba sobre “la profecía de Joñas”. Con voz cargada de dignidad comenzó a leer:
“Y tenía dispuesto al Señor un grande pez que se tragó a Joñas y estuvo Joñas en el vientre del pez tres días y tres noches.
“E hizo Joñas oraciones al Señor Dios suyo desde el vientre del pez.
“Y dijo: en mi tribulación llamé al Señor y me oyó. Desde el sepulcro clamé y oíste mi voz.
“Y me echaste en lo profundo, en el remolino de la mar y la corriente me cercó, todos tus remolinos y tus ondas pasaron sobre mí”.
Aquí el pastor Rosemberg se interrumpió y dijo:
—¡Qué maravillosa coincidencia nos ofrece la piedad del Señor a través de los siglos! No sólo nosotros estamos y hemos sido cogidos por un remolino, sino que en los pasados siglos hubo también un hombre, llamado Joñas, sobre el que pasaron todos los remolinos y las ondas del mar. ¿Y qué sucedió con este hombre Joñas, hermanos míos? ¿Qué pasó? Pues algo muy simple. Lo dice aquí el santo libro:
“Y vino otra vez la palabra del Señor a Joñas, diciendo:
“Levántate y ve a Nínive, ciudad grande, y predica en ella el sermón que yo te digo”:
Nuevamente el pastor cerró el libro y dijo:
—¿Qué significa esto? Pues que Joñas salió del vientre del pez grande, sano y salvo, por haber orado al Señor. Y en prueba de que salió sano. y salvo del vientre del pez grande, el cual algunos suponen que era un ballena, fue enviado a Nínive a predicar un sermón. ¿Qué significa, vuelvo a preguntar, esta coincidencia de hechos? Pues que nosotros, como Joñas, nos salvaremos y entraremos en nuestras respectivas ciudades para predicar y ensalzar la grandeza de Dios que nos salvó de tan grande peligro como es un remolino.
Mientras el pastor Rosemberg nos edificaba de esta sabia manera, la señora escocesa se golpeaba el pecho con los puños, llevando en cierto modo el compás de la lectura. Las mujeres estaban llorosas; mi primo, sentado en un rincón, trataba de sofocar sus sollozos. El pánico lo había trocado en una criatura. Pero no fue él solo. No. A las tres de la tarde el drama comenzó a convertirse en tragedia. Un tripulante de color oyó una conversación del telegrafista, en la que éste manifestaba que posiblemente seríamos tragados por un embudo oceánico que nos sumergiría en una caverna submarina, y su terror fue tan desmesurado que, sacando de su cucheta un revólver escondido, se descerrajó un balazo en la cabeza al mismo tiempo que se lanzaba al océano. El cadáver del negro, cogido por el mismo torbellino que arrastraba a la nave, flotaba a estribor del “Blue Star” como si una mano invisible lo mantuviera a ras del agua. La gente, para evitar el espectáculo, se reunió a babor.
A las cinco de la tarde mi primo Luciano, completamente aterrorizado, se arrastró hasta su litera. Semejante a un moribundo permaneció allí con los labios despegados y los ojos en blanco.

VIII
Annie, tomada de mi brazo, no se apartaba un solo instante de mí. Los rizos de su cabellera negra enmarcaban un rostro pálido y de grandes ojos, dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué palabras apelar para consolarla.
El pastor Rosemberg instaló servicio religioso en el comedor. Annie, a pesar de su gran amor hacia mí, acabó por adherirse al grupo en el cual la señora escocesa, el conde de la Espina, Mariana y la señorita Herder rezaban devotamente a todos los santos. Ab-el-Korda, no soltaba un momento su Corán. A las nueve de la noche supimos que el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, se había colgado por el cuello de una soga.
En el comedor el conde de la Espina y la señora escocesa leían, alternándose, versículos del libro de Job. A las cuatro de la mañana me refugié en el camarote del médico que, convenientemente bebido, explicaba con lengua estropajosa al pintor Tubito y al traficante de alcaloides: —Cuando el buque llegue al centro del remolino, el eje de vacío lo absorberá como una ventosa hacia el fondo. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a lo largo de un cono de agua que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque nos despedace en el fondo del abismo.
Yo, recordando mi física de bachillerato, repuse:
—En cuanto lleguemos al centro del remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical en dirección opuesta a la que sigamos, de manera que a causa de la atmósfera desalojada, es muy probable que lleguemos al fondo semiasfixiados.
¡Qué curiosos los fenómenos psíquicos que sobrevienen en los momentos de terror! Yo, que un día antes pensaba ligar mi destino al de la voluptuosa Annie, no me acordaba de ella ahora. Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Joñas, entre la pecosa escocesa y el ladrón internacional, pensaba que el aspecto que ofrecía en compañía de esa gente era francamente ridículo. Y, sin embargo, yo no podía evitar tampoco la presión del miedo que por momentos me hacía desplomar anonadado en la primera litera que encontraba. El hijo del emir de Damasco no apartaba la vista un instante del libro santo.
En tierra, a la misma hora, los periódicos comentaban nuestra situación en los términos más dramáticos. La agencia “Argus” describía a doscientos quince periódicos del mundo la situación de los tripulantes de los otros buques (del nuestro no podían tener informes porque nuestra instalación de telegrafía sin hilos estaba averiada) en estas palabras:
“Las tripulaciones de los buques arrastrados por el torbellino han abandonado sus tareas y vagan enloquecidas. Doscientas mujeres y quinientos hombres de diferentes edades se encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves, mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua plateada que los aproxima cada vez más al centro del hueco del torbellino. En todos los buques han dejado de trabajar los motores, vista la inutilidad de sustraerse a este nuevo tipo de megasismo. Es evidente que se ha producido una catástrofe suboceánica de incalculables proyecciones. El eje del remolino se encuentra en una hoya de las más profundas del Pacífico, 11.500 metros. Es probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una excavación plutónica de capacidad incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este fenómeno al de las manchas solares en actividad, aunque él, como todos los directores de observatorios, está asombrado de que los sismógrafos no hayan registrado ningún movimiento sísmico cuyo epicentro corresponda al paraje de que nos ocupamos”.
Llegó la noche y el espanto de la tripulación aumentó. Varios infelices consideraban a mi primo Luciano como responsable de cuanta desgracia ocurría a bordo. Cuando menos lo esperábamos, el zapatero redimido del tirapié, el apache regenerado, el guardaagujas y varios otros malsines se dirigieron al camarote del desdichado, lo tomaron por las piernas y poco menos que arrastrándolo por el suelo lo arrojaron al océano.
En estas circunstancias ocurrió algo que puede calificarse de extraordinario.
Mi primo en vez de hundirse en las aguas o de flotar horizontalmente quedó verticalmente empotrado en el océano, como uno de esos muñecos de celuloide que tienen por base un casquete de plomo. Tan extraña capacidad de sobrenadar les pareció a esos malsines la evidentísima prueba de que Luciano era un brujo y de consiguiente el único responsable de todas las desgracias que nos acaecían. No había tal. Luciano no era un brujo sino un desgraciado que había cometido la imprudencia de endosarse un chaleco salvavidas debajo de su holgada bata.
Cuando vi sobrenadar a mi primo pensé que esta prueba dulcificaría el ánimo de esos borrachos, pero ocurrió precisamente lo contrario, y es que los salvajes, después de cerciorarse de que Luciano estaba vivo, llamándole para ello a grandes voces y después de contestarles él, cogieron cuanto podía utilizarse como proyectil y comenzaron a lapidarlo. Un gancho de hierro se incrustó en la cabeza de mi primo como si ésta estuviera compuesta de la tierna sustancia de un queso de bola y un lingote de plomo dio fin a la vida del desgraciado.
Así acabó mi noble pariente Luciano. Era un hombre singular, aficionado a meterles miedo en el cuerpo a sus prójimos y él mismo miedoso como una liebre. Tenía una singular predisposición para encontrarse en todos los parajes donde ocurre algo que es prudente evitar. Siempre le gustó hacerse el fantasma. Recuerdo que cuando pequeño se envolvió en una sábana y ocultándose en un recodo del jardín, en la noche, bruscamente salió al encuentro de una asustadiza tía, la cual, a consecuencia de la impresión, quedó definitivamente estúpida.
Quisiera poder expresarme acerca de Luciano en términos más encomiásticos, pero estoy seguro de que desde ultratumba él se irritaría si yo hiciera un elogio convencional de sus deméritos. En diversas oportunidades le advertí, y conmigo otros que le conocían mejor que yo, que fuera más circunspecto, pero la vanidad lo perdió. Particularidad curiosa; una quiromante le dijo que moriría en una rueda, y siempre creyó que sería bajo una rueda de automóvil y no la rueda de agua en la que pereció. Por eso huía de las calles de las ciudades, prefiriendo habitar en los pueblos tranquilos y solitarios, pero está escrito que nadie puede soslayar su destino. Si yo hubiese podido salvarle lo habría hecho, pero no me atreví a intervenir, temeroso de que también me asesinaran. El Capitán, desde su timonera, vio consumarse este crimen sin intervenir, inmóvil como un sonámbulo. A las doce de la noche llegaba ya a nosotros, desde el horizonte, el rugido tremendo que producía el agua al ser engullida por la caverna submarina. En cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban espantadas. Arriba, en el espacio, las estrellas lucían como siempre; abajo, el remolino, compacto en su masa acuosa, rotaba como el seguro volante de un motor recientemente puesto en marcha.
Salió la luna y era un espectáculo sorprendente esta llanura de agua convertida en una tersa rueda de plata, cuya pulida superficie refractaba la claridad lunar como un reflector parabólico. En ciertas partes de la nave nos veíamos los rostros inundados de grandes haces de luces y sombras, como si estuviéramos situados en un continente lunar.
A las tres de la madrugada nuestro Capitán, que entonces supe que se llamaba Henry Topman, entró en su camarote y se descerrajó un pistoletazo en la sien.

IX
La disciplina de la tripulación se relajó por completo. El zapatero redimido del tirapié, el guardaagujas, el despensero y el cocinero organizaron una francachela monstruosa en el departamento de máquinas. Los cánticos y sus voces subían desde las entrañas del buque, como un coro infernal del centro de la tierra. Cuando el primer maquinista quiso intervenir casi le rompen la cabeza con una pala carbonera.
No marchaban mejor las cosas en otros buques. El “María Eugenia”, que traía una tercera clase abundante, fue teatro de diversos excesos. Un grupo de árabes se acuchilló con un grupo de judíos; el segundo maquinista de guardia tuvo que matar a balazos a un fogonero enloquecido de terror; el señor Ralp, un comerciante de la isla de Aoba, asesinó a su mujer y luego se arrojó a las aguas.
Amaneció un segundo día de horror. Como los marineros del “Blue Star” habían abandonado sus tareas, el buque parecía una pocilga. Donde se ponía el pie se tropezaba con montones de basura; una sección de la carga, compuesta de carne congelada, debido a que el servicio frigorífico estaba abandonado, comenzó a heder espantosamente. Parecía que llevábamos un cargamento de cadáveres. La desmoralización se hizo tan ostensible que todos terminamos por armarnos con lo que teníamos a mano, pues no sabíamos si la muerte debía llegarnos de la mano de los hombres o del furor de los elementos.
¿Qué diré de nuestra gente? El conde de la Espina, harto de esperar a la muerte y más harto de leer versículos en la Biblia, atentó contra el pudor de la señora escocesa. La señora escocesa se defendió tan vigorosamente con un paraguas que el pobre conde salió de la reyerta con un ojo reventado. Miss Mariana, en cambio, atacada de una repentina sed de castidad suspendió su compromiso de amor con el radiotelegrafista. Arrodillada en compañía de miss Herder en un rincón del comedor oraba en voz alta, mientras que la señora de Rosemberg, el caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, formaban un grupo que lanzando alaridos sincrónicamente se golpeaban el pecho como si suplicaran a los cielos que descargaran sobre ellos toda su cólera. Annie, insensible a todo consuelo, permanecía inmóvil en un rincón de su camarote, la vista fija en el vacío, teniendo asida una mano de su madre, que a cada cuarto de hora se incorporaba en la litera y aullaba:
—¡Dios mío, dime quién soy, Dios mío!
Nunca me olvidaré de un caballero pelirrojo, comisionista de motores y artefactos eléctricos. Munido de un hacha había despedazado por completo la puerta de su camarote; cada tanto arrojaba un trozo de madera a las aguas y apoyado en la pasarela se quedaba mirando cómo el trozo de madera acompañaba al buque en su carrera circular. Otro, en el comedor, inmovilizado como un sonámbulo frente a una brújula de bolsillo, seguía con ojos de enajenado el lento rodar de la aguja magnética. Una mujer desmelenada como una furia, con el vestido rasgado sobre el pecho permaneció ocho horas aferrada a un mástil, fija la mirada en aquel redondo espejo de plata, pulimentado por la implacable claridad que caía de los cielos. Luego se desplomó. Estaba muerta.
El bramido de la lejana catarata se hacía cada vez más cercano. El sol ardía en el cielo como un alto horno que vomita haces de llamaradas. El médico, el pintor Tubito y el traficante de alcaloides, rabiosos de sol, de alcohol y de desesperación quisieron secuestrar a miss Mariana y a miss Herder, pero el telegrafista tumbó a balazos al médico y al señor Tubito. El traficante de cocaína se retiró mansamente a la enfermería dedicándose a cuidar al conde de la Espina y Marquesi, que con su ojo vaciado deliraba lamentablemente. Durante su delirio reveló un ingeniosísimo plan de estafa que tenía proyectado con otro cómplice en perjuicio del Banco Canadiense de Venezuela.
Sobrevino un atardecer rojo. La banda de malsines continuaba su francachela en el fondo del compartimiento de máquinas. Se habían desnudado por completo; fue menester cerrar con candado la verja que daba entrada al compartimiento para evitar que aquellos salvajes se lanzaran al puente y cometieran desafueros.
El caballero peruano, su mujer y sus tres cuñadas, miss Herder, miss Mariana, el pastor y su esposa y la agraviada señora escocesa se procuraron unas velas no sé dónde. El caballero peruano extrajo de una de las maletas de sus cuñadas un tremendo crucifijo de oro y organizando una peregrinación por los puentes se pusieron en marcha al son de la canción: “¡Oh, María, madre mía, etcétera, etcétera…..!”
Tras de la reja del departamento de máquinas, los brigantes desnudos, al pasar la procesión, le gritaban increíbles obscenidades, pero las devotas y sus acompañantes continuaron imperturbables. El telegrafista abría la marcha con un cirio en una mano y el revólver en la otra.
El hijo del emir de Damasco, postrado en el puente que se extendía frente a la timonera, batía el suelo con la frente al mismo tiempo que oraba la “oración del Miedo”. Y en el instante mismo en que la procesión llegaba a popa, resonó furiosamente en el comedor el gong y el contrabandista de cocaína apareció gritando:
—¡Aviones, llegan los aviones a salvarnos! …

X
Del confín partían sordos silbos de sirena, el océano se poblaba de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Desde todas las direcciones del cielo aparecieron flotillas de hidroaviones. Yo me eché a llorar como una criatura al abrazarlo al contrabandista de alcaloides.
Esta vez una racha de locura cruzó la nave de un rincón a otro. Las mujeres se arrodillaban en cubierta, de diferentes ángulos salían hombres barbudos y ojerosos, la banda que escandalizaba desnuda en el fondo del compartimiento de máquinas tumbó la verja y en cueros como estaban se lanzaron danzando por todos los pasillos del buque, al tiempo que aullaban de alegría.
Ahora sí que nadie se irritó. Aparecieron cajones con botellas de vino y cerveza. Se bebía. Hubo cantos en coro, todos iban y venían; nadie se lamentaba de los bienes que tenía que perder; en cada pasillo, frente a cada camarote había un tumulto movedizo y siempre renovado de personas que con las manos extendídas ofrecían un vaso de champán, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse el ruido humano crecía más resonante. ..
De pronto me acordé de Annie. Corriendo me dirigí a su camarote. Continuaba allí, sentada a un costado de la litera de su madre. Una expresión extraña aperplejaba su rostro:
—Annie —le grité—.Annie, ¿no me entiendes?
Ella no me miró. Sonriendo con desvanecida sonrisa de criatura, decía:
—No quiero comer. Te digo que no quiero.
Entonces comprendí. Se había vuelto loca.
Afuera zumbaban poderosamente las hélices de los primeros aviones, que partían cargados de resucitados.
—Annie —volví a gritarle—, Annie, ¿no me entiendes?
Y ella repitió:
—Te digo que no quiero.
Entonces me senté tristemente en la orilla de la litera y allí me quedé junto a ella hasta que vinieron a retirarnos.
Bajamos por una escalerilla hasta un bote. Yo iba junto a mi muchacha como un muerto. Un hidroavión se aproximó a nosotros. Annie no pronunciaba una sola palabra. Yo tomé su mano fría. Ella, su madre y yo subimos al aparato ayudados de un mecánico. Entonces la madre, cuando ya estábamos sentados, me dijo en voz baja:
—Ella siempre estuvo enferma. Siempre, sabe.
Y yo supe en ese momento que el médico de a bordo no había mentido.
 

ROBERTO ARLT – HISTORIA DEL SEСOR JEFRIES Y NASSIN EL EGIPCIO

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras mбs extraordinarias
que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan
Jefries. Y tambiйn voy a contar por quй motivo desenterrй un cadбver del
cementerio de Tбnger y por quй matй a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente
por sus aficiones a la magia.
Historia йsta que ya habнa olvidado si no reactivara su recuerdo una pelнcula de
Boris Karloff, titulada “La momia”, que una noche vimos y comentamos con varios
amigos.
Se entablу una discusiуn en torno de Boris Karloff y de la inverosimilitud del
asunto del film, y a ese propуsito yo recordй una terrible historia que me
enganchу en Tбnger a un drama oscuro y les sostuve a mis amigos que el argumento
de “La momia” podнa ser posible, y sin mбs, achacбndosela a otro, les contй mi
aventura, porque yo no podнa, personalmente, enorgullecerme de haber asesinado a
tiros a Nassin el Mago.
Todo aquello ocurriу a los pocos meses de haberme hecho cargo del consulado de
Tбnger.
Era, para entonces, un joven atolondrado, que ocultaba su atolondramiento bajo
una capa de gravedad sumamente endeble.
La primera persona que se dio cuenta de ello fue Nassin el Egipcio.
Nassin el Mago vivнa en la calle de los Ni-Ziaguin, y mercaba yerbas medicinales
y tabaco. Es decir, el puesto de tabaco estaba al costado de la tienda, pero le
pertenecнa, asн como el comercio de yerbas medicinales atendido por un negro
gigantesco, cuya estatura inquietante disimulaba en el fondo oscuro del antro
una transparente cortinilla de gasa roja.
Nassin el Egipcio era un hombre alto. Al estilo de sus compatriotas, mostraba
una espalda anchurosa y una cintura de avispa. Se tocaba con un turbante de
razonable diбmetro y su rostro amarillo estaba picado de viruelas, mejor dicho,
las viruelas parecнan haberse ensaсado particularmente con su nariz, lo que le
daba un aspecto repugnante. Cuando estaba excitado o encolerizado, su voz se
tornaba sibilante y sus ojos brillaban como los de un reptil. Como para
contrarrestar estas condiciones negativas, sus modales eran seductores y su
educaciуn exquisita. No se alteraba jamбs visiblemente; por el contrario, cuanto
mбs colйrico se sentнa contra su interlocutor, mбs fina y sibilante se tornaba
su voz y mбs brillaban sus ojos.
Йl fue el hombre con quien mi desdichado destino me hizo trabar relaciones.
Me detuve una vez a comprar tabaco en su tienda; iba a marcharme porque nadie
atendнa el mostrador, cuando sъbitamente asomу por encima de las cajas de tabaco
la cabeza de reptil del egipcio. Al verle aparecer asн, bruscamente, quedй
alelado, como si hubiera puesto la mano sobre el nido de una cobra. El egipcio
pareciу darse cuenta del efecto que su sъbita presencia causу sobre mi
sensibilidad, porque cuando me marchй “sentн” que йl se me quedу mirando a la
nuca, y aunque experimentaba una tentaciуn violenta de volver la cabeza, no lo
hice porque semejante acto hubiera sido confirmarle a Nassin su poder hipnуtico
sobre mн.
Sin embargo, al otro dнa volviу a repetirse el endiablado juego. Deseaba vencer
ese complejo de timidez que nacнa en mн en presencia del maldito egipcio.
Violentando mi naturaleza, fui a comprar otra vez cigarrillos a la tienda de
Nassin. Como de costumbre, no habнa nadie en el mostrador; iba a retirarme,
cuando, como si la disparara un resorte fuera de una caja de sorpresas, apareciу
la cabeza de serpiente del egipcio.
Me entregу la cajetilla de tabaco saludбndome con una exquisita inclinaciуn, y
yo me retirй sin atreverme a volver la cabeza entre la multitud que pasaba a mi
lado, porque sabнa que allб lejos, en el fondo de la calle, estaba el egipcio
con la mirada clavada en mн.
Era aquella una situaciуn extraсa. Antes de terminar violentamente, debнa
complicarse. No me equivoquй. Una maсana me detuve frente al puesto de Nassin.
Йste asomу bruscamente la cabeza por encima del mostrador. Como de costumbre,
quedй paralizado. Nassin notу mi turbaciуn, la parбlisis de mi corazуn, la
palidez de mi rostro, y aprovechando aquel shock nervioso apoyу dulcemente sus
manos entre mis manos y teniйndome asн, como si yo fuera una tierna muchacha y
no un robusto socio del Tбnger Tenis Club, me dijo:
—їNo vendrйis esta noche a tomar tй conmigo? Os mostrarй una curiosidad que os
interesarб extraordinariamente.
Le entreguй las monedas que en justicia le correspondнan por su tabaco, y sin
responderle me retirй apresuradamente de su puesto. Estaba avergonzado, como si
me hubieran sorprendido cometiendo una mala acciуn. Pero їquй podнa hacer? Habнa
caнdo bajo la autoridad secreta del egipcio.
No me convenнa engaсarme a mн mismo. Nassin el Mago era el ъnico hombre sobre la
tierra que podнa ejercer sobre mн ese dominio invisible, avergonzador,
torturante que se denomina “acciуn hipnуtica”. No me convenнa huir de йl, porque
yo hubiera quedado humillado para toda la vida. Ademбs, mi cargo de cуnsul no me
permitнa abandonar Tбnger a capricho. Tenнa que quedarme allн y desafiar la cita
del egipcio y vencerlo, ademбs.
No me quedaba duda:
Nassin querнa dominarme. Convertirme en un esclavo suyo. Para ello era
indispensable que yo le obedeciera ciegamente, como si fuera un negro que йl
hubiera comprado a una caravana de бrabes. Su invitaciуn para que fuera a la
noche a tomar tй con йl era la ъltima formalidad que el egipcio cumplнa para
remachar la cadena con que me amarrarнa a su tremenda y misteriosa voluntad.
Impacientemente esperй durante todo el dнa que llegara la noche. Estaba
angustiado e irritado, como si dos naturalezas opuestas entre sн combatieran en
mн. Recuerdo que revisй cuidadosamente mi pistola automбtica y engrasй sus
resortes. Iba a librar una lucha sin cuartel; Nassin me dominarнa, y entonces yo
caerнa a sus pies y besarнa el suelo que йl pisaba, o triunfaba yo y le hacнa
volar la cabeza en pedazos. Y para que, efectivamente, su cabeza pudiera volar
en pedazos, recuerdo que llevй a lo de un herrero las balas de acero de mi
pistola y las hice convertir en dum-dum. Querнa ver volar en pedazos la cabeza
de serpiente del egipcio.
A las diez de la noche puse en marcha mi automуvil, y despuйs de dejar atrбs la
playa y las murallas de la йpoca de la dominaciуn portuguesa, me detuve frente a
la tienda del egipcio. Como de costumbre, no estaba allн, pero de pronto su
cabeza asomу tras el mostrador y sus ojos brillantes y frнos se quedaron
mirбndome inmуviles, mientras sus manos arrastrбndose sobre los paquetes de
tabaco, tomaban las mнas. Se quedу mirбndome, asн, un instante, tal si yo fuera
el principio y el fin de su vida; luego, precipitadamente abandonу el mostrador,
abriу una portezuela, y haciйndome una inmensa inclinaciуn, como si yo fuera el
Comendador de los Creyentes, me hizo pasar al interior de la tienda; apartу una
cortinilla dorada y me encontrй en un pasadizo oscuro. Un negro gigantesco, mбs
alto que una torre, ventrudo como una ballena, me tomу de una mano y me condujo
hasta una sala. El negro era el que atendнa la tienda de las hierbas
medicinales.
Entrй en la sala. El suelo estaba allн cubierto de tapices, cojines,
almohadones, colchonetas. En un rincуn humeaba un pebetero; me sentй en un cojнn
y comencй a esperar.
Cuбnto tiempo permanecн ensimismado, quizб por el efecto aromбtico de las
hierbas que humeaban y se consumнan en el pebetero, no lo sй. Al levantar los
pбrpados sorprendн al egipcio sentado tambiйn frente a mн, en cuclillas. Me
miraba en silencio, sin irritaciуn ni malevolencia, pero era la suya una mirada
frнa, tan ultrajante por su misma frialdad que me producнa rabiosos deseos de
execrarle la cara con los mбs atroces insultos. Pero no abrн los labios y seguн
con los ojos una seсal de su dedo нndice: me seсalaba una bola de vidrio.
La bola de vidrio parecнa alumbrada en su interior por un destello esfйrico que
crecнa insensiblemente a medida que se hacнa mбs y mбs oscura la penumbra de la
sala. Hubo un momento en que no vi mбs al egipcio ni a las espesas colgaduras de
alrededor, sino la bola de vidrio, un vidrio que parecнa plomo transparente, que
se transformaba en una lбmina de plata centelleante y ъnica en la infinitud de
un mundo negro. Y yo no tenнa fuerzas para apartar los ojos de la bola de
vidrio, hasta que de pronto tuve conciencia de que el egipcio me estaba
transmitiendo un deseo claro y concreto:
“Ve al cementerio cristiano y trбeme el ataъd donde hoy fue sepultada una
jovencita.”
Me puse de pie; el negro gigantesco se inclinу frente a mн al correr la cortina
dorada que me permitнa salir a la tabaquerнa, subн a mi automуvil, y, sin
vacilar, me dirigн al cementerio.
їEra una idea mнa lo que yo creнa un deseo de Nassin? їEstaba yo trastornado y
atribuнa al egipcio ciertas monstruosas fantasнas que nacнan de mн?
Los procedimientos de la magia negra son, a pesar de la incredulidad de los
racionalistas, procesos de sugestiуn y de acrecentamiento de la propia
ferocidad. Los magos son hombres de una crueldad ilimitada, y ejercen la magia
para acrecentar en ellos la crueldad, porque la crueldad es el ъnico goce
efectivo que les es dado saborear sobre la tierra. Claro estб; ningъn mago puede
poner en juego ni hacerse obedecer por fuerzas cуsmicas.
“Ve al cementerio cristiano y trбeme el ataъd donde hoy fue sepultada una
jovencita.” їEra aquйlla una orden del mago o una sugestiуn nacida de mi
desequilibrio?
Tendrнa la prueba muy pronto.
Encaminй mi automуvil hacia el cementerio cristiano. Era lunes, uno de los
cuatro dнas de la semana que no es fiesta en Tбnger, porque el viernes es el
domingo musulmбn; el sбbado, el domingo judнo, y el domingo el domingo
cristiano.
Llegando frente al cementerio, detuve el automуvil parte de la muralla derribada
hacнa pocos dнas por un camiуn que habнa chocado allн; apartй unas tablas y,
tomando una masas y un cortafrнo de mi cajуn de herramientas, comencй a vagar
entre las tumbas. Dуnde estaba sepultada la jovencita, yo no lo sabнa; caminaba
al azar hasta que de pronto sentн una voz que me murmuraba en mi oнdo:
“Aquн.”
Estaba frente a una bуveda cuya cancela forcй rбpidamente. Derribй, valiйndome
de mi maza, varias lбpidas de mбrmol dejй al descubierto un ataъd. Sin vacilar,
carguй el cajуn fъnebre a mi espalda (fue un milagro que no me viera nadie,
porque la luna brillaba intensamente), y agobiado como un ganapбn por el peso
del ataъd, salн vacilante, lo depositй en mi automуvil y me dirigн nuevamente a
casa del egipcio.
Voy a interrumpir mi relato con esta pregunta:
—їQuй harнan ustedes si un cliente les trajera a su noche, un muerto dentro de
su ataъd?
Estoy seguro de que lo rechazarнan con gestos airados, їno es asн? De ningъn
modo permitirнan ustedes que el cliente se introdujera en su hogar con el
cadбver del desconocido.
Pues bien; cuando yo me detuve frente a la casa del mago egipcio, йste asomу a
la puerta y, en vez de expulsarme, me recibiу atentamente.
Era muy avanzada la noche, y no habнa peligro de que nadie nos viera.
Apresuradamente el egipcio abriу las hojas de la puerta, y casi sin sentir sobre
mн la tremenda carga del ataъd, depositй el cajуn del muerto en el suelo y con
un paсuelo, tranquilamente, me quedй enjugando el sudor de mi frente.
El egipcio volviу armado de una palanca, introdujo su cuсa entre las juntas de
la tapa y el cajуn, y de pronto el ataъd entero crujiу y la tapa saltу por los
aires.
Cometida esta violaciуn, el egipcio encendiу un candelabro de tres brazos,
cargado de tres cirios negros, los colocу sesgadamente en direcciуn a La Meca, y
luego, revistiйndose de una estola negra bordada con signos jeroglнficos, con un
cuchillo cortу la fina cubierta de estaсo que cerraba el ataъd.
No pude contener mi curiosidad. Asomбndome sobre su espalda, me inclinй sobre el
fйretro y descubrн que “casualmente” yo habнa robado del cementerio un ataъd que
contenнa a una jovencita.
No me quedу ninguna duda:
El egipcio se dedicaba a la magia. Йl era quien me habнa ordenado mentalmente
que robara un cadбver. Vacilar era perderme para siempre. Echй mano al bolsillo,
extraje la pistola, coloque su caсуn horizontalmente hacia la nuca de Nassin y
apretй el disparador. La cabeza del egipcio volу en pedazos; su cuerpo,
arrodillado y descabezado, vacilу un instante y luego se derrumbу.
Sin esperar mбs salн. Nadie se cruzу en mi camino.
Al dнa siguiente, al pasar frente a la tabaquerнa del egipcio, vi que estaba
cerrada. Un cartelito pendнa del muro:
“Cerrada porque Nassin el egipcio estб de viaje”.

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LA DOBLE TRAMPA MORTAL

He aquн el asunto, teniente Ferrain: usted tendrб que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneciу impasible. Sus ojos desteсidos, a travйs de las
vidrieras, miraban el trбfico que subнa por el bulevar Grenelle hacia el bulevar
Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en
los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observу el ceniciento
perfil de Ferrain, y prosiguiу:
—Consuйlese, teniente. Usted no tendrб que matar a la seсorita Estela con sus
propias manos. Serб ella quien se matarб. Usted serб el testigo, nada mбs.
Ferrain comenzу a cargar su pipa y fijу la mirada en el seсor Demetriades. Se
preguntaba cуmo aquel hombre habнa llegado hasta tal cargo. El jefe del
servicio, crбneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba
en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podнa pasar por un
funcionario rutinario y estъpido. Sin embargo, estaba allн, de pie, frente al
mapa de Бfrica, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrбtico:
—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que estб
condenada la seсorita Estela; pero crйame, ella no le importarнa de usted si se
encontrara en la obligaciуn de suprimirlo. Estela le matarнa a usted sin el mбs
mнnimo escrъpulo de conciencia. No tenga lбstima jamбs de ninguna mujer. Cuando
alguna se le cruce en el camino, aplбstele la cabeza sin misericordia, como a
una serpiente. Verб usted: el corazуn se le quedarб contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminу de cargar su pipa. Interrogу:
—їQuй es lo que ha hecho la seсorita Estela?
—їQuй es lo que ha hecho? ЎPor Cosme y Damiбn! Lo menos que hace es
traicionarnos. Nos estб vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los
ingleses. O al diablo. їQuй sй yo a quiйn? Vea: la historia es lamentable. En
Polonia, la seсorita Estela se desempeсу correctamente y con eficiencia. Esto lo
hizo suponer al servicio que podнa destacarla en Ceuta. Los espaсoles estaban
modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del
Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterнas; un montуn de diabluras.
Ella no sуlo tenнa que recibir las informaciones, sino trabajar en compaснa del
ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas.
Con ese propуsito, el ingeniero comprу en Ceuta la llave de un acreditado cafй.
Estela hacнa el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda
la oficialidad espaсola, fue modernizado. Se le agregaron sуlidos reservados. Un
consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada
reservado estaba provisto de un micrуfono. Consecuencia: los oficiales iban,
charlaban, bebнan. Estela, en el otro piso, a travйs de los micrуfonos, anotaba
cuanta palabra interesante decнan. Este procedimiento nos permitiу saber muchas
cosas. Pero he aquн que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero
Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de
borrachos. Supongamos que fueron borrachos autйnticos. Mahomet “el Cojo”,
respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos
hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos.
Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y,
finalmente, como epнlogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la seсorita
Estela. . . ЎY con quй novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto,
toda la documentaciуn que tenнa que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain moviу la cabeza.
—Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El seсor Demetriades se quitу una vнrgula de tabaco de la lengua, y prosiguiу:
—Yo no tengo carбcter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la
jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilнsima. Naturalmente, ordenй que
la vigilaran, y ella lo supone.
—їPor quй presume usted que ella se supone vigilada?
—Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y estб buscando la
forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevбndose la documentaciуn.
Ahora bien; ella tambiйn sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por
agua, la seguirнamos y atraparнamos. Ella lo sabe. Pero he aquн de pronto una
novedad: la seсorita Estela descubre una forma sencillнsima para evadirse. He
aquн el procedimiento: me escribe diciйndome que siente amenazada su vida, y de
paso solicita que un aviуn la busque para conducirla inmediatamente a Francia;
pero nos avisa (aquн estб la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet
“el Cojo” para entregarle una importantнsima informaciуn. їQuй deduce usted,
teniente de ello?
—їIntentarб escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echу a reнr.
—Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La informaciуn que ella tiene que
recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.—El seсor Demetriades se
volviу hacia el mapa y seсalу a Ceuta.—Aquн estб Ceuta.—Su dedo regordete bajу
hacia el Sur.—Aquн, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni
Hassan, usted se encuentra con un sistema montaсoso de mбs de mil quinientos
metros de altura. Nidos de бguilas y despeсaperros, como dicen nuestros amigos
los espaсoles. Despuйs de Beni Hassan, el ъnico lugar donde puede aterrizar un
aviуn es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del aviуn
cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montaсas. Como ella llevarб
paracaнdas, tocarб tierra cуmodamente, y el aviуn se verб obligado a seguir
viaje hasta Xauen. Y la seсorita Estela, a quien sus compinches esperarбn en Dar
Acobba, Timila o Meharsa, nos dejarб plantados con una cuarta de narices. Y
nosotros habremos costeado la informaciуn para que otros la aprovechen. Muy
bonito, їno?. . .
—El plan es audaz.
El seсor Demetriades replicу:
—ЎQuй va a ser audaz! Es simple, claro y lуgico, como dos y dos son cuatro. Mбs
lуgico le resultarб cuando se entere de que la seсorita Estela es paracaidista.
Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volviу a encender su pipa.
—їQuй es lo que tengo que hacer?
—Poco y nada. Usted irб a Ceuta en un aviуn de dos asientos. El aparato llevarб
los paracaнdas reglamentarios; pero el suyo estarб oculto, y el destinado al
asiento de ella, tendrб las cuerdas quemadas con бcido; de manera que aunque
ella lo revise no descubrirб nada particular. Cuando se arroje del aviуn, las
cuerdas quemadas no soportarбn el peso de su cuerpo, y ella se romperб la cabeza
en las rocas. Entonces usted bajarб donde esa mujer haya caнdo, y si no se ha
muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y despuйs le saca todo
lo que lleve encima.
—їCon quй queman las cuerdas del paracaнdas?
Con бcido nнtrico diluido en agua. їPor quй?
—Nada. El aviуn se harб pedazos.
—Naturalmente. Ahora, vйalo al coronel Desmoulin. Йl le darб algunas
instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrб que estar a las ocho de
la maсana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantу y estrechу la mano del jefe de servicio. Luego
tomу su sombrero y saliу. Ambos ignoraban que no se verнan nunca mбs.
El teniente Ferrain llegу a las ocho de la maсana al aerуdromo de la
Aeropostale, piloteando un aviуn de dos asientos. Mirу en derredor, y por el
prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompaсaba el
director del aerуdromo. Ferrain detuvo los ojos en la seсorita Estela. La
muchacha avanzaba бgilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos
ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenнa el aspecto de una doncella
prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tнa.
El director del aerуdromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechу frнamente la
mano enguantada de la muchacha. Ella le mirу a los ojos, y pensу: “Un hombre sin
reacciones. Debe ser jugador”.
Quizб la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar
semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse
mezclado en aquel horrible negocio. El mecбnico se acercу al director, y йste se
alejу. Estela, que miraba las plateadas alas del aviуn reposando como un pez en
la pradera verde, volviу sus ojos a Ferrain.
—їHa estado usted con el seсor Demetriades?
—Sн.
—Supongo que estarб enterado de todo.
—Me ha dicho que me ponga por completo a sus уrdenes.
—Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
—їSus documentos estбn en orden?
—Por completo… їConoce usted Xauen?
—He estado dos veces.
—De Xauen podemos salir despuйs de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en
Parнs. їConforme?
—ЎEncantado!
—їCuбndo salimos?
—Cuando usted diga.
—Me pondrй el overol, entonces.—Ya ella se marchaba para la toilette del
aerуdromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volviу. Sonreнa, un poco
ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo:—Teniente
Ferrain, no se vaya a reнr de mн їTiene usted paracaнdas?
Ferrain permaneciу serio.
—Puede usar el mнo, si quiere. Yo jamбs he necesitado de ese chisme. —Es que soy
supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paсo fъnebre
era la letra “E”.
Ferrain la mirу sorprendido:
—ЎEs curioso! Yo me llamo Esteban. їPor quiйn serнa el augurio? . . .
La espнa no sonriу. Un poco desconcertada, observу a Ferrain, y luego balbuceу:
—ЎEs curioso!
Ferrain mirу el cielo azul de la maсana recortбndose sobre las montaсas
verdosas, y replicу:
—Tendremos un viaje serenнsimo. No se preocupe.
Ella, con бgiles pasos, marchу a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigiу a su aparato. A medida que transcurrirнan los minutos, el
disgusto por su misiуn aumentaba su volumen sombrнo. їCуmo se habнa dejado
atrapar por aquel Demetriades? Algunos mбstiles se alejaban del dique hacia
Gibraltar. Ferrain pensу con envidia que en los puentes irнan pasajeros
dichosos. Cierto es que esa noche cenarнa en Parнs. ЎCuбntos sacrificios costaba
un ascenso! De modo que esa hipуcrita, con su aspecto de mosquita muerta, habнa
hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet “el Cojo”? їQuй aventuras la habrнan
conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borrarнa
a Ceuta del mapa. Mirу con rabia al mecбnico, que terminaba de llenar el tanque
de nafta. Algunos pбjaros saltaban en la hierba; mбs allб, los portones de cine
de un hangar se abrнan lentamente. Y йl, por esa mala pйcora. . .
Sonriendo, con su bolso de mano, apareciу la seсorita Estela. Evidentemente, era
elegante. Ella lo envolviу en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus
pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartу los ojos de ella. Acaba de
representбrsela destrozada en un roquedal, las entraсas derramбndose entre los
dientes rotos. La seсorita Estela, cruzбndose de brazos frente a йl, dijo:
—ЎLista!
Ferrain se acercу penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el
paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
—їCуmo estб el seсor Demetriades? їSiempre paternal y cнnico? Supongo que le
habrб contado…
Ferrain la mirу desafiante:
—їContado quй?
—Nuestras dificultades.
Ferrain cortу en seco:
—Usted perdone. El seсor Demetriades me ordenу que la buscara a usted, y que
eludiera toda conversaciуn confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensу: “Este imbйcil
teme que le estropee la foja con algъn chisme”, y acto seguido cambiу de
conversaciуn y de tono:
—їCree usted que habrб elecciones en Espaсa?
Ferrain la soslayу:
—Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. їCree usted en esa
ensalada?
Ferrain sonriу eficiente:
—El bloque es un disparate. Gil Robles gobernarб a Espaсa. La CEDA es el ъnico
partido serio. Electoralmente, el bloque popular estб condenado al fracaso.
Azaсa es un literato.
Habнan llegado al aviуn. Subiу Ferrain, y el mecбnico la ayudу a Estela. Ella
recogiу el paracaнdas y se cruzу el correaje bajo las axilas.
Ferrain la mirу, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreнr, no pudo
evitar que una sonrisa extraсa, dubitativa, le encrespara los labios. E insistiу
en su pregunta:
—Pero, їusted cree en ese chisme?—Luego, sin esperar que ella le contestara,
apretу el botуn del encendido. La hйlice oscilу como un йlitro de cristal, y el
motor tableteу semejante a una ametralladora. La mбquina se deslizу por la
pradera y brincу ligeramente dos veces. Luego quedу suspendida en la atmуsfera,
cuando Estela bajу la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los
patios con palmeras se veнan algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas
sonrosadas, el ceniciento peсуn de Gibraltar; la costa de Espaсa se recortaba
adusta en el azul del Mediterrбneo. Durante pocos minutos el aviуn pareciу
seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareciу y avanzaron sobre
crecientes bultos de montaсas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban
lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras
blancas. El aviуn ganу altura, y la costra terrestre, mбs profunda y sombrнa,
apareciу desierta como en los primeros dнas de la creaciуn.
A pesar de que lucнa el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la
encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entrу en el corazуn de Ferrain. Vio que Estela la mano en
el bolso y estuvo allн buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y
le ofreciу un cigarrillo. Ferrain no aceptу. Ella fumaba y miraba las
profundidades. Ferrain sentнa que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su
vida, descorazonбndole para toda acciуn. Hubiera querido decirle algo a esa
mujer, escribнrselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad;
tras йl estaba el servicio, el destino asн aceptado de servir en la absoluta
disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corrнa a
travйs de sus pulmones ansiosos.
Mбs bultos de montaсas se renovaban en el confнn. Abajo, la tierra, como en los
primeros dнas de la creaciуn, mostraba riachos salvajes, entre verticales y
resquebrajaduras de bosques titбnicos y cordones de una primitiva geologнa.
Parecнan estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra
verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento
monstruoso.
Estela mirу su reloj pulsera. El corazуn de Ferrain comenzу a golpear como el
hacha de un leсador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que
dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allн abajo, casi
al confнn, se veнa arder una hoguera. Estela tocу el hombro de Ferrain, y le
seсalу la direcciуn opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se
distinguнan los cubos blancos de un caserнo. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volviу la cabeza, resignado. Adivinу el movimiento de Estela. Cuando
quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacнo. Tan apresuradamente, que sobre el
asiento se le olvidу el bolso.
La mujer caнa en el vacнo semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaнdas
no se abriу. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la
mujer. Ella era un punto negro en el vacнo. El paracaнdas no se abriу. Luego ya
no la vio caer mбs. Estela se habнa aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagу el encendido del motor. Aterrizarнa en aquella
pradera. Involuntariamente, su mirada se volviу hacia el bolso que Estela habнa
olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia йl, cuando de allн
escapу una llamarada. La explosiуn de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela
habнa dejado para asegurarse la retirada, desgarrу el fuselaje del aviуn, y el
cuerpo de Ferrain volу despedazado por los aires.

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LA OLA DE PERFUME VERDE

Yo ignoro cuбles son las causas que lo determinaron al profesor Hagenbuk a
dedicarse a los naipes, en vez de volverse bizco en los tratados de matemбticas
superiores. Y si digo volverse bizco, es porque el profesor Hagenbuk siempre
bizqueу algo; pero aquella noche, dejando los naipes sobre la mesa, exclamу:
—їYa apareciу el espantoso mal olor?
El olfato del profesor Hagenbuk habнa siempre funcionado un poco
defectuosamente, pero debo convenir que no йramos nosotros solos los que
percibнamos ese olor en aquel restaurant de despuйs de medianoche, concurrido
por periodistas y gente ocupada en trabajos nocturnos, sino que tambiйn otros
comensales levantaban intrigados la cabeza y fruncнan la nariz, buscando
alrededor el origen de esa pestilencia elaborada como con gas de petrуleo y
esencia de clavel.
El dueсo del restaurant, un hombre impasible, pues a su mostrador se arrimaban
borrachos conspicuos que toda la noche bebнan y discutнan de pie frente a йl,
abandonу su flema, y, dirigiйndose a nosotros —desde el mostrador,
naturalmente—, meneу la cabeza para indicarnos lo insуlito de semejante perfume.
Luis y yo asomamos, en compaснa de otros trasnochadores, a la puerta del
restaurant. En la calle acontecнa el mismo ridнculo espectбculo. La gente,
detenida bajo los focos elйctricos o en el centro de la calzada, levantaba la
cabeza y fruncнa las narices; los vigilantes, semejantes a podencos, husmeaban
alarmados en todas direcciones. El fenуmeno en cierto modo resultaba divertido y
alarmante, llegando a despertar a los durmientes. En las habitaciones fronteras
a la calle, se veнan encenderse las lбmparas y moverse las siluetas de los
reciйn despiertos, proyectadas en los muros a travйs de los cristales. Algunas
puertas de calle se abrнan. Finalmente comenzaron a presentarse vecinos en
pijamas, que con alarmante entonaciуn de voz preguntaban:
—їNo serбn gases asfixiantes?
A las tres de la madrugada la ciudad estaba completamente despierta. La tesis de
que el hedor clavel-petrуleo fuera determinada por la emanaciуn de un gas de
guerra, se habнa desvanecido, debido a la creencia general en nuestro pъblico de
que los gases de guerra son de efecto inmediato. Lo cual contribuнa a desvanecer
un pбnico que hubiera podido tener tremendas consecuencias.
Los fotуgrafos de los periуdicos perforaban la media luz nocturna con fogonazos
de magnesio, impresionando gestos y posturas de personas que en los zaguanes,
balcones, terrazas y plazuelas, enfundadas en sus salidas de baсo o pijamas,
comentaban el fenуmeno inexplicable.
Lo mбs curioso del caso es que en este alboroto participaban los gatos y los
caballos. “Xenius”, el hбbil fotуgrafo de “El Mundo” nos ha dejado una estupenda
colecciуn de caballos aparentemente encabritados de alegrнa entre las varas de
sus coches y levantando los belfos de manera tal, que al dejar descubierto el
teclado de la dentadura pareciera que se estuviesen riendo.
Junto a los zуcalos de casi todos los edificios se veнan gatos maullando de
satisfacciуn encrespando el hocico, enarcado el lomo, frotando los flancos
contra los muros o las pantorrillas de los transeъntes. Los perros tambiйn
participaban de esta orgнa, pues saltando a diestra y siniestra o arrimando el
hocico al suelo corrнan como si persiguieran un rastro, mas terminaban por
echarse jadeantes al suelo, la lengua caнda entre los dientes.
A las cuatro de la madrugada no habнa un solo habitante de nuestra ciudad que
durmiera, ni la fachada de una sola casa que no mostrara sus interiores
iluminados. Todos miraban hacia la bуveda estrellada. Nos encontrбbamos a
comienzos del verano. La luna lucнa su media hoz de plata amarillenta, y los
gorriones y jilgueros aposentados en los бrboles de los paseos piaban
desesperadamente.
Algunos ciudadanos que habнan vivido en Barcelona les referнan a otros que aquel
vocerнo de pбjaros les recordaba la Rambla de las Flores, donde parecen haberse
refugiado los pбjaros de todas las montaсas que circunvalan a Barcelona. En los
vecindarios donde habнa loros, йstos graznaban tan furiosamente, que era
necesario taparse los oнdos o estrangularles .
—їQuй sucede? їQuй pasa?—era la pregunta suspendida veinte veces, cuarenta
veces, cien veces, en la misma boca.
Jamбs se registraron tantos llamados telefуnicos en las secretarнas de los
diarios como entonces. Los telefonistas de guardia en las centrales enloquecнan
frente a los tableros de los conmutadores; a las cinco de la maсana era
imposible obtener una sola comunicaciуn; los hombres, con la camisa abierta
sobre el pecho, habнan colgado los auriculares. Las calles ennegrecнan de
multitudes. Los vestнbulos de las comisarнas se llenaban de visitantes
distinguidos, jefes de comitйs polнticos, militares retirados, y todos
formulaban la misma pregunta, que nadie podнa responder:
—їQuй sucede? їDe dуnde sale este perfume?
Se veнan viejos comandantes de caballerнa, el collar de la barba y el bastуn de
puсo de oro, ejerciendo la autoridad de la experiencia, interrogados sobre
quнmica de guerra; los hombres hablaban de lo que sabнan, y no sabнan mucho. Lo
ъnico que podнan afirmar es que no se estaba en presencia de un fenуmeno letal,
y ello era bien evidente, pero la gente les agradecнa la afirmaciуn. Muchos
estaban asustados, y no era para menos.
A las cinco de la maсana se recibнan telegramas de Cуrdoba, Santa Fe, Paranб y,
por el Sur, de Mar del Plata, Tandil, Santa Rosa de Toay dando cuenta de la
ocurrencia del fenуmeno. Los andenes de las estaciones hervнan de gente que, con
la arrugada nariz empinada hacia el cielo, consultaban бvidamente la fragancia
del aire.
En los cuarteles se presentaban oficiales que no estaban de guardia o con
licencia. El ministro de Guerra se dirigiу a la Casa de Gobierno a las cinco y
cuarto de la maсana; hubo consultas e inmediatamente se procediу a citar a los
quнmicos de todas las reparticiones nacionales, a las seis de la maсana. Yo, por
no ser menos que el ministro me presentй en la redacciуn del diario; cierto es
que estaba con licencia o enfermo, no recuerdo bien, pero en estas
circunstancias un periodista prudente se presenta siempre. Y por milйsima vez
escuchй y repetн esta vacua pregunta:
—їQuй sucede? їDe dуnde viene este perfume?
Imposible transitar frente a la pizarra de los diarios. Las multitudes se
apretujaban en las aceras; la gente de primera fila leнa el texto de los
telegramas y los transmitнa a los que estaban mucho mбs lejos.
“Comunican que la ola de perfume verde ha llegado a San Juan.”
“De Goya informan que ha llegado la ola de perfume verde.”
“Los quнmicos e ingenieros militares reunidos en el Ministerio de Guerra
dictaminan que, dada la amplitud de la ola de perfume, йsta no tiene su origen
en ninguna fбbrica de productos tуxicos.”
“La Jefatura de Policнa se ha comunicado con el Ministerio de Guerra. No se
registra ninguna vнctima y no existen razones para suponer que el perfume
petrуleo-clavel sea peligroso.”
“El observatorio astronуmico de La Plata y el observatorio de Cуrdoba informan
que no se ha registrado ningъn fenуmeno estelar que pueda hacer suponer que esta
ola sea de origen astral. Se cree que se debe a un fenуmeno de fermentaciуn o de
radioactividad.”
“Bariloche informa que ha llegado la ola de perfume.”
“Rio Grande do Sul informa que ha llegado la ola de perfume.”
“El observatorio astronуmico de Cуrdoba informa que la ola de perfume avanza a
la velocidad de doce kilуmetros por minuto.”
“Nuestro diario instalу un servicio permanente de comunicaciуn con estaciуn de
radio; ademбs situу a un hombre frente a las pizarras de su administraciуn; йste
comunicaba por un megбfono las ъltimas novedades, pero reciйn a las seis y
cuarto de la maсana se supo que en reuniуn de ministros se habнa resuelto
declarar el dнa feriado. El ministro del Interior, por intermedio de las
estaciones de radios y los periуdicos se dirigнan a todos los habitantes del
paнs, encareciйndoles:
“1° No alarmarse por la persistencia de este fenуmeno que, aunque de origen
ignorado, se presume absolutamente inofensivo.
“2° Por consejo del Departamento Nacional de Higiene se recomienda a la
poblaciуn abstenerse de beber y comer en exceso, pues aъn se ignoran los
trastornos que puede originar la ola de perfume.”
Lo que resulta evidente es que el dнa 15 de septiembre los sentimientos
religiosos adormecidos en muchas gentes despertaron con inusitada violencia,
pues las iglesias rebosaban de ciudadanos, y aunque el tema de los predicadores
no era “estamos en las proximidades del fin del mundo”, en muchas personas se
desperezaba ya esta pregunta.
A las nueve de la maсana, la poblaciуn fatigada de una noche de insomnio y de
emociones se echу a la cama. Inъtil intentar dormir. Este perfume penetrante
petrуleo-clavel se fijaba en las pituitarias con tal violencia, que terminaba
por hacer vibrar en la pulpa del cerebro cierta ansiedad crispada. Las personas
se revolvнan en las camas impacientes, aturdidas por la calidez de la emanaciуn
repugnante, que acababa por infectar los alimentos de un repulsivo sabor
aromбtico. Muchos comenzaban a experimentar los primeros ataques de neuralgia,
que en algunos se prolongaron durante mбs de sesenta horas, las farmacias en
pocas horas agotaron su stock de productos a base de antitйrmicos, a las once de
la maсana, hora en que apareciу el segundo boletнn extraordinario editado por
todos los periуdicos: el negocio fue un fracaso. En los subsuelos de los
periуdicos grupos de vendedores yacнan extenuados; en las viviendas la gente,
tendida en la cama, permanecнa amodorrada; en los cuarteles los soldados y
oficiales terminaron por seguir el ejemplo de los civiles; a la una de la tarde
en toda Sudamйrica se habнan interrumpido las actividades mбs vitales a las
necesidades de las poblaciones: los trenes permanecнan en medios de los
campos…con los fuegos apagados; los agentes de policнa dormitaban en los
umbrales de las casas; se dio el caso de un ladrуn que, haciendo un prodigioso
esfuerzo de voluntad, se introdujo en una oficina bancaria, despojу al director
del establecimiento de sus llaves e intento abrir la caja de hierro en presencia
de los serenos que le miraban actuar sin reaccionar, pero cuando quiso mover la
puerta de acero su voluntad se quebrу y cayу amodorrado junto a los otros.
En las cбrceles el aire confinado determinу mбs rбpidamente la modorra en los
presos que en los centinelas que los custodiaban lo alto de las murallas donde
la atmуsfera se renovaba, pero al final los guardianes terminaron por ceder a la
violencia del sueсo que se les metнa en una “especie de aire verde por las
narices” y se dejaban caer al suelo. Este fue el origen de lo que se llamу el
perfume verde. Todos, antes de sucumbir a la modorra, tenнamos la sensaciуn de
que nos envolvнa un torbellino suave, pero sumamente espeso, de aire verde.
Las ъnicas que parecнan insensibles a la atmуsfera del perfume clavel-petrуleo
eran las ratas, y fue la ъnica vez que se pudo asistir al espectбculo en que los
roedores, salieron de sus cuevas, atacaban encarnizadamente a sus viejos
enemigos los gatos. Numerosos gatos fueron destrozados por los ratones.
A las tres de la tarde respirбbamos con dificultad. El profesor Hagenbuk,
tendido en un sofб de mi escritorio, miraba a travйs de los cristales al sol
envuelto en una atmуsfera verdosa; yo, apoltronado en mi sillуn, pensaba que
millones y millones de hombres нbamos a morir, pues en nuestra total inercia al
aire se aprecia cada vez mбs enrarecido y extraсo a los pulmones, que levantaban
penosamente la tablilla del pecho; luego perdimos el sentido, y de aquel
instante el ъnico recuerdo que conservo es el ojo bizco del profesor Hagenbuk
mirando el sol verdoso.
Debimos permanecer en la mбs completa inconsciencia durante tres horas. Cuando
despertamos la total negruda del cielo estaba rayada por tan terribles
relбmpagos, que los ojos se entrecerraban medrosos frente al нgneo espectбculo .
El profesor Hagenbuk, de pie junto a la ventana murmurу:
—Lo habнa previsto; Ўvaya si lo habнa previsto!
Un estampido de violencia tal que me ensordeciу durante un cuarto de hora me
impidiу escuchar lo que йl creнa haber previsto. Un rayo acababa de hendir un
rascacielo, y el edificio se desmoronу por la mitad, y al suceder el fogonazo de
los rayos se podнa percibir el interior del edificio con los pisos alfombrados
colgando en el aire y los muebles tumbados en posiciones inverosнmiles.
Fue la ъltima descarga elйctrica.
El profesor Hagenbuk se volviу hacia mн, y mirбndome muy grave con su
extraordinario ojo bizco, repitiу:
—Lo habнa previsto.
Irritado me volvн hacia йl.
—їQuй es lo que habнa previsto usted, profesor?—gritй.
—Todo lo que ha sucedido.
Sonreн incrйdulamente. El profesor se echу las manos al bolsillo, retirу de allн
una libreta, la abriу y en la tercera hoja leн:
“Descripciуn de los efectos que los hidrocarburos cometarios pueden ejercer
sobre las poblaciones de la Tierra.”
—їQuй es eso de los hidrocarburos cometarios?
El profesor Hagenbuk sonriу piadosamente y me contestу:
—La substancia dominante que forma la cola de los cometas. Nosotros hemos
atravesado la cola de un cometa.
—їY por quй no lo dijo antes?
—Para no alarmar a la gente. Hace diez dнas que espero la ocurrencia de este
fenуmeno, pero…, a propуsito; anoche usted se ha quedado debiйndome treinta
tantos de nuestra partida.
Aunque no lo crean ustedes, yo quedй sin habla frente al profesor. Y estas son
las horas en que pienso escribir la historia de su fantбstica vida y causas de
su no menos fantбstico silencio.
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LA PISTA DE LOS DIENTES DE ORO

Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda
mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro.
Entonces ejecuta la acciуn extraсa; introduce en la boca los dedos pulgar e
нndice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metбlicos y
retira una pelнcula de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus
dedos ha quedado la autйntica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillуn situado al costado de su cama y prensa
maquinalmente entre los dedos la pelнcula de oro, que utilizу para hacer que sus
dientes aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las once de la noche.
A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones,
golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto nъmero 1, ocupado por Domйnico
Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el seсor Domйnico. Ernesto ha visto
entrar al seсor Domйnico en compaснa de un hombre con los dientes de oro.
Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el
pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repуrters
policiales. Frente a la puerta del cuarto nъmero 1 estб de guardia el agente
nъmero 1539. El agente nъmero 1539, con las manos apoyadas en el cinturуn de su
corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario.
En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la
puerta se ve una silla suspendida en los aires, y mбs abajo de los tramos de la
silla cuelgan los pies de un hombre.
En el interior del cuarto un fotуgrafo policial registra con su mбquina esta
escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas,
cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sбbana arrollada. El ahorcado
tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto estб deshecha. El
asesino ha recogido de allн las sбbanas con que ha sujetado a la vнctima.
Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermбn Gonzбlez, portero, y Ernesto Loggi,
botones, coinciden en sus declaraciones. Domйnico Salvato ha llegado dos veces
al hotel en compaснa de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periуdicos
escriben titulares asн:
El enigma del bбrbaro crimen del diente de oro
Son las diez de la maсana.
El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillуn de mimbre de un cafй del
boulevard, lee los periуdicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni
Hermбn ni Ernesto, podrнan reconocer en este pбlido rostro pensativo, sin
lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Domйnico Salvato. En el
fondo de la atmуsfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas,
Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini deja de leer los periуdicos y sonrнe, abstraнdo, mirando al
vacнo. Una muchacha que pasa detiene los ojos en йl. Nuestro asesino ha sonreнdo
con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarбn
numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora, hombres de diferente condiciуn social, pululaban por las
intrincadas galerнas del Departamento de Policнa, en busca de la oficina donde
testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa
desteсida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las
declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
—Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada
que ver con el crimen.
El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que
se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina
de las indagaciones elementales, pregunta y anota:
—Entre nueve y once de la noche, їdуnde se encontraba usted? їQuiйnes son las
personas que le han visto en tal lugar?
Algunos se avergьenzan de tener que declarar que a esas horas hacнan acto de
presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido
como el que ellas presentaban.
En las declaraciones se descubrнan singularidades. Un ciudadano confirmу haber
frecuentado a esas horas un garito cuya existencia habнa escapado al control de
la policнa. Demetrio Rubati de “profesiуn” ladrуn, con dos dientes de oro en el
maxilar izquierdo, despuйs de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que
aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente
tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser
apresado como ladrуn a caer bajo la acciуn de la ley por sospechoso de un crimen
que no ha cometido. Queda detenido.
Tambiйn se presenta una seсora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para
declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda
mirбndola, sorprendido. Nunca imaginу que la estupidez humana pudiera alcanzar
proporciones inusitadas.
Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares
pъblicos. Durante las primeras horas que siguen al dнa del crimen, todo aquйl
que en un cafй, en una oficina, en el tranvнa o en la calle, muestre al
conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las
personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten
sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {…}* de los que los
tratan. Son raros en esos dнas aquellos que por tener dos dientes de oro
engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En tanto la policнa trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las
direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que
exigнan la completa ubicaciуn de dos o mбs dientes en el orificio superior
izquierdo. Los diarios solicitan, tambiйn, la presentaciуn a la policнa de
aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de
caracterнsticas tan singulares.
Las hipуtesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en
todos los periуdicos.
Domйnico Salvato ha entrado en su cuarto en compaснa del asesino. Ha conversado
con йste, no ha reсido, al menos en tono suficientemente alto como que para no
se lo pudiera escuchar. Despuйs el desconocido ha descargado un puсetazo en la
mandнbula de Salvato, y йste ha caнdo desmayado, circunstancia que el asesino
aprovechу para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las
sбbanas. Luego amordaza a su vнctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada
a escuchar a su agresor, quien despuйs de reprocharle no se sabe quй, ha
procedido a ahorcarlo. El mуvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un
exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad
italiana.
La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso
desorden que lo ha encontrado la policнa. El respaldar de la silla apoyado sobre
la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la
sбbana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen
bбrbaro que ansнa la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policнa tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se
confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir
quiйnes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de
oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince dнas todos los periуdicos
consignan la marcha de la investigaciуn. Al mes, el recuerdo de este suceso se
olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atenciуn en
el recuerdo del crimen; un aсo despuйs, el asunto pasa a los archivos de la
policнa. . . El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la tarde del dнa que todos los diarios comentan su crimen, Lauro
Spronzini experimenta una ligera comezуn ardorosa en la muela. Una hora despuйs,
como si algъn demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezуn
ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que
atraviesa la mandнbula del hombre, eyaculando en su tuйtano borbotones de fuego.
Lauro experimenta la sensaciуn de que le aproximan a la mejilla una plancha de
hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su
mandнbula el clavo de fuego se enfrнa, le permite suspirar con alivio, pero
sъbitamente la sensaciуn quemante se convierte en una espiga de hielo que le
solidifica las encнas y los nervios injertados en la pulpa del diente, al
endurecerse bajo la acciуn del frнo tremendo, aumentan de volumen. Parece como
si bajo la presiуn de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como
un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relбmpagos de
fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y
fuego que alterna los tremendos mazazos en la mнnima superficie de un diente
escondido allб en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontуlogo.
Instintivamente, no sabe por quй razуn, resuelve consultar a una mujer, a una
dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guнa del
telйfono.
Una hora despuйs Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y
observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe
aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin
embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atenciуn. Allн, en
la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una
veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae
el cuerpo extraсo. La veta de oro cubrнa la grieta de una caries profunda. Diana
Lucerna, inclinбndose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la
pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillуn. Diana
Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en quй extraсo lugar
estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial
pidiйndole la direcciуn de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las
partes superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo
blanco, observa el pбlido rostro de Lauro, y le dice:
—Hay un diente picado. Habrб que hacerle una orificaciуn.
Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia,
pregunta:
—їCuesta mucho platinarlo?
—No; la diferencia es muy poca.
Mientras Diana prepara el torno, habla:
—A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrб, durante unos
cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espнa por el espejo y observa que la frente
del hombre estб perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas
mechas:
—Yo creo que ese crimen es una venganza. . . їY usted?. ..
—Yo tambiйn. їQuiйn sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una
venganza, podrнa amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como
dicen los diarios, vaya a saber quй tremendos agravios y matarlo?.. . Un hombre
no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora despuйs Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha
dejado anotado en el libro de consultas su nombre y direcciуn, Diana Lucerna le
dice:
—Vйngase pasado maсana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frнo de cristales y
niqueles, mirando abstraнda por los visillos de una ventana las techumbres de
las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los
diarios de la maсana. Los elementales datos de la filiaciуn externa coinciden
con ciertos aspectos fнsicos de su cliente. Los comentarios del crimen son
anбlogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser йl.
Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el
asesino se cubriу los dientes con una pelнcula de oro para lanzar a la policнa
sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de
todos los habitantes de la ciudad, no se encontrarнa en los dientes de ninguno
de ellos ese sospechosнsimo trozo de pelнcula. No le queda duda: йl es el
asesino; йl es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe.. .
Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazуn de Diana, con tal frenesн
hambriento de protecciуn y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en
su voluntad moral.
Debe denunciar al asesino… Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta
ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazуn palpita con mбs
violencia que si йl tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige rбpidamente al libro de consultas y busca la direcciуn de Lauro.
їEs o no falsa esa direcciуn? ЎQuiera Dios que no!. . . Diana se quita
precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes
les diga que la aguarden, y sube a un automуvil. Esto ocurre como a travйs de la
cenicienta neblina de un sueсo, y sin embargo, la ciudad estб cubierta de sol
hasta la altura de las cornisas.
Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a travйs de la vida diferenciada
de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido
monstruoso; el automуvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de
las fachadas; sъbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de
una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero,
una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se
encuentra… Estб allн… Allн, de pie, frente al asesino que, en mangas de
camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar
de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La
criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina
muchacha de pie frente a йl.
Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido
descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Seсala a la joven el
mismo sillуn en que йl, la noche despuйs de ahorcar a Domйnico Salvato, se ha
dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y despuйs, con voz dulce, le pregunta:
—їQuй le pasa, seсorita?
Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se
atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los
desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitaciуn
sobreviene la repulsiуn, y entonces dice:
—Yo soy quien matу a Domйnico Salvato. Es un acto de justicia, seсorita. Era el
desalmado mбs extraordinario de quien he oнdo hablar. En Brindis—yo soy
italiano—, hace siete aсos, se llevу de la casa de mis padres a mi hermana
mayor. Un aсo despuйs la abandonу. Mi hermana vino a morir a casa completamente
tuberculosa. Su agonнa durу treinta dнas con sus noches. Y el ъnico culpable de
aquel tremendo desastre era йl. Hay crнmenes que no se deben dejar sin castigo.
Yo lo desmayй de un golpe, lo amarrй a la silla, lo amordacй para que no pudiera
pedir auxilio, y luego le relatй durante una hora la agonнa que soportу mi
hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no
castiga ciertos crнmenes.
Diana lo escucha y responde:
—Supe que era usted por las partнculas de oro que quedaron adheridas en la
hendidura de la caries.
Lauro prosigue:
—Supe que йl habнa huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
—їNo lo encontrarбn a usted?
—No; si usted no me denuncia.
Diana lo mira:
—Es espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro la interrumpiу, frнo:
—La agonнa de йl ha durado una hora. La agonнa de mi hermana se prolongу las
veinticuatro horas de treinta dнas y treinta noches. La agonнa de йl ha sido
incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha,
cuyo ъnico crimen fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razуn:
—їNo lo encontrarбn a usted?
—Yo creo que no…
—їVendrб usted a curarse maсana?
—Sн, seсorita; maсana irй.
Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciarб.

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Роберто Арльт. Биография и собрание сочинений.
Roberto Arlt. Biografia y Seleccion.

KUPRIENKO