José Echegaray. Mancha que limpia

José Echegaray. Mancha que limpia
Drama trágico en cuatro actos y en prosa.

Reparto

PERSONAJES
ACTORES
MATILDE
Srta. Guerrero.
ENRIQUETA
Valdivia.
DOÑA CONCEPCIÓN
Sra. Domínguez.
DOLORES (criada)
Srta. Bueno.
FERNANDO
Sr. Díaz de Mendoza.
DON JUSTO
Calvo (Ricardo).
DON LORENZO
Carsí.
JULIO
Núñez.
CRIADOS, SEÑORAS y SEÑORITAS que no hablan.

Acto primero
La escena representa una sala lujosa. Rompimiento en el fondo de tres huecos, por donde se ve
una espaciosa galería de cristales muy elegante, con mesas de té, butacas, mecedoras, etc. A la derecha,
una puerta que da a las habitaciones interiores. Otra puerta a la izquierda. Además hay una puerta secreta
a la izquierda, segundo término. Es de día.

ESCENA PRIMERA
DOÑA CONCEPCIÓN, asomada a la galería y mirando al jardín; después, un CRIADO y DON LORENZO.

CONCEPCIÓN.-¡Esa criatura!… ¡Matilde!… ¡Matilde!… (Llamando.) No puede estar sin hacer daño. Cuando
no es a las personas, es a los animales. Y si fuera una niña, tendría disculpa; todo niño es un salvaje en
miniatura. Pero a su edad, ¡a los veintiséis años cumplidos!, no poder dominar ese espíritu de destrucción.
Pues no puede. ¡Matilde! No me oye. Empeñada en descomunal batalla con mi pobre gatito, y
persiguiéndole por todo el jardín, porque dice que se come los pajaritos. (Viniendo al primer término.) ¡Ay,
qué cruz! ¿Cuándo encontraremos un ser misericordioso que se la lleve?
CRIADO.-(Anunciando desde la galería.) ¡Don Lorenzo Tristán!
CONCEPCIÓN.-Que entre. ¡Este hubiera podido ser el ser misericordioso que yo busco! Pero ella no quiso.
Porque, eso sí, caprichosa, vanidosa y envidiosa como ninguna. (Entra DON LORENZO por la galería.) ¡Mi
querido don Lorenzo!
LORENZO.-¡Lorenzo Tristán! Olvidó usted mi apellido; es simbólico; soy la eterna víctima y la eterna
tristeza.
CONCEPCIÓN.-«¡La eterna víctima!» Pues yo no le trato a usted mal.
LORENZO.-Usted es una excepción, mi querida doña Concepción. ¡Pero los demás!… Y no es de hoy esta
desdicha mía, que desde pequeñito fuí el rigor de las desdichas. Yo tuve sarampión, yo tuve escarlatina, yo
tuve alfombrilla.
CONCEPCIÓN.-Todo eso es natural en los niños; todos los niños sufren todas las erupciones.
LORENZO.-Pero no como yo. ¡Oh! Es muy distinto. Cuando fuí a la escuela, ¡todos los maestros contra mí!
Era una verdadera conspiración para darme fama de holgazán y de torpe. Digo, ¡torpe!
CONCEPCIÓN.-¡Por Dios, don Lorenzo, torpe usted!
LORENZO.-Águila no seré, pero chorlito tampoco, ni pájaro bobo. Tomemos un término medio.
CONCEPCIÓN.-(Riendo.) Será usted gorrión.
LORENZO.-Bueno, me conformo. Pues, mire usted, cuando seguí carrera formal, fué peor todavía. Todos
los profesores y todos los compañeros contra mí. Aquello no fué una carrera universitaria, fué una carrera
en pelo a través, de todas las universidades de España. Lo cual no ha impedido, porque yo soy testarudo,
que hoy tenga todos mis títulos académicos en regla. ¡Pero ganados con el sudor del martirio y la agonía
del tormento! (Enternecido.)
CONCEPCIÓN.-No se enternezca usted, que eso ya pasó.
LORENZO.-Cuando encuentro un corazón compasivo como el de usted, todas las amarguras de mi
existencia se desbordan.
CONCEPCIÓN.-Pues desbórdese usted, don Lorenzo.
LORENZO.-A mí me ha pasado lo que no le ha pasado a nadie. Yo tuve un padre y una madre.
CONCEPCIÓN.-Hombre, eso le ha pasado a todo el mundo.
LORENZO.-No, señora; no, señora. Como a mí, a nadie. Tenía yo treinta y cinco años cuando perdí a mi
madre, que santa gloria haya. ¡Pobre señora, cuántos azotes me había dado en este mundo! Verdad es
que, para azotes, yo; salvo lo divino, otro Cristo de la columna. Bueno; mi padre quedó viudo y con una gran
fortuna: más de diez millones de reales, y yo hijo único. «Vamos -pensaba yo entre tristezas y
melancolías-; al menos, seré rico.» Esto consuela algo.
CONCEPCIÓN.-¡Ya lo creo que consuela!
LORENZO.-Pues, mire usted qué desdicha, doña Concepción: mi padre se casó en segundas nupcias, y
tuvo dos hijos enteros y yo dos medios hermanos. ¿Y esto?
CONCEPCIÓN.-¡Ya, ya! Es desagradable, sí, señor.
LORENZO.-De modo que parte de mi fortuna se dividirá entre mis hermanos. ¡Pobres criaturas! ¡Yo los
quiero mucho! ¡Son unos ángeles! Pero esto le prueba a usted que hasta los ángeles, bajan a la tierra para
perjudicarme.
CONCEPCIÓN.-Vamos, hombre, que no es tanta su desdicha. Todavía es usted rico. Y es usted casi joven.
Y tiene usted buena salud.
LORENZO.-¡Salud, señora, salud! Usted no cuenta con mi estómago. Yo he tomado todas las aguas
minerales de España y del extranjero. Como en mi juventud recorrí todas las universidades, en mi edad
madura he recorrido todos los balnearios.
CONCEPCIÓN.-Pero usted, ¿qué padece? Porque yo siempre le he visto a usted bueno y con buen apetito.
LORENZO.-¡Apetito!… Sí, a las horas de comer… no digo. Pero ¿y entre horas? Entre horas no tengo
apetito ninguno, créame usted, doña Concepción.
CONCEPCIÓN.-(Riendo.) Eso nos sucede a todos.
LORENZO.-Pero como a mí…, como a mí, no, señora. ¿Y mi carrera política? Cuatro veces he salido
diputado y nunca en primeras elecciones. Más aún: a los quince días de jurar, ¡la disolución!
CONCEPCIÓN.-Hay que conformarse, don Lorenzo.
LORENZO.-¡Pues si no me conformase! Pero hay cosas con las cuales no me conformo. Una vez en la vida
me enamoré de veras. De mentirijillas me he enamorado varias veces. Pero de veras, una. Una pasión: la
única. Una esperanza: la única. Una mujer: la única para mí.
CONCEPCIÓN.-Sí: Matilde.
LORENZO.-¡Ay señora! Yo hubiera sido el Malek-Adel de esa Matilde. Ella no quiso. Después, de
alentarme, de consentirme, de darme esperanzas; cuando me declaré, ¿sabe usted lo que hizo?
CONCEPCIÓN.-No haría nada bueno.
LORENZO.-Se echó a reír. Cuando un caballero se declara a una señorita, aunque la señorita no le quiera,
le oye con agrado, baja los ojos con modestia, sonríe con dulzura. Pues ella me oyó con asombro, con un
asombro insolente; levantó los ojos, abriéndolos mucho, ¡parecían dos luceros maliciosos!…, y lanzó una
carcajada. La sonrisa es sonrisa, y no ofende; la carcajada ¡abofetea!
CONCEPCIÓN.-Esa criatura es así; lo tiene en la masa de la sangre.
LORENZO.-¡Es cruel por naturaleza! Y, después de todo, aunque me esté mal el decirlo, si ella me daba su
belleza, yo le daba honra, fortuna y posición, sin contar mis prendas personales, que, aun siendo
modestísimas, no son…, digo, me parece que no son…
CONCEPCIÓN.-No, señor; de ningún modo…, no son…
LORENZO.-Porque ella, al fin, apenas tiene con qué vivir. Y su padre fué un hombre de trapisondas
financieras.
CONCEPCIÓN.-Que se lo pregunten a mi pobre sobrina. El padre de Matilde arruinó a los padres de
Enriqueta. Mejor dicho, los estafó indignamente.
LORENZO.-Si no hubiera sido por usted…
CONCEPCIÓN.-Mi pobre sobrina, mi pobre Enriqueta, se muere de hambre.
LORENZO.-¡Es usted un ángel, doña Concepción! Usted recogió a Enriqueta, la hija de las víctimas, y a
Matilde, la hija del estafador. ¡Cómo usted no hay dos!
CONCEPCIÓN.-¡Qué quiere usted! Tengo un corazón de cera.
LORENZO.-De cera perfumada.
CONCEPCIÓN.-Y cuenta que Enriqueta era mi sobrina, mi sangre, la hija de mi hermana de mi alma. Pero
Matilde, ¿qué era? Casi nada mío.
LORENZO.-Ya sé: un parentesco lejano.
CONCEPCIÓN.-De que me avergüenzo. La conocí muy niña; me encariñé con ella; murió su padre,
arruinado también; quedó sola en el mundo, y la traje a mi casa. ¡Buen pago me da!
LORENZO.-¿Y qué me dice usted de la madre de Matilde?
CONCEPCIÓN.-¡Su madre! Su madre es «un mito».
LORENZO.-Dicen que si fué una mujer del pueblo, una costurerilla, una criada. Su frase de usted…: ¡un
mito!
CONCEPCIÓN.-No hablemos de estas cosas; me disgustan y me dan pena.
LORENZO.-Sin embargo, yo quisiera que hablásemos.
CONCEPCIÓN.-¿Tiene usted algo que decirme de Matilde? No me asuste usted.
LORENZO-(Con intención.) De Matilde, de Enriqueta, de Julio y de su hijo de usted: de Fernando.
CONCEPCIÓN.-¿Qué sabe usted?
LORENZO.-Yo no sé nada, pero he aprendido mucho en la escuela de los desengaños. No es que yo le
guarde rencor a Matilde; pero quisiera darle a usted un consejo y un aviso.
CONCEPCIÓN.-¿Acaso Fernando…? ¡Mire usted que algo sospecho!…
LORENZO.-Luego hablaremos. Por ahí viene su hijo de usted con don Justo. Hay que hablar a don Justo,
que es el único que tiene cierta influencia sobre Matilde.
CONCEPCIÓN.-Adivino su idea de usted, y tiene usted razón. Gracias, don Lorenzo.

ESCENA II
DOÑA CONCEPCIÓN y DON LORENZO; FERNANDO y DON JUSTO, por la galería.

JUSTO.-Vengo tarde, pero traigo un prisionero. (Señalando a FERNANDO y saludando a DOÑA
CONCEPCIÓN.) Salud, don Lorenzo. (Se dan la mano.)
CONCEPCIÓN.-¿Y el prisionero es éste? (Refiriéndose a FERNANDO.)
JUSTO.-Sí, señora. ¿Hice mal? Se marchaba y le cogí.
CONCEPCIÓN.-Hizo usted muy bien. No lo creerán ustedes; no le he visto en todo el día. Se marchó antes
de que yo me levantase. Se fué sin despedirse de mí, ni de Enriqueta, según ella me dijo. Almorzó fuera…,
y hasta ahora.
FERNANDO.-No quise despertarte.
CONCEPCIÓN.-Pero Enriqueta estaba despierta.
FERNANDO.-Creí que no; como se levanta tan tarde…
CONCEPCIÓN.-Pues estaba en el jardín con Matilde.
FERNANDO.-No; con Matilde no estaba, porque Matilde… (Deteniéndose.)
CONCEPCIÓN.-Qué, ¿la viste?
FERNANDO.-Un momento. ¿Dónde está?… ¿Dónde están?… ¿En el jardín? Allá voy.
CONCEPCIÓN.-Sí, en el jardín deben de estar con Julio.
FERNANDO.-¿Vamos allá, don Lorenzo?
CONCEPCIÓN.-Sí, vaya usted. (Aparte, a DON LORENZO.) Quiero hablar con don Justo.
LORENZO.-Con mucho gusto le acompañaré a usted; a usted, el hombre feliz, inmensamente rico, joven y
arrogante, amado y disputado, y diputado en primeras elecciones. A ver, a ver si la felicidad es contagiosa.
FERNANDO.-¿Yo soy feliz? ¡Qué penetración, don Lorenzo! (Salen por la izquierda.)

ESCENA III
DOÑA CONCEPCIÓN y DON JUSTO.

JUSTO.-En efecto, don Lorenzo tiene gran penetración.
CONCEPCIÓN.-No lo tome usted a broma, que acaba de darme una prueba de que penetra y adivina las
cosas. Y, además, me ha demostrado que es un buen amigo dándome un buen consejo.
JUSTO.-Será algo que le interesa.
CONCEPCIÓN.-Ya no.
JUSTO.-¿Ya no? Luego le interesó alguna vez. ¿De qué se trata?
CONCEPCIÓN.-Siéntese usted, y óigame con su bondad de siempre, y présteme su ayuda y su consejo.
Don Lorenzo me ha llamado la atención sobre algo muy grave, que yo sospechaba y que de seguro
sospechaba usted.
JUSTO.-¡Yo sospecho tantas cosas, tantas!… Lo sospecho todo y me equivoco casi siempre.
CONCEPCIÓN.-Un sabio como usted no se equivoca nunca.
JUSTO.-¡Sólo falta que me declare usted infalible! Infalible no soy; pero curioso, sí. Vamos, hable, hable.
CONCEPCIÓN.-Se trata de Fernando.
JUSTO.-Buena persona, y no lo tome usted a adulación. Mucho talento, mucha rectitud, energía
extraordinaria, corazón jugoso; y en materias de honra, desprecia su vida y la ajena. Sería un marido de los
que gastaba Calderón y un Guzmán de los que guardaba Tarifa. En suma, ¡grandes pasiones!
CONCEPCIÓN.-Eso es lo que me da miedo: sus pasiones.
JUSTO.-No, señora. Un hombre sin pasiones es como una caldera de vapor… ¡sin vapor! La inercia, la
inmovilidad, el sueño estúpido de un alma. Lo que importa es que el vapor no haga saltar la caldera. Que no
se cargue demasiado el hogar, que las válvulas estén expeditas, que el movimiento se dirija
ordenadamente… ¿Comprende usted?
CONCEPCIÓN.-¡Ay don Justo! Pues por lo que a mi Fernando se refiere, creo que hay demasiado fuego en
el hogar. No dirá usted que no aprovecho sus lecciones.
JUSTO.-Todo es natural. Está enamorado, se acerca la boda, y éste es el momento de las altas presiones.
¿Cuándo es la boda?
CONCEPCIÓN.-Lo más pronto posible. ¡Pobre Enriqueta, qué desdichada ha sido!
JUSTO.-No tanto.
CONCEPCIÓN.-¿Conque no? Aquel bandido, aquel hombre sin conciencia…
JUSTO.-Sí; el padre de Matilde.
CONCEPCIÓN.-Si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de mi sobrina?
JUSTO.-Pero usted la recogió, la ha criado como a una hija, la ha mimado usted como a hija única, la casa
usted con Fernando, y será rica, muy rica y muy feliz. Otros son más desdichados: pregúnteselo a don
Lorenzo.
CONCEPCIÓN.-(Con intención y misterio.) Será rica y feliz, ya lo creo. Pero hay quien no quiere que lo sea.
JUSTO.-¿De veras? ¡Qué infamia! ¿Acaso Matilde?…
CONCEPCIÓN.-¿Quién habría de ser? También la recogí cuando quedó huérfana; hice mal, porque hoy es
Matilde la víbora en el pecho de la que fué para ella como una madre.
JUSTO.-¿Y cómo es eso?
CONCEPCIÓN.-No se haga usted de nuevas; Matilde procura atraer a Fernando; Enriqueta está celosa;
Fernando, al fin, es hombre…, y preveo grandes disgustos.
JUSTO.-¡Nunca lo hubiera creído!
CONCEPCIÓN.-Pero ¿lo cree usted ahora?
JUSTO.-No sé. Imposible…, no lo es; de menos nos hizo Dios; es decir, «de barro». Y como el barro no era
bueno, hemos resultado los mortales a modo de vasijas imperfectas y frágiles; nos resquebrajamos al
primer choque, damos gusto de cieno al agua más pura y cristalina y, al fin, nos rompemos después de
haber vivido con muy poca estabilidad, con una panza muy prosaica, con la boca en la cabeza o siempre
abierta y con los brazos en jarras, como desafiando al alfarero. (Riendo.)
CONCEPCIÓN.-Pues así está Matilde: con los brazos en jarras desafiando a sus bienhechores.
JUSTO.-No, al contrario; yo la he visto siempre con los brazos caídos en forma de desaliento.
CONCEPCIÓN.-Porque es muy hipócrita.
JUSTO.-No digo que sí, ni digo que no.
CONCEPCIÓN.-Don Justo, usted es el único que tiene influencia sobre ella. Háblele usted, hágale
comprender cuáles son sus deberes y líbrenos usted de un conflicto que quizá le costaría la vida a
Enriqueta.
JUSTO.-Me parece que no.
CONCEPCIÓN.-Pero sufriría mucho.
JUSTO.-Eso, sí; perder a Fernando, ¡tan guapo, tan rico y primo suyo!… ¡Demonio, perder un primo es toda
una catástrofe!
CONCEPCIÓN.-¿Conque querrá usted ayudarnos a conjurar la tormenta?
JUSTO.-Yo procuraré conjurar todo lo que usted disponga. Por falta de conjuros no ha de quedar. ¡Matilde,
yo te conjuro a que te presentes ante mí! (Con tono entre solemne y burlón.) ¿Ve usted, ve usted?… ¡Ya
viene! ¡Ah, no; es Enriqueta! Así son mis conjuros. Siempre dan el mismo resultado: ¡conjuro al diablo azul
y se presenta el amarillo! ¡Todo al revés, al revés, doña Concepción! (Riendo mucho.)

ESCENA IV
DOÑA CONCEPCIÓN y DON JUSTO; ENRIQUETA entra por la izquierda.

CONCEPCIÓN.-¿Qué tienes, Enriqueta? ¿No saludas a don Justo?
ENRIQUETA.-¡Ay, perdone usted! ¡Buenos días! (Con mucha dulzura.)
JUSTO.-¡Muy buenos, Enriqueta!
CONCEPCIÓN.-¿Qué tienes?
ENRIQUETA.-¡Nada! (Siempre habla con mucha dulzura; una dulzura hipócrita que no consigue engañar del
todo a DON JUSTO, pero que engaña a todos los demás.)
JUSTO.-¿Le han enojado a usted… los otros…, los de allá? (Señalando al jardín.)
ENRIQUETA.-¡No, señor! (Con mucha tristeza.)
CONCEPCIÓN.-Vamos, hija, di lo que te pasa; don Justo es como de la familia.
ENRIQUETA.-¡Fué…, fué Matilde!
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO.) ¿Lo ve usted? Pero ¿qué ha ocurrido?
ENRIQUETA.-¡Ocurrir, nada; lo de siempre! ¡Picaduras de alfiler, picaduras de aguja; pero constantes… y
que me hacen muy desdichada! (Abrazándose con mimo a DOÑA CONCEPCIÓN.) Yo no digo que sea
mala Matilde… Es… como es…; no lo puede remediar.
JUSTO.-¿Y no podría usted contarnos algo de esas picaduras de alfiler?
ENRIQUETA.-¡Y de aguja!
JUSTO.-Y de aguja, que tanto la mortifican.
ENRIQUETA.-Es a cada paso. Mire usted, contándolas, son niñadas; sufriéndolas…, ¡ay Dios mío!, son
intolerables.
CONCEPCIÓN.-¿Lo está usted viendo? (A DON JUSTO.)
JUSTO.-¡Siga usted, siga usted, pequeña mártir! (En tono de compasion, pero en el fondo con cierta burla,
porque desconfía de ENRIQUETA.)
ENRIQUETA.-A las nueve de la mañana, cuando yo estoy, como quien dice, en el primer sueño, ya está
Matilde a la cabecera de mi cama: «Despierta, Enriqueta; despierta, hijita, que es tarde, ¡que el jardín está
muy hermoso, que el médico ha mandado que madrugues! ¡Vamos, hijita!
CONCEPCIÓN.-Sí, dirá «hijita» con vocecita dulce; ¡es más hipócrita!
JUSTO.-Lo creo. ¡Despertarla «a las nueve de la mañana»!… ¡Vamos…, al que me despertase a mí a las
nueve, le pegaba un tiro!
ENRIQUETA.-No, yo no digo que lo haga con mala intención. Es que ella es así. Y como yo me duermo
tarde…, a las nueve tengo sueño.
JUSTO.-¿Se duerme usted tarde?
ENRIQUETA.-Sí, casi siempre estoy leyendo alguna novela francesa.
CONCEPCIÓN.-Se las da miss Fanny, la institutriz, para que se ejercite en el francés.
JUSTO.-¡Ya! ¿Y hasta qué hora está usted leyendo?
ENRIQUETA.-Hasta que viene Matilde y me apaga la luz: «Que te hace daño, que te hace daño.» Me da un
beso y se va. (Con sonrisa triste, como diciendo: «No, no creo en el beso.»)
JUSTO.-¿Ese será otro alfilerazo?
CONCEPCIÓN.-¡Pues no! Estar en lo más interesante de una novela y dejarla a una a oscuras… ¡Pues hay
para…! Diga usted que ésta es un ángel.
ENRIQUETA.-Hoy no paró hasta que, a las nueve y media, me hizo levantar. Luego presidió mi desayuno.
«Toma esto; no tomes esto; es demasiado; es poco.» ¡Y el médico arriba y el médico abajo!
JUSTO.-Vamos, ¡intolerable!
ENRIQUETA.-No, yo no digo… Ella es así. Luego se empeñó en que había que contestar una carta que
desde Viena me había escrito mi maestra de alemán. «Mujer, contesta, que ha pasado un mes, que estará
ofendida, que fué muy buena para ti.» ¡Dale, dale, hasta que contesté! Ella corrigió la carta, y a cada paso
«una falta» decía ella…, no sé…, me volvió el borrador lleno de tachones. No me pude contener; hice mal,
no me riña usted; (Con mimo, a DOÑA CONCEPCIÓN.) rompí la carta y le tiré los pedazos: le dieron en la
cara, pero fué sin intención.
CONCEPCIÓN.-¿Qué te he de reñir? Hiciste perfectamente.
JUSTO.-¿Y ella?
ENRIQUETA.-Se puso muy pálida: me dió miedo.
CONCEPCIÓN.-Es muy colérica.
ENRIQUETA.-Conque yo me fuí a mi cuarto y me encerré, llorando. Por distraerme, me puse a escribir…
Pues… a una amiga, y a poco Matilde a la puerta: «¡Enriqueta, monina, abre!» Yo callaba. «¡Abre, abre,
responde! ¿Te has puesto mala? No me asustes.» Yo callaba y escribiendo… a mi amiga.
CONCEPCIÓN.-Si Enriqueta es más prudente…
ENRIQUETA.-Ella cada vez más empeñada en entrar. «¿Te has puesto mala? ¿Te ha dado algo? ¡Por Dios
responde!» Y yo, nada.
JUSTO.-¿Y en qué acabó?
ENRIQUETA.-En que Matilde, como tiene ese genio, dió un empujón a la puerta, saltó el pestillo y entró de
pronto.
CONCEPCIÓN.-¡Qué insolencia! Ya le diré yo…
JUSTO.-¿Y qué?
ENRIQUETA.-(Algo preocupada.) Que yo quise guardar la carta, y ella vino a mí con mil caricias y mimos y
quiso coger la carta. «¿A quién escribes?» «No te importa.» «Quiero verla.» «No, no.» Era ya por tema.
CONCEPCIÓN.-¡Claro está!
ENRIQUETA.-Y así, entre bromas y veras, luchando ella por coger mi carta y por defenderla yo, se quedó
con un pedazo… muy pequeño… entre las manos. ¡Es mucho más fuerte que yo!
CONCEPCIÓN.-¿Por qué no me llamaste?
ENRIQUETA.-Luego fuimos al jardín. Vino Julio, y se puso, como siempre, a charlar con Matilde. ¡Yo me
quedé sola!
CONCEPCIÓN.-¡Pobre ángel mío!
ENRIQUETA.-Luego vino Fernando con don Lorenzo, y los dos se pusieron «a la verita» de Matilde. Los
tres, Julio, Fernando y don Lorenzo, con ella. (Con tristeza.) ¡Yo, sola!
CONCEPCIÓN.-No estés triste, pichona, que, de los tres, el mejor es el tuyo: mi Fernando.
ENRIQUETA.-Pero ¿es mío?
CONCEPCIÓN.-¡Ya lo creo! Y la boda, muy pronto. ¡Y ya para siempre tuyo! Es decir, tuyo y mío, ¿verdad?
ENRIQUETA.-¿Pero Fernando me quiere? No, yo creo que a mí no me quiere nadie más que usted.
(Abrazándose a DOÑA CONCEPCIÓN.)
CONCEPCIÓN.-¡No digas eso, no digas eso! ¡Don Justo, don Justo…, lo que le dije a usted antes! ¡Hable
usted con ella!… No tolero más sus maldades. ¡No las tolero!…
JUSTO.-Pues ya está aquí.
ENRIQUETA.-Y sin Julio ni Fernando… ¡Qué milagro!
CONCEPCIÓN.-Cuando la veo venir con esa calma y ese reposo, me parece que viene hacia nosotros «la
sombra del manzanillo».

ESCENA V
DOÑA CONCEPCIÓN, ENRIQUETA y DON JUSTO; MATILDE, por la izquierda.

MATILDE.-Enriqueta, ¿estás enojada conmigo?
ENRIQUETA.-No.
MATILDE.-¡Buenos días, don Justo!
JUSTO.-¡Muy buenos, Matilde!
ENRIQUETA.-¿Has dejado solos a aquellos señores? ¿A Julio, a don Lorenzo, a Fernando?
MATILDE.-Estaban hablando los tres; de mí no hacían caso.
CONCEPCIÓN.-Pues vamos allá. Ven conmigo, Enriqueta. (Don Justo, ésta es la ocasión.) (A MATILDE.)
Quédate: haz compañía a don Justo; su compañía y sus consejos te convienen.
MATILDE.-Sí, señora; tiene usted razón.
CONCEPCIÓN.-Lo dicho. (Se va reposadamente y hablando con DON JUSTO hasta la puerta de la
izquierda, que es la que da al jardín. A ENRIQUETA.) ¿Vienes?
ENRIQUETA.-Sí, señora; estoy haciendo las paces con Matilde.
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO.) ¡Es un ángel!
ENRIQUETA.-(En voz baja.) ¡Dame los trozos de carta que me quitaste!
MATILDE.-¿Tanto te interesa?
ENRIQUETA.-No me interesa; nada dice; es una tontería, pero lo quiero. ¿Me lo das?
MATILDE.-No.
ENRIQUETA.-Pero ¿lo tienes?
MATILDE.-Sí.
ENRIQUETA.-¡Tienes mal corazón!
MATILDE.-¡Dios mío, acaso dices verdad!
CONCEPCIÓN.-Te espero, Enriqueta.
ENRIQUETA.-Allá voy.

ESCENA VI
MATILDE Y DON JUSTO. MATILDE, en primer término, se sienta y sin reparar en DON JUSTO, se queda
pensativa.

JUSTO.-¿En qué piensas?
MATILDE.-En lo que me ha dicho Enriqueta.
JUSTO.-¿Qué te ha dicho?
MATILDE.-Que tengo mal corazón. ¿Será verdad?
JUSTO.-Yo no puedo decírtelo. ¿Sabes a quién has de preguntárselo?
MATILDE.-¿A quién?
JUSTO.-A ti misma. Y si tú no lo sabes, nos quedamos sin saberlo tú y yo.
MATILDE.-Yo no veo claro en mí misma. Yo desconfío de mí.
JUSTO.-No está mal. Todos debemos desconfiar de nosotros mismos, porque somos nuestros mayores
enemigos, los más peligrosos, los más traicioneros.
MATILDE.-Todos dicen que soy mala, que heredé mala sangre, que me complazco en atormentar a
Enriqueta.
JUSTO.-¿Qué sientes por ella?
MATILDE.-No lo sé. Yo me esfuerzo en quererla, en cuidarla, en ser su hermana. Yo me repito día y noche:
«¡Matilde: sacrifícate por Enriqueta, es tu deber! ¡Paga deudas de tu padre; por tu padre murieron en el dolor
y en la miseria los suyos!» Todo el mundo lo asegura. «¡Quiérela, mímala, dale tu vida, tu felicidad.» ¿No es
así? Usted mismo me lo ha repetido muchas veces.
JUSTO.-Sí, hija mía; y más te digo: como heredamos de nuestros padres el rostro, la forma, la salud o la
ruindad del cuerpo, heredamos sus instintos y pasiones, la salud o la ruindad del alma. Pero con una
diferencia, Matilde: lo que atañe al cuerpo, lo heredamos fatalmente; lo que atañe al alma, lo heredamos en
compañía de la «voluntad», y a la corriente torcida podemos oponer la voluntad recta. Voluntad tienes:
empléala rectamente… ¿Me comprendes?
MATILDE.-No es difícil.
JUSTO.-¿Y qué contestas?
MATILDE.-Que tiene usted razón.
JUSTO.-¿Y seguirás mi consejo?
MATILDE.-Procuraré seguirlo.
JUSTO.-Pero ¿tendrás fuerzas para el bien?
MATILDE.-No sé; a veces, me parece que sí; a veces, dudo. Por más que me empeño en seguir mis
inclinaciones, Enriqueta me es profundamente repulsiva. Creo que es engañosa, hipócrita, egoísta. ¿Lo es,
o quiero imaginarlo por el gusto de ser mala para ella? Esto es lo que me importa averiguar, don Justo.
JUSTO.-Poco importa que sea buena o que sea mala. Sé tú buena con ella; y si Enriqueta no lo es, tanto
mejor para ti. Más meritorio será tu sacrificio y más fuerte se mostrará tu voluntad.
MATILDE.-Eso me dice mi razón. Y me acerco a ella dispuesta a quererla, a mimarla, a ganarme su afecto
y su confianza. Pero mis caricias son torpes; mis cuidados, brutales. Soy como gata montés, que, al
acariciarla, clava las uñas, y, al morder blando, clava los dientes, y, al querer maullar dulce, bufa erizada. Y
ella siente todo esto.
JUSTO.-¿Y sabes por qué es todo eso?
MATILDE.-No sé; por maldades de mi naturaleza será.
JUSTO.-No. ¿Te lo digo?
MATILDE.-Sí. ¿Por qué odio a Enriqueta? ¿Por qué? (Pausa. Se miran fijamente.)
JUSTO.-(En voz baja.) Porque estás celosa.
MATILDE.-¿Yo?
JUSTO.-Sí.
MATILDE.-¿De quién?
JUSTO.-No finjas: de Fernando.
MATILDE.-¡De Fernando! ¡Jesús, qué idea! ¡Si Fernando es el prometido de Enriqueta! ¡Si la boda será en
breve! ¡Si fué concertada hace mucho: antes de que yo viniese a esta casa! ¡Si es la voluntad de doña
Concepción, que domina a Fernando con toda su autoridad de madre y de madre amorosa, y con toda la
energía de su carácter terquísimo! ¡Qué cosas dice usted! ¡Yo celosa! Pero ¿habría de ser tan malvada que
quisiera destruir todas las esperanzas, todas las ilusiones de Enriqueta? ¡Oh, no tan perversa, don Justo!
¡Don Justo, no es usted justo conmigo! (Se separa de él nerviosa y casi irritada.)
JUSTO.-No digo que tengas esos planes. Digo sencillamente que estás enamorada de Fernando, y que,
instintivamente, odias a Enriqueta. (Pausa.) Cuando el enfermo llama al médico no le oculta sus dolores ni
le niega los síntomas de la enfermedad, porque entonces el médico se vuelve loco y no hay cura posible.
«¿Tiene usted vértigos?» «No.» «¿Le duele a usted el corazón?» «No.» «¿Padece usted de insomnios?»
«No.» «¿Se siente usted febril?» «No.» «Entonces está usted bueno. ¿Para qué me llama usted?»
(Pausa.)
MATILDE.-¡Pues, sí; tengo vértigos horribles que me llevan al borde del abismo; me salta el corazón aunque
lo sujeto con las dos manos, apretando los dientes; paso la noche en interminable vigilia, y siempre está
«él» en la sombra mirándome; me abrasa la fiebre, y corre fuego por mis venas, y se me llena el
pensamiento de llamaradas; odio a Enriqueta, que, aparte de todo, es mala, indigna de Fernando, y muy
capaz de hacerle infeliz; pero aunque fuese buena, creo que la odiaría, y que la odiaría aún más, porque «al
menos» ahora el odio tiene un lenitivo en el desprecio! Lucho por dominarme, y hasta ahora voy venciendo;
pero no sé si vencerá siempre mi voluntad enfermiza y viciada. No puedo ser más franca.
JUSTO.-Así te quiero, y así vencerás, y así cumplirás tu deber.
MATILDE.-(Con ironía desesperada.) ¡Gran consuelo!
JUSTO.-¡Matilde!
MATILDE.-¿Lo ve usted? Por algo desconfío de mí misma. ¡Si no es posible! ¡Si desconfío de todos y de
todo! Yo quería mucho a mi padre porque era muy bueno. Sin embargo, todos dicen que era muy malo, ¡Ser
malo un hombre tan bueno! Pues entonces los buenos, ¿cómo son?
JUSTO.-Por el estilo. El hombre no es ni malo ni bueno en absoluto. Mezcla de barro infecto y de jirones de
cielo azul, allá se revuelve todo, según los caprichos de la vida. Se tropieza con el barro, y se retira con
repugnancia la mano, que se siente manchada, y se dice: «¡Qué malo es!» Flota fuera de la masa pastosa
un jirón de cielo como ala perfumada, y al pasar, nos acaricia el rostro, y decimos: «¡Qué bueno es!» Los
padres de Enriqueta acaso tropezaron con el barro, y con motivo dicen que tu padre era un malvado. A ti te
acarició la pluma de sus alas, y dices con razón: «¡Qué bueno era!» De todas suertes, tú debes creer que
era bueno, aunque el mundo entero grite lo contrario.
MATILDE.-Eso es lo que creo.
JUSTO.-Debes pensar que se equivocan.
MATILDE.-Eso pienso.
JUSTO.-Debes pensar que el mal que hizo fué contra su voluntad, por coincidencias fatales. Y debes
compensar con tus sacrificios aquellas maldades, no de tu padre, del Destino, para que todos digan:
«Cuando la hija es tan buena, no sería tan malo el padre.» Así empezarás su rehabilitación.
MATILDE.-Eso es lo que haré, por «él», no por mí; por su memoria y por la memoria de mi madre. ¡De mi
madre!… Pero ¡si de mi madre no tengo memoria! Otra sombra de mi existencia, y ésta sí que es
espesísima.
JUSTO.-Hablemos de tu padre.
MATILDE.-¿Y por qué no de mi madre?
JUSTO.-Porque no la conocí.
MATILDE.-Ni yo tampoco. ¡Nadie la conoció!
JUSTO.-Pues ¿entonces…?
MATILDE.-¡Acaso tenga yo un recuerdo, pero tan vago!…
JUSTO.-¿Qué recuerdo es ése?
MATILDE.-¡Nada, si no es nada! Es el recuerdo de una mujer; pero ¿era mi madre? Yo era muy pequeña:
tenía unos siete años. Estaba con mi padre cuando le trajeron una carta de una pobre mujer, que esperaba
contestación. La leyó, se puso colérico como nunca; era una furia; la tiró arrugada y rota, y salió de su
despacho. Yo cogí la carta y quise leer; pero apenas sabía, y la letra era muy mala y traía muchos
borrones, como si hubiesen caído gotas de agua: ¿eran lágrimas? ¡Quién sabe! Nada, no podía, no podía;
sólo leí esto, porque venía escrito con letras muy grandes: «miga». ¡Ve usted qué tontería, qué ridiculez!
Pues siempre tengo ante mis ojos aquella palabra ridícula, «miga», y junto a ella un redondel manchado.
JUSTO.-¡Qué cabeza tienes! ¡Señor, en lo que has ido a fijarte: «miga»! Pero ¿qué quiere decir eso?
MATILDE.-No sé.
JUSTO.-Yo, sí. ¡Gran misterio! Pediría limosna, y diría: «Denme siquiera una miga de pan.»
MATILDE.-Puede ser; pero ¿por qué se encolerizó mi padre? Porque le pidiese limosna no se había de
encolerizar. Tuvo siempre muy buen corazón.
JUSTO.-Pues aquel día le cogió de mal talante.
MATILDE.-Quizá; pero han pasado diecinueve años, y ni una noche dejo de ver esa palabra con su redondel
al lado, de agua o de llanto. Diga usted: ¿aquella pobre mujer sería del pueblo, no sabría escribir?…
JUSTO.-¿Y qué? Para pedir limosna no se necesita buena ortografía.
MATILDE.-¿Y si de dos palabras hizo una? ¿Y si suprimió una «hache»? ¿Y si en vez de una «jota» puyo
una «ge»? Entonces, donde su pobre mano temblorosa y su mala ortografía pusieron «miga», lo que su
corazón quiso poner fué «¡mi hija!». ¡Y aquella lágrima que estaba al lado corrió la torpeza de su escritura!
¡Entonces no venía a pedir limosna de pan, sino limosna de cariño! ¡Entonces aquella «miga» no era una
migaja, sino un corazón entero que venía buscándome! ¡Entonces aquella mujer era mi madre!… ¡Mi madre:
pobre, humilde, tosca, ignorante…; todo…, todo lo que usted quiera…, pero mi madre!…
JUSTO.-Ya estás forjando novelas inverosímiles, absurdas.
MATILDE.-Al día siguiente nos fuimos de Madrid; así, como si huyésemos…
JUSTO.-¿De quién?
MATILDE.-No sé; sería de ella. Cuando subíamos al coche, una mujer que estaba en la acera de enfrente
se precipitó hacia nosotros. El coche arrancó; oí un grito y quise asomarme. Mi padre me sujetó. «No es
nada -me dijo, besándome-, no la cogió el coche.» Seguimos. ¿Sería la mujer de la carta?
JUSTO.-Sería ésa o sería otra. ¡Hay tantas que pordiosean! Unas escriben cartas; otras piden a los que van
en coche; otras, a los que van a pie; a éstas es a las que yo temo. ¿Y aquí acaban tus recuerdos?
MATILDE.-No, falta uno. Llegamos a la estación; el tren tardó en salir; mi padre estaba impaciente. Al
entrar en nuestro reservado, la mujer entró en el andén, y miró con ojos espantados por todas partes. De
seguro que nos buscaba, y entre la confusión de tanta gente no nos vió; pero yo la vi. ¿Por qué me fijé en
ella? ¿Por qué estos recuerdos se han fijado en mi memoria de niña? ¿Por qué he pensado tanto después
en estas pequeñeces? Pregúnteselo usted a Dios: yo no lo sé. El tren arrancó; ella quiso seguir al tren, con
los ojos muy abiertos y sin vernos. Aquellos ojos que, espantados y húmedos, buscaban «algo que huía
para siempre», y que no lo encontraban, yo los vi, yo los he visto, yo los veo ahora mismo… ¡Ellos no me
vieron nunca!
JUSTO.-¡Hay tantos ojos que miran cosas que se van! Esa es la vida. Basta de sueños y quimeras.
MATILDE.-¡Esa mujer era mi madre! Eso digo yo.
JUSTO.-¡Matilde!
MATILDE.-¡Y porque era humilde, porque era pobre, no quería mi padre que me besase! ¡Ah padre mío!
JUSTO.-Basta. ¿Quieres que hablemos de otra cosa?
MATILDE.-¿De qué?
JUSTO.-De tu amor imposible.
MATILDE.-Si es imposible, ¿por qué hemos de hablar?
JUSTO.-De tus deberes para con Enriqueta.
MATILDE.-Conque los cumpla, basta. No hay para qué hablar de ellos.
JUSTO.-De tu sacrificio honrado; de tu voluntad vencedora; de tu dicha futura.
MATILDE.-(Riendo nerviosamente.) ¿De mi dicha? ¡De eso sí que es curioso que hablemos!
JUSTO.-Calma y silencio, que ya vienen todos.
MATILDE.-¿Fernando también?
JUSTO.-También.

ESCENA VII
MATILDE y DON JUSTO; DOÑA CONCEPCIÓN, ENRIQUETA, FERNANDO, JULIO y DON LORENZO.
Vienen por la izquierda de la galería, en dos grupos. Delante, DOÑA CONCEPCIÓN con DON LORENZO y
su hijo; detrás, ENRIQUETA Y JULIO. En primer término, MATILDE y DON JUSTO.

CONCEPCIÓN.-En el jardín hace ya fresco; vengan ustedes a tomar el té en la galería.
LORENZO.-Donde usted guste, señora. Yo tomo el té donde me lo dan. Yo soy el hombre de la
resignación. Estoy acostumbrado.
FERNANDO.-(Riendo y hablando llegan al rompimiento del fondo.) ¡Amigo don Lorenzo, es usted sublime!
¡Se resigna usted a tomar una taza de té en nuestra compañía!
JULIO.-(En voz baja, pero colérica.) No hemos podido hablar ni una palabra. ¡Enriqueta, no me desesperes!
ENRIQUETA.-¡Por Dios, no seas imprudente! Hace mucho que estás a mi lado; vete con Matilde. ¡No me
comprometas!
CONCEPCIÓN.-(Desde una de las puertas de la galería.) ¿No viene usted a tomar la tacita, don Justo?
JUSTO.-¡Ya lo creo! Con resignación tan meritoria como la de don Lorenzo. (Se separa de MATILDE y se va
a la galería del fondo.)
FERNANDO.-(Desde el fondo.) ¿Y Matilde, no viene? (Avanza al primer término y se acerca a MATILDE,
que está sentada y pensativa, dando vueltas a un trozo de carta que ha sacado del bolsillo.) ¿No quiere
usted acompañarnos?
MATILDE.-Muchas gracias. A estas horas no tomo nada; ya lo sabe usted.
FERNANDO.-(En voz baja y apasionada.) ¡Siempre huye usted de mí! ¿Me odia usted, Matilde?
MATILDE.-Puede ser; soy tan mala que odio a todo el mundo.
CONCEPCIÓN.-(Desde la galería y con voz alterada. Llamando.) ¡Fernando!…
MATILDE.-(A FERNANDO.) Su madre de usted le llama.
FERNANDO.-¡Matilde!…
CONCEPCIÓN.-(Llamándole.) ¡Fernando!
FERNANDO.-Aquí estoy. (A su madre.) ¡Pero me daba lástima que se quedase sola!
CONCEPCIÓN.-Así debe estar siempre: sola.
FERNANDO.-¿Por qué, madre mía? (Los personajes están de este modo: en el fondo de la galería, DON
JUSTO y JULIO hablando, y DON LORENZO comiendo algunas pastas y bebiendo jerez; en el
rompimiento, DOÑA CONCEPCIÓN, FERNANDO y ENRIQUETA; en primer término mirando el pedazo de
carta, MATILDE.)
ENRIQUETA.-Si has de estar de mal humor, yo traeré a Matilde.
FERNANDO.-¡Eres muy buena!
CONCEPCIÓN.-No te molestes, Enriqueta; ya vendrá ella si quiere.
ENRIQUETA.-No; ¡qué pensaría de mí Fernando si dejase sola a mi hermanita! (ENRIQUETA se acerca de
puntillas a MATILDE sin que ésta la note.)
MATILDE.-(Mirando el trozo de papel.) Así; ellos, allá, y yo, conmigo misma…, y con esta idea… ¡Oh, tiene
razón: yo soy de mala índole!… Pero estas frases son tan extrañas… ¡No las comprendo…, no las
comprendo!…
ENRIQUETA.-(Abrazándola de pronto y quitándole el pedazo de carta.) ¡Al fin!… ¡Matilde!… ¡Monina!…
MATILDE.-(Poniéndose en pie.) ¡Enriqueta!
ENRIQUETA.-Quería el pedazo de mi carta. ¡Ah, curiosa, ya no lo tienes!
MATILDE.-¡Lo sé de memoria!
ENRIQUETA.-(Volviéndose hacia DOÑA CONCEPCIÓN y FERNANDO.) No quiere ir; por más que se lo
ruego, no quiere ir.
FERNANDO.-(Acercándose a ella.) ¡Pero Matilde!…
MATILDE.-¡No…, por Dios!… Gracias…, yo le agradezco…; pero estoy mala, nerviosa… (A ENRIQUETA.)
Tú, con Fernando; y usted, con ella. (Uniéndolos a la fuerza.) Y se van ustedes allá, con doña Concepción
y con todos. (Empujándolos suavemente.) Y yo, sola…, sola…, quiero estar sola.
CONCEPCIÓN.-¡Qué mujer!
FERNANDO.-¡Qué carácter!
ENRIQUETA.-(En voz alta, fingiendo cariño.) ¡Pobre Matilde!
MATILDE.-Así; por fin, sola. (Ruido de conversación y risas en la galería.)
TELÓN
Acto segundo
La misma decoración del acto primero. Es el anochecer; dos o tres horas después de las escenas
precedentes. La sala y la galería, con poca luz: la de la caída de la tarde.

ESCENA PRIMERA
ENRIQUETA y JULIO.

JULIO.-(Entrando y recorriendo la sala con la vista.) ¡Al fin te encuentro sola!
ENRIQUETA.-¡No seas imprudente! ¡Van a venir: nos espía Matilde!
JULIO.-¡No tengas miedo; están de sobremesa! El café distrae mucho; la conversación de don Lorenzo
distrae más, y Matilde no se separa fácilmente de Fernando, y viceversa.
ENRIQUETA.-Ahora dijiste una gran verdad.
JULIO.-¿Tienes celos de Matilde? ¡Ah Enriqueta, en lo que debías fundar tu dicha fundas tu enojo! ¡No me
quieres ni me quisiste nunca!
ENRIQUETA.-¿Que no te quise? ¿Que no me sacrifiqué por ti? ¡Déjame, déjame! Harás que llore, lo
conocerá doña Concepción y tendré que decir «que me hizo llorar Matilde».
JULIO.-Sí, me quisiste mucho, pero fué un capricho. Antes, conmigo, «el amor»; ahora, con Fernando, la
ambición de ser su esposa, el lujo con que te brinda, la codicia de grandes riquezas: tener coches, hartar
vanidades, coquetear con los hombres, humillar a las mujeres, vengarte de Matilde, templar las frialdades
de tu corazón con los vahos de tu egoísmo.
ENRIQUETA.-(Mirando si vienen.) ¡Por Dios, Julio; por la Virgen Santísima, ten juicio!… ¡Me das miedo!…
JULIO.-(Colérico.) ¡Si es que te conozco! ¡El miedo! ¡Eso es lo único que tiene imperio sobre ti! Si en vez de
tener ese cuerpecito mono que me enloquece, tuvieses el cuerpo prolongado de la sirena, y en vez de tu
piel rosada una piel escamosa, y en vez de tu cabecita divina una cabecita aplastada y verdusca, «¡lo que
es por dentro no había que tocar a nada» para la transformación de Enriqueta!
ENRIQUETA.-¡Qué injusto, qué loco, cómo me insulta!…
JULIO.-(Amenazador.) ¡Enriqueta!…
ENRIQUETA.-¡Por Dios, ten juicio!… ¡Y, sobre todo, no hables alto…, y no te acerques mucho!… ¡Por todos
los santos, no me comprometas!
JULIO.-¡Eso es lo único que temes!
ENRIQUETA.-¿Lo he temido antes? ¿No me he comprometido por ti como una locuela? ¿No desdeñé a
Fernando?
JULIO.-Lo desdeñaste, no lo desdeñas.
ENRIQUETA.-(Con mimo.) ¿Cómo lo sabes?
JULIO.-¿Pues no habla todo el mundo de la boda? ¿No jura doña Concepción que os casáis muy pronto?
¿No estás dulce y cariñosa con él? ¿No finges celos de Matilde? ¡Pues que más pruebas! ¡Tú quieres que
pierda la razón!
ENRIQUETA.-Escúchame, Julio; escúchame, pero con calma, y no muy cerca: cien veces te lo he
explicado.
JULIO.-¿Pues no habla todo el mundo de la boda? ¿No jura yo para dejarme engañar!
ENRIQUETA.-(Con mimo cariñoso.) ¿Puedo ser de nadie más que tuya?
JULIO.-Por ti, sí podrías; pero yo haré que no puedas.
ENRIQUETA.-No, no podría.
JULIO.-Quise decir en voz alta nuestro amor, pedir tu mano, casarme contigo. Tú no quisiste. «Espera,
espera», me decías. ¡Siempre esperar!
ENRIQUETA.-Era por ti. Tú no te acuerdas de nada; tú lo niegas todo; tú disputas de mala fe. Eres pobre;
tu madrina es bastante rica.
JULIO.-(Con ironía.) No tanto como Fernando, que es millonario.
ENRIQUETA.-Pero es rica. Te dejará heredero de parte de su fortuna si te casas con su sobrina; de lo
contrario, te deshereda. Son cosas muy prosaicas, muy tristes, pero que se imponen. Era preciso esperar,
ir ganando tiempo y tener muy ocultos nuestros amores.
JULIO.-Y para ir ganando tiempo, y para alejar toda sospecha, ¿prometías casarte con Fernando?
ENRIQUETA.-Los seres débiles de algún modo han de luchar.
JULIO.-¿Pero tú eres un ser débil? No, mentira. Yo te conozco. ¡Oh!, muy débil para oponerte a lo que
estás deseando; entonces, ¡con qué dulzura, con qué tristeza te dejas vencer! ¡Pero con qué invencible
terquedad te opones a todo lo que no quieres! ¡Músculos de acero bajo cutis de raso; energía infinita con
ondulaciones de tallo flexible; pensamiento calculador y frío bajo la frente aniñada de un angelote de retablo;
prudencias y astucias de viejo envueltas en llantos y risas de «bebé»! ¡Eso eres tú!
ENRIQUETA.-(Hace como que llora y se cubre el rostro con un pañuelo.) Si tan mala soy, ¿por qué me
quieres?
JULIO.-¿A que es mentira? ¿A que no lloras?
ENRIQUETA.-¡Déjame, ódiame; vete, todo ha concluido!
JULIO.-¡Todo, menos mi pasión! ¡Mi pasión insensata, pero invencible! ¡Es que yo te quiero así, así como
eres: mala, traidora, falsa, egoísta! ¡Conseguir que, a pesar de todo lo que eres, me quieras! ¡Qué triunfo y
qué dicha! ¡Enriqueta!… ¡Enriqueta!… ¡Bien mío!… ¡Mi bien, así!… ¡Amargo, acre, veneno sin redención! ¡No
beses: muerde con tus dientecitos! ¡No acaricies: araña con tus uñas finísimas!
ENRIQUETA.-(Sonriendo.) ¡Qué cosas dices!… ¡Si yo no te quisiera!…
JULIO.-¿Te casarías con Fernando?
ENRIQUETA.-No.
JULIO.-¿Me lo juras?
ENRIQUETA.-Te lo juro. (Con aparente solemnidad.) Pero sigamos fingiendo; nos importa mucho. Y
fingiendo bien, porque Matilde está sobre aviso. (Mirando alrededor y en voz baja.) Te escribí esta mañana
una carta por si no venías, diciéndote que pensaba ir esta noche a donde tú sabes…
JULIO.-¡Enriqueta!
ENRIQUETA.-Pues Matilde quiso quitarme la carta y se quedó con un pedazo, que al fin le arranqué por
sorpresa.
JULIO.-¿Y qué decía?
ENRIQUETA.-Nada, frases insignificantes; pero Matilde es muy suspicaz. Mira…, ya viene. (MATILDE pasa
por la galería con la cabeza inclinada y los brazos caídos.)
JULIO.-No, pasa de largo; hay poca luz; no nos ve. Va muy pensativa.
ENRIQUETA.-Cuando ella está pensativa, me hace temblar.
JULIO.-No pensemos en ella.
ENRIQUETA.-¡Vete, vete; hace mucho que estamos aquí!
JULIO.-Pero tenemos mucho que hablar.
ENRIQUETA.-Otra vez. ¡Ahora, vete; sigue a Matilde! Que cuando vengan, te encuentren junto a ella.
JULIO.-¡Siempre lo mismo!
ENRIQUETA.-Los seres débiles tenemos que defendernos a nuestro modo. En el débil, en el desvalido,
todo es un crimen; en el fuerte, todo es lícito. Si doña Concepción sospechase nuestros amores…, ¡la
sangre se me hiela sólo de pensarlo! Me arrojaría de esta casa. ¿Y qué hacía yo abandonada y pobre?
JULIO.-¿No estaba yo?
ENRIQUETA.-(Con risita burlona.) Pero ¡si tú eres más pobre y más débil que yo! (Con risa y broma.) Una
pobre caña sosteniendo a una azucena cuando el huracán sopla: ¡gran sostén!
JULIO.-¿Dónde has aprendido esas cosas?
ENRIQUETA.-(Con ironía.) No recuerdo; las supe siempre, pero a nadie se las digo más que a ti, ¡mira si te
querré! Y ahora, vete, vete antes que vengan. Matilde te espera.
JULIO.-Con una condición.
ENRIQUETA.-¿Cuál?
JULIO.-(En voz baja.) Que cumplirás tu promesa; que irás esta noche…
ENRIQUETA.-Me has dicho cosas muy duras, muy ofensivas…, ¡mereces un castigo!
JULIO.-¡Enriqueta!
ENRIQUETA.-Bueno, iré. ¡Pero allá…, allá…, pronto, mira, vienen!
JULIO.-¿Tengo tu palabra?
ENRIQUETA.-(Mirando siempre con inquietud.) Sí…, sí…; iré. ¿Quieres más? Te lo juro.
JULIO.-Sí, quiero más…, ¡siempre más!… No…, yo no te pierdo. ¡Eres diabólica…, pero eres divina!
ENRIQUETA.-(Sonriendo con malicia.) ¡Qué hombre, Dios mío! Me quiere mucho, pero es muy imprudente.
No…, si Julio no fuese tan débil, sería muy peligroso. Lo siento; pero es preciso que se marche de Madrid
por dos o tres meses a donde nadie sepa; cuando vuelva, tendrá que resignarse. No, si yo no dejaré de
amarle. Es lo mejor: que me pierda de vista por algún tiempo. Trabajo me costará convencerle…, pero le
convenceré. Al pronto, ¡qué furores, qué amenazas! Luego, ¡qué súplicas!… ¡Pobre Julio! Y concluirá, como
siempre, por obedecerme.

ESCENA II
ENRIQUETA, DOÑA CONCEPCIÓN, DON LORENZO y DON JUSTO. ENRIQUETA se deja caer en la silla
y se queda humilde y pensativa. Los demás vienen por la derecha.

CONCEPCIÓN.-Enriqueta, hija mía, ¿qué haces ahí solita?
ENRIQUETA.-(Muy triste.) Nada; estoy pensando…
CONCEPCIÓN.-¿Qué piensas, niñita mía?
ENRIQUETA.-Estoy pensando qué sería de mí sin usted.
CONCEPCIÓN.-¿Lo ven ustedes?
ENRIQUETA.-¡Si usted me arrojase de su lado, si usted me abandonase!…
CONCEPCIÓN.-¡No digas eso!… ¡Vamos, que me enfado! (A los demás.) ¡Es un ángel de dulzura!
JUSTO.-¡Ya…, ya!
LORENZO.-¡Ay Enriqueta! Las dichas de este mundo no se reparten por igual. Nosotros somos de los
desheredados.
CONCEPCIÓN.-Ella, no; no, señor. A ésta la quiero yo mucho, con toda mi alma. Y la quiere muchísimo
Fernando. Él es severo, formal, poco expansivo; pero la quiere mucho, ¿verdad, don Justo?
JUSTO.-¡Muchísimo!
CONCEPCIÓN.-(A ENRIQUETA.) ¿Lo crees tú así?
ENRIQUETA.-(Con humildad y tristeza.) Sí, señora; me quiere más de lo que yo merezco. Yo, ¿qué soy
para obtener su cariño y llevar su nombre?
CONCEPCIÓN.-¿Eh? ¡Cuidado con modestias exageradas! Tú te lo mereces todo.
LORENZO.-Y, sin embargo, la dejan aquí solita como un rayo pálido de luna en la noche…
JUSTO.-(Terminando la frase.) Pálida.
CONCEPCIÓN.-Yo pensé que estabas con Julio.
ENRIQUETA.-(Fingiendo naturalidad e indiferencia.) ¿Con Julio? No, no le he visto. Sí, ahora que me
acuerdo, por aquí pasó; me dijo dos o tres cosas y se fué por allá, por la galería, a buscar a Matilde.
LORENZO.-(A DON JUSTO.) ¡Eh! ¿Qué decía yo? (A DOÑA CONCEPCIÓN.) Decididamente tenemos que
hablar; es ya caso de conciencia. (A DON JUSTO, y también en voz baja.) Don Justo, tenemos que hablar
los tres.
CONCEPCIÓN.-¿Por qué no te vas con ellos, Enriqueta?
ENRIQUETA.-¿Y si estorbo? ¿Y si me reciben mal?
CONCEPCIÓN.-Tú no estorbas en ninguna parte, pichona. Además, no parece bien que estén los dos
solos.
ENRIQUETA.-(Levantándose para irse.) Si es por ellos, bueno. (Con tristeza.) Esperaba aquí por si venía
Fernando… y no venía.
CONCEPCIÓN.-Ya irá…, ya irá con vosotros.
ENRIQUETA.-Pues hasta luego…, adiós…, pero yo sé que voy a molestarlos. (Sale lentamente por la
izquierda de la galería.)

ESCENA III
DOÑA CONCEPCIÓN, DON LORENZO y DON JUSTO.

CONCEPCIÓN.-(Siguiéndola con la vista.) ¡Es una perla!
JUSTO.-Pero sin concha.
LORENZO.-Escondida entre las algas del mar. Así somos muchos.
JUSTO.-Hombre, ¿usted también es perla?
LORENZO.-No lo digo por la perla, ni por la concha; lo digo por las algas, y, sobre todo, por el mar. ¡Yo me
anego en el mar de la vida!
JUSTO.-Pues si padece usted reuma, más le ha de aprovechar un baño en agua de mar con algas que
todas las perlas y todas las conchas de Ceilán.
LORENZO.-¡Si padezco reuma! ¡Qué no padeceré yo! (Preparándose a contar una historia.) Tuve un ataque
el año…
JUSTO.-(Interrumpiéndole con terror.) ¿Quiere usted que hablemos de lo que tenía usted que decirnos?
LORENZO.-¡Ah, sí! Asuntos delicados, asuntos graves, casos de conciencia; dudo, y vacilo, y temo.
CONCEPCIÓN.-¿De qué se trata, don Lorenzo?
JUSTO.-¿De qué y de quién?
LORENZO.-De Enriqueta y de otra persona.
JUSTO.-Sí, ya nos dió usted varios avisos caritativos: que Fernando se enamora cada vez más de Matilde;
que el porvenir de Enriqueta peligra; que peligra de rechazo la paz de esta casa.
CONCEPCIÓN.-Sí, eso ya nos lo dijo usted.
LORENZO.-No es eso, no es eso; es otra cosa más grave. Pero yo temo, porque pudieran ustedes
imaginar que hay en mí espíritu de animadversión contra Matilde; que le conservo rencor por sus
desdenes… ¡Y bien sabe Dios!…
CONCEPCIÓN.-No tema usted nada; ya sabemos que usted es un bendito.
LORENZO.-¡Un bendito, un bendito! Señora, eso es casi decir que soy un pobre hombre.
JUSTO.-¡No, hombre de Dios! Quiso decir que es usted un hombre honrado, pundonoroso; un caballero.
CONCEPCIÓN.-Justamente. Pero acabe usted.
LORENZO.-Muchas gracias. Pero pudieran caber dudas, porque soy tan desdichado, que todas mis
acciones se juzgan torcidamente. Pudiera presumirse que yo desciendo a espionajes indignos, a
venganzas ruines, a delaciones repugnantes, ¡y no es eso, no es eso! Yo juro por las almas de mis
antepasados que no fué espionaje, no lo fué.
JUSTO.-¿Quiere usted acabar, por las ánimas benditas? Que a éstas se las puede llamar benditas sin que
se ofendan.
LORENZO.-Es que lo estoy pensando hace ocho días. Antes iba a decirlo, cuando llegaron don Justo y
Fernando.
JUSTO.-(Con impaciencia y casi con enojo.) Pues dígalo usted ahora que estoy yo y que no está Fernando.
CONCEPCIÓN.-Sí; vamos, don Lorenzo.
LORENZO.-(Con solemnidad y misterio.) Señora, algunas veces, ya de día, ya de noche, sobre todo al
anochecer, deja usted salir solas a Enriqueta y Matilde.
CONCEPCIÓN.-¡Ay, nunca, don Lorenzo, nunca! ¡Dos jóvenes solteras! Esas modas hubiera querido
establecer Matilde, que, como se educó con su padre en los Estados Unidos, venía ansiosa de libertad;
pero conmigo no prevalecen tales costumbres…
LORENZO.-Sin embargo…
CONCEPCIÓN.-Yo no siempre puedo acompañarlas. Y ellas tienen amigas a quien visitar, compras que
hacer; a veces van a ver y llevar algún socorro a Petra, una criada antigua que está imposibilitada la pobre;
en fin, cosas que ocurren. Pero solas, no señor. Van con miss Fanny, la institutriz, una señora de edad, de
carácter y de respeto.
LORENZO.-Doña Concepción, no se fíe usted de las institutrices; las hay muy dignas y muy honradas;
pero las hay…, las hay… El principio de mis desdichas, si es que mis desdichas tuvieron principio, arranca
de una institutriz; por ella rompió conmigo mi padre, con ella se casó y ella me dió mis dos hermanos.
¡Angelitos!
CONCEPCIÓN.-¡Por Dios, don Lorenzo! Miss Fanny es de mi edad; no, de mucha más edad que yo.
LORENZO.-Doña Concepción, «la vida comedia es», y la que no sirve para dama sirve para confidenta.
JUSTO.-Pero ¿quiere usted acabar?
LORENZO.-Sí, señor; aunque me cuesta muchísimo. (Con misterio.) Yo algunas veces he seguido por la
calle a las dos jóvenes y a la vieja miss. Iba tras ellas porque el acero se va tras el imán, y por mucho
tiempo Matilde ha sido y sigue siendo el imán de este acero. ¡Atracción misteriosa!
CONCEPCIÓN.-¿Y qué?
LORENZO.-Que, siguiéndolas hace bastantes días, vi que el coche, un coche de alquiler, que llevó a las
tres a casa de Petra, al volver y al doblar la esquina, en que yo con timidez natural me había detenido, ya
no llevaba más que dos. La otra, sin duda, se quedó haciendo compañía a la pobre enferma. ¿Qué tal?
JUSTO.-¿Y quiénes eran las dos?
LORENZO.-Eso ya no pude verlo; era de noche, y yo…, ¡qué calamidad no habrá caído sobre mí!…, soy
corto de vista… Distinguí dentro del coche dos bultos, dos vestidos negros, dos velos…, pero nada más…,
de modo que no sé cuáles sean las dos.
CONCEPCIÓN.-Yo, sí: ¿quién se habría de quedar al lado de una pobre enferma más que mi Enriqueta?
¡Ese ángel de caridad!
LORENZO.-Eso imaginé o supuse yo.
CONCEPCIÓN.-¿Y qué más? Porque hasta aquí no veo nada de alarmante. Miss Fanny y Matilde irían de
compras, y muy aprisa, para llegar antes que se cerrasen las tiendas.
JUSTO.-Claro está.
LORENZO.-No, señor; no está claro. En coche, seguí yo al otro coche. Pero ¡cuidado, que no fué espionaje!
JUSTO.-No, señor; lo sabemos, estamos convencidos. Acabe usted.
LORENZO.-El coche de ellas se detuvo… ¿Dónde creerán ustedes que se detuvo?
CONCEPCIÓN.-¿Dónde?
LORENZO.-(Mirándolos con aire triunfante.) Pues se detuvo a la puerta de una casa.
JUSTO.-Naturalmente.
LORENZO.-Y en esta casa, y en un cuarto bajo muy mono, vive una persona.
CONCEPCIÓN.-¿Quién?
LORENZO.-¿No lo adivinan? (Pausa.) ¡Julio!
CONCEPCIÓN.-¿Qué dice usted?
JUSTO.-¡Demonio!
LORENZO.-Yo me bajé, despedí el coche, y muy embozado en mi capa y ojo avizor, pasé junto al coche
de ellas y ya no estaba más que una: miss Fanny; la otra había entrado en casa de Julio.
JUSTO.-¡Don Lorenzo!
CONCEPCIÓN.-¡Pero don Lorenzo!
JUSTO.-¡Me deja usted extático!
CONCEPCIÓN.-¡Me deja usted muerta!
JUSTO.-Pero ¿quién era?
CONCEPCIÓN.-¿Y usted esperó a que saliese Matilde?
JUSTO.-¡Poco a poco! A que saliese… la otra.
CONCEPCIÓN.-¡Poco a poco! La otra era Matilde.
JUSTO.-¡Doña Concepción!
CONCEPCIÓN.-¡Don Justo!
LORENZO.-Yo no esperé nada ni a nadie. Fanny se asomó a la portezuela…, temí que me conociese, y me
alejé.
JUSTO.-¡Imposible!… ¡Imposible!
CONCEPCIÓN.-¡Dios mío, qué disgusto, qué bochorno!
JUSTO.-¡Ella viene!
CONCEPCIÓN.-¡No quiero verla! ¡Yo me voy! ¡Jesús, Jesús!
JUSTO.-(A DON LORENZO.) Nos vemos todos; pero venga usted con nosotros, porque esto no puede
quedar así.
LORENZO.-Estoy a sus órdenes.
CONCEPCIÓN.-Pues a mi gabinete. ¡Ella!… ¡Ella!… ¡Era preciso!
JUSTO.-Señora, todavía no se sabe…
LORENZO.-Ojalá.
CONCEPCIÓN.-¡Qué vergüenza!… ¡Señor, qué vergüenza!… (Salen por la derecha, primer término.)

ESCENA IV
MATILDE y FERNANDO. La tarde va cayendo; cada vez, menos luz.

MATILDE.-¡Se van como si huyesen de mí!… ¿Por qué? En cambio, él siguiéndome como la tentación. ¡Si
hay luz, le veo; si no hay luz, le imagino!
FERNANDO.-¡Matilde!… ¡Matilde!
MATILDE.-¿Qué?
FERNANDO.-Parece que huye usted de mí.
MATILDE.-¿Yo? ¿Por qué? No, no lo crea usted.
FERNANDO.-Nunca podemos hablar.
MATILDE.-Todo el día estamos hablando. Usted sale poco, yo casi nunca salgo, y nos vemos
constantemente.
FERNANDO.-Pero delante de todo el mundo.
MATILDE.-¿Y qué?
FERNANDO.-Nada.
MATILDE.-Pues entonces…
FERNANDO.-Nada. (MATILDE hace un movimiento para marcharse.) No se vaya usted, yo se lo ruego.
¿No quiere usted que hablemos? No hablaremos; pero, al menos, que yo la vea a usted.
MATILDE.-(Echándolo a broma.) Gusto es.
FERNANDO.-Es locura.
MATILDE.-Me parece que sí.
FERNANDO.-(Acercándose a ella.) ¡Matilde!
MATILDE.-(Riendo.) Presente.
FERNANDO.-Es inútil que finja usted indiferencia y que lo eche usted a broma. Le tiembla a usted la voz.
Es inútil que guarde usted silencio, porque oigo su respiración de usted y es anhelosa.
MATILDE.-¡Por Dios!… ¡Qué cosas se le ocurren a usted!
FERNANDO.-Usted tiene mucho talento.
MATILDE.-Gracias.
FERNANDO.-Y mucha penetración.
MATILDE.-¡Gracias repetidas!
FERNANDO.-Usted comprende lo que quiero decir.
MATILDE.-No me comprendo a mí misma, para que le comprenda a usted…
FERNANDO.-(Acercándose a ella y con voz reconcentrada.) Usted comprende que la quiero con toda mi
alma. ¡Con devoción de devoto, con furores de demente!
MATILDE.-¡Basta!… ¡No más! ¡No más! ¡No oigo más! (Quiere irse y FERNANDO la detiene.)
FERNANDO.-Empecé y he de concluir.
MATILDE.-Estamos a oscuras y no me ve usted la cara. Eso nos valga.
FERNANDO.-Sí, ya lo sé: o roja de vergüenza o pálida de indignación. Pero si fuese iluminada de alegría,
¡qué alegría para mí!
MATILDE.-¡De modo que usted supone que yo soy una aventurera, una intrigante! ¡Que estoy en esta casa
como la víbora en el pecho que le da calor! ¡Pero es que esas cosas no se le pueden decir a una mujer sin
despreciarla profundamente! ¡Quiere usted galantearme y me insulta! ¡Quiere usted acariciarme y me
abofetea! ¡Pero es que yo no lo merezco! ¡Pero es que yo no lo sufro! (Rompe a llorar. Pausa.) ¿No
contesta usted? ¿No merezco una disculpa, una explicación? ¡Tan bajo he caído!
FERNANDO.-Si usted no me entiende, ¿para qué he de hablar?
MATILDE.-Pero ¿usted qué piensa de mí? ¿Que soy mala o que soy buena?
FERNANDO.-¡Qué me importa!
MATILDE.-¡Fernando!
FERNANDO.-Óigame usted: todo el mundo es bueno y malo al mismo tiempo. Bueno, para unos seres;
para otros seres, malo. El que es asesino y ladrón, es malo para la víctima; pero aun en este caso es
bueno para el perro, a quien acaricia y alimenta, y el perro no le muerde, le lame la mano. ¡Qué me
importaría a mí que fuese usted mala con todo el mundo, si me dijese usted: «¡Te quiero!»
MATILDE.-¡Calle usted, por Dios! Esas cosas no se dicen sin haber perdido la razón.
FERNANDO.-(Con desesperación amorosa.) ¡Pues la he perdido! ¿Me quiere usted?
MATILDE.-(Algo quebrantada.) Sí…, le quiero a usted como a un amigo leal, como a un hermano, como a
un ser bueno y muy noble que nos demuestra simpatía. Le profeso a usted afecto profundo…
(Conteniéndose.) y me inspira usted profundo respeto.
FERNANDO.-(Con enojo desesperado.) ¿Usted respetarme? ¡Respeto a mí! (Avanzando hacia ella.) ¡El
respeto, barrera irritante e hipócrita, muralla de hielo, insulto al amor, escarnio de la vida! No, no me respete
usted, Matilde. Oféndame usted, maltráteme usted como haría una mujer del pueblo con su amante.
Cláveme usted las uñas y escúpame usted al rostro. El respeto es la mentira y el amor es la verdad.
MATILDE.-(Retrocediendo.) ¡Fernando!
FERNANDO.-(Con acento humilde.) Perdóneme usted, no sé lo que digo. Perdón, Matilde, perdón.
MATILDE.-¡Pedirme usted perdón! No, yo no merezco tanto.
FERNANDO.-Pues óigame usted sin enfadarse. ¿Me quiere usted algo? No digo mucho, digo un poquito:
más que a los otros; distinguiéndome de todos; pensando alguna vez en mí.
MATILDE.-(Sin poder dominarse.) ¡Siempre!
FERNANDO.-¡Matilde!
MATILDE.-No, es un modo de encomiar el afecto. Siempre, no puede ser; usted comprende que no puede
ser, Fernando; yo quisiera que fuese usted feliz, muy feliz; como tiene usted derecho a serlo.
FERNANDO.-Pues mi felicidad…
MATILDE.-Está en obedecer a su madre, en casarse con Enriqueta, en olvidarme a mí… (Con grito de
pasión.) ¡No, olvidarme a mí, no!
FERNANDO.-Respóndame usted a esto. Si no existiese Enriqueta ni tuviera usted para con ella las deudas
que supone; si no estuviera usted tan agradecida a mi madre y tan obligada a obedecerla; si no repugnase
a su conciencia de usted haber venido a esta casa a trastornar los planes de su bienhechora; si
estuviésemos solos, sin lazos, ni compromiso, ni escrúpulos, y yo le dijese a usted: «Te amo. ¿Quieres
ser mi esposa?» ¿Qué contestaría usted?
MATILDE.-Sí.
FERNANDO.-¡Al cabo! ¡Por fin!… ¡Mía!
MATILDE.-No es eso. Iba a decir: si no existiese nada de lo que hoy existe, ni Enriqueta, ni su madre de
usted, ni mis deberes, ni los de usted; si nada de lo que es fuese lo que es…, entonces…, entonces… Pero
esto es disparatar, porque entonces…, ¡qué sé yo lo que sucedería! Quizá le quisiera yo a usted con amor
frenético y usted me odiase. (Quiere irse, y FERNANDO vuelve a detenerla.) ¡Déjeme usted, por la Virgen
Santísima!
FERNANDO.-No, todavía no. Y si yo, casándome con Enriqueta, fuese muy desdichado, ¿qué preferiría
usted? ¿Cumplir esos deberes de que hablábamos a costa de mi desesperación eterna, o faltar a ellos para
que yo fuese feliz? A esto debe usted responder. ¡Qué imbécil he sido, que no lo he preguntado antes! ¿Y
entonces?
MATILDE.-Pero ¿qué dice usted? ¿Que Enriqueta…?
FERNANDO.-Sí; que yo no la quisiera; que ella no me quisiera tampoco; que fuese mala, traidora,
hipócrita…, ¡pobre criatura!, ya sé que no, pero es una hipótesis; que casándome con ella vinieran sobre mí
deshonras y desesperaciones; en este caso, ¿rompería usted por todo, y por salvarme a mí sacrificaría
usted a los demás?
MATILDE.-(Con arranque insensato de pasión.) Por salvarle a usted, porque sea usted feliz, soy capaz de
todo, y lo doy todo: ¡mi vida, mi alma! Si ese caso llega, entonces verá usted de lo que es capaz Matilde.
¡Fernando, por usted!…, ¡por usted!…
FERNANDO.-¡Matilde!
MATILDE.-(Conteniéndose.) ¡Calma, calma! Cuando llegue ese caso; hasta entonces, no. ¡Y ese caso no
llega nunca! Y, entre tanto, si usted no cede en su empeño, me voy de esta casa.
FERNANDO.-¿Adónde?
MATILDE.-No sé; a donde no me abrumen, a donde no me desesperen, a donde no me enloquezcan.

ESCENA V
MATILDE, FERNANDO y DON JUSTO. Ha oscurecido ya por completo.

JUSTO.-(Con voz colérica y tocando el timbre.) ¡Aquí, pronto!
FERNANDO.-¿Quién llama?
JUSTO.-¡Yo!
MATILDE.-¡Don Justo!
CRIADO.-¿Qué mandan?
JUSTO.-Luces.
FERNANDO.-(Procurando dominar su emoción.) ¡Ah!… ¿Es usted, don Justo?
JUSTO.-Sí; don Justo, que no ve claro y quiere ver claro.
FERNANDO.-Nada más justo que ese deseo de don Justo.
JUSTO.-Así me lo parece. (Entra un CRIADO con candelabros y toca el botón de la luz eléctrica.)
FERNANDO.-Pues ya tiene usted luces.
JUSTO.-Tu madre se siente fatigada y se ha retirado a sus habitaciones. Desea que vayas a hacer
compañía a Enriqueta, a Julio y a don Lorenzo.
FERNANDO.-Pues allá voy. Adiós. (A MATILDE, en voz baja.) Seguiré atormentándote, desesperándote…,
y ojalá enloquezcas.
MATILDE.-(En voz baja también.) ¡Pues cumpliré mi amenaza!
JUSTO.-¿No vas?
FERNANDO.-Sí, señor; al instante. (Sale por la derecha.)

ESCENA VI
MATILDE y DON JUSTO.

JUSTO.-(Acercándose a MATILDE, cogiéndole las manos y mirándola fijamente.) Mírame bien…
MATILDE.-(Procurando sonreír.) ¿Por qué no?
JUSTO.-¡Soy un imbécil, un imbécil de a folio!
MATILDE.-¿Sí? ¡Qué noticia, don Justo! ¿Y cómo se ha sabido eso? ¿Conque imbécil?
JUSTO.-(Mirándola siempre y de cerca.) Ni más ni menos. Mira tú, con mis años, con mi malicia, con mi
experiencia, con mis estudios, yo debía leer como en un libro abierto en la frente de una joven. ¿No es
verdad? Pues no sé leer, o leo mal, o leo al revés.
MATILDE.-¿Por qué dice usted eso?
JUSTO.-Porque yo en esa frente no leo más que pureza, energía, voluntad para el bien; pasiones, sí, pero
nobles y honradas.
MATILDE.-(Se desprende de él, que no ha cesado de mirarla un momento.) ¡Don Justo! (Con dignidad y
enojo.)
JUSTO.-Soy brutal y grosero, ¿no es eso? Mira, a los que me son indiferentes, nunca les digo la verdad; si
son seres insignificantes y vulgares, ¿qué gano con ser sincero? Pero a los que valen, o yo creo que valen,
a ésos les digo siempre lo que pienso, por desagradable que sea. Si se golpea en el barro cocido, se
rompe; si se golpea en el metal, por el sonido se conoce su pureza.
MATILDE.-Pues no le comprendo a usted.
JUSTO.-Matilde, ha llegado para ti un momento de prueba. El mundo viene sobre ti, o con sus calumnias, o
con sus justicias: defiéndete. Si lo mereces, yo te ayudaré; si no lo mereces, ¡qué tristeza y qué
desengaño!
MATILDE.-Cada vez le entiendo a usted menos.
JUSTO.-Sí, pero yo me entiendo. Antes te decía: «¡Resígnate, sufre!» Ahora te digo: «¡Lucha!» Puede un
ser humano sacrificar su felicidad; no debe sacrificar su honra. Yo, al menos, así lo entiendo.
MATILDE.-¡La honra! ¡Acabe usted, por Dios santo!
JUSTO.-Vamos despacio. Yo no quiero que, por una idea exagerada de tu deber, te des por vencida sin
razón. Sí; tienes deudas de tu padre para con Enriqueta, pero los padres de Enriqueta también tenían
deudas para contigo: a cada cual lo suyo. No quiero llevarte atada de pies y manos, como corderillo que se
ofrece al sacrificio. Voy a darte valor si lo necesitas; voy a prestarte energía si te falta. Oye: esa mujer de
que me hablabas antes era tu madre.
MATILDE.-¡Bien decía yo! ¡Dios mío!… ¡Dios mío!
JUSTO.-Era pobre, era humilde; pero hubo una época en que tu padre la quiso, y se hubiera casado con
ella. Los padres de Enriqueta, que entonces tenían amistad íntima con el tuyo, lo impidieron; como
vulgarmente se dice, «se lo quitaron de la cabeza».
MATILDE.-¡Ah!… ¿Cómo? ¿Por qué?
JUSTO.-¿Por qué? Por la clase humilde a que tu madre pertenecía. ¿Cómo? Por el consejo, la insistencia,
«por el ridículo»… En suma, lo impidieron; de modo que mal por mal; estáis pagados.
MATILDE.-(Con ira y desesperación crecientes.) ¡No, no estoy pagada! ¡Por ellos mi madre murió sin darme
un beso! ¡Por ellos la hija vivía en el lujo y la madre en la miseria! ¡Por ellos me llevaban en el tren mientras
que una mujer quedaba en los andenes mirando, pero sin ver a la hija que se va para siempre! ¡Por ellos
aquella hija no está en los brazos de aquella madre, ni le separa la mano, ni le besa los ojos, ni se los besó
a la hora de la muerte; ni sabe en qué pedazo de tierra se deshace su cuerpo, ni puede decir siquiera cómo
era su madre, porque el pañuelo de la cabeza la tapaba, y sus puntas le cubrían la cara, mientras con ellas
se secaba las lágrimas! ¡No, pagada, no! ¡Por algo, señor, por algo odiaba yo a Enriqueta! (Pausa. Cae en
el sofá abrumada por el exceso de pasión.)
JUSTO.-Ya no dejarás de defenderte ni por deber ni por sacrificio; ya estáis iguales Enriqueta y tú. Ahora,
caiga la que deba caer y alce su frente la que deba alzarla. (Pausa.)
MATILDE.-(Sentada y llorando.) ¡Mi madre!… ¡Mi pobre madre!
JUSTO.-Todo eso pasó. Vamos a lo que importa. ¡Ea, a lo que importa! ¡Deja la muerte! ¡La vida llama, la
lucha empieza! ¡Ea, atiende! (Sacudiéndola para que atienda.)
MATILDE.-¿A mí qué me importa ya todo eso?
JUSTO.-Sí, te importa. ¿Quieres tú ser arrojada de esta casa ignominiosamente?
MATILDE.-¿Yo? (Levantando la cabeza con asombro e indignación.) ¿Yo arrojada?
JUSTO.-¿Quieres tú que Fernando te desprecie como a la última de las mujerzuelas?
MATILDE.-¿A mí? ¡Él! ¡Despreciarme! (Levantándose.)
JUSTO.-Sí.
MATILDE.-¿Por qué?
JUSTO.-Por lo que te despreciaría yo, por lo que te despreciarían todos.
MATILDE.-Pero ¿qué es esto? ¿Qué quiere usted decir?
JUSTO.-Hay quien afirma que no sólo procuras atraer a Fernando, sino que tienes amores con Julio.
MATILDE.-(Con desprecio indiferente.) ¿Yo? ¡Oh! ¡Qué desatino! ¡Jesús, qué desatino!
JUSTO.-Siempre está junto a ti; siempre te busca. Todo el mundo lo ha notado. Habláis mucho los dos
solos.
MATILDE.-Es verdad, pero yo no tengo la culpa. Se acerca a mí como se acerca don Lorenzo. ¡Esa historia
es ridícula!
JUSTO.-No es ridícula; es triste.
MATILDE.-No es triste; es enojosa, es molesta, pero insignificante. No hablemos más de ella.
JUSTO.-Es preciso. (Con desconfianza.) Ya haces mal en eludir esta conversación.
MATILDE.-Pero ¿a qué conduce?
JUSTO.-A saber la verdad.
MATILDE.-Pues ya sabe usted que no es verdad.
JUSTO.-Es que dicen… No; afirman, afirman con hechos…
MATILDE.-¿Qué?
JUSTO.-Que Julio es tu amante.
MATILDE.-(Sin comprender la intención de DON JUSTO.) Bueno; lo que dijo usted antes y yo contesté que
no, que no, que es absurdo, que es risible, que a nadie se le puede ocurrir…
JUSTO.-No basta que lo niegues; pruébalo.
MATILDE.-¡Don Justo!
JUSTO.-(Acercándose y en voz baja.) Algunas veces salís solas Fanny, Enriqueta y tú.
MATILDE.-Sí, señor, ¿y qué?
JUSTO.-Vais a ver, pongo por caso, a la pobre Petra.
MATILDE.-Es claro.
JUSTO.-Y una de vosotras se queda haciendo compañía a la enferma, y la otra se va con miss Fanny.
MATILDE.-Bueno; todo eso es verdad.
JUSTO.-¿Quién se queda y quién sale?
MATILDE.-Unas veces, Enriqueta, y otras veces, yo.
JUSTO.-Pues hay quien afirma que cuando sales tú, olvidando tu decoro y olvidando tu buen nombre, con
tapujos de mujer liviana, vas a casa de Julio. ¡Ya lo dije!
MATILDE.-¡Yo! ¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?… ¡Ah!… No. ¡Basta, basta! ¡No tanto, no tanto; yo no
oigo eso! (Quiere marcharse y DON JUSTO la detiene.)
JUSTO.-¿Te indigna?… ¿Lo niegas? Entonces es Enriqueta, porque una de las dos va a casa de Julio; eso
es evidente.
MATILDE.-(Con asombro.) ¡Ella!… ¡Enriqueta! ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desdicha! ¡No es verdad! ¡No
es verdad! ¡Yo la defiendo! ¡Yo la defiendo!
JUSTO.-Y a ti, ¿quién?
MATILDE.-¡Yo no necesito que me defiendan, ni me defiendo tampoco! ¡Paso sin mirar siquiera! ¡Sigo sin
saber a quien aplasto! Y las calumnias por grandes que sean, se anegan en mi desprecio, que es mayor.
JUSTO.-¡Mal camino! Las palabras no bastan. ¡Pruebas!
MATILDE.-Búsquelas usted, si a usted le interesan; a mí, no.
JUSTO.-Pues ¿qué piensas hacer?
MATILDE.-Defender a Enriqueta: lo que debo.
JUSTO.-Pues defiéndela, que ahí está. (Aparte.) ¿Es comedia o realidad? ¿Es sublime o es astuta?

ESCENA VII
MATILDE, DON JUSTO y ENRIQUETA; FERNANDO y DON LORENZO.

MATILDE.-Pero ¡y si fuese verdad! ¡Duda maldita! ¡Ah! Yo lo sabré esta misma noche. ¡Enriqueta! ¡Enriqueta!
¡No!… ¡Fuera ideas infames, fuera odios mezquinos! (Corriendo al encuentro de ENRIQUETA y
abrazándola.) ¡Enriqueta!
ENRIQUETA.-(Sorprendida y recelosa.) ¿Qué tienes?
MATILDE.-¡Que necesito quererte mucho! ¡Mucho!… ¡Pero mucho!
ENRIQUETA.-¡Estás muy pálida!
MATILDE.-¡Tú también!
JUSTO.-¡Las dos estáis pálidas!
MATILDE.-¿Quieres que te dé un beso a ver si acude el carmín a tu cara?
ENRIQUETA.-Y yo a ti otro; porque tu cara trágica también necesita carmín.
JUSTO.-¿Quién es el Cristo? ¿Quién es el Judas?
LORENZO.-¡Cuánto se quieren!
JUSTO.-¡Mucho!
FERNANDO.-¡Qué grupo tan encantador!
TELÓN
Acto tercero
La misma decoración de los actos anteriores.

ESCENA PRIMERA
DOÑA CONCEPCIÓN y DON JUSTO.

CONCEPCIÓN.-Yo quiero que usted me aconseje, don Justo.
JUSTO.-Si yo no sirvo para aconsejar; si yo no sirvo para nada.
CONCEPCIÓN.-Usted sabe muchísimo; usted conoce el mundo; mira usted a una persona a la cara, y en
seguida adivina usted lo que piensa.
JUSTO.-Me confunde usted, doña Concepción; pero se hace usted ilusiones respecto a mis aptitudes
adivinatorias.
CONCEPCIÓN.-¡Vaya, vaya! Pues si con lo que ha estudiado don Justo no supiese lo que hay en la cabeza
de una chiquilla, buenos estábamos.
JUSTO.-Sí, señora, he estudiado bastante; pero en los libros. ¡Y en los libros está todo tan claro, tan
arregladito! Los renglones en línea recta, las letras muy ajustadas; donde debe haber coma, coma: donde
debe haber punto, punto. En cambio, en una cabeza, y sobre todo si es cabeza de mujer, ¡averigüe usted
dónde están las comas y, sobre todo, dónde están los puntos! ¡Cabezas sin ortografía, doña Concepción!
CONCEPCIÓN.-A mí no me diga usted; usted es capaz de contarle los pelos al diablo.
JUSTO.-Sí, señora, yo soy capaz de contarle los pelos al diablo, con diferencia de dos o tres; y de decirle a
usted lo que pesa el sol, adarme más o menos; y de medirle la distancia de aquí a cualquier estrella, sin
que me falte o me sobre una pulgada. Pero cuando miro la cara monina de una mujer, yo no soy capaz de
distinguir si la idea que brilla en aquellos ojos brilla con luz divina del cielo o con resplandor del fuego fatuo
que juguetea sobre el pantano.
CONCEPCIÓN.-Eso lo dice usted por modestia, pero bien penetra usted en las intenciones.
JUSTO.-No, señora; me equivoco, de cien veces, ciento dos. Y si no, a la prueba me remito: yo he pensado
siempre que Matilde era una mujer admirable de pureza, de dignidad y de carácter. Apasionada, sí; pero
con nobles apasionamientos.
CONCEPCIÓN.-Pero, hombre de Dios, ¿todavía cree usted que Matilde es una inocente paloma?
JUSTO.-Antes lo creía; ahora lo dudo.
CONCEPCIÓN.-Vamos a cuentas; siéntese a mi lado y óigame con imparcialidad.
JUSTO.-(Sentándose junto a DOÑA CONCEPCIÓN.) Ya estoy y ya oigo.
CONCEPCIÓN.-¿No es cosa que han notado todos la constancia con que Julio buscaba la compañía de
Matilde?
JUSTO.-Sí, señora.
CONCEPCIÓN.-¿A quién se acercaba más: a Enriqueta o a Matilde?
JUSTO.-A Matilde.
CONCEPCIÓN.-Bueno. ¿Usted cree que don Lorenzo es capaz de inventar la historia tristísima que nos
refirió? ¿Don Lorenzo es un malvado? ¿Es un calumniador de oficio?
JUSTO.-No, señora, no es capaz de hacer daño; pero es capaz de recrearse en el daño de los demás. No
es un malvado «activo» pero es un «reservista de la maldad».
CONCEPCIÓN.-¡Ah, qué terco!… Pero sigo; quiero tener calma. ¿Le dió a usted explicaciones
satisfactorias Matilde?
JUSTO.-No me las dió.
CONCEPCIÓN.-Corriente; y cuando la otra noche, abrumada por la pena, me retiré a mi cuarto, ¿no
aprovechó la ocasión esa chica para pedir permiso a Fernando, y no se fueron las tres, Fanny, Enriqueta y
Matilde, a ver a Petra, y no se fué Julio tras ellas?
JUSTO.-Eso nada prueba; se fueron las tres.
CONCEPCIÓN.-¿Cómo que no? ¿Quién tomó la iniciativa? ¿Quién mostró más interés en la escapatoria?
¿Quién solicitó el permiso de Fernando?
JUSTO.-(Abrumado.) Matilde, es verdad.
CONCEPCIÓN.-¡Ya! Y, en fin, ¡si es la evidencia!, cuando al día siguiente despedí a Fanny, ¿no lo confesó
todo? ¿No dió a entender…, no dijo que era Matilde la de la aventura? ¿Qué más?
JUSTO.-Le diré a usted; en primer lugar, pudo estar sobornada por Enriqueta, que de esto se ha visto
mucho.
CONCEPCIÓN.-¡Don Justo!… Vamos, no siga usted. ¡Es ya demasiado!
JUSTO.-Además, Fanny debió pensar que encontraría usted menos malo que la del gatuperio fuese Matilde
que no Enriqueta. Con Matilde había excusa de que ya no es una niña, de que, al fin y al cabo, no es de la
familia de usted, de que está acostumbrada a la libertad de las jóvenes americanas. Y nada de esto pudo
alegar como excusa respecto a Enriqueta.
CONCEPCIÓN.-Bueno, pues no sigamos; se me acabó la paciencia.
JUSTO.-Me pedía usted un consejo…
CONCEPCIÓN.-Pues ya no lo necesito. Poco a poco preparo a Fernando.
JUSTO.-¡Doña Concepción!
CONCEPCIÓN.-No, si ya empecé. Y en el momento oportuno se lo digo todo; hago que comprenda qué
clase de mujer es Matilde, y mato con el desprecio su amor insensato. Y Fernando, que es un espíritu
noble y recto, la despreciará, no le quepa a usted duda, la despreciará.
JUSTO.-Si Matilde merece su desprecio, bien hará en despreciarla.
CONCEPCIÓN.-¡Ya lo creo! Y para cortar de una vez, Matilde sale de esta casa. No la abandonaré,
¿estamos?, pero en mi casa no sigue esa mujer.
JUSTO.-Si esa criatura es inocente, ¡qué infamia va usted a cometer y estamos cometiendo todos!
CONCEPCIÓN.-Pero, hombre obstinadísimo, ¿no está usted convencido?
JUSTO.-No quisiera estarlo, sépalo usted. Resisto y lucho. (Levantándose con ímpetu, con todo el ímpetu
que le permite la edad.) Yo la quería como si fuese mi propia hija, se lo juro a usted, y procuraba alentarla
en sus sacrificios para que alcanzase mayores perfecciones. Después de tantos desengaños y de tantas
miserias, de rozarme con tantos caracteres ruines, de sentir el vaho de tantas conciencias impuras;
después de abrirme paso durante setenta y seis años por entre multitudes vulgares y egoístas,
encogiéndome mucho para que no me tocasen, allá, al fin de mis días, encuentro, o creo encontrar, un ser
noble, puro, firme, cuya mirada no es engañifa del alma, cuya mano no es tentáculo que se pega, y pienso:
«¡Ah, qué consuelo sentir este rocío en la frente antes que la tierra, cuando en ella caiga, me la embadurne
de barro!» Y ahora quieren ustedes convencerme de que todo es mentira. Doña Concepción, cuesta mucho
creerlo.
CONCEPCIÓN.-Se imaginó usted que Matilde era un ángel, y se encuentra usted con que es… ¡lo que es!
Pues, amigo, quien mal escoge que no se queje.
JUSTO.-(Poniéndose irritado.) Déjeme usted en paz, señora.
CONCEPCIÓN.-¡Si es que cierra usted los ojos a la evidencia! Hasta el haberse marchado Julio de pronto,
no se sabe dónde, porque la verdad es que nadie lo sabe, ¿qué es sino un artificio de Matilde para alejar a
su cómplice?
JUSTO.-De Matilde, o de… quien sea.
CONCEPCIÓN.-(Muy irritada.) No siga usted, porque vamos a acabar para siempre.

ESCENA II
DOÑA CONCEPCIÓN, DON JUSTO, DON LORENZO y CRIADO.

CRIADO.-(Anunciando.) ¡Don Lorenzo!
CONCEPCIÓN.-Que pase, que pase; éste traerá algo. (Sale el CRIADO.)
JUSTO.-Ya nos traerá algún disgusto.
LORENZO.-¡Doña Concepción!… (Saludándola.) Siempre suyo, don Justo.
CONCEPCIÓN.-(Muy cariñosa.) ¡Mi buen amigo!
JUSTO.-(Con mal humor.) ¡Felices días!
CONCEPCIÓN.-Trae usted la cara triste. ¿Verdad, don Justo, que trae la cara triste don Lorenzo?
JUSTO.-(Mirando a DON LORENZO.) La de siempre.
LORENZO.-Es que pesa sobre mí una gran responsabilidad. Es mi sino: ¡sobre mí vienen todas las
responsabilidades!
CONCEPCIÓN.-¿Cómo es eso?
LORENZO.-Sí, señora. Yo lancé sobre Matilde una acusación formidable; hice justicia, pero dicté la
sentencia, y una sentencia abruma al que la dicta.
CONCEPCIÓN.-Cumplió usted conmigo y con mi familia un deber sagrado de amistad.
LORENZO.-Sí, señora; pero ¿y si me hubiese equivocado?
JUSTO.-(Acercándose con interés y algo de esperanza.) ¡Ah! ¿Tiene usted dudas?
LORENZO.-Ya, no.
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO.) ¿Lo ve usted?
LORENZO.-Quise tener la evidencia, y la tengo, por desgracia. Estoy tranquilo, pero estoy triste.
CONCEPCIÓN.-¿De modo que tiene usted pruebas terminantes?
LORENZO.-Terminantes. Yo soy amigo de una familia que vive en casa de Julio…, donde vivía Julio, que el
galán ya desapareció.
CONCEPCIÓN.-¿Y qué?
LORENZO.-Que he procurado enterarme. Personas de esa familia han visto a Matilde hace tres noches
bajar de casa de Julio. La conocen perfectamente; no cabe ni la más remota duda. Usted misma, si usted
quiere, puede enterarse. (A DOÑA CONCEPCIÓN.) Y yo referiré a usted todos los pormenores.
(Preparándose con solemnidad.) A eso vengo.
JUSTO.-No, a mí no; yo no quiero saber nada. Cuentos, chismes, espionajes, delaciones, me repugnan. Ya
sé que en la trama de la vida entre esa urdimbre grosera por mucho; que dolores y desengaños del alma se
entretejen con esas miserias. Pero yo no quiero oír su relación de usted. (A DON LORENZO.) No quiero
saber más sobre el asunto. A doña Concepción, a doña Concepción; a mí, no. Si va usted a contarlo, me
voy.
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO.) ¡Y se precia usted de imparcial y de justiciero! Lo que usted no quiere es
que le hablen mal de Matilde. Venga usted, don Lorenzo. En mi gabinete me lo referirá usted todo.
LORENZO.-Yo no creo haber faltado a mi señor don Justo. ¿Es tanta mi desgracia que le he faltado a
usted?
JUSTO.-No, señor; no tiene usted esa desgracia; de la lista de sus desgracias puede usted rebajar ésta.
No, señor; no me ha faltado usted; «al contrario»… (Con intención, porque lo contrario de faltar es sobrar.)
LORENZO.-(Sin haber comprendido la indirecta.) Eso es otra cosa; porque, don Justo, yo…
JUSTO.-¡Sí, señor!… ¡Usted!… ¡Usted!… ¡Ea! ¡Enriqueta!

ESCENA III
DOÑA CONCEPCIÓN, DON JUSTO y DON LORENZO. ENRIQUETA entra, en tanto, apresurada y mirando
hacia atrás.

CONCEPCIÓN.-¿Qué tienes, hijita? Vienes pálida.
JUSTO.-Parece que Enriqueta viene huyendo. ¿Quién persigue a la niña tímida?
ENRIQUETA.-Ella, Matilde. Hace tres días que está así.
LORENZO.-Desde la última noche que fueron ustedes a ver a Petra, ¿no es cierto?
ENRIQUETA.-Sí, señor; y no sé por qué es esto. Precisamente aquella noche, antes de salir de casa,
estuvo tan amable, tan cariñosa… ¡como nunca! ¿Verdad, don Justo?
JUSTO.-Sí, ya me acuerdo.
ENRIQUETA.-Volvimos… y era otra.
LORENZO.-(A DOÑA CONCEPCIÓN, aparte.) Naturalmente; sabe que fué descubierta y las consecuencias
la espantan.
CONCEPCIÓN.-(Aparte.) Usted puso el dedo en la llaga.
JUSTO.-¿Y qué te dice?
ENRIQUETA.-Nada; es la manera de buscarme, de estar mirándome horas y horas. Parece que quiere
decirme algo… y no me dice nada.
CONCEPCIÓN.-(Aparte, a DON LORENZO.) Es que querrá confiárselo todo a Enriqueta, pedirle consejo y
pedirle protección… Y vacila, y teme, y le da vergüenza.
LORENZO.-(Aparte, a DOÑA CONCEPCIÓN.) Ahora es usted la que ha puesto el dedo en la llaga.
CONCEPCIÓN.-(Aparte, a DON LORENZO.) ¡Los dos, los dos lo hemos puesto!…
ENRIQUETA.-¡Ay madre mía, Matilde me da miedo!
CONCEPCIÓN.-¡No tengas miedo, corderilla! ¿No estamos nosotros aquí para defenderte?
JUSTO.-¿Sabes tú lo que debías hacer? Afrontar el peligro, salirle al encuentro y decirle: «Aquí estoy.
¿Qué me quieres?» Y a ver lo que quería.
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO.) No, señor. ¿Para que Matilde le diese un disgusto? Ya que usted no
quiere oír lo que don Lorenzo va a contarnos, quédese haciendo compañía y protegiendo a Enriqueta.
¡Pronto volveremos, hijita! Vamos, don Lorenzo.
LORENZO.-Estoy a sus órdenes. (Aparte, a DON JUSTO.) ¡Triste misión la mía, don Justo!
JUSTO.-¡Triste misión, señor don Lorenzo!
CONCEPCIÓN.-No tengas miedo… Hasta ahora… Cuídela usted, don Justo. Vamos, vamos, don Lorenzo.
LORENZO.-Vamos, doña Concepción.

ESCENA IV
ENRIQUETA y DON JUSTO.

ENRIQUETA.-(Pausa.) Está usted pensativo, don Justo.
JUSTO.-Sí, lo estoy; pensativo y dudoso.
ENRIQUETA.-(Con humildad.) ¿Por qué? ¡Ay! Perdone usted, yo no debo interrogarle.
JUSTO.-Sí, hija, puedes interrogarme. Estoy pensativo y dudoso, porque no sé qué hacer, si quedarme aquí
contigo y con Matilde, que, según dijiste, vendrá persiguiéndote, y que representáis la «inocencia», o seguir
a don Lorenzo, que representa la «malicia», y ahora mismo estará contando… ¡qué sé yo las cosas que le
estará contando a doña Concepción! Tú, ¿qué me aconsejas?
ENRIQUETA.-No sé; no le comprendo a usted.
JUSTO.-Pues no puedo dar más explicaciones.
ENRIQUETA.-Bueno.
JUSTO.-¿Tú eres curiosa? Dicen que las mujeres son muy curiosas.
ENRIQUETA.-Pues yo no soy.
JUSTO.-Porque tú eres un compendio de todas las perfecciones; pero yo… yo soy un almacén viejo de
todos los defectos, y soy muy curioso. Enriqueta, me estoy muriendo por oír lo que cuenta don Lorenzo, y
el caso es que me repugna el oírlo. No quisiera entrar en el gabinete de doña Concepción, que es donde se
celebra el conciliábulo, y los pies me llevan. Así somos todos.
ENRIQUETA.-¿Por qué se ha de contrariar usted? Si tanta curiosidad siente, vaya usted.
JUSTO.-¡Ea, pues me voy! Mira, y te dejo con Matilde, que ya viene. ¡Valor! Le haces frente. Le dices:
«Aquí estoy. ¿Qué me quieres?» ¡Y a ver… lo que te quiere!
ENRIQUETA.-Sí, Señor.
JUSTO.-Pues hasta luego. (Aparte.) ¡Que choquen! ¡Que luchen! ¡Que se pongan a prueba las dos, y a ver
qué resulta! (Sale.)

ESCENA V
ENRIQUETA y MATILDE.

ENRIQUETA.-¡Me da miedo! ¿Lo sabrá todo? Pero ¿cómo? ¡Calma, calma! Si no me defiendo yo, no ha de
defenderme nadie.
MATILDE.-¡Al fin te encuentro sola! ¡Hace tres días que huyes de mí! ¿Por qué huyes?
ENRIQUETA.-¿Yo? ¿Huir? ¿Por qué? Que tú no me quieres, ya lo sabía; pensé por un momento que
habías cambiado; después he visto que no. Me da tristeza, pero no miedo. Por muy mal que me quieras, no
has de darme muerte, Matilde. (Sonriendo.)
MATILDE.-¿Quieres que una vez en la vida hablemos con franqueza?
ENRIQUETA.-Yo hablo siempre de ese modo que dices; tú eres la que me ocultas lo que piensas.
MATILDE.-Pues hoy no he de ocultártelo.
ENRIQUETA.-¿De veras?
MATILDE.-Te lo juro. (Pausa.)
ENRIQUETA.-(Acercándose con mimo.) ¿Y por qué no hemos de ser amigas? ¿Quieres darme un beso?
MATILDE.-(Rechazándola.) No; hoy, no; hoy mi beso sería falso, como el de Judas. No, Enriqueta.
ENRIQUETA.-(Con humildad.) ¡Bueno! ¡Me rechazas! ¡Como quieras!
MATILDE.-¿Vas a contestar a mis preguntas?
ENRIQUETA.-Sí. ¿Pero querrías tú antes contestar a las mías?
MATILDE.-Contestaré; no rehuyo el interrogatorio.
ENRIQUETA.-(Acercándose, y en voz baja.) ¿Amas a Fernando?
MATILDE.-Sí; lo confieso: le amo. Hace algunos días no me hubiera atrevido a confesarlo; hoy puedo decir
la verdad: le quiero con toda mi alma.
ENRIQUETA.-(Tristemente.) Lo sabía; lo sabe todo el mundo… Espera, no he concluido. ¿De modo que
quieres destruir mi porvenir, mi única esperanza, mi suprema ilusión? Porque yo también le amo.
MATILDE.-(Riendo con sarcasmo.) ¡Tú!
ENRIQUETA.-¿No tengo yo también derecho para querer a Fernando? ¿Por qué te ríes con esa risa fría y
cruel?
MATILDE.-Porque tú no le quieres; «codicias» la posición, el porvenir y las «riquezas» de Fernando.
ENRIQUETA.-¿Y tú no?
MATILDE.-Yo, no. Oye, Enriqueta; yo no quiero arrebatarte a Fernando, como supones. Pero yo «no quiero,
no quiero, no quiero» que Fernando se case contigo. Saldré de esta casa, te quedarás tú sola, no veré más
a Fernando, sacrificaré toda mi ilusión, ¡que ésta sí que es ilusión, y no la tuya!, pero renuncia a esa
boda…; boda ¡que es imposible!, tú lo sabes, ¡que es imposible!
ENRIQUETA.-(Con mucha candidez fingida.) Pero si tú renuncias a Fernando, ¿por qué he de renunciar yo
también?
MATILDE.-Porque él es bueno, noble, honrado. Porque merece ser feliz; porque yo quiero que sea feliz…, y
contigo…, y contigo…
ENRIQUETA.-¡Acaba! ¿Qué?
MATILDE.-(Procurando dominarse, porque se ve que está a punto de estallar.) Contigo no lo sería.
ENRIQUETA.-(Con ironía dulce.) ¡Cómo penetras el porvenir!
MATILDE.-No es que penetro el porvenir, es que «conozco» lo pasado. (Pausa. Se miran fijamente.)
ENRIQUETA.-Yo creo que no estás en tu juicio, Matilde.
MATILDE.-Mira, renuncia a Fernando y yo seré tu amiga, tu hermana, tu esclava.
ENRIQUETA.-No pido tanto.
MATILDE.-Pues yo sí; te pido que no te cases con él. Porque yo no puedo sacrificar la felicidad, el porvenir
y la honra de Fernando. Porque le quiero más que a mí misma, más que a mi deber, más que a todas mis
obligaciones, más que a todo el mundo. Y tú no puedes, no debes ser su esposa, y «tú lo sabes».
(Acercándose a ella nerviosa, delirante, casi amenazadora.)
ENRIQUETA.-¿Yo qué hago, Dios mío, para merecer tu enojo?
MATILDE.-¡No seas hipócrita, porque tus hipocresías y tus dulzuras fingidas me enloquecen! No puedes
casarte con Fernando, porque quieres a Julio; porque mientras yo me quedo con Petra, tú vas
aprovechando la oscuridad de la noche y los tapujos del manto, a casa de Julio: porque yo lo sé, porque la
otra noche te seguí, me encharqué en tu fango, entré en el portal y, agazapada en un rincón de la escalera,
como una miserable, te vi escapar muy aprisa; porque a tu infamia le apliqué mi espionaje y a tu tenacidad
ladina opondré brutalmente mi desesperación y mi amor a Fernando. No quería decirte nada de esto, pero
tú me has obligado, Enriqueta. Cuando volví a casa de Petra, donde ya me esperabas, y me preguntaste
dónde había estado, me dió vergüenza decirte la verdad. (Fuera de sí. Es la lucha de un reptil,
«ENRIQUETA», y de una leona, «MATILDE.»)
ENRIQUETA.-(Con asombro muy bien fingido.) Pero ¿tú crees todo eso que has dicho? ¿Lo crees de
buena fe o lo inventas para perderme?
MATILDE.-Pero ¿tú lo niegas?
ENRIQUETA.-Pero ¿tú lo afirmas?
MATILDE.-¡Si lo he visto! ¡Si te he visto! (También ella se asombra del cinismo de ENRIQUETA.)
ENRIQUETA.-¿A mí? ¿Me has visto a mí? ¿Me has visto salir…, de donde dices? (Como si le repugnase el
pronunciar el nombre de JULIO.)
MATILDE.-¡Como te estoy viendo ahora!
ENRIQUETA.-(Mezcla de osadía, desafío y tono de inocencia.) ¿Por qué no te acercaste a mí, y entonces
no hubiera podido negar?
MATILDE.-¡No sé…, no sé qué contestarte! ¡Me asombras!… ¡Me anonadas!… ¡Me enloqueces!… ¡Hay
momentos, Enriqueta, en que ahogando, matando, debe una desahogarse mucho! ¡Se comprende, se
comprende que los hombres maten!
ENRIQUETA.-¡Por algo te tenía yo miedo!
MATILDE.-¡Vete!… ¡Vete!… ¡Por Dios!… ¡Déjame!
ENRIQUETA.-¿Pues yo qué te he dicho? Que debías haberte acercado a mí…, y si de buena fe te
equivocabas, hubieras salido de tu error. (Dice esto dulcemente, pero alejándose.)
MATILDE.-¡Enriqueta! (Se precipita sobre ella, la coge por un brazo y la trae al primer término.) ¡Eras tú,
eras tú!… Y no me acerqué, como pensaba, porque sonó una puerta y salieron unas señoras, creo que las
de Mendoza…, y no quise perderte…
ENRIQUETA.-Y esas señoras ¿te vieron? (Con alegría contenida.)
MATILDE.-No sé; creo que sí.
ENRIQUETA.-Entonces, ¿no pudiera ser que «inventases todo eso» para justificarte, perdiéndome a mí, si
acaso te vieron y se sabe? (Con infernal astucia.)
MATILDE.-¡Ah…, la niña cándida!… ¡Tú sí que me vas dando miedo! (La empuja hacia el sofá y la hace
caer.) ¡Tú la mujer de Fernando!… ¡No, eso no; eso no será; eso yo lo impediré! ¡Lo impedirán mis celos,
mis odios! ¡Porque yo te odio francamente! ¡Y te desprecio con todo el desprecio de que soy capaz! (Está
inclinada sobre ENRIQUETA como leona que va a despedazar a su presa.)
ENRIQUETA.-(Llorando o fingiendo que llora.) ¡Dios mío…, Dios mío!… ¡Cómo puedo defenderme…, quién
me defenderá!

ESCENA VI
MATILDE, ENRIQUETA y FERNANDO.

FERNANDO.-Pero ¿qué es esto? ¿Estáis riñendo?
ENRIQUETA.-Yo, no; es ella, que se enoja conmigo, y me amenaza, y me maltrata, y me hace llorar; yo
creo que no está en su juicio.
FERNANDO.-¿Qué dice usted, Matilde? (Siempre sonriendo, sin dar mucha importancia al suceso; para él
son dos niñas que riñen.)
MATILDE.-Que tiene razón; no estoy en mi juicio.
FERNANDO.-Pero ¿por qué ha sido?
ENRIQUETA.-Que lo diga ella. (Pausa. ENRIQUETA y MATILDE se miran fijamente; es una lucha
suprema.)
FERNANDO.-Ella nada dice. (Sin dejar el tono de broma.)
ENRIQUETA.-Se ofendió porque le hablé de Julio…, pero fué en broma.
MATILDE.-¡Ah!… (Ríe con risa nerviosa y sosteniendo una tremenda lucha consigo misma. Aparte.)
Conseguirá que me vuelva loca.
FERNANDO.-Ya pasó todo.
MATILDE.-¡No, no puede ser! ¡Esta situación es imposible!
ENRIQUETA.-¡Otra vez! ¡Perdona, Fernando, voy con tu madre! Tu madre no me maltrata, me acaricia;
«¡cree todo lo que le digo!» (Con intención.) Adiós, Matilde; no te guardo rencor. (Con dulzura. Aparte, a
MATILDE.) No tengas miedo: si te arrepientes, no le contaré nada; y si es preciso, «intercederé por ti.»
(Alto.) Dices bien, Fernando: ya pasó. Ya sequé mis lágrimas. Soy una niña, ¿verdad? (Sale.)

ESCENA VII
MATILDE y FERNANDO.

FERNANDO.-Una niña, pero ¡qué buena!
MATILDE.-Muy niña, ¿no es cierto? ¡Muy simpática, muy digna de ser amada y de llevar su nombre de
usted! (Con desgarradora ironía.)
FERNANDO.-Simpática y buena, ¿cómo negarlo? Digna de ser amada… por quien se enamore de ella. Por
mí, no; ya lo sabe usted.
MATILDE.-(Con alegría.) ¿De veras?
FERNANDO.-¿Usted lo duda? Pero ¿qué es esto, Matilde? ¡Cien veces me ha aconsejado usted que me
enamore de ella, que me case con ella! Y hoy…, hoy…, ¡no me atrevo a creerlo!…, ¿hoy no quiere usted
que me case con Enriqueta? (Con asombro y alegría.)
MATILDE.-(Resueltamente.) No; no se case usted Fernando.
FERNANDO.-¿Por qué? Mire usted, Matilde, que sus palabras, con ser duras y secas, y casi
desesperadas, me suenan a gloria. Usted no quiere que me case con otra mujer; usted, con ser la bondad
misma, siente odio por esa criatura y la atormenta. ¿Por qué, Matilde (Con ansiedad y esperanza.), ese
enojo contra Enriqueta? No me atrevo a decirlo; temo ser vanidoso y ridículo… ¿Será…? ¿Lo digo?
¡Perdóneme usted!… A quien la quiere como yo, con todos los arrebatos de la pasión y todas las ternuras
del cariño, algo se le debe perdonar. ¿Serán celos? ¡Diga usted que sí!
MATILDE.-Suponga usted que lo sean (Procurando sonreír.); suponga usted que le pido, por lo que más
ame en el mundo, por su madre de usted, por su honra de caballero, por la simpatía que yo pueda
inspirarle, «que no se case usted con Enriqueta»; ¿atenderá usted a mi ruego? Mire usted que se lo suplico
con la suprema angustia de la desesperación.
FERNANDO.-¡No me casaré! ¡No me casaré con ella!
MATILDE.-¡Gracias, Fernando! ¡Me quita usted un peso horrible!
FERNANDO.-No me casaré con ella. Suceda lo que quiera; mande mi madre lo que mande. Seré un
caballero desleal, hijo rebelde; pero con una condición.
MATILDE.-¿Cuál?
FERNANDO.-La de que ha de ser usted mi esposa. Con esa condición, sí; sin esa condición, no. (Se ve
que quiere obligarla.)
MATILDE.-Pero eso es imposible. Eso me humillaría, me envilecería a mis propios ojos. ¡Quitarle su novio a
Enriqueta, quitárselo para mí!… ¡No, Fernando; jamás! ¡Yo no puedo hacer esas cosas!
FERNANDO.-(Desesperado.) Pues entonces, si su «vanidad» de mujer recta y honrada pesa más en usted
que su «amor»; si no quiere usted sacrificar por mí escrúpulos ridículos, ¡entonces obedeceré a mi madre,
me separaré de usted para siempre! (Con crueldad y ensañamiento.) ¿Lo oye usted? ¡Y usted lo habrá
querido! ¡Y asistirá usted a la boda, ya que tan indiferente le soy! ¡Y usted misma le pondrá a Enriqueta el
velo de desposada! ¡Y usted irá impasible a despedirnos cuando emprendamos «ella» y yo nuestro viaje de
novios! ¡Y usted y yo nos moriremos de desesperación!
MATILDE.-¡Fernando, Fernando, no me desespere usted! ¡Si usted me comprendiera! ¡Si usted viese dentro
de mí qué batalla tan horrible! (Oprimiéndose la cabeza con las manos.) Yo veo a mi padre moribundo,
diciéndome: «Matilde, yo hice mal, mucho mal a esa familia; si llega la ocasión, «sacrifícate por ellos;
júramelo, hija, júramelo.» ¡Y yo juré y besé sus cabellos blancos; y ahora mismo, cuando le digo a usted
que abandone a Enriqueta, siento que aquellos cabellos blancos se me pegan a los labios, como si
quisieran coser con hilos de plata estos labios perjuros, como si quisieran helar con su hielo de muerto mis
palabras impías. (Rompe a llorar.)
FERNANDO.-¡Matilde!
MATILDE.-Y al mismo tiempo veo a una pobre mujer…, ¡si es que no la veo!… Muriendo en la miseria y en
la soledad… ¡Si es que tampoco sé si ha muerto!… Y diciéndome con el hipo de la agonía: «¡Esa familia
maldita nos ha separado; has de vengar a tu madre, o no sabes ser hija!» ¡Y siento que el odio me sube a
los labios y borra con hiel el último beso de mi padre!
FERNANDO.-¡No la comprendo a usted, Matilde!
MATILDE.-Y al mismo tiempo mis celos, ¡porque son celos! ¡Créame usted que son celos! ¡Cuando yo lo
digo!… ¡Yo no quiero decir nada contra Enriqueta!… Pero, Fernando, yo le quiero a usted más que a mi
vida, y quiero verle a usted feliz y honrado… ¡Fernando, no se case usted con esa mujer!
FERNANDO.-(Con extraordinaria pasión.) ¡Pues escoja usted! ¡Ha llegado el instante supremo! Escoja
usted ahora mismo, porque si no, pronto, muy pronto, me caso con Enriqueta. Todo está preparado; mi
madre lo manda… No importa; yo la desobedezco si tú quieres, ¡pero has de querer!
MATILDE.-¡Por Dios, Fernando, que no puedo más!
FERNANDO.-¡Pues decídete; si no, mañana, mañana es ella mi mujer! ¡Mía para siempre! ¡Ella en mis
brazos, amándola, y amándome…, y tú, lejos! ¡Ella mi esposa honrada!… ¡Tú, el recuerdo que se borra!…
¡Yo, en el hogar doméstico rodeado de dulzuras!
MATILDE.-¡De dulzuras!
FERNANDO.-¡De dulzuras! ¡Porque Enriqueta es un ángel!
MATILDE.-¡Un ángel!
FERNANDO.-Sí.
MATILDE.-¿Y darás tu nombre, tu honra, tu porvenir…, a esa…, a esa mujer?
FERNANDO.-Mañana mismo. ¡Conque escoge, escoge!
MATILDE.-¡Pues sea! ¡Sí, tuya; como tú quieras! (Ya loca.) ¡Tu esposa, tu amante, tu esclava! ¡Todo me es
indiferente; pero no te cases con Enriqueta!
FERNANDO.-¡Ah!… ¡Por fin!… ¡Con ella, no; contigo!
MATILDE.-No sé si hago bien o si es una infamia esto a que me precipito; pero por ti es, por salvarte de la
desesperación.
FERNANDO.-Matilde, salgamos ahora mismo de esta casa.
MATILDE.-¡Salir de esta casa! ¿Por qué? ¿Adónde me llevas?
FERNANDO.-¡No temas! ¡No quiero que quedes aquí, para que no te atormenten, y para que no te
arrepientas! Te llevo a una casa digna y honrada; a la casa del que fué mi tutor, casi mi padre; en ella
estarás hasta el día de la boda.
MATILDE.-¡Yo no sé!… ¡Yo dudo!… ¡Dios mío!, ¿qué voy a hacer?
FERNANDO.-¿De la desesperación quieres salvarme, y dudas?
MATILDE.-No, todo por ti: de la desesperación y la deshonra te salvo!… ¡Vamos!
FERNANDO.-¡Sí, vamos!

ESCENA VIII
MATILDE, FERNANDO y DON JUSTO.

JUSTO.-(Cerrando el paso.) ¿Adónde vais?
FERNANDO.-¡Ni es usted mi padre, ni mi pariente, ni tiene usted derecho a interrogarnos! (Previniendo un
movimiento de DON JUSTO.) Pero el no contestar podría argüir temor, y voy a contestar a usted. Salgo con
Matilde para dejarla en una casa tan honrada como ésta, en la cual vivirá hasta el día de «nuestra boda».
JUSTO.-¡Ah! ¿Dices… «de vuestra boda»?… ¿De qué boda?
FERNANDO.-(Señalando a MATILDE.) De la nuestra.
JUSTO.-Ya lo comprendo. ¿Y ella consiente?
FERNANDO.-Cuando usted llegó, decía: «¡Vamos, vamos pronto!»
JUSTO.-(Con la frialdad del desprecio.) No tengo nada que oponer: ni soy vuestro padre, ni vuestro
pariente…, «ni vuestro amigo».
MATILDE.-(Cubriéndose el rostro.) ¡Qué cruel es!
FERNANDO.-Pues si nada de eso es usted, y yo no disputo títulos que se me niegan, o que se niegan a la
que ha de ser mi esposa, déjenos usted salir.
JUSTO.-No soy vuestro amigo (A FERNANDO.); pero soy amigo de tu madre, y traigo una comisión suya.
FERNANDO.-Luego desempeñará usted esa comisión. ¡Matilde!… (Queriendo salir con ella.)
JUSTO.-No; ha de ser ahora.
FERNANDO.-¿Con qué derecho?
JUSTO.-Con el que me da tu madre.
FERNANDO.-¿Y qué quiere mi madre?
JUSTO.-Hablarte ahora mismo sobre un asunto gravísimo. Eso dice ella. Creo que se trata de esta señorita.
MATILDE.-¿De mí?
JUSTO.-De usted. ¿Pero se ha puesto usted pálida? (Es que MATILDE recuerda las amenazas dulzarronas
de ENRIQUETA, y ve que algo terrible se le viene encima.)
FERNANDO.-(Acudiendo a ella.) ¡Matilde!…
MATILDE.-No, no es nada. Fernando, déme usted el brazo y salgamos de esta casa.
FERNANDO.-Tienes razón.
JUSTO.-(Con ironía profunda.) ¿Teme usted, señorita, que Fernando hable con su madre…, y de usted
precisamente…, antes de que se comprometa Fernando en esta escapatoria que he sorprendido?
FERNANDO.-¡Don Justo!… Pido respeto para ella.
JUSTO.-Yo también lo quisiera.
FERNANDO.-¡Don Justo!
MATILDE.-Vaya usted, Fernando; yo esperaré.
FERNANDO.-No, Matilde; tú eres lo primero.
MATILDE.-No, Fernando; su madre de usted es antes.
FERNANDO.-Luego vendré.
MATILDE.-No, ahora; si no, no salgo de esta casa. Cuanto más pronto vaya usted, más pronto saldremos.
FERNANDO.-¡Pues sea! Aguárdeme. No tardaré mucho. ¡Y si piensan separarme de ti, grandemente se
equivocan! (Sale.)

ESCENA IX
MATILDE y DON JUSTO. Pausa prolongada, en que se miran los dos. Esta primera escena muda queda
encomendada a los actores.

MATILDE.-¿Me mira usted con enojo, don Justo?
JUSTO.-No; la miro a «usted» con tristeza.
MATILDE.-Me hablaba usted antes como se habla a una hija. Decía usted: «Oye tú, Matilde.»
JUSTO.-Pues era un error, o una ligereza, o una falta de respeto.
MATILDE.-¿Me respeta usted ahora más? (Pausa.) ¿No me contesta usted?
JUSTO.-A una mujer, sólo por serlo, se la debe ya respetar; y yo respeto, a todo el mundo, todo lo que
puedo.
MATILDE.-¿Qué piensa usted de mí?
JUSTO.-Nada; como yo casi siempre me equivoco al juzgar a las personas, he resuelto no pensar nada de
ellas en adelante.
MATILDE.-¿Y qué piensa usted de lo que…, de lo que le ha dicho a usted Fernando?
JUSTO.-¿De eso de la boda? Como aún no está hecho, no tengo nada que pensar sobre ella. MATILDE.-
(Con energía, casi con fiereza.) Él es libre, yo soy libre; queremos los dos, ¿quién puede impedirlo?
JUSTO.-El arrepentimiento.
MATILDE.-¿El mío? Yo no me arrepiento. Cumplo como debo, aunque usted no lo crea. Y salvo a un
hombre de honor y a un hombre a quien amo, y a quien haré feliz, aunque tenga que darle mi vida. Y, sobre
todo, es la única manera: no me arrepiento.
JUSTO.-No se esfuerce usted: «con el arrepentimiento de usted no contaba».
MATILDE.-¿Pues con cuál?
JUSTO.-Con el de Fernando.
MATILDE.-Porque Fernando lo ha exigido así, iba con él.
JUSTO.-Puede cambiar de opinión.
MATILDE.-¿Y cómo?
JUSTO.-Oyendo a su madre.
MATILDE.-¿Pues qué le dirá su madre?
JUSTO.-Pronto lo sabrá usted, porque supongo que él ha de venir.
MATILDE.-¿Pero usted lo sabe?
JUSTO.-Lo sé.
MATILDE.-¿Y no puede usted decírmelo?
JUSTO.-Me repugna humillar a quien antes enaltecí.
MATILDE.-Si no merezco ser enaltecida, «no merezco ser humillada».
JUSTO.-Pues prepárese usted a serlo.
MATILDE.-¿Yo?
JUSTO.-Sí. ¿No oye usted?
FERNANDO.-(Desde dentro.) ¡Mentira!… ¡Imposible!… ¡Calumnia!…
MATILDE.-(Con espanto y angustia.) ¡Es Fernando!… ¿Por qué dice eso?…
JUSTO.-Porque lucha contra la evidencia y se revuelve contra el desengaño. ¡Así, así nos revolvemos
cuando el desengaño nos hiere!
MATILDE.-¡Ah Enriqueta!… ¡Ella es!… ¡Ella, Dios mío!
JUSTO.-Enriqueta no está allí. Entró un momento, lloró, en los brazos de doña Concepción, hablaron en voz
baja, y se fué a seguir llorando en su cuarto.
MATILDE.-Con esto basta; yo la conozco.
FERNANDO.-(Dentro.) ¡No!… ¡Aquí!… ¡Aquí todos!… ¡Delante de ella!… ¡Ven, madre! CONCEPCIÓN.-
(Dentro.) ¡Hijo mío!…
LORENZO.-(Dentro.) ¡Por Dios, cálmese usted!…
FERNANDO.-He dicho que todos. (Salen todos.)

ESCENA X
MATILDE, DON JUSTO, FERNANDO, DOÑA CONCEPCIÓN y DON LORENZO. FERNANDO, como loco,
trae a su madre. DON LORENZO los sigue.

MATILDE.-(Retrocediendo aterrada.) ¡Fernando!
FERNANDO.-Esas infamias, esas calumnias, se dicen aquí, en su presencia, para que ella se defienda,
para que la defienda yo.
MATILDE.-Defenderme, ¿de qué?
FERNANDO.-De lo que afirman, de lo que juran, de lo que inventan.
MATILDE.-Pero ¿quién es?
FERNANDO.-Por lo visto, todo el mundo.
MATILDE.-Eso es ya condenarme.
FERNANDO.-No, Matilde; es repetir lo que cuentan.
MATILDE.-Pero ¿tú lo crees?
FERNANDO.-(Con gran violencia.) ¡No, Matilde! ¡Creerlo, no! (Con angustia creciente.) ¡Pero piensa que es
mi madre quien lo dice!… Y contra ella, ¿qué puedo yo? A otra persona yo le cerraría la boca con un hierro,
con un plomo, con mis manos crispadas, hiriendo, matando, ahogando; pero a ella, ¿cómo?… Hay que
ponerse en la realidad. ¡Es ella, es mi madre!… A ella, ¿de qué modo le cierro la boca para que no diga que
eres infame, que eres impura?… (Tapándose la boca.) Ya lo ves, yo mismo, con mis propias manos, corto
mi aliento, y rompo las palabras malditas, y me oprimiría el corazón para no sentir, y me estrujaría el
cerebro… Pero a ella no puedo, no puedo…, no puedo…, Matilde… ¿Cómo quieres tú que haga eso? ¡Es mi
madre!
MATILDE.-Ni debes pensarlo tampoco.
FERNANDO.-Entonces tengo que oírla.
MATILDE.-La oiremos los dos: la oirán todos. Hable usted, señora.
CONCEPCIÓN.-Le dije a Fernando lo que tenía que decirle.
MATILDE.-Repítalo usted.
CONCEPCIÓN.-Me repugna. (Pausa. MATILDE mira alrededor; todos callan.)
MATILDE.-¿Tan indigno es que nadie se atreve? ¿Ni usted tampoco, don Lorenzo?
LORENZO.-¡Por Dios, Matilde!
MATILDE.-¿Ni usted, don Justo?
JUSTO.-Yo, sí.
MATILDE.-Pues a ver.
JUSTO.-Que Julio es tu amante.
FERNANDO.-Eso, eso dicen… ¿Lo ves, Matilde?
MATILDE.-¡Ah, la invención ridícula!
FERNANDO.-Ridícula, sí; pero hay que probar que lo es.
MATILDE.-¡Fernando!
FERNANDO.-No es por mí; para mí, tu palabra lo es todo; pero es por mi madre, por ellos, por el mundo,
por ti misma, porque es preciso que los dos aplastemos a los calumniadores. ¡Tú no sabes qué pruebas
amontonan, con qué astucia tejen la red, qué recuerdos despiertan, con qué infernal habilidad de muchas
pequeñeces fabrican una montaña!… ¡Si te digo que, si no fuera yo, y no tuviese la fe que tengo en ti,
dudaría, lo creería! ¡Mira tú, cuando han convencido a mi madre, que es tan buena y que te quiere tanto,
¿qué será a los demás?… ¡Matilde, Matilde…, yo sé que es mentira!… Pero no la desprecies, que esta
mentira se parece mucho a una verdad.
MATILDE.-¡Fernando…, tú dudas de mí!
FERNANDO.-No; pero vengan pruebas para que no dude nunca.
MATILDE.-Pruebas ¿de qué? ¿De esa historia ridícula y absurda de mis amores con Julio? ¡Yo rechazo
todo eso, lo niego, lo desprecio!
FERNANDO.-¿Ya ven ustedes (Volviéndose a todos.), lo ves, madre mía?
CONCEPCIÓN.-Pero ¿había de confesarlo, Fernando?
FERNANDO.-¿No está usted convencido, don Justo? (DON JUSTO aparta la vista.)
MATILDE.-No busques el convencimiento de los demás, sino el tuyo. Yo te pregunto a ti: ¿me crees capaz
de una infamia? Fernando, contéstame la verdad. La verdad seca, brutal, descarnada, aunque me enlode,
aunque me aplaste. ¿Dudas de mí?
FERNANDO.-Sí. A pesar mío, pero dudo. ¡Matilde, por Dios, por ti, por nuestro amor!
CONCEPCIÓN.-(A DON JUSTO y a DON LORENZO.) ¡Al fin!
MATILDE.-Y yo, ¿cómo puedo infundirte la confianza que has perdido?
FERNANDO.-Dicen muchas cosas, pero no quiero saber más que una, ¿has ido algunas veces de noche,
sola, como van las que no son como tú; otras mujeres, a casa de Julio?
MATILDE.-No.
FERNANDO.-¡Ah!… (Se vuelve triunfalmente a todos, todos murmuran y le miran con lástima.)
CONCEPCIÓN.-No te habrán visto muchas veces, porque sería mucha casualidad; pero ¿no te han visto
siquiera una vez?
FERNANDO.-Eso, contesta, no has ido «ni una vez»? ¡Ahora verán ustedes!
MATILDE.-(Vacilando.) Yo…, a casa de Julio…, no; realmente…, sería preciso…
CONCEPCIÓN.-(A FERNANDO.) ¿Y aún dudas?
JUSTO.-¡Desdichada!
FERNANDO.-(Con ira y acercándose amenazador.) ¿Sería preciso? ¿Qué?
MATILDE.-(Con fiereza.) Que explicasen por qué me vieron salir de aquella casa los que me vieron salir.
FERNANDO.-¿Luego estuviste?
MATILDE.-Sí; una vez.
FERNANDO.-¡Ah Matilde…, Matilde!… ¡Miserable!
CONCEPCIÓN.-Una vez la vieron; ¡cuántas no la verían!
MATILDE.-¡Ah señora…, prudencia…, que yo también puedo enloquecer!
FERNANDO.-¡Sea «una»! ¿A qué fuiste?
MATILDE.-¡Fernando!
FERNANDO.-¡Contesta!
MATILDE.-¡Me repugna!
FERNANDO.-No se trata ahora de repugnancias, sino de verdades. ¡Más repugnante es escarnecer hoy mi
amor en espera de escarnecer mañana mi honra!
MATILDE.-¡Ah! Pues sea… Fuí a casa de Julio.
FERNANDO.-¿A qué?
CONCEPCIÓN.-No sabe qué decir.
MATILDE.-Pues fuí a casa de Julio… porque yo también dudaba de la que iba a ser tu esposa…, y quise
cerciorarme…
CONCEPCIÓN.-(A MATILDE.) ¡Silencio! (A FERNANDO.) ¿No te dije que inventaría eso?
JUSTO.-Mal medio y mala defensa, Matilde.
MATILDE.-Pues no tengo otra.
CONCEPCIÓN.-¡Basta! Has querido indignamente calumniar a Enriqueta; no lo sufro. ¡Sal de mi casa!
MATILDE.-¡Ah!
CONCEPCIÓN.-De todas maneras, ibas a salir; pero ahora saldrás sola.
MATILDE.-(Volviéndose a FERNANDO.) ¿Saldré sola?
FERNANDO.-¡Sí!
MATILDE.-¡Ah!… ¡Él también! ¡Y yo sé que soy honrada, y me lo niegan todos esos miserables! Y ella…,
ella, Enriqueta, será su esposa.
FERNANDO.-(Con desesperación y a modo de venganza.) ¡Lo será!
MATILDE.-(A FERNANDO, al oído.) ¡No!… ¡Oye: Julio es el amante de Enriqueta!
FERNANDO.-(En voz alta.) ¿También calumniadora? ¡Vete!
MATILDE.-¡Ah! ¡Me arrojan…, me arrastran ante Enriqueta! ¡Pues bien, sea! ¡Yo juro por mi sangre, por mi
alma, por mi salvación, que no se casará contigo! ¡No se casará!… ¡Aunque todos se empeñen, no se
casará! (Sale como loca.)
TELÓN
Acto cuarto
La escena puede ser la misma de los actos anteriores; es decir, un salón de mucho lujo en casa de doña
Concepción. Rompimiento en el fondo de tres claros muy grandes; más allá se ve otro pequeño salón,
también muy elegante; de frente y en el centro de este último salón, un gran sofá o diván, y detrás, algo
que adorne el muro o un balcón; este diván corresponde a la puerta del centro; sobre el diván y las mesas,
telas, encajes, estuches, jarrones, pequeños cuadros y otros objetos artísticos; son regalos de boda. Se
supone que la izquierda de este segundo salón comunica con las habitaciones de Enriqueta y Fernando, y
que comunica la derecha con las demás habitaciones de la casa. En el primer salón, dos puertas con
colgaduras: la de la izquierda da a un gabinete, sin otra salida; la de la derecha, a los salones principales.
Además, a la izquierda hay una pequeña puerta de servicio. Mesas elegantes, espejos, araña en el centro,
tapices, etc. En primer término, donde convenga para el juego de la escena, una mesita y un sofá. Por
todas partes, regalos de boda, como en el segundo salón. Es de
noche; los dos salones profusamente iluminados.

ESCENA PRIMERA
ENRIQUETA, dos o tres AMIGAS y uno o dos CABALLEROS, en el segundo salón. ENRIQUETA les
enseña los regalos; a veces, se les oye confusamente hablar y reír; DOÑA CONCEPCIÓN y DON JUSTO,
en primer término.

CONCEPCIÓN.-(Señalando al grupo de ENRIQUETA.) Mire usted…, mire usted… Les está enseñando los
regalos. ¡Qué día tan feliz para mi Enriqueta! Con muchas lágrimas se lo ha ganado. (Estremeciéndose.)
¡Pobre niña mía!
JUSTO.-El día de la boda debe ser un día muy feliz. Es natural que lo sea. Como he sido siempre
«soltero», y al cabo he ascendido a solterón, no lo sé por experiencia propia, pero lo sé por mis amigos.
CONCEPCIÓN.-¡Y qué alegre está mi Enriqueta!
JUSTO.-(Distraído.) ¿Y qué hace ahí dentro?
CONCEPCIÓN.-Ya se lo he dicho a usted. Pero usted no sé qué tiene esta noche que no atiende a nada.
Está enseñando los regalos a sus amigas. Es una colección de preciosidades: un museo. ¡Ah! El regalo de
usted es lindísimo.
JUSTO.-Muchas gracias. Yo entiendo poco de estas cosas. ¿Sabe usted lo único que se me ocurre
regalarles a los que se casan? ¡Un «velocípedo»! Eso a él. ¡Y a ella, un «velo»… monjil! (Riendo.) Pero, en
fin, una señora amiga mía y de mucho gusto me saca de estos apuros.
CONCEPCIÓN.-Muy buen gusto ha tenido. Oiga usted, don Lorenzo no ha regalado nada.
JUSTO.-Ya regalará. ¡Como le persigue la desdicha, le habrá sucedido algo! Pero esté usted tranquila; todo
lo malo que le sucede a don Lorenzo, se arregla al fin. Y, en verdad, que ya le hizo a Enriqueta el mejor de
todos los regalos.
CONCEPCIÓN.-(Con inocencia.) ¿Sí?
JUSTO.-Señora, le regaló el «novio». A no ser por él, no se casa Fernando con Enriqueta. Él «aplastó» a
Matilde.
CONCEPCIÓN.-¡No me la nombre usted, don Justo!
JUSTO.-(Triste y preocupado.) ¡Tiene usted razón!
CONCEPCIÓN.-¿No le parece a usted que se hace tarde? Ya está todo dispuesto. «El altarcito» en el
salón principal con todas las luces encendidas. ¡Es una monada! ¡Dan ganas de casarse delante de este
altarcito, don Justo! Así decía Enriqueta con su sonrisa de ángel. Y el sacerdote está para llegar. Y no falta
ni uno de los invitados. Verdad es que han sido muy pocos. Enriqueta, como es «tan modesta», quería
casarse en familia, sin avisar a nadie, sin regalos, sin que lo anunciasen los periódicos. Y esto lo ha
conseguido. Creo que a última hora sólo uno o dos han faltado al secreto.
JUSTO.-Es muy modesta, muy modesta. Ella no quiere meter ruido. (Con cierta ironía. Se ve que no cree
en la modestia de ENRIQUETA.) «Casarse, y nada más.» Y en seguida, al extranjero. (En tono de broma,
pero con intención.) «Ya cogí marido y me lo llevo.»
CONCEPCIÓN.-Eso es; para ella no hay más que el cariño de Fernando. Pero yo le dije: «No, hija mía, que
eso es casarse en secreto.» Vendrán pocos, pero vendrán algunos amigos.
CRIADO.-(Por un costado. Trayendo un estuche, no muy grande, envuelto en un papel, y dando la tarjeta.)
Acaban de traer esto con una tarjeta.
CONCEPCIÓN.-¿A ver, a ver? Déjelo usted ahí. (El CRIADO deja el estuche en la mesita y entrega la
tarjeta a DOÑA CONCEPCIÓN; se retira.) Vea usted de quién es, don Justo. (Dándole la tarjeta; entre
tanto, ella quita el papel al estuche y lo abre. Al mismo tiempo, otro CRIADO viene por la derecha del
segundo salón y entrega otro estuche a ENRIQUETA.)
ENRIQUETA.-(Desde dentro.) Venga usted, venga usted, doña Concepción; verá usted qué cosa «tan
divina» me regalan las de Mendoza.
CONCEPCIÓN.-Ya voy, hija, ya voy. (A DON JUSTO.) ¿De quién es esto?
JUSTO.-(Quitando el sobre de la tarjeta.) De don Lorenzo. ¿No le decía yo a usted?
CONCEPCIÓN.-¡Jesús, qué preciosidad! ¡Una escribanía pequeñita de acero calado sobre fondo de oro!
¡Mire usted…, mire usted! ¿Y qué dice la tarjeta? Léamela usted, don Justo.
JUSTO.-(Leyendo.) «Querida Enriqueta: Reciba usted este recuerdo de su buen amigo. Feliz la mujer que
puede escribir la historia de su vida sobre fondo de oro con caracteres de acero. De oro, el corazón; de
acero, la virtud.»
CONCEPCIÓN.-¡Muy delicado, muy poético!
JUSTO.-A usted le parecerá delicado y poético; yo me atrevo a decir que me parece cursi.
CONCEPCIÓN.-¡Qué manía tiene usted contra el pobre don Lorenzo!
ENRIQUETA.-(Desde el segundo salón, a DOÑA CONCEPCIÓN.) Pero ¿no viene usted? CONCEPCIÓN.-
¡Sí, hija; y ven tú a ver el regalo de don Lorenzo!
ENRIQUETA.-(Viniendo al primer término.) ¿De don Lorenzo?
CONCEPCIÓN.-Sí.
ENRIQUETA.-A ver… Haga usted el favor de enseñarles los demás regalos. (A DOÑA CONCEPCIÓN.) Yo
estoy rendida. Voy a descansar un poco; la cabeza me da vueltas.
CONCEPCIÓN.-Allá voy. Hágala usted compañía, don Justo. Es para la pobre un día de emociones.
JUSTO.-Sí, señora. (DOÑA CONCEPCIÓN se va al segundo salón; habla con las señoras y caballeros, y
se retiran lentamente por derecha, como si estuvieran viendo más objetos.)

ESCENA II
ENRIQUETA y DON JUSTO.

ENRIQUETA.-¿Y qué me regala don Lorenzo?
JUSTO.-Ahí está: una escribanía preciosa.
ENRIQUETA.-(Mirándola.) Preciosa.
JUSTO.-Y completa.
ENRIQUETA.-Es cierto: sus dos tinteritos muy coquetones, su secador, sello para lacre… ¡Monísimo! Dos
amorcillos jugando alrededor de un «ara». ¡Qué original!… (A DON JUSTO, riendo.) ¿Es un «ara» o una
«estufa»?
JUSTO.-(Cogiendo el sello.) Es un «ara». El fuego está «encima», por fuera. En la estufa está por «dentro».
El arte clásico, al transformarse en arte moderno, pierde en «forma», pero gana en «calor». Puro
simbolismo, Enriqueta. El «ara» y la «estufa» representan dos civilizaciones. (Entre serio y bromista.) ¿Hay
más?
ENRIQUETA.-Sí, el cuchillo… o plegadera…, también con su «ara» y sus amorcillos en el puño. ¡Pues mire
usted, «pincha» y «corta»! (Probando la punta y el filo, y riendo.)
JUSTO.-Si Fernando, andando el tiempo, te fuese infiel, ya tienes un arma vengadora. (Riendo.) La avispa
ya tiene su aguijón.
ENRIQUETA.-(Con cierta coquetería infantil.) Yo no soy avispa; cuando más, una «mosquita».
JUSTO.-«Una mosquita muerta.»
ENRIQUETA.-¿Por qué dice usted eso?
JUSTO.-¡Qué sé yo!
ENRIQUETA.-(Con mucha dulzura; la dulzura hipócrita es su tipo.) Usted no me mira con buenos ojos. La
predilecta de usted era… la «otra».
JUSTO.-Ya no lo es; la maldad en el hombre es odiosa; en la mujer es repugnante. Se portó muy mal
contigo, ¿no es verdad?
ENRIQUETA.-Usted lo sabe.
JUSTO.-¡Mira tú que fué maldad la de Matilde! ¡Dos amantes! ¡Engañar a dos hombres! ¡Y luego acusarte a
ti!
ENRIQUETA.-Dios se lo perdone.
JUSTO.-Es que si por casualidad tú hubieses tenido alguna vez…, cosas que pasan…, algún ligero amorío
con Julio… y hubiese mediado alguna carta, y se hubiese apoderado de ella Matilde…, estabas perdida.
ENRIQUETA.-Por ese lado estoy segura.
JUSTO.-¿Por qué lado? ¿A qué te referías?
ENRIQUETA.-A eso que decía usted: a las cartas. Como no hubo amores, no hubo cartas. JUSTO.-¡Qué
buena eres! ¡Verdaderamente, un ángel! Doña Concepción te conoce bien.
ENRIQUETA.-¿Por qué dice usted eso?
JUSTO.-Porque te estoy sometiendo a un interrogatorio impertinente, de todo punto impertinente. Y tú,
modesta y resignada. No hubiera hecho eso Matilde. Ella, como es tan «orgullosa» y como tiene aquel
carácter de fiera, habría protestado indignada. ¡Tú, un corderillo, una paloma sin hiel!
ENRIQUETA.-(Comprendiendo que ha estado demasiado humilde.) ¡También me duele, también!… ¡No crea
usted que no lo comprendo!… Pero yo no sé defenderme. (Se lleva el pañuelo a los ojos, y hace que llora.)
¡Ay don Justo, qué mal me quiere usted!
JUSTO.-¡No llores, Enriqueta!… ¡No llores, pobrecilla!… ¡No lo consiento! (Se acerca, la acaricia, le quita el
pañuelo y lo toca, como distraído, a ver si está húmedo.)
ENRIQUETA.-¡Don Justo!
JUSTO.-(Aparte.) No lloraba: el pañuelo está seco; ni una lagrimilla. (En voz alta.) ¿Y Julio?
ENRIQUETA.-No sé.
JUSTO.-A última hora, dicen que ha ido a las Baleares, a recoger el último suspiro de su tía y la herencia,
de paso.
ENRIQUETA.-No es imposible.
JUSTO.-¡Ya!
ENRIQUETA.-¿Por qué me mira usted así? ¡Parece usted un juez!
JUSTO.-Aquí no puede haber juez, porque no hay reo. Si estuviese Matilde, sería otra cosa.
ENRIQUETA.-No hablemos de Matilde; me da mucha pena. ¿Dónde estará la pobre? ¿Lo sabe usted?
¿Dónde estará? (Se ve que tiene miedo.) No se atreverá a venir, ¿no es cierto?
JUSTO.-Ella es muy atrevida.
ENRIQUETA.-¡No la dejarán entrar! ¡Si viniese sería para dar un escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡No; no puede
venir! (Está jugando nerviosamente con la plegadera.) ¡Ay…, Dios mío!
JUSTO.-¿Qué es eso?
ENRIQUETA.-(Sonriendo.) Que me he pinchado con la plegadera de don Lorenzo. ¿Ve usted? Un puntito de
sangre. (Le quita el pañuelo.)
JUSTO.-¿Estás nerviosa?
ENRIQUETA.-Sí, señor; lo confieso. ¡Me dice usted unas cosas!… ¡Me hace usted unas preguntas!… ¡Me
mira usted de un modo! ¡Ah! Don Justo, si yo no protestase… respetuosamente, pero si yo no protestase,
es que sería digna de las dudas de usted.
JUSTO.-(Mirándola mucho.) ¡Vamos, has aprovechado la lección! (ENRIQUETA deja la plegadera y coge
nerviosamente la carta o tarjeta de DON LORENZO, jugando con ella.)
ENRIQUETA.-¿Qué lección?
JUSTO.-La que te di antes. «La inocencia protesta indignada cuando se duda de ella.» Soy muy pesado y
muy antipático, ¿verdad? (Riendo.) Me voy allá fuera a contemplar el «ara de Himeneo». (Se dirige hacia la
derecha.)
ENRIQUETA.-(Con dulzura.) ¡Hasta «luego», don Justo! (Luego, aparte.) ¡Por fin! (Al creer que sale DON
JUSTO, se levanta nerviosa y rompe en muchos pedazos la tarjeta de DON LORENZO.)
JUSTO.-(Volviéndose rápidamente y viendo lo que ha hecho.) ¡Ah! ¡Pobre tarjeta de don Lorenzo! ¡No
merece tus enojos! En tal caso, yo.
ENRIQUETA.-(Conteniéndose.) No fué por enojo, fué por distracción.
JUSTO.-(Con misterio.) Mira, Enriqueta, un aviso de amigo. Si de aquí hasta que os caséis, en estos
quince o veinte minutos que faltan, viene alguna carta para Fernando…, «intercéptala».
ENRIQUETA.-(Sin poder dominarse del todo.) ¿Por qué?
JUSTO.-Pudiera escribirle Matilde, y ha ejercido tanto imperio sobre él…
ENRIQUETA.-Y ya, ¿qué puede decirle?
JUSTO.-No sé. ¿Estás impaciente porque te deje?
ENRIQUETA.-¿Yo? No lo crea usted.
JUSTO.-(Después de pensar un rato.) Quiero ser franco contigo. Tengo en mi poder una carta para
Fernando.
ENRIQUETA.-(Con angustia que no puede contener.) ¿Para Fernando?
JUSTO.-Sí.
ENRIQUETA.-¿De quién?
JUSTO.-No lo sé.
ENRIQUETA.-(Con desprecio.) ¿Un anónimo?
JUSTO.-No lo sé tampoco.
ENRIQUETA.-Pues no comprendo lo que quiere usted decir.
JUSTO.-(Sacando una carta cerrada.) Mira, oye lo que dice: «Suplicada con todo encarecimiento, para don
Fernando, antes de su boda.» Viene cerrada, y en una hoja sin firma me dicen: «Se teme que, de escribirle
directamente, haya alguien interesado en interceptar la carta.» (Enseñándole la carta.) ¿Conoces la letra?
ENRIQUETA.-(Aparte.) ¡Dios mío, de Julio! (Dominándose.) No…, no la conozco; está desfigurada; me
pareció que era de Matilde. Puede ser que sea suya.
JUSTO.-Y tú, ¿qué me aconsejas? ¿Se la entrego a Fernando?
ENRIQUETA.-(Con tono indiferente.) Usted verá lo que debe hacer.
JUSTO.-Estoy dudando desde hace dos días; mira si es fecha.
ENRIQUETA.-(Algo mimosa.) Dude usted… un poquito más. Probablemente será para darle algún disgusto
a Fernando. Por eso lo digo.
JUSTO.-Eso creo yo también.
ENRIQUETA.-¿Entonces?…
JUSTO.-En fin, veremos…, veremos… (Marchándose con la carta en la mano y como pensando lo que debe
hacer.)
ENRIQUETA.-(Siguiéndole, alcanzándole y hablándole con mucho cariño.) ¿Quiere usted darme esa carta?
Yo se la daré a Fernando luego.
JUSTO.-¡Ah, no, Enriquetita! Las mujeres sois muy curiosas; no resistirías la tentación; leerías la carta y te
tomarías un disgusto. El día de la boda, ni tú ni Fernando debéis disgustaros por nada.
ENRIQUETA.-¿Y usted se la dará?
JUSTO.-Yo procuro hacer lo que debo, y no me agrada proporcionar a nadie un disgusto… inútilmente.
¡Adiós, adiós! (Aparte.) ¡Quería la carta!… ¡Ahora sí que se la entregaré a Fernando!
ENRIQUETA.-(Cae abrumada y rendida.) ¡Este hombre será mi perdición!

ESCENA III
ENRIQUETA; después, MATILDE. Entra a su tiempo, por la puerta de escape, la cierra y guarda la llave.

ENRIQUETA.-¡Es de Julio…, de Julio! Habrá sabido, por ese periódico imprudente, mi boda… ¡Dios mío!
¡Llegar al fin y no alcanzarlo!… ¡Unos minutos, no más, y soy su mujer!… ¡Si lo soy!… ¡Yo haré que me
quiera! Y entonces, ¡qué porvenir!… ¡Cuánta luz!… ¡Ya no tendré que fingir ni que humillarme!… ¡Pero esa
carta!… ¡Y don Justo me odia!… ¡Allá, allá!… ¡No debo perderle de vista!… ¡Lucharé, lucharé! (Se dirige
hacia la puerta derecha. Suenan unos golpes en la puerta de escape.) ¿Quién llama? ¡Ah! Será Dolores, mi
doncella. (Se dirige a la puerta y la abre. Se presenta MATILDE.) ¡Matilde!…
MATILDE.-¡Silencio!… ¡Silencio, Enriqueta!
ENRIQUETA.-¿A qué vienes?
MATILDE.-Ya lo sabes.
ENRIQUETA.-¿Por qué te han dejado entrar? (Lo dice desesperada, más para sí que para MATILDE.)
MATILDE.-Le dije a Dolores que deseaba felicitarte por tu boda. Me dejó pasar, y el camino bien lo
conozco.
ENRIQUETA.-Pues ya me has visto; no te guardo rencor; vete.
MATILDE.-Yo sí te guardo rencor, y vengo a impedir que te cases con Fernando.
ENRIQUETA.-Habla bajo.
MATILDE.-¿Para qué? ¡Qué me importa!
ENRIQUETA.-(Mirando a todas partes.) A mí, sí.
MATILDE.-Ya sabes a lo que vengo.
ENRIQUETA.-Perdiste el juicio, Matilde.
MATILDE.-Creo que sí. ¡Pero cosas tan extrañas…, tan repugnantes! ¡Toda la noche ha sido un continuo
delirio! He visto un altar con muchas flores, y ante él, de rodillas, a Fernando, y a su lado «un reptil» con
medio cuerpo pegado al suelo y luego doblado hacia arriba, así como si quisiera arrodillarse él también.
¿Ves qué extravagancia?
ENRIQUETA.-¿El reptil sería yo?
MATILDE.-Eso no hay para qué decirlo.
ENRIQUETA.-Vete, Matilde.
MATILDE.-No.
ENRIQUETA.-Llamaré.
MATILDE.-No llamarás. Daríamos un escándalo. Yo estoy dispuesta. ¡A mí qué me importa! Pero ¡tú a eso
no te atreves!
ENRIQUETA.-Pero ¿qué te propones?
MATILDE.-(Con la frialdad de la desesperación.) Ya te lo he dicho: que no te cases.
ENRIQUETA.-Pero ¡tú perdiste la razón! ¿De qué medios vas a valerte?
MATILDE.-Qué sé yo; por lo pronto no me separo de ti; soy más fuerte que tú; aquí te tengo; no te dejo.
(Cogiéndola de un brazo.) ¿Te van a llevar al altar? Yo contigo. ¿Te arrodillas junto a Fernando? A tu lado
yo. ¿Vas a decir «sí»? Lo ahogo en tu garganta, y quien dice «sí» soy yo.
ENRIQUETA.-Pero ¿no ves que al fin vendrán y me separarán de ti? ¿Qué consigues, Matilde?
MATILDE.-Impedir la boda. ¿No ves tú que yo no expongo nada? Honra, no la tengo; la vida, no me importa;
su amor, ya lo perdí. Pues soy más fuerte que todos. ¡Más fuerte! ¡Mira tú qué cosa tan rara! ¡Los débiles
convertirse en fuertes! Pues lo soy. Quien desea morir, ¿qué puede temer? Es más fuerte que el mundo
entero, más que el universo, aunque me aniquile y me reduzca a la nada, porque en la nada me siento ya, y
contra la nada, ¿qué puede hacer nadie?
ENRIQUETA.-¡Yo no puedo luchar contigo! ¡Yo me acobardo! ¡Ten compasión de mí!
MATILDE.-¡Cómo finges! ¡Es mentira; sí, eres más fuerte que yo! Pero yo estoy más desesperada. Te llevo
esa ventaja. De mí, ¿qué has hecho? ¡Me hicieron dudar de mi padre; mi madre, me la quitaron! ¡Doña
Concepción, a fuerza de humillaciones y de alfilerazos, mató todas mis ternuras! Me rocé contigo, que fué
rozarme con la deshonra y la impureza, y al seguirte por la calle, al fango de la calle fuí dejando caer todos
mis pudores divinos de mujer. Al acabar mi espionaje y salir de aquella casa, casi salía tan impura como
tú. Y después me insultan, me escarnecen y me echan fuera… todos…, todos…, ¡hasta Fernando! ¡Ah! De
aquella niña cariñosa, de aquella joven tímida y honesta, de aquella mujer noble, porque lo era, ¿qué habéis
hecho? ¡Un andrajo que se arroja! ¡Carne humana que se aplasta! ¡Un desperdicio que se tira! ¡Sólo que este
andrajo, que este desperdicio, que este mísero ser, se levanta hoy y viene a buscarlos, y viene más fuerte
que todos vosotros! (Riendo con algo de delirio, de desafío supremo, de desesperación.) ¡Y viene a imponer
su voluntad!
ENRIQUETA.-Perdiste el juicio; me das verdaderamente miedo.
MATILDE.-Bueno. Conque quedamos en que renuncias a Fernando.
ENRIQUETA.-(Aterrada, por ganar tiempo.) Yo renunciaría; pero si se empeña doña Concepción.
MATILDE.-¡No vengas con hipocresías y mentiras! Tú no tienes más que decir: «Yo no puedo casarme con
Fernando, porque Julio es mi amante, y porque casándome con Fernando le deshonraría.» No tienes más
que decir eso, y ya está deshecha la boda.
ENRIQUETA.-Pero ¡si no es verdad!
MATILDE.-¡Enriqueta! Mira, no quiero hacerte daño. No confieses nada, pero rompe la boda.
ENRIQUETA.-Pero ¿de qué modo? Ya no es posible; no depende de mi voluntad.
MATILDE.-Un pretexto; di que tienes celos de mí, o finge que pierdes el sentido; o, cuando llegues al altar,
di: «no».
ENRIQUETA.-(Pausa, en que ENRIQUETA se angustia y lloriquea; hay que preparar la transición.) ¡Matilde!
Estoy vencida… No me casaré con Fernando, te lo juro… Si me llevan al altar, diré que «no». Y ahora
déjame salir. (Intentando marcharse; y siempre figurando que llora.) MATILDE.-No, te conozco; no te vas.
(Riendo.) Ahora dices: «no»; pero luego, dirás: «sí», y ya no habrá remedio. Entonces, entonces es cuando
harás que me echen de esta casa por segunda vez y para siempre. ¡Ah, nos conocemos!
ENRIQUETA.-Pero ¿qué quieres que haga, Matilde?
MATILDE.-Mira, vienes conmigo; huyes, y no tienes que dar explicaciones, y no hay boda.
ENRIQUETA.-¡No puede ser, Matilde, vuelve en ti! ¡Al verme salir, me detendrían!
MATILDE.-¡Es verdad! Pues discurre algo, yo no puedo. (MATILDE está delirante, nerviosa; la razón se le
escapa a ratos; ENRIQUETA la mira aterrada, sin atreverse a contradecirla, pero acechando la ocasión de
escapar.)
ENRIQUETA.-¿Quieres que venga Fernando? Delante de ti le diré todo lo que tú quieras.
MATILDE.-(Con alegría inocente.) ¿Ver a Fernando? ¿Hablarle por última vez? ¿Decirle lo que eres y lo que
soy? ¡Ah, buena idea! Sí, que venga.
ENRIQUETA.-Pues voy a buscarle. (Levantándose y dirigiéndose a la derecha.)
MATILDE.-(Al pronto la deja marchar, pero luego se arrepiente.) ¡Ah! ¡Querías escaparte!… ¡Te adivino! ¡No,
tú no sales de aquí! (Saltando sobre ENRIQUETA, la detiene.)
ENRIQUETA.-¡Matilde!
MATILDE.-Toca el timbre y llámale; yo llamaré. (Tocando el timbre.) ¡Pero tú, conmigo! ¡No te suelto, si ya
no te suelto!
CRIADO.-(Presentándose por la derecha.) ¿Qué manda la señorita?
ENRIQUETA.-Que venga don Fernando. (Aparte.) ¡Sí, que venga; él me defenderá! (Sale el CRIADO.)
MATILDE.-Ahora veremos. (Se pone cada vez más nerviosa; ENRIQUETA, agazapada en un rincón del sofá
o en pie, la mira con odio y malicia.) ¡Ah!… ¡La boda!… ¡La boda!… ¡Los regalos de boda! (Mirando
alrededor.) ¡El velo de desposada! ¡Y el vestido blanco! ¡Yo lo mancho todo!… ¡Y lo destrozo todo! ¡Y lo piso
todo!… Pero ¿no comprendías tú que tu casamiento era imposible?
ENRIQUETA.-Tienes razón.
MATILDE.-(Con energía furiosa.) Sí, ahora me das la razón. Tú piensas: ésta se volvió loca; a ganar tiempo.
Veremos cuando venga Fernando.
ENRIQUETA.-(Con un grito de alegría.) ¡Ya está aquí Fernando! ¡Sí, ahora veremos!

ESCENA IV
MATILDE, ENRIQUETA y FERNANDO.

FERNANDO.-¿Me llamabas, Enriqueta? ¡Matilde! ¡Tú…, Matilde!
MATILDE.-(Cambia de tono; todo su valor se desploma; ante FERNANDO es tímida, cobarde como una
niña.) Sí, yo; yo soy.
ENRIQUETA.-(Abrazándose a FERNANDO.) ¡Sí, es ella; protégeme, Fernando! ¡Esa mujer está loca! ¡Me
amenaza con cosas horribles!… ¡Tengo miedo! (Su voz es dulce y quejumbrosa; casi llora o llora de veras.)
FERNANDO.-(A MATILDE, en tono seco.) ¿A qué has venido?
MATILDE.-(Tímida y angustiada.) ¿Y tú me lo preguntas, Fernando?
FERNANDO.-¿A qué has venido?
MATILDE.-(Con tristeza, con dulzura y desesperación.) Yo te lo diré; ¡pero no me mires así!, ¡me das miedo!
¡Así debieras mirar a ella!; ¡a mí…, no! ¡Ah justicia del cielo!…, ¿dónde estás…, dónde estás?
FERNANDO.-¡Silencio!… ¡Vete!
ENRIQUETA.-¡Sí, que se vaya!, ¡que se vaya!… ¡Es mala, muy mala; lo tiene en la sangre! (Hace que vacila.
FERNANDO le pasa el brazo por la cintura.)
FERNANDO.-Sal de aquí. ¡Ahora mismo!
MATILDE.-(Con ansia suprema.) ¡De modo que no me crees si te digo que esa mujer que estrechas contra
ti, ¡la del vestido blanco!, ¡la de la cara de virgen!, ¡es infame!, ¡es traidora!, ¡es hipócrita… y te mancha, te
mancha para siempre!…, ¡con mancha tal, que sólo podrás limpiarla con otra mancha: la de la sangre!
FERNANDO.-¡Calumniadora! ¡Basta! ¡Respétala! ¡Es como si fuera mi mujer! ¡Respétala!
MATILDE.-¿Yo calumniadora? ¿Que la respete? ¡Y él me dice eso! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡O quítame la
razón, o dame tu poder!
ENRIQUETA.-(A FERNANDO, apoyándose en él.) ¡Mira, que vienen a buscarnos!
FERNANDO.-(Acercándose amenazador a MATILDE.) ¡He dicho que te vayas! ¡Silencio, y vete! ¡Ya te
estará esperando Julio!
MATILDE.-¡Fernando!
FERNANDO.-¡Obedece! ¡Sal! (Ella retrocede ante FERNANDO; éste se acerca a la puerta de escape.)
¡Está cerrada! ¡Por allí!… (Mirando la puerta de la izquierda del foro.) ¡No; hay gente!
ENRIQUETA.-(En la puerta de la derecha, observando si vienen.) ¡Por Dios, que vienen!…
FERNANDO.-(Acercándose furioso a MATILDE y llevándola al gabinete de la izquierda.) ¡Ven aquí!… ¡Entra
en ese cuarto, y silencio! ¡Si das un grito, si sales, si manchas con tu presencia mis bodas, te ahogo,
miserable! ¡Te ahogo por malvada! ¡Te ahogo por impura!
MATILDE.-(Mientras la lleva.) ¡Fernando!
FERNANDO.-¡Y te ahogo, más que por nada, porque te amo, a pesar de todo lo que eres! (En voz baja y
reconcentrada.) Mira allí un ángel; aquí, tú; pues con ese ángel voy a la desesperación… ¡Y contigo!…
¡Matilde!… ¡Contigo!… ¡Entra! ¡Entra!
MATILDE.-¡Fernando!
FERNANDO.-(Empujándola.) ¡Entra!… ¡Ahí!… ¡Oye!… ¡Sufre!… ¡Muérete! ¡Voy a mis bodas!
MATILDE.-¡No! ¡Eso no!
FERNANDO.-¡Sí!… ¡A mis bodas! ¡Y la traeré aquí, en mis brazos, a ella!… ¡Y tú…, ahí…, a callar…, a
sufrir…, a morirte! (La hace entrar a la fuerza y cierra con llave.)
MATILDE.-¡Fernando! (Se oye confusamente este último grito.)
ENRIQUETA.-¡Pronto!… ¡Pronto… ¡Que vienen!
FERNANDO.-(Con la respiración anhelosa por su lucha con MATILDE.) ¡Cálmate! ¡Ya no sale! ¡No tengas
miedo!
ENRIQUETA.-¡Sí, lo tengo; protégeme!
FERNANDO.-(Profundamente agitado, aunque procura dominarse.) ¡Es mi obligación! ¡Lo es ya!… ¡Te
protegeré!
ENRIQUETA.-Pues vamos.
FERNANDO.-Vamos.

ESCENA V
ENRIQUETA y FERNANDO; DON JUSTO, que, al salir ellos, les cierra el paso.

JUSTO.-(Cerrándoles el paso.) Un momento. Perdona, Enriqueta; tengo que hablar con Fernando.
ENRIQUETA.-(Aparte.) ¡Dios mío!
FERNANDO.-¿Dice usted?
JUSTO.-Esto; y lo diré delante de ti, Enriquetita. No es un misterio. (A FERNANDO.) Hace dos días recibí
una carta para ti.
ENRIQUETA.-¡Ah!
FERNANDO.-(A ENRIQUETA.) ¿Qué tienes?
ENRIQUETA.-Nada.
FERNANDO.-¿Hace dos días?
JUSTO.-Sí, y he estado vacilando hasta este momento…, y he luchado con mi conciencia… y, al fin, me he
decidido a dártela.
FERNANDO.-¿De quién es?
JUSTO.-No sé.
FERNANDO.-¿Qué dice?
JUSTO.-No sé; está cerrada y es para ti. En el sobre han escrito: «Suplicada con todo encarecimiento,
para don Fernando, antes de su boda.»
ENRIQUETA.-(Aparte.) ¡Dios mío…, valor! ¡Es el momento decisivo!
FERNANDO.-Pues venga.
JUSTO.-(Sacando la carta.) Ya te he dicho que dudé mucho; pero hablé antes con Enriqueta…, y Enriqueta
ha vencido todas mis dudas.
FERNANDO.-¿Por qué espera usted? Venga, pero pronto, porque nos están aguardando.
JUSTO.-Pues toma; llegó la noticia con retraso por las «nieblas»… de mi inteligencia, pero llegó. Cumplí
lealmente mi encargo, y no lo cumplí a traición, sino delante de ella. ¡Y ahora, a la gracia de Dios! (Le da la
carta y sale. Aparte.) ¿Hice bien? ¿Hice mal? No lo sé.

ESCENA VI
ENRIQUETA y FERNANDO. En el momento en que DON JUSTO le da la carta, ENRIQUETA se acerca a él
cariñosa, y pone su mano sobre la mano en que él tiene la carta.

FERNANDO.-(Mirándola fijamente.) ¿De quién es? ¿Lo sospechas?
ENRIQUETA.-Sí; no lo sospecho, lo sé.
FERNANDO.-(Señalando a la puerta del gabinete.) ¿De ella?
ENRIQUETA.-De ella, sí. (En voz baja y dulce.) Trayéndola don Justo, ¿de quién puede ser más que de su
protegida de siempre? Vió Matilde que no contestabas a su carta, y por eso ha venido.
FERNANDO.-Creo que aciertas.
ENRIQUETA.-(Tristemente.) Sí, de seguro.
FERNANDO.-(Con ira reconcentrada.) Pero ¿qué puede decir?
ENRIQUETA.-(Con tono de triste reconvención.) ¿Sientes deseos de leerla?
FERNANDO.-(Estrujando y revolviendo la carta.) Me es indiferente.
ENRIQUETA.-(Empujando la mano de FERNANDO en que está la carta y retirándose.) No, Fernando, no te
es indiferente. A pesar de todo…, sientes amor por ella. (Se echa a llorar.)
FERNANDO.-(Con rabia y desesperación.) No; amor, no; desprecio.
ENRIQUETA.-Pero, además, amor. Yo no puedo oponer nada a ese amor, un cariño de niña. Yo sólo sé
sufrir y llorar en silencio. Si tú sufres mucho, no te cases conmigo. Yo inventaré cualquier cosa; me echaré
toda la culpa; me pondré mala.
FERNANDO.-Enriqueta, eres un ángel. Una niña a quien yo protegeré como si fuese mi hija, mi hermana.
¡Qué me importa Matilde! Mira, ahí está, y ni me acuerdo de ella; que sufra, que llore. La carta no la leo.
(Queriendo guardarla con ademán de desprecio, pero se ve que quiere guardarla para leerla a solas.) ¿Qué
me importa?
ENRIQUETA.-(Deteniéndole; no quiere que la conserve.) No; si te queda algún escrúpulo, alguna duda…,
puedes… leerla. ¿Quién sabe? Tal vez diga cosas que te convenzan. Dame, yo romperé el sobre. (Le quita
la carta, pero le tiemblan las manos o finge torpeza, y no puede abrirla.) Toma, no puedo. (Le da la carta;
pero cuando él va a abrirla, se lo impide, cogiéndole las manos con cariño.) Tú tampoco puedes; te
tiemblan las manos, Fernando. No importa, haz un esfuerzo; abre esa carta. Mientras tú la estás leyendo,
yo me sentaré aquí y no te molestaré nada. (Mientras habla, ni un momento le deja las manos libres.) Yo
esperaré…, yo esperaré tu sentencia. (Con tristeza, dulzura y llanto.)
FERNANDO.-No; no te humillaré yo leyendo delante de ti, mientras tú lloras, la carta de esa mujer. A
curiosidades infames, no sacrificaré yo la dignidad de la que ya es mi esposa, o de la que miro como
esposa mía.
ENRIQUETA.-Gracias, Fernando. Entonces, rómpela.
FERNANDO.-No. Más que romperla, mi desprecio es mayor. Espera. (Dirigiéndose al gabinete.)
ENRIQUETA.-¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer?
FERNANDO.-Vas a verlo. (Abriendo el gabinete; conserva en la mano la carta.) ¡Matilde!
MATILDE.-(Saliendo; sale como si hubiese estado desvanecida.) ¡Qué es esto! ¡Es despertar! ¡Ah!
¡Fernando! ¿Para qué me llamas?
FERNANDO.-Para decirte si conoces esto. (Enseñándole con desprecio la carta.)
MATILDE.-¡Yo! ¿Qué es eso?
FERNANDO.-¡Tu carta!
MATILDE.-¡Mi carta!
FERNANDO.-Sí. ¡Y éste es el caso que hago yo de tus calumnias! ¡Tengo el papel infame y no quiero
leerlo! ¡Lo aparto de mi vista y te lo arrojo! (Hace lo que dice; le arroja la carta sobre la mesa; la carta está
todavía sin abrir.) ¡Y quisiera tener en la mano mi corazón para arrojártelo! ¡Ven, Enriqueta!
MATILDE.-¿Adónde?
FERNANDO.-¡A hacerla mía para siempre!… ¡Y tú, quieta!… ¡Ni un paso!… ¡Si te atreves, sígueme!… ¡Pasa
esa puerta, y no respondo de mí!… ¡Tú, conmigo! (Llevándose casi a rastras a ENRIQUETA.) ¡Te odio! (A
MATILDE.)
ENRIQUETA.-¡Por fin!
FERNANDO.-¡Ven! ¡Te odio y te desprecio! (Salen los dos; al salir, coge ENRIQUETA el velo.)

ESCENA VII
MATILDE quiere seguirle, pero se detiene.

MATILDE.-¡Ah!… ¡No!… ¡Me deja! ¡Será suyo!… (Se precipita hacia la derecha.) ¡Mi Fernando!… ¡Dios mío!…
¡Dios mío!… (Se detiene, retrocede y cae llorando en el sofá.) ¡Eso es un sueño…, una pesadilla!… ¡No;
están allí! Enriqueta dirá: «Sí», y Fernando dirá «Sí». ¡Y ya para siempre! ¡Y yo antes me sentía con tanto
valor, con tanta firmeza; mi sangre era fuego; yo era capaz de todo! Pero le vi y me miró colérico. ¡Dijo que
me odiaba, que me despreciaba, y se me heló la sangre! Y aquí estoy, y no me atrevo a moverme. Yo
quisiera morirme; morirme ahora mismo, para que, cuando volviese, me encontrase muerta. No; yo debo
hacer algo, pero no sé qué. (Se pasea como una loca por la habitación.) ¡Si no puedo pensar! ¡Si no puedo
pararme a pensar! ¡Las ideas dan vueltas y vueltas… y muchas vueltas! ¡Y quiero cogerlas y no puedo!…
¡Ahora pasa Enriqueta!… ¡Ahora, Fernando!… ¡Ahora, un altar con luces!… ¡Ahora, yo corriendo detrás de
todos! ¡No, Dios mío, no; me volvería loca! (Se sienta y se tapa los ojos.) ¡No pensar!… ¡Qué consuelo!…
¡Nada!… ¡Nada!… ¡Sombra!… ¡Silencio!… ¡Nada!

ESCENA VIII
MATILDE; DOLORES, la doncella.
DOLORES.-¡Señorita!…
MATILDE.-(Sin descubrirse los ojos.) ¿Qué?
DOLORES.-La señorita Enriqueta, al pasar…, me ha dicho.
MATILDE.-¿Qué? (Habla como en un sueño.)
DOLORES.-Que la haga a usted salir.
MATILDE.-Bueno.
DOLORES.-Pues cuando usted quiera.
MATILDE.-Luego. (Pausa.)
DOLORES.-¿Está usted mala?
MATILDE.-No.
DOLORES.-Pues ¿qué tiene usted? (Acercándose a ella con solicitud.)
MATILDE.-Nada.
DOLORES.-¿Le ofende a usted la luz?
MATILDE.-Sí.
DOLORES.-Vamos, señorita Matilde, que van a venir.
MATILDE.-¿Quiénes?
DOLORES.-Los novios.
MATILDE.-¿Se casaron ya?
DOLORES.-Puede ser, porque estaban en el altar cuando yo vine.
MATILDE.-¿Y vendrán aquí?
DOLORES.-Claro; van a pasar a su cuarto a vestirse de viaje; viaje de novios. Conque, ¿vamos?
MATILDE.-Sí. Pero ¿dónde? (Mirando a todos lados con ojos espantados.)
DOLORES.-A donde ha dicho la señorita Enriqueta. Dijo… que la haga a usted salir… Perdone usted,
señorita.
MATILDE.-Sí; pero antes tengo que hacer… algo… Algo me falta. (Mirando a todas partes con la vista
extraviada.) No sé, hija, no sé… ¡Yo vine por algo! (Oprimiéndose la cabeza.) ¡Yo he perdido algo!… ¿Dónde
está? ¡Búscalo tú!
DOLORES.-¿Será esto? (Reparando en la carta que quedó en la mesa.) ¿A ver si es esto? (Coge la carta.)
MATILDE.-Creo que sí… ¡Él…, él mismo me la arrojó!
DOLORES.-¿Quién?
MATILDE.-(Con cierto misterio.) ¡Fernando!
DOLORES.-¿El señorito Fernando? ¿A usted?
MATILDE.-Sí.
DOLORES.-Pues ya la tiene usted. Vámonos, que van a venir en seguida. Sí, ya vienen. Están saludando a
algunas señoras, pero vienen. ¡Señorita!… ¡Señorita!…
MATILDE.-¡Espera, espera! Tengo antes que leer esto.
DOLORES.-Pero, señorita, ¡por Dios!
MATILDE.-Pero ¡si es de Fernando, mujer! (Tiene en la mano la carta y viene a la mesa a leerla; no puede
abrirla; coge la plegadera, y con ella la abre, conservando maquinalmente dicha plegadera.)
DOLORES.-Pues léala usted pronto, y vamos.
MATILDE.-A eso voy.
DOLORES.-Vamos.
MATILDE.-(Empieza a leer, sin comprender; luego se anima: parece que despierta y recobra al fin su
energía.) «Señor don Fernando: Si está a tiempo, podrá prevenir su deshonra de usted y la traición de su
mujer.» ¿Qué quiere decir? ¿De quién es esta carta? (Mirando la firma.) ¡Ah, de Julio! ¡Al fin!… A ver…, a
ver. (Vuelve a leer.) «Si llega tarde, sirva de castigo a Enriqueta… (Se restriega los ojos y hace esfuerzos
por leer.) y a usted de aviso. Sepa que su boda con Enriqueta es imposible.» (Riendo con risa nerviosa y
asintiendo.) ¡Imposible!… «Porque Enriqueta y yo nos amamos. La prueba de ello está en mi palabra de
caballero y en las cartas de ella que tengo en mi poder y en mi casa, donde tantas veces fué llamada por
mi amor.» ¡Ah!… ¡Ah! (Rompe a reír con risa estridente.) «Vea usted si le conviene que la que ha sido mi
amante sea su esposa.-Julio.» ¡Por fin!… (Ríe con carcajadas salvajes de venganza y gozo; este momento
queda encomendado a la actriz.)
DOLORES.-¡Ya están!
MATILDE.-¡Vete!
DOLORES.-¡Señorita!
MATILDE.-¡Vete!… ¡Si no, te arrojo yo! ¡Vete!…
DOLORES.-Ya me voy… Sí…, me voy… ¡Dios mío! ¡Qué tiene esta mujer!… (Sale precipitadamente,
huyendo ante MATILDE, que avanza sobre ella con la carta en una mano y la plegadera en la otra.)
MATILDE.-¡Gracias, Dios mío!… ¡No me quedaba más que esto, pero esto lo tengo!… ¡Sabrá Enriqueta que
sé vengarme! ¡Sabrá Fernando que sé amar!… ¡Ahora, los tres!

ESCENA IX
MATILDE, ENRIQUETA y FERNANDO. MATILDE, en el centro, pálida y descompuesta, trágica, con la
carta en la mano y apretando maquinalmente el cuchillo o plegadera.

FERNANDO.-¡Matilde!
MATILDE.-Os esperaba.
FERNANDO.-¡Aquí todavía!
MATILDE.-¡Todavía!
ENRIQUETA.-(Abrazando a FERNANDO.) ¡Que se vaya!
FERNANDO.-¡Pronto!
MATILDE.-Sí, me voy; pero antes, lee. ¡Por el amor que me tuviste! ¡Por la deshonra que te espera! ¡Por el
único consuelo que me resta! ¡Por la justicia de Dios, y por mi desesperación y la tuya! ¡Lee!
ENRIQUETA.-¡No!
FERNANDO.-¿Qué es eso?
MATILDE.-(Separando violentamente a ENRIQUETA y dando la carta a FERNANDO.) ¡Es muy breve! ¡Son
dos líneas! ¡Es de Julio!… ¡Lee!
ENRIQUETA.-¡No, por Dios! ¡Quiere perderme!
MATILDE.-¡Eso quiero! ¡Tú lo has dicho! (Se la lleva hacia el fondo, sujetándola frenéticamente.)
ENRIQUETA.-¡No!… ¡No!…
MATILDE.-¡Sí!… ¡Sí!…
FERNANDO.-(Empezando a leer.) Pero ¡qué es esto!…
ENRIQUETA.-¡Fernando!…
MATILDE.-¡Déjale acabar!… (Ya están las dos cerca de la puerta del fondo.)
FERNANDO.-¡Imposible!… ¡No!… ¡Imposible!
ENRIQUETA.-(A MATILDE.) ¡Compasión!
MATILDE.-¡La que tú tuviste de mí! (Han llegado al fondo; con el empuje de sus cuerpos, ENRIQUETA ha
caído en el sofá. A su lado, en pie, sujetándola, MATILDE. En primer término, FERNANDO, acabando de
leer.)
FERNANDO.-¡Matilde, mi amor! ¡Enriqueta, mi vergüenza, mi deshonra, mi desesperación!
MATILDE.-¡Ah!… ¡Ah!… (Con alegría salvaje.) ¡Eso! ¡Eso… es lo que has de decir!
ENRIQUETA.-¡Perdón!… ¡Socorro!…
FERNANDO.-¡Maldito el lazo que nos ata!
MATILDE.-¡Ya está roto! (Hunde el cuchillo en el cuello de ENRIQUETA, que da un grito y queda muerta en
el sofá.)
ENRIQUETA.-¡Jesús!… ¡Ah!… (Muere.)
FERNANDO.-¿Qué has hecho?
MATILDE.-(Avanza vacilante con el cuchillo en la mano.) ¡Lo que tú querías!… ¡Ya eres libre!… (Cae
desplomada en un sillón, junto a la mesa.)
FERNANDO.-¡Matilde! (Se precipita sobre ella y le quita el cuchillo.) ¡Sangre!
MATILDE.-¡Sí, muerta!
FERNANDO.-¡Socorro!… ¡Aquí!… ¡Aquí!

ESCENA X
MATILDE, en el sillón, doblando el cuerpo sobre la mesa. ENRIQUETA, en el sofá, muerta; FERNANDO, en
pie, con el cuchillo en la mano y la carta de JULIO. Por el segundo salón, derecha, entran DON LORENZO,
DOÑA CONCEPCIÓN y DOLORES, que rodean a ENRIQUETA. Por
la derecha, primer término, DON JUSTO, que se precipita hacia MATILDE.

CONCEPCIÓN.-¡Enriqueta!… ¡Enriqueta!…
LORENZO.-Pero ¿qué es esto?
DOLORES.-¡Señorita! (Todos estos gritos, casi simultáneos.)
JUSTO.-(A FERNANDO.) ¿Qué has hecho? (Acercándose a MATILDE.) ¡Sangre!
FERNANDO.-La del martirio.
CONCEPCIÓN.-(Tocando a ENRIQUETA.) ¡Sangre!
FERNANDO.-¡La del castigo!
JUSTO.-Pero ¿qué has hecho?
CONCEPCIÓN.-¡Qué has hecho, Dios mío!
FERNANDO.-¡Me deshonraba! ¡Tengo la prueba! (Mostrando la carta.) ¡La maté!
MATILDE.-(Queriendo levantarse.) ¡No!
FERNANDO.-¡Calla! (A todos, con arranque supremo.) ¡La mate yo! ¡Yo!… ¡Yo mismo!
CONCEPCIÓN.-¡Cuánta sangre!
FERNANDO.-¡No importa, madre! ¡Esa es Mancha que limpia!

FIN DE MANCHA QUE LIMPIA

KUPRIENKO