Alfonso Klauer. ¿Leyes de la historia? Tomo I

 

 

 

 

¿Leyes de la historia?

Tomo I

 

Alfonso Klauer

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lima, 2003

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La pregunta correcta

suele ser más importante

que la respuesta correcta

a la pregunta equivocada.

Alvin Toffler

 

 

 

Mas la respuesta correcta supone, generalmente

romper el pacto infame de hablar a media voz

–recogiendo el pensamiento de un casi olvidado

pero ilustrísimo intelectual peruano, Manuel Gonzales Prada–.

 

 

 

 

Lo terrible es que, cuando uno busca la verdad, la encuentra.


Remy De Gourmont

 

 

 

 

Cuanto más familiarizada esté una persona

con determinada teoría y su correspondiente modo de pensar,

tanto más difícil le será adoptar una teoría rival

que implique una manera de pensar diferente.

Mario Bunge

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE / Tomo I

 

    El mundo de hoy            

        La guerra y la paz            

        ¿Por qué voltear a mirar el pasado?        

        Hacia la construcción de la Historia como ciencia        

 

    Las grandes olas de la historia        

        De la Primera a la Octava Ola        

            ¿Leyes de la historia?        

                1)    Proximidad geográfica        

                2)    Intercambio comercial        

                3)    Hegemonía imperial        

                    Imperio        

                    Hegemonía        

                    Dominación        

                    Imperialismo        

                    La guerra, instrumento de dominación y hegemonía        

                        a)    Hay guerras y guerras        

                        b)    Las guerras de conquista        

                        c)    Las transnacionales en el nuevo escenario imperial        

                    Factores de hegemonía            

                        a)    Riqueza natural        

                        b)    Dominio de tecnologías de punta        

                        c)    Magnitud demográfica        

                        d)    Ubicación geográfica            

                        e)    Golpes climáticos favorables        

                    ¿Determinismo histórico?    

                4)    Antigüedad y conocimientos: factores también objetivos        

                5)    “Democracia” en el camino hacia la cresta de la ola        

                6)    Pretextos imperiales vs. razones imperiales        

                    ¿Por qué se perdió el latín y no el castellano y el portugués?        

                    Objetivos explícitos vs. objetivos implícitos        

                    El idioma, la religión y el progreso        

                7)    Factores del colapso        

                    a)    Las guerras        

                        –    Acción de zapa de los vecinos        

                        –    Alianzas estratégicas            

                        –    Reacomodos estratégicos        

                    b)    Vulnerabilidad frente a la naturaleza        

                    c)    Uso ineficiente de los recursos        

                    d)    Resolución de contradicciones        

                        –    Relaciones contradictorias        

                                Contradicción principal        

                                Contradicciones secundarias        

                        –    Contradicciones consustanciales        

                8)    La reiterada ausencia de la voluntad humana        

 

 

 

 

ÍNDICE / Tomo II

 

                    La Quinta Ola: el Imperio Romano        

                    Los “bárbaros”        

                        –    Los que huyeron del terror romano        

                        –    ¿Viejos destacamentos de frontera?        

                        –    ¿Grupos transplantados por los romanos?        

                        –    ¿Cuántos se enfrentaron al poder hegemónico?    

                        –    Los hunos        

                    La inverosímil Historia tradicional        

    9)    Ningún pueblo ha recuperado la posta

    10)    Un fenómeno eminentemente “nacional”

    11)    Vigencia cada vez más corta

            El proceso de las grandes olas

                        Colapso: características y constantes

            Las grandes olas: centro y periferia

                        Independencia respecto del centro

                    Dependencia y sojuzgamiento

                    Transferencia de riquezas

                    Independencia secular: el caso de Estados Unidos

                    Hegemonías sucesivas: el caso del Perú

                    Generación de riqueza e inversión

                    Centralismo y descentralización en la historia

                    El desafío del multi–etno–lingüismo

        La Décima Ola de la historia

 

    La globalización y la factura de la historia

        Los caminos del futuro

        Condonar deuda e invertir

        O soportar la invasión

 

Gráficos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

    

 

EL MUNDO DE HOY

 

Cuatro quintas partes de la humanidad viven sumidas en la pobreza. Son los hombres del Sur. Cinco mil millones de los seres humanos que habitan hoy el planeta, están condenados a nacer, vivir y morir en la escasez y en la precariedad, cuando no en la hambruna, la enfermedad, en medio de cruentas e inexplicables guerras, y en la miseria más desgarradora.

 

Pero, además, están también condenados a ver, a través de las imágenes del cine y la televisión, que otros, los hombres del Norte, viven en “otro mundo”, el mundo del bienestar, es decir, el mundo del confort, con salud, educación, grandes y espectaculares carreteras, modernos vehículos de transporte que les permiten cómodos viajes de descanso, y prácticamente exentos de preocupaciones que les resultan ya tan triviales, como la alimentación de cada día, el vestido de mañana, y un techo sólido y seguro que los guarezca.

 

El mundo material que hoy conocen los hombres del Sur es, casi, el mismo que conocieron sus abuelos, y, en muchos casos, incluso el mismo que conocieron sus antecesores de hace cinco siglos. Más aún, muchos de los hombres del Sur, en realidad la inmensa mayoría, están además condenados a saber que el mundo de sus hijos, pero también el mundo de sus nietos, será idéntico al propio. Con el mismo paisaje de fondo, ayer se fotografiaron los abuelos, hoy los hijos y mañana lo harán los nietos. Han sido condenados, en el Sur, a habitar enormes espacios de la Tierra en los que el tiempo no está asociado con el progreso. Nacen, crecen y mueren, pero el mundo que los rodea es siempre el mismo. Cambian los personajes, pero no cambia el conjunto de la fotografía. Si de algún cambio pueden hablar, será para decir que cada día hay menos agua disponible, cada día los bosques son más pobres y lejanos, y cada día las arenas del desierto están más próximas a sus vidas.

 

Pero, además, están también condenados a saber, a través de las imágenes del cine y la televisión, que los otros, los hombres del Norte, viven en un mundo donde todo cambia todos los días. Allá, en el Norte, cada día trae más progreso, cada año ofrece más confort, cada siglo muestra un mundo distinto y mejor al anterior. En el Norte, los abuelos casi no pueden reconocer el paisaje en el que se están fotografiando sus nietos.

 

Los apóstoles que, como Bartolomé de las Casas (1474 – 1566), o Albert Schweitzer (1875–1965) salieron del Norte para entregar lo mejor de sus vidas en el Sur, caerían absortos ante las imágenes que les ofrecen hoy ese mismo Norte y ese mismo Sur. Aquél les resultaría absolutamente irreconocible, distante, ajeno, incluso hostil. Grandes espacios del Sur, en cambio, les resultarían familiares: los mismos viejos y polvorientos caminos, los mismos vestidos, las mismas viviendas, las mismas enfermedades, pero otros rostros que, sin embargo, los recibirían con igual aprecio y hospitalidad. Desde lo más hondo de sus corazones, no obstante, una inmensa ira los invadiría al instante. ¡Cómo es posible –se dirían–, tan grande diferencia y tan grande arbitrariedad! ¿Qué han hecho éstos –se preguntarían–, para padecer del Infierno, aquí en la Tierra; y qué han hecho aquéllos para gozar del Cielo, aquí en la Tierra?

 

¿Quién ha trazado esa siniestra línea divisoria colocando de un lado a los ricos y del otro a los pobres? Y si nadie –como creemos–, deliberadamente lo ha hecho, ¿cómo entonces ha terminado por concretarse esa división? Pero, concurrentemente, también podríamos preguntarnos, ¿quién ha trazado esa línea divisoria que, al propio tiempo que puso en un lado la riqueza, instaló allí a hombres supuestamente “trabajadores”; y, del otro, rodeados de pobreza, a hombres supuestamente “ociosos”? Si nadie –como también creemos–, ni deliberada ni accidentalmente incurrió en tamaña arbitrariedad, ¿por qué entonces en el Sur hay pobreza y carencias de todo orden, y en el Norte riqueza y bienestar? ¿El Gráfico Nº 1 no es suficientemente ilustrativo?

 

 

 

 

 

¿Es esa dicotomía acaso una inescapable ley de la humanidad? ¿Responde a insondables leyes genéticas? ¿Responde a un errático determinismo geográfico, que arbitrariamente beneficia a unos y perjudica a los otros? ¿Es realmente un problema? ¿Se trata en verdad de un problema insoluble, insoluble para los hombres? ¿Está acaso sólo en manos de la madre naturaleza, modelar también, lenta y pacientemente, las cosas de los hombres, hasta –al cabo de un tiempo tan largo como el que demandó el resto de las cosas de la naturaleza–, alcanzar la armonía y el equilibrio dinámico y estable que ha alcanzado para la materia y para el conjunto de todos los demás géneros vivientes del planeta? ¿Escapa en verdad de las manos y de la voluntad de los hombres dar solución al problema?

 

O, por el contrario, ¿existen razones para pensar que en la concreción de la brutal dicotomía a la que asistimos, ha estado en juego la voluntad de los hombres? ¿Y que, por consiguiente, será esa misma voluntad la que, en un conciente y significativo golpe de timón, dé solución al problema?

 

¿Hay urgencia por resolver el problema? ¿O puede seguirse dando largas al asunto? ¿No se vislumbra ningún riesgo con seguir dando largas al asunto? Si, por el contrario, se vislumbran riesgos, ¿qué tan mínimos o, por el contrario, tan graves se aprecian? ¿Amenazan esos riesgos con empeorar las cosas en el Sur? Si así fuera, ¿es posible imaginar y que se concrete aún más miseria y muerte en el Sur? ¿Hay, por el contrario, indicios de algún tipo de amenazas para el Norte? ¿Qué tipo de amenazas se ciernen entonces sobre él?

 

En fin, la lista de interrogantes podría ser muy extensa. Todos, al fin y al cabo, estamos preocupados por lo que ocurre entre nosotros. ¿Cómo, pues, se ha llegado a esta situación? ¿Puede ocurrir algo grave si dejamos que las cosas sigan como están? ¿Podemos realmente alcanzar un “nuevo orden internacional”, del que tanto hablan oficialmente todos los organismos públicos? ¿Puede pacíficamente ser modificada la actual situación mundial?

 

Ninguna de las preguntas que hemos planteado, y muchas otras relacionadas con ellas que hemos omitido, son nuevas. Todas, más bien, son viejas cuestiones. Y han tenido una o mil respuestas. Tanto en el Norte como en el Sur, filósofos, historiadores, economistas, intelectuales en general, y políticos de oficio, han ensayado cada uno sus respuestas. Puede afirmarse que en el mundo, recién a partir de la Revolución Francesa se empezó a explicitar las “fórmulas” con las cuales debían conducirse las sociedades para alcanzar el bienestar general. En aquel momento se habló de libertad, igualdad y fraternidad.

 

Es obvio, sin embargo, que, a pesar de haberse acuñado la “fórmula” hace más de doscientos años, no ha sido puesta en práctica en todo el mundo. No estaríamos como estamos. ¿Por qué no se ha puesto en práctica esa “fórmula”, de modo generalizado, en todo el planeta? ¿Qué lo ha impedido? ¿O se creyó que, siendo buena para unos pueblos no lo era para otros? Finalmente, ¿resultaba suficiente que se dieran libertad, igualdad y fraternidad para asegurar la paz y el bienestar de todos los hombres del orbe? ¿Por qué no era suficiente? ¿Qué otras condiciones eran y son necesarias? En todo caso, reconozcámoslo, la tan conocida “fórmula” fue el resultado de lúcidas inteligencias llenas de generosos deseos, mas no de lo que hoy llamaríamos un trabajo científico, pero en todo caso sí pre–científico.

 

Ha sido recién en los últimos dos siglos, especialmente en el que acaba de concluir, que los científicos sociales –historiadores, sociólogos, economistas, politólogos, etc., e intelectuales en general–, han asumido con vehemencia la preocupación por desentrañar cuáles son los secretos que explican el desarrollo y prosperidad de unos pueblos, y cuáles los secretos que explican el subdesarrollo y atraso de otros. No obstante, a pesar de todas las contribuciones realizadas, las cosas no sólo no mejoran, sino que, peor aún, se hacen ostensiblemente más graves y dramáticas. ¿Es que esas contribuciones no se han puesto en práctica? ¿Qué lo ha impedido? ¿O es que esas fórmulas –muchas de las cuales merecieron premios y reconocimiento– no eran efectivamente acertadas? No cesan, sin embargo, de presentarse nuevas o renovadas propuestas.

 

Carlos Alberto Montaner, un conocido intelectual cubano de nuestra época, publicó en 1997 un breve texto de inocultables connotaciones bíblicas: Los diez mandamientos de las naciones exitosas
, cuyo objetivo es mostrar el camino por el que las naciones pobres, supuestamente, podrían alcanzar el éxito: desarrollo, confort, etc. ¿Es acaso la de Montaner la tabla de salvación definitiva que todos esperábamos?

 

Montaner no explicita ninguna de las preguntas que se formuló antes de que, con las correspondientes respuestas, terminara elaborando “las nuevas tablas de la ley”. Imaginemos entonces algunas de las interrogantes que pudieron pasar por su mente. Las dos primeras y más generales debieron ser: ¿por qué algunas naciones son exitosas?, y –obviamente, y como contrapartida–, ¿por qué otras sólo conocen el fracaso? Como sólo fracasan los que intentan algo, debe colegirse que en la mente de Montaner ha estado que todas las naciones han intentado por igual tener éxito, pero que unas lo han logrado y otras no.

 

Acto seguido debió repreguntarse, ¿por qué unas han conseguido el éxito y otras han fracasado? Tiene que haber –probablemente se dijo– unas causas que expliquen el éxito; y tiene que haber –quizá también se dijo–, otras causas que expliquen el fracaso . Pero, bien pudo también preguntarse: ¿serán acaso las mismas causas, en un caso con valor positivo, y en otro con valor negativo (sus opuestos), las que dan origen, respectivamente, al éxito y al fracaso? . Es decir, el éxito (la variable dependiente), sería una función de determinadas causas (m), las variables independientes. Y el fracaso, una consecuencia de causas exactamente opuestas. De entre las muchas causas o variables independientes que quizá reunió para explicar el éxito de unos pueblos y el fracaso de otros escogió las diez más relevantes .

 

 

La guerra y la paz

 

La primera de las causas relevantes del éxito que presenta Montaner es la paz. La segunda la estabilidad política, etc. Se entiende que –como en el caso de los mandamientos religiosos–, para alcanzar el Cielo, esto es, el éxito, o, si se prefiere, el bienestar y el desarrollo económico, los pueblos deben cumplir con todos y cada uno de dichos mandamientos.

 

Pues bien, en relación con la primera de las causas que logró entrever, el autor que comentamos sentencia su Primer Mandamiento: “vivir en paz”. Porque –dice él mismo acto seguido–: “se puede elegir la paz” , e implícitamente entonces –porque no lo explicita–, se puede elegir la guerra. Hay, pues, según Montaner, pueblos que eligen la paz –y cita como ejemplo a Costa Rica, Suecia y Suiza–: se cuentan entre los pueblos exitosos de la Tierra; y pueblos que eligen la guerra. Cinco mil millones de habitantes de la Tierra perteneceríamos, pues, a los estúpidos pueblos que preferimos la guerra como forma permanente de nuestras vidas. ¿Se corresponden ambas afirmaciones con la realidad, con la historia de la humanidad? No, ninguna de las dos.

 

Los costarricenses tienen un ingreso per cápita de 2 500 dólares por año; los suecos 28 000 y los suizos 36 000. Once y catorce veces más pobres en promedio que los suecos y los suizos, ¿puede considerarse a los costarricenses como parte del conjunto de las naciones exitosas del planeta? A lo sumo, Costa Rica puede considerarse uno de los pueblos menos subdesarrollados de América. Y nada más. Su ingreso per cápita lo ubica, objetivamente, como uno más de los “pueblos fracasados” del mundo. Argentina, que sin duda pertenece también al conjunto de los pueblos subdesarrollados, y, por consiguiente, forma parte del espectro de los “pueblos fracasados” de la Tierra, con 7 500 dólares per cápita de ingreso anual –y la Guerra de Las Malvinas de por medio– es, en aquellos términos, tres veces más “exitosa” que Costa Rica. La selección de Montaner no pasa pues de ser arbitraria y antojadiza.

 

Pero hay una debilidad aún más grave y notoria en el razonamiento del intelectual cubano: no es cierto que la paz conduzca necesariamente al éxito; y tampoco es cierto que la guerra conduzca necesariamente al fracaso. Veámoslo.

 

Brasil, el país más grande de América Meridional y la más grande potencia económica de esta parte del mundo, con 3 000 dólares anuales de ingreso per cápita, pertenece también sin duda a la pléyade de “pueblos fracasados” del planeta. No obstante, nadie puede sostener que la de Brasil es la historia de un pueblo desangrado por las guerras e hipotecado por el armamentismo. Hace más de cien años que Brasil no interviene en ninguna guerra. Y en los últimos trescientos años Brasil sólo ha guerreado una vez. Costa Rica, por su parte, es un país pacifista y en paz. Más aún, es el único pueblo de América que carece de ejército. La paz, pues, a pesar de haber sido elegida por ellos, no ha conducido al éxito ni a Brasil ni a Costa Rica.

 

En el otro extremo del mundo, Corea del Sur, uno de los hasta ayer nomás tan publicitados Tigres del Asia, con 8 000 dólares de ingreso per cápita anual, está económicamente, sin duda, más cerca de los éxitos del Norte que de los fracasos del Sur. ¿Puede sin embargo sostenerse –con el criterio de Montaner–, que Corea del Sur es uno de los pueblos que ha “elegido” la paz? Corea, como bien se sabe, sufrió durante 1950–55 los gravísimos estragos de una de las guerras más cruentas del siglo pasado, y desde allí lleva medio siglo gastando anualmente en armas mucho más que Brasil o Argentina. E Israel, con un per cápita de 15 000 dólares anuales, lleva medio siglo sumido en guerra y con un gasto en armamento mayor que el que hace toda América Meridional junta. Corea e Israel, sumidos en economías de guerra, pertenecen, no obstante, al conjunto de países exitosos de la Tierra.

 

En síntesis, Brasil y Costa Rica, países que habrían “elegido” la paz, son, sin embargo, subdesarrollados y, por consiguiente, “fracasados”. Y Corea e Israel, que habrían “elegido” la guerra, son, no obstante, países “exitosos”. Es decir, el absurdo llevado hasta el delirio. Las cosas, sin embargo, son tanto más graves cuando se revisa la historia de los gigantes del éxito: Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Sólo en este siglo, contando la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, la Guerra Fría, la Guerra de las Galaxias, la Campaña del Desierto contra Irak, la invasión a Afganistán y la agresión a Irak el 2003 , Estados Unidos ha gastado en conflagraciones bélicas y armamentismo más que todo el resto de los pueblos de la Tierra juntos. Es, no obstante, la superestrella de las naciones exitosas.

 

A su turno, la historia de Europa es la historia de las guerras. De las grandes jornadas de la épica europea están llenas las páginas de los libros de Historia. Ningún otro rincón de la Tierra, salvo Europa, tiene en su haber, por ejemplo, crónicas de guerras tan cruentas y meticulosamente relatadas como las que refiere Julio César en su Guerra de las Galias. Ninguno de los pueblos “fracasados” de la Tierra ha conocido una guerra de Cien Años, Europa sí, que también ha conocido guerras de 30 años. Ejércitos de 100 mil, 200 mil y 300 mil hombres recorrieron Europa en los siglos pasados en una y otra dirección.

 

¿No hemos acaso oído hablar de las decenas de guerras con que los ejércitos de mercenarios de Carlos V sacudieron Europa? ¿No conocemos acaso que, siglos después, Napoleón llevó un ejército de quinientos mil hombres, a través de los Alpes, hasta los hielos de Rusia? ¿Desconocemos acaso que, en este siglo, Hitler lanzó ejércitos de uno, dos y tres millones de hombres para someter a toda Europa? ¿Y de la incalculable destrucción material que se suscitó? ¿Y de los 40 millones de muertes que cobró esa demencial arremetida bélica? No obstante, Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda, Italia, Austria, Finlandia, Bélgica, brutalmente destruidos en la Segunda Guerra Mundial, se cuentan entre las naciones exitosas del planeta. Japón, por su parte, la indiscutida segunda superestrella del éxito, gastó en la Primera y Segunda Guerra Mundiales más que todos los países del África pobre en todas las guerras de su historia.

 

En resumen, ni Corea e Israel, ni Estados Unidos, Europa Occidental y Japón, podrían contarse entre los pueblos que habrían “elegido” la paz. Por el contrario, si nos dejamos llevar sólo por lo dicho hasta aquí, hasta podríamos decir que, más bien, han “elegido” la guerra. Son, no obstante, y sin género de duda, naciones exitosas. De allí que hasta podría creerse que hay una estrecha y directa relación entre las guerras y el éxito. Es decir, y si engañosamente nos dejamos llevar por las apariencias, todo parecería indicar que las cosas serían exactamente a la inversa de lo que sostiene y pretende mostrar Montaner.

 

Por lo demás, ¿puede irresponsablemente sostenerse que las víctimas “escogen” la guerra? ¿Puede sostenerse que las tribus nativas norteamericanas escogieron ser virtualmente exterminadas por los descendientes de los colonizadores ingleses? ¿Y que seis millones de judíos escogieron los hornos crematorios y los campos nazis de concentración? ¿Que Polonia escogió ser la primera brutal víctima del delirio nazi? ¿Puede sostenerse que la Francia capitalista escogió ser la mayor víctima euro–occidental de las furias de Hitler? ¿Y que la Rusia soviética escogió ser la mayor víctima euro–oriental del nazismo? ¿Pero a su turno que millones de rusos escogieron ser las víctimas de las enfermizas y siniestras furias se Stalin, y millones de camboyanos las de Pol Pot, y miles de kurdos las de Hussein? ¿Puede sostenerse que Arabia Saudita escogió ser invadida por Irak, y éste por Estados Unidos? ¿Que Perú y Bolivia escogieron ser invadidos por Chile? ¿Que Paraguay escogió ser invadido simultáneamente por Argentina, Uruguay y Brasil, para terminar enterrando en los campos de batalla a la mitad de su población? ¿Y puede sostenerse que muchas de las naciones de África han escogido vivir en medio de guerras tribales?

 

No, nadie puede sostener que esos pueblos escogieron la guerra, o escogieron ser víctimas de la agresión. Esas guerras y esas agresiones se dieron al margen y contra la voluntad de las víctimas. “Naturalmente, la gente común no quiere la guerra” dijo de manera patética, pero con bastante conocimiento de causa, el mariscal nazi Hermann Goering durante el Juicio de Nuremberg . Para esos efectos, pues, un militar, cincuenta años antes, demostraba conocer más y mejor a los pueblos que un intelectual como Montaner.

 

¿Alguno de los pueblos citados ha elegido democráticamente lanzarse a la guerra?, puede todavía preguntarse. No, eso, como se sabe, sólo ocurría en los pueblos primitivos, hace cientos y miles de años, cuando todos los adultos del clan decidían si se lanzaban o no a una guerra. Siglos hace, en cambio, que los pueblos se enteran que están en guerra sólo después que sus líderes sorpresivamente la han declarado. ¿Con quién consultaron los generales argentinos que se lanzaron a la Guerra de las Malvinas? ¿Eligieron los franceses ir a morir en los hielos de Rusia? ¿Consultó Hirohito a los pueblos de Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo, el ataque a Pearl Harbor? ¿Quién pues escoge las guerras?

 

¿Acaso los pueblos –generalmente pobres–, o sus generalmente ricos y ambiciosos líderes? ¿Son acaso éstos y aquéllos lo mismo? ¿Pueden con simplismo ser incluidos en el mismo saco? ¿No es sensato hacer la distinción entre líderes, generalmente privilegiados, que toman inconsultamente las decisiones de la guerra, y las masas, generalmente desposeídas, que terminan soportando las consecuencias, sea en las remotas islas del Atlántico Sur, o congeladas en las estepas rusas, o abrazadas por las llamas en Hiroshima, o en las desérticas arenas del Medio Oriente?

 

Sirvan en todo caso, una vez más, las siguientes expresiones del mariscal Goering –que para el caso resultan muy autorizadas–, para dar respuesta cabal a varias de las interrogantes precedentes. Él, en efecto, siempre durante el juicio de Nuremberg, manifestó: “…son los dirigentes de un país los que determinan la política y siempre es un asunto sencillo arrastrar al pueblo. Ya sea que tenga voz o no, a éste siempre se le puede llevar a que haga o que quieren sus gobernantes. Es fácil. Todo lo que se debe hacer es decirles que están siendo atacados y denunciar a los pacifistas por su falta de patriotismo y porque exponen al país al peligro” .

 

¿Puede sostenerse entonces –como lo han hecho algunos intelectuales–, que éstas y muchas otras interrogantes equivalentes, no son sino simples tonterías o majaderías?

¿O que son un producto de la “vulgata marxista” ? O, también, ¿que simplemente son el resultado de la influencia de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, “una especie de texto sagrado, una biblia en la que se recogen casi todas las tonterías que circulan en la atmósfera cultural de (…) la izquierda festiva“? .

 

El intelectual y novelista peruano Mario Vargas Llosa, en la Presentación del Manual del perfecto idiota latinoamericano, afirma que todos y cada uno de los que no piensan como él a estos respectos caen en: idiotez postiza, pereza intelectual, modorra ética, oportunismo civil, idiotez sociológica, aberraciones, equivocaciones, deformaciones, exageraciones delirantes, subdesarrollo intelectual… . Vargas Llosa sostiene que, entre otras muchas, las guerras –y las de conquista en particular–, y la concomitante y multimillonaria transferencia de riquezas que de ellas se ha derivado, no pasan de ser “coartadas“, y sus principales protagonistas, sólo son “chivos expiatorios” .

 

Para Vargas Llosa, América Meridional, África y gran parte de Asia, son las únicas responsables de su propio fracaso. Nadie de fuera es responsable de nada. Ningún imperio extranjero tiene culpa de nada. El pasado, pues, no cuenta para muchísimos de nuestros intelectuales. Pero, curiosa e inconsistentemente, el pasado sí cuenta cuando se trata de la historia individual de quienes –incluidos muchos intelectuales– acuden al diván de los siquiatras. En ese caso sí cuenta el pasado, porque –entre otras cosas– ayuda a superar traumas. Pero, en el caso de los pueblos, con la lógica de Vargas Llosa y Montaner, el pasado no cuenta.

 

Mas, como en perspectiva científica, para entender el presente de los pueblos sí cuenta su historia, su pasado, cuentan pues necesariamente las guerras sufridas. Todas han sido costosas. Todas han sido cruentas. Todas han sido dañinas. Pero las de conquista y colonización han sido las más dañinas y nefastas de todas. Las más traumáticas, las más castrantes, las más oprobiosas. Las guerras de invasión, conquista y colonización –las de ayer y las de hoy–, y sus cuantiosas consecuencias económicas, y sus execrables y trascendentes consecuencias sociales y culturales, resultan las más importantes causas del subdesarrollo del Sur, aunque ciertamente no son las únicas causas.

 

Y como para entender el presente de Europa Occidental, por ejemplo, también cuenta su pasado, cuenta pues que hace más de mil años que no conoce forma de imperialismo conquistador y colonizador. Como no la conoce Japón. Y como no la ha conocido nunca Estados Unidos. Ésa, pues, es una de las razones fundamentales por las cuales muestran hoy el enorme desarrollo material que orgullosamente ostentan.

 

Sin embargo, las relaciones Norte–Sur distan muchísimo de ser estáticas. Y, en todo caso, tal y como se dan hoy esas relaciones, no habrán de permanecer inalterables por siempre jamás. Porque, como debe siempre tenerse presente, cada acción genera, invariable y necesariamente, una reacción en sentido contrario. Hay agresiones que generan una reacción inmediata. Un puñetazo entre individuos, o la invasión de una frontera entre países, son quizá buenos ejemplos. En la concreción de otras reacciones, en cambio, entre su gestación y maduración, pueden transcurrir meses, años o siglos. Pero, al final, inexorablemente, se ponen de manifiesto. Y, en tal caso, a los primeros que cogen por sorpresa ha sido siempre a aquéllos que las provocaron.

 

La larga historia de la humanidad muestra cómo, cuando el viejo y sistemático agresor, sorprendido por la aparentemente tardía reacción del agredido, quiere a su vez reaccionar, ya es tarde, irremediablemente tarde. E, inexorablemente, debe atenerse a las consecuencias. En ese sentido estamos avanzando los hombres y mujeres de hoy en día, qué duda cabe. Lenta y quizá imperceptiblemente. Pero de manera segura.

 

Nunca se ha sabido con precisión cómo el colapso definitivo e irreversible cogió por sorpresa a imperios que, en su tiempo, aparecían inconmovibles, como el de los faraones, los césares romanos o el que forjó Carlos V. Hoy es posible deducirlo por lo que acontece en nuestros días. Parece –como hoy– que en la obnubilación y ciega embriaguez de los imperios y de los conquistadores, han jugado un papel importantísimo los áulicos de siempre. Esto es, aquéllos que ayer, como hoy ocurre con Montaner y otros, engañando y adormeciendo con sus textos en el corto plazo a los agredidos, adormecen y engañan en el largo plazo a los agresores.

 

Con ideas cargadas de incondicionalidad, como aquéllas que hoy nos hablan de “coartadas” y “chivos expiatorios”; o de pueblos exitosos y pueblos fracasados; o de pueblos trabajadores y pueblos ociosos, debieron llenarse los oídos de faraones, césares y emperadores. Los dominadores siempre han estado –y están– prestos a escuchar las cautivantes y engañosas palabras que les dan la razón en todo, y que denigran a los pueblos dominados; les resultan dulces y efectivas para prolongar el dominio sobre sus dominios; se regodean creyendo que con ellas engañan y adormecen al agredido, cuando, en verdad, engañan y adormecen también al agresor, que, así, resulta incapaz de ver la lenta y casi imperceptible ola que se va levantando para, finalmente y de modo inexorable, aplastarlos.

 

Quienes detentan el poder imperial gustan de rodearse de incondicionales. Gustan tener cerca a aquellos que ven todo lo bueno en la sede imperial y todo lo malo y despreciable en las colonias. Los imperios son generosos con quienes los alaban. Los reconocen, difunden sus ideas, los sacralizan, los premian. Sin embargo, en el momento de la verdad, aunque ya irremediablemente tarde, cuando el daño resulta irreparable, los alejan del poder, los desprecian y los olvidan. La ola de los que habían estado sometidos, no obstante, barre y aplasta por igual al imperio y a sus mejores exegetas. Ocurrió en Egipto. Ocurrió también en Roma. En la España imperial y en la Francia de los Luises. Y, como sanción inevitable de la historia, nadie se acuerda –ni tiene porqué acordarse– de los panegiristas de esos imperios. Ése es el destino que tiene reservada la historia para los de hoy. ¿Habrán también escogido ese triste y nefasto rol, y ese triste y penoso final?

 

Pues bien, a diferencia de las enormes olas que aplastaron a los imperios de la antigüedad, la que terminará por liquidar el poder hegemónico actual, y por cambiar las relaciones Norte–Sur que prevalecen, se viene gestando en presencia de por lo menos una condición que no se dio a la caída del Imperio Faraónico, para el colapso del imperio de los césares, o aquella en la que sucumbió el Imperio Inka, o el Imperio Español. La Ola que culminará cambiando radicalmente las relaciones Norte–Sur de hoy, se da en efecto en un nuevo contexto, en el de lo que hoy venimos denominando “globalización”.

 

 

¿Por qué voltear a mirar el pasado?

 

Revisemos pues qué ha ocurrido en la historia de la humanidad, o más precisamente en la historia de Occidente, que nos permite tener la certeza de que terminarán cambiando radicalmente las relaciones Norte–Sur. Y que nos permite tener igualmente la certeza de que el poder hegemónico actual ha ingresado a la inexorable e irreversible fase de deterioro, previa al colapso. Pero mostrar el fundamento histórico y objetivo de esas certezas no es precisamente el principal objetivo de este libro, sino uno de ellos.

 

Pretendemos con este texto, fundamentalmente:

 

a)    Plantear, a título de hipótesis, un amplio conjunto de formulaciones que ayudan a entender la evolución de la historia de los pueblos.

 

    En ese sentido intentamos mostrar que, tanto en la historia del conjunto de los pueblos, como en la de cada uno, antes que el azar, consustancialmente errático e impredecible; ha primado la lógica, es decir, han estado siempre presentes leyes invariables que, como tales, tienen valor proyectivo, y permiten pues avisosar sucesos del futuro.

 

b)    Mostrar que, en el contexto de las leyes de la historia, o, si se prefiere, de las constantes que han regido la historia de los pueblos, más que la voluntad y/o los deseos del ser humano, que intrínsecamente son factores subjetivos e inasibles, han primado factores objetivos, tangibles, explicables y comprensibles.

 

c)    Mostrar que, a diferencia de las endebles, apriorísticas y engañosas razones que hoy se esgrime y prevalecen, sí hay explicaciones sólidas y certeras para entender el “éxito” de unos pueblos y el “fracaso” de otros. Y,

 

d)    Mostrar que la historia, en efecto, y de cara al futuro, ofrece lecciones invalorables:

 

    –    Acciones y políticas que, habiendo resultado benéficas y exitosas para los pueblos, debe tratar de reeditarse en el futuro; y;

 

    –    Acciones y políticas que, habiendo resultado nefastas y contraproducentes, debe dejarse de lado y pugnar porque no se den más.

 

La Historia tradicional –en lo que podría considerarse uno de sus escasos pero insignificantes méritos–, ha insistido siempre en la importancia de estudiar el pasado para aprender las lecciones que de él se desprenden. Hoy mismo se recuerda a Cicerón que en el siglo i aC afirmó que la “historia es (…) maestra de la vida”. Y al propio a Cervantes, cuando en el siglo xvi afirmó que es “advertencia de lo por venir”.

 

Pero, paradójicamente –y de allí que el mérito no sea sino mínimo–, nunca ha puesto en evidencia cuáles son esas lecciones –las trascendentes–, y menos pues con claridad meridiana e incontrovertible. Es decir, la Historia tradicional se ha quedado sin cumplir su tarea esencial: mostrar las lecciones de la historia; aquellas en las que es maestra y aquellas que advierten el porvenir.

 

¿Qué dice la Historia tradicional, por ejemplo, en relación con las acciones y políticas que conviene a los pueblos repetir en el futuro, porque fueron exitosas en el pasado? ¿Cuáles habrían sido pues las buenas lecciones de la historia? Nada.

 

¿Y qué dice la Historia tradicional en relación con las acciones y políticas que conviene
dejar de realizar tanto a los pueblos como a los poderes dominantes, y no acometer en el futuro, porque en el pasado condujeron invariablemente al fracaso? Tampoco nada.

 

Pero a despecho de lo que puedan creer los historiadores tradicionales, esa deficiencia, esa carencia, no es una omisión
transitoria, que eventualmente podría ser entonces subsanada. No, es, lisa y llanamente, una omisión insalvable de y por la historiografía tradicional, porque los recursos de que ha decidido disponer, los criterios que utiliza, y los procedimientos a los que recurre, no se lo permiten.

 

Así como el martillo es un instrumento insuficiente para construir una mesa; el simple recuento cronológico de los acontecimientos de la historia y menos pues el recuento simple de la versión oficial de los hechos; y la ausencia en la disciplina de las técnicas e instrumentos indispensables para una adecuada contrastación y verificación de muchos de los datos de la historia (que pertenecen a disciplinas a las que no se ha apelado, o muy tardíamente), se constituyen en recursos insuficientes para construir una versión científica de la Historia.

 

Asimismo, si apreciar el tamaño de los parlantes de radio en un automóvil no representa destacar los aspectos más relevantes del vehículo; destacar lo anecdótico, lo circunstancial y lo insignificante de los hechos históricos, y concurrentemente desechar a priori y hasta despreciar valiosos datos, resultan criterios muy pobres para acceder a la construcción de una versión científica de la historia.

 

Y así como apreciar la apariencia de un enfermo es en general un procedimiento insuficiente para realizar un buen diagnóstico; la simple descripción de la apariencia de los hechos históricos, prescindiendo del análisis de los mismos –aquellos que revelan la esencia de los mismos–, y de su relación con otros hechos históricos, y el desenterrar o desempolvar nuevas evidencias en ausencia de hipótesis, son a su turno procedimientos inapropiados e insuficientes para arribar a conclusiones válidas y significativas para la construcción de una versión científica de la Historia.

 

En definitiva, con recursos insuficientes, criterios pobres y procedimientos inapropiados, la Historia tradicional tiene negada la posibilidad de construir una Teoría de la Historia en la cual quede reunido el cuerpo de conocimientos abstractos comprobados, e hipótesis válidas a comprobar, que sirvan para contrastar cada nuevo dato que ofrece la investigación arqueológica o documental, o hacer lo propio con viejos y valiosos datos que corresponde reevaluar o recontextualizar.

 

Si de Herodoto en adelante, en los 2 500 años transcurridos, y de mano de la Historia tradicional, no hemos sido capaces de construir una Teoría de la Historia, no significa que no pueda hacerse. Sólo significa que hasta hoy no se ha hecho y que de la mano de ella no podrá hacerse. Pero, además, eventualmente, ni siquiera se ha intentado construirla rebasanda para ello las anteojeras o camisas de fuerza de la Historia tradicional.

 

Porque puede postularse la hipótesis de que esa tarea ha sido deliberadamente omitida, en base a la fundada sospecha de que los resultados serían sumamente comprometedores. Sobre todo de cara a la relación entre los historiadores y los poderes de turno, que bien puede expresarse, entre otras manifestaciones, en la enorme capacidad de decisión de éstos (e incapacidad de oposición de aquéllos) respecto de qué se enseña (y qué no) a nuestros hijos en la escuela, o, lo que es lo mismo, en qué pues contienen y qué callan los textos de Historia con los que se educa a los pueblos.

 

Hay quienes suponen y quienes creen estar en lo cierto cuando afirman que no puede haber una Teoría de la Historia porque todos los seres humanos y todos los pueblos somos distintos, y más aún pues si se compara a los pueblos de hoy con los de la antigüedad. Esto es, suponen o creen que nada hay ni puede haber en común en las historias de los pueblos; y, entonces, que mal puede encontrarse constantes o leyes científicas. ¿Para qué pues buscar aquello que no existe ni existirá?, se preguntan y responden unos y otros.

 

No obstante, también estudia al ser humano la Medicina. Y estudian el ser humano y su conducta la Sicología, la Sociología, la Antropología, la Economía, la Politología, etc. ¿Por qué todas éstas son ciencias? Es decir, ¿por qué todas ellas sí han podido encontrar leyes o constantes en la conducta del hombre, y no habría de poder hacerlo la Historia?

 

 

Hacia la construcción de la Historia como ciencia

 

¿Qué ha hecho el hombre desde que apareció en la Tierra? Pues nada más, pero tampoco nada menos, que, a través del trabajo, encarar la
solución de problemas básicos de alimentación, vivienda, vestido, entretenimiento y seguridad ante agentes de la naturaleza; y a ellos, con el tiempo, se agregó la necesidad de encarar problemas de organización, trasmisión de conocimientos y desarrollo espiritual. Esta es sin duda la primera constante histórica.

 

Con la aparición de la agricultura los pueblos adquirieron la experiencia de que debían encarar el uso de los excedentes, porque éstos podían ser dispuestos ya fuera como gasto, incrementándose así el consumo inmediato; o como inversión, para asegurar el consumo futuro. Y luego, muy pronto, constataron que la proclividad al gasto, o, en su defecto, la proclividad a la inversión, afectaban sensiblemente, para mal o para bien, respectivamente, la solución de los problemas básicos. He ahí una segunda constante histórica.

 

Pero, muy pronto, los pueblos constataron que, internamente, habían dejado de ser grupos perfectamente homogéneos: unos individuos satisfacían más y mejor sus necesidades y normalmente ello coincidía con quienes más poder detentaban. Había aparecido pues la necesidad de encarar las relaciones internas, las mismas que, ya fuera de complementariedad o de conflicto, influían decisivamente tanto en la solución de los problemas básicos como en la forma como se encaraba el uso de los excedentes. He ahí pues una tercera constante histórica.

 

Algo más tarde, aunque en tiempo ya remoto, también constataron los pueblos que, estando en las proximidades, debían también encarar las relaciones con otros pueblos, las que a su turno, ya fueran de complementariedad o de conflicto, no sólo influían decisivamente en la solución de los problemas básicos, y en la manera de encarar el uso de los excedentes, sino además en las relaciones internas. He ahí entonces una cuarta constante histórica.

 

Por último, entrado el hombre ya a la fase de civilización, constató que si bien la naturaleza, el manejo de los excedentes, las características de las relaciones internas y las relaciones con otros pueblos los afectaban en grado sumo, en circunstancias muy particulares un determinado pueblo los afectaba en todo. A partir de allí debió entonces encarar las relaciones de dominación y hegemonía. Ésta debe señalarse pues como una quinta constante histórica.

 

La Historia, pues, es –debe– ser el estudio científico de cómo los pueblos, a través del tiempo, han encarado:

 

a)    La satisfacción de sus necesidades básicas, creando cada uno su propia cultura, a partir de las especificidades del territorio en el que estuvo asentado;

b)    El uso de los excedentes socialmente generados, distinguiéndose claramente qué fue gasto y qué fue inversión, y en qué proporciones de dio cada uno;

c)    Las relaciones internas, y los intereses que representaba y defendía cada grupo y cómo lo hizo;

d)    Las relaciones externas, de complementariedad cultural y comercial; y de conflicto y sus motivaciones;

e)    Las relaciones de dominación y hegemonía, destacando las causas y los intereses que las desataban; y las consecuencias en cada uno de los protagonistas.

 

Mas, como ocurre con otras ciencias, en la Historia hay también lugar a la definición de axiomas básicos, afirmaciones válidas en sí mismas, o que, con el auxilio de otras ciencias, como la sicología por ejemplo, puede considerarse como tales.

 

El axioma fundamental de la Historia, a partir de lo que se ha constatado para el ser humano individual, habida cuenta de las excepciones que justifican la regla, es:

 

–    Todos los pueblos aman la vida y quieren preservarla.

 

Y, en estricta coherencia y consistencia con éste, debe aceptarse también los siguientes axiomas básicos:

 

1)    Todos los pueblos aspiran a satisfacer adecuadamente sus necesidades;

2)    Todos los pueblos aspiran a asegurar la satisfacción de sus necesidades futuras;

2)    Todos los pueblos aspiran a lograr una cada vez mayor homogeneidad interna;

4)    Todos los pueblos aspiran a ser tratados con equidad y respeto por otros, y;

5)    Todos los pueblos aspiran a preservar su libertad.

 

Aceptando todas y cada una de esas premisas, las hipótesis más relevantes de la Historia, y de la Historia de cada pueblo, son –deben ser– entonces:

 

–    Hay razones objetivas que explican los atentados contra la vida, tanto de parte de la víctima como del agresor;

–    Hay razones objetivas que explican el hambre y la miseria, y, en sentido contrario, la satisfacción y el confort;

–    Hay razones objetivas que explican el empobrecimiento creciente, y, en sentido contrario, el desarrollo;

–    Hay razones objetivas que explican la división y heterogeneidad social, y, en sentido contrario, la cohesión e integración social;

–    Hay razones objetivas que explican ser objeto de relaciones inequitativas, y, en sentido contrario, el abuso arbitrario, y;

–    Hay razones objetivas que explican la pérdida de la libertad y el sometimiento, y, en sentido contrario, la hegemonía y el sojuzgamiento.

 

Para todas y cada una de esas hipótesis la Historia debe –o debe ser capaz de– responder las dos siguientes interrogantes como mínimo:

 

–        ¿Cuáles han sido las razones objetivas o causas que explican cada caso?, y;

–    ¿Cuáles fueron las consecuencias de corto, mediano y largo plazo a que en cada caso dieron origen esas causas?

 

¿Muestra la Historia tradicional las razones explicativas correspondientes, o, si se prefiere, muestra las causas objetivas de las distintas situaciones? ¿Responde a cada una de las interrogantes para el caso de cada una de las hipótesis? No, categóricamente no. Ni a nivel general y abstracto, como Teoría de la Historia; ni a nivel particular, esto es, en la versión de la Historia de cada pueblo, nación o Estado.

 

Como resultado de todo ello, quizá el mayor cargo que puede hacerse a la Historia es que, si de algo los pueblos desconocen casi por completo, es precisamente de historia, de su propia historia; y si de algo desconocen total y absolutamente, es nada menos que de las lecciones que se desprenden de la historia, en general, y de su propia historia, en particular. Terrible pero incuestionable paradoja. Y conste que Historia es sin duda uno de los temas a los que más horas de atención se presta en las escuelas.

 

¿Cómo si no es por desconocimiento de la historia podría explicarse que el 70 % de la población estadounidense haya estado en un momento de la brutal agresión a Irak de acuerdo con la misma ? Es, sin género de duda, una consecuencia de que, por desconocimiento de las lecciones de la historia, no tienen la más remota idea, ni son concientes, de las graves consecuencias que en el tiempo habrá de acarrear esa arbitrariedad.

 

Y, en otro extremo, ¿cómo si no es por desconocimiento de la historia podría explicarse que gran parte del pueblo peruano atribuya nuestro subdesarrollo a que somos “ociosos”? Es pues también una magnífica prueba de que la Historia ha sido incapaz de mostrar las verdaderas causas del fenómeno. Y, tanto peor, ha permitido que deformaciones ideologicas alienantes sustituyan a la verdad.

 

Los historiadores, pues, en cada uno de nuestros pueblos, pero con mayores posibilidades de éxito los de las nuevas hornadas, que acederán a la investigación sin anteojeras y sin camisas de fuerza, deben acometer la titánica tarea de revisar y reformular la Historia, con el caro objetivo de hacer de ésta una ciencia.

 

Pero a efectos de lograr tal propósito, para dotarse de más y más adecuados recursos, deberán hacerlo como parte de un esfuerzo multidisciplinario, con el concurso de diversos otros profesionales (sociólogos, antropólogos, etnólogos, sicólogos, politólogos, economistas, agrónomos, ingenieros hidráulicos, meteorólogos, físicos, químicos, médicos, etc.).

 

Y, en la búsqueda de la verdad, con criterio científico, lo anecdótico deberá dar paso a lo relevante, y lo aparente al análisis que dé cuenta de lo esencial, que normalmente no se vislumbra en la engañosa superficie de los hechos.

 

No obstante, y por añadidura, dejando de lado prejuicios de toda índole, la nueva investigación histórica no podrá prescindir de trabajar con hipótesis previas, grandes interrogantes a las cuales intentar responder.

 

Pues bien, lo que sigue no es sino un intento de mostrar que todo ello es posible. Con los mismos datos que hoy provee la Historia tradicional, reordenándolos y revalorándolos en función de las grandes hipótesis que hemos adelantado, los resultados no pueden ser menos que sorprendentes: virtualmente surge una nueva Historia.

 

En el resultado de nuestro esfuerzo no debe esperarse un discurso expositivo que haga del tiempo la variable más relevante, y que dé pues cuenta de los acontecimientos en el orden cronológico en que se sucedieron. Ésa tarea, indispensable –pensando por ejemplo en los textos en que deben ser educados nuestros hijos–, es posterior y queda diferida.

 

Por encima de todo hemos privilegiado la tarea de análisis y de abstracción y síntesis, en busca de los sustratos, los elementos o factores comunes que yacen por debajo de la superficie de los hechos, e independientemente del tiempo, de modo tal de mostrar que, en efecto, hay constantes importantísimas en la historia cuyo conocimiento y conciencia de los mismos deben ocupar el sitio que hoy, en los textos y en la memoria colectiva, ocupan datos irrelevantes y anecdóticos.

 

 

 

LAS GRANDES OLAS DE LA HISTORIA

 

Desde una perspectiva que por un momento resultó harto novedosa, Toffler expuso su teoría de que la humanidad actualmente está en el tránsito entre la Segunda Ola –en lenta agonía– y la Tercera Ola –en franco proceso de expansión–. No nos resultan muy “útiles”, sin embargo, las proyecciones que pueden hacerse a partir de las tesis de Toffler –quizá las mejores y más importantes preguntas se le quedaron en el tintero–.

 

En relación con la historia de la humanidad, con preguntas distintas a las que se hiciera Toffler, puede llegarse a respuestas diferentes, que, además, tienen un valor proyectivo que –como veremos más adelante–, resulta cualitativamente muy valioso. ¿Cuáles han sido –nos preguntamos– las grandes civilizaciones de Occidente? O, como las denominaremos en adelante, ¿cuáles han sido las grandes olas de la civilización occidental?

 

 

De la Primera a la Octava Ola

 

Para Occidente por lo menos, la civilización humana habría atravesado hasta ahora por Nueve Grandes Olas. Los centros de las mismas aparecen en el Gráfico Nº 2. Pero el conjunto de las nueve, en orden alfabético, es el siguiente:

 

–    Creta    –    Grecia

–    Egipto    –    Inglaterra

–    España    –    Mesopotamia

–    Estados Unidos    –    Roma

–    Francia

 

 

 

De manera deliberada, para así dar énfasis a nuestro razonamiento, las hemos listado alfabéticamente –y no pues en el orden cronológico al que estamos acostumbrados–. Así, entonces, hay lugar a que nos preguntemos, ¿han brotado los centros de las distintas olas, uno aquí y otro allá, sin orden ni concierto, arbitraria y erráticamente, en el tiempo y en el espacio? O, si no fue así, ¿por qué entonces se dio la secuencia tal y como se la conoce y no de otro modo?

 

Una y otra interrogante son válidas tras leerse esas versiones de la Historia que, presentando secuencialmente la evolución de historia de Occidente, no explican en modo alguno por qué se dio esa secuencia y no otra? ¿Era ésa, acaso, la única secuencia posible? ¿Por qué? ¿No hubo posibilidades de que se diera una progresión distinta? ¿Por qué? Y, por último, ¿podría hablarse de una “secuencia natural”, esto es, de una en la que la voluntad de los hombres y gobernantes de todos y cada uno de los pueblos involucrados estuviera realmente ausente, y se dio pues “lo que, necesaria e inevitablemente, tenía que darse”?

 

¿El encadenamiento de los centros de las distintas olas, de la primera a la última civilización, constituye una progresión continua, donde cada núcleo tiene estrechísima relación con el anterior y, por consiguiente, cada una de las olas se explicaría a partir de la que la precedió? ¿Puede desentrañarse acaso una explicación que, a modo de oculto hilo conductor, enlace todos los centros de las olas de civilización y, en consecuencia, nos permita vislumbrar entonces claramente el próximo, es decir el centro de esa ola que aún no conocemos?

 

Circunscribiéndonos por un momento a las seis primeras que se dieron en la historia de Occidente, ellas bien pudieron presentársenos –cronológica y espacialmente–, en el orden que muestra el Gráfico Nº 3.

 

 

 

Esto es, y aun cuando ello no ocurrió así, bien pudo ser la secuencia: 1º Francia, 2º Mesopotamia, 3º Roma, 4º Egipto, 5º Grecia y 6º Creta. Pero, ¿pudo acaso darse la secuencia que hemos presentado? O, en su defecto, ¿por qué la progresión no fue esa? O, en todo caso, ¿qué impidió o qué no permitió que se diera esa secuencia? ¿Hubo acaso condiciones objetivas:

 

a)    que, para el caso de la secuencia propuesta, impidieron que Francia (o cualquier otro que no fuera Mesopotamia) fuera el centro de la primera ola;

b)    que imposibilitaron que se experimentara tremendos saltos geográficos como los que se insinúa entre 1 y 2, o entre 2 y 3; y, en definitiva;

c)    que imposibilitaban que se diera cualquier otra variante de la secuencia que ha registrado la Historia?

 

No se nos ha ofrecido respuesta a esas interrogantes, que, sin embargo, resulta importantísimo contestar, a fin de tener una visión más certera de la historia; a fin de desentrañar leyes que aún permanecen ocultas. No obstante, y como veremos, todas y cada una de esas interrogantes parece tener una respuesta.

 

Como se sabe, y tal como mostramos en el Gráfico Nº 4, la progresión de las grandes civilizaciones de Occidente ha sido pues:

 

1ª    –    Mesopotamia

2ª    –    Egipto

3ª    –    Creta

4ª    –    Grecia

5ª    –    Roma

6ª    –    Francia

7ª    –    España

8ª    –    Inglaterra

9ª    –    Estados Unidos

 

 

 

Entre tanto, la siguiente, es decir la que será la 10ª Ola de la historia de Occidente, sigue siendo un enigma. Porque, con los abundantísimos pero en su mayoría anecdóticos e irrelevantes elementos que ofrecen los textos de Historia, es virtualmente imposible preverlo. Así, no deja de sorprender que la Economía, sin apelar pues en una línea a la profusa pero inútil información que a estos respectos aún hoy provee la Historia, estaría haciendo un pronóstico altamente verosímil; lo que por cierto no significa que dentro del marco de esa ciencia tenga base científica, en tanto que los fundamentos en los que se basa, eventualmente podrían apenas constituir la excepción a una regla que, por lo demás, no ha sido explicitada en la Teoría Económica.

 

 

¿Leyes de la historia?

 

Mas focalicemos nuevamente nuestra atención en las seis primeras grandes olas, tal y como se dieron, a fin de comparar la imagen resultante con aquella de progresión azarosa y errática que hemos presentado en el Gráfico Nº 3. La secuencia real, espacial y cronológicamente, de las primeras seis grandes olas de civilización de Occidente nos la ofrece entonces el Gráfico Nº 5.

 

 

 

¿Por qué pues –volvemos a preguntarnos– las cosas ocurrieron de esa manera y no de otra? Junto con ésta, debemos también responder a estas otras interrogantes: ¿Por qué la primera fue Mesopotamia y no otra? ¿Pudo acaso ser otra la primera? ¿El surgimiento de Mesopotamia como la Primera Gran Ola, fue un acontecimiento absolutamente azaroso e inexplicable, o, por el contrario, había razones objetivas para que ello ocurriera así y no ocurriera ni pudiera haber ocurrido de otro modo? ¿Cómo se formó ésa y cada una de las siguiente olas? ¿Por qué y cómo sucumbieron todas y cada una de esas civilizaciones, o, si se prefiere, por qué y cómo se formaron cada una de esas olas y posteriormente fueron amainando hasta perder totalmente importancia? ¿Cómo se produce la sucesión? ¿Qué pueblo, y por qué él y no otro, tomó la posta que dejó la ola precedente?

 

Pero también, y de singular importancia para entender el presente y avizorar con más nitidez el futuro, ¿la caída de una ola, el tránsito hacia la siguiente, y la formación de la nueva ola, han tenido en cada caso explicaciones o causas distintas; o, por el contrario, hay comunes denominadores en el tránsito de una a otra y de ésta a la siguiente? ¿Se han dado esos comunes denominadores? ¿Cuáles son?

 

Resulta, pues, sumamente importante desentrañar cuáles han sido los elementos o los factores comunes presentes siempre en el largo proceso histórico, de más de diez mil años, transcurrido entre la primera y la octava ola. Esos factores comunes –que pasaremos a plantear a título de hipótesis históricas–, son los que nos permitirían explicar y entender por qué se dio la progresión que conocemos de las civilizaciones de Occidente, y no otra. O, si se prefiere, esos factores constituirían la inexorable ley de progresión de la civilización.

 

 

1) Proximidad geográfica

 

La progresión de la civilización occidental ha sido una sucesión continua y en posta entre los distintos centros de las respectivas olas. El Gráfico Nº 4 es harto elocuente en este sentido. Es decir, a diferencia de lo que se muestra en el Gráfico Nº 2, nunca se ha producido un gran salto. La “posta” siempre ha pasado de un pueblo a uno de sus “vecinos” y de éste, a su turno, a uno de su propio entorno. Nunca ha pasado de un pueblo a otro remoto y lejano, pasando por encima de varios o muchos pueblos, como habría ocurrido si se hubiera dado algo similar a lo que presenta el Gráfico Nº 2.

 

La “posta” invariablemente ha pasado del pueblo que fue centro de una ola a uno de sus “vecinos”, y no pues a cualquier otro espacio: de Mesopotamia pasó a su vecino Egipto; de éste, a su vecina Creta; de ésta, a su vecina Grecia; de ésta, a su vecina Roma; de ésta, a su vecina Francia; de ésta, al conjunto vecino constituido por Inglaterra–España–Alemania; y, de dicho espacio, a su vecino Estados Unidos.

 

Esa progresión, inexorablemente de un pueblo a su “vecino”, y como veremos más adelante, no es una simple coincidencia. Responde, por el contrario, a poderosas objetivas razones; esto es, a causas que es posible reconocer, evidenciar y explicitar.

 

No obstante, resulta sumamente importante destacar a esta altura dos observaciones: a) la diferencia de idiomas nunca ha sido una barrera que impidiera la transferencia de la posta; y b) en general –salvo en el caso de Creta, para cuya excepción hay también poderosas razones–, cada nuevo centro de una ola involucra a poblaciones cada vez más numerosas, en espacios cada vez más amplios.

 

Pues bien, si esta “ley de vecindad” en la progresión se sigue cumpliendo, la próxima ola podría eventualmente tener como centro a uno de los grandes vecinos de Estados Unidos: Canadá en Norteamérica; México o Brasil, por ejemplo, en América Meridional; muy difícil aunque hipotéticamente algún país del África, al sureste; alguno de Europa al este; o Japón o China, al oeste. Sin embargo, y como puede verse en el Gráfico Nº 6, también son “vecinos” de Estados Unidos, Australia al suroeste; y Groenlandia (que es posesión de Dinamarca), al noreste.

 

Hasta aquí, pues, las posibilidades de proyección son todavía muy inciertas. Sin embargo, los factores que analizaremos en adelante irán progresivamente definiendo el futuro e inminente nuevo centro de civilización de Occidente.

 

 

 

 

2) Intercambio comercial

 

Pues bien, como es obvio –como nos lo ha mostrado el Gráfico Nº 6 y como nos lo muestra el siguiente–, todos los pueblos del globo están rodeados de vecinos. Debemos entonces ahora resolver la pregunta ¿qué pueblo vecino toma la posta que deja el centro de la ola que lo precedió? Pero también ¿por qué la toma ese pueblo y no otro; o, si se prefiere, por qué la toma “ese vecino” y no otro también vecino?

 

Los vecinos de Mesopotamia, como se ve en el Gráfico Nº 7 (en la página siguiente), eran –y son–: Irán (A), Armenia (B), Turquía (C), Siria (D), Chipre (E), Egipto (F) y Arabia Saudita (G).

 

La posta que dejaba Mesopotamia pudo, entonces, tomarla uno cualquiera de esos siete pueblos. ¿Por qué, sin embargo, la tomó Egipto y no otro?

 

De los territorios vecinos a Mesopotamia, sin duda el más rico de todos era el valle del Nilo. No debe extrañar entonces que, en relación con el resto de los territorios nombrados, allí estuviera asentada la población más numerosa. Pero, afianzando aún más esta ya objetiva ventaja, esa numerosa población egipcia, magníficamente bien vertebrada, integrada y comunicada por el Nilo, era pues entoces una población culturalmente bastante homogénea –o, en todo caso, internamente bastante más homogénea que cualquiera de los otros vecinos de Mesopotamia–.

 

 

 

Por el contrario, sin grandes ríos, la población persa se encontraba muy esparcida en su amplio y más bien árido territorio. Los armenios, por su parte, asentados sobre las montañas del Cáucaso, constituían pequeños grupos dispersos en un quebrado y difícilmente comunicado territorio. Otro tanto ocurría con los turcos, que ocupaban un territorio agrícolamente pobre y muy quebrado, aunque de grandes dimensiones. Los fenicios, en Siria, ocupaban un terreno quebrado en la parte alta del Éufrates y casi completamente desértico en las llanuras colindantes con el Mediterráneo. Su ubicación geográfica, no obstante, los impulsó a centrar su atención en las actividades comerciales, tanto marítimas como terrestres. En Siria, en efecto, confluían la demanda que provenía del este (Mesopotamia) y la que provenía del sur (Egipto). La isla de Chipre, por su parte, sin ríos que fertilicen la tierra, contaba por entonces con una población insignificante. Y, finalmente, el desierto de Arabia, aunque inmenso, sólo era ocupado por pequeñísimos y muy dispersos grupos de hombres en torno a los oasis.

 

A todas luces, pues, por la ostensible mayor riqueza de su territorio, y, concomitantemente, por la mayor magnitud de su población, era el egipcio, entre los vecinos de Mesopotamia, el pueblo objetivamente mejor dotado para tomar la posta de ésta cuando de produjera su declinación. Esa, no obstante, no era una condición suficiente.

 

La tecnología de punta de aquella época –recordémoslo–, era la agricultura. ¿Y cual de los vecinos de Mesopotamia era, en términos de potencialidad agrícola, precisamente el más rico? Egipto, sin género de duda. La extraordinaria producción agrícola del valle del Nilo permitió que fuera creciendo incesantemente su población, de modo tal que, casi con seguridad, Egipto era, en los inicios de su apogeo, un territorio tan poblado como Mesopotamia . Mas, muy probablemente, la conocida estacionalidad de las crecientes del Nilo, y las casi monótonas características del ecosistema del valle, imponían importar un gran volumen de mercaderías, de muy diversa índole, que se producían en ecosistemas distintos y complementarios al del Nilo. Y, sin duda alguna, principalmente del centro hegemónico de entonces, Mesopotamia.

 

Por lo demás, a pesar de que las sedes centrales de ambas sociedades imperiales se encontraban muy distantes una de la otra, sus respectivas conquistas los habían llevado a convertirse en vecinos que, disputándose la posesión los territorios del Asia Menor, en diversas ocasiones se habían enfrentado militarmente –como las dos más grandes potencias de la época–. Así, pues, y por sorprendente que pueda resultarnos, hay que admitir que Mesopotamia y Egipto estrenaron en la historia, hace más de tres mil años, lo que hoy conocemos como “bipolaridad”.

 

En tal virtud, a partir de su conflictiva vecindad territorial, y de su complementariedad productiva, se había tejido entre ambas sociedades una red de relaciones vasta y densa, y de muy diverso género. Sin la más mínima duda, las relaciones comerciales Mesopotamia–Egipto alcanzaron magnitudes inmensamente mayores a las que se dieron entre Mesopotamia e Irán, o las que se dieron entre Mesopotamia y Chipre, y con cualquier otro de los vecinos de Mesopotamia.

 

La numerosa, bien comunicada y homogénea población egipcia constituía pues el más grande mercado para los productos de Mesopotamia. Y, en sentido contrario, la producción del Nilo tuvo como su mejor mercado externo las poblaciones del Éufrates y el Tigris. El comercio Mesopotamia–Egipto, a través de Siria, debió pues ser muy intenso. Sin duda el más importante del mundo de entonces. Desde Mesopotamia se exportaba lana y muy probablemente carne. Y desde Egipto lino, marfil y piedras preciosas.

 

En el contexto del florecimiento de la actividad comercial surgió la escritura (3100 aC), uno de los mayores aportes de Mesopotamia a la civilización Occidental. No menos importantes habían sido sus aportes en el establecimiento de la primera agricultura (8000 aC), y en la formación de las primeras ciudades del planeta (4000 aC). Y no menos trascendentales fueron también sus contribuciones con la cría de ganado, la construcción de diques y canales de riego, la fabricación de herramientas y armas de bronce, así como la primera literatura del mundo. Y, una vez más en relación con el comercio, los primeros sistemas de pesos y medidas.

 

La expansión de los primeros Imperios de Mesopotamia, hacia el oeste, y la expansión del Imperio Egipcio, hacia el norte y tras conquistar a los pueblos de Palestina, los hizo confluir en Siria y disputarse acre y largamente ese territorio. Siria, pues, fue el punto de encuentro, comercial, político y militar, de las das primeras potencias de Occidente, o, si se prefiere, la primera manzana de la discordia en la historia de los centros hegemónicos. De allí que no sea una simple coincidencia que en Siria, en la ciudad de Mari, halla sido encontrada la más grande colección de tablillas de arcilla: 17 500 piezas, en las que están escritos relatos de actividades comerciales (entre ellas la recaudación de peaje por el tráfico en el Éufrates), militares (como la persecución de esclavos de guerra fugitivos), así como de actividades diplomáticas y domésticas.

 

Egipto, pues, además de densamente poblado y rico, tuvo el más amplio y variado intercambio de experiencias –comerciales, políticas y militares– con el centro de la primera ola de Occidente. Sin duda, insistimos, fue un intercambio más vasto que el que Mesopotamia tuvo con cualquier otro de sus vecinos.

 

En aquellos momentos, vale la pena hacerlo explícito, las mercancías, como la tecnología y los conocimientos, circulaban, fundamentalmente, por tierra. Resulta obvio por eso que los volúmenes más grandes de intercambio se concretaban con los vecinos. No existían marinas mercantes ni aeronáutica, que habrían permitido que el comercio más intenso se diera con un pueblo lejano; ni la vía satélite, que habría permitido que la información y la tecnología fluyeran a pueblos aún más distantes. Así, la vecindad territorial jugaba un papel decisivo en la frecuencia y el volumen de los intercambios comerciales.

 

Ese intercambio, como todos los que vendrían después, cumpliría el rol trascendental de vaso comunicante, en el que, en uno y otro sentido –y sin que los protagonistas concientemente se lo propusieran– cada uno traspasaba al otro su más importante riqueza cultural, científica y tecnológica. Para el mundo de hace más de dos mil años, cuenta Julio César:

 

Tienen los galos la costumbre de obligar a todo pasajero a que se detenga, quiera o no quiera, y de preguntarle qué ha oído o sabe de nuevo; y a los mercaderes en los pueblos, luego que llegan, los cerca el populacho, importunándolos a que digan de dónde vienen, y qué han sabido por allá .

 

Difícilmente puede pensarse que esa práctica la inventaron los franceses. Sin duda, esa costumbre –así como la de espiar deliberadamente a los vecinos–, se remonta hasta los orígenes mismos de la humanidad. Por lo demás, como resulta obvio, esos pasajeros y esos comerciantes, así como respondían, también preguntaban. He ahí que tomaban forma los vasos comunicantes entre los pueblos.

 

No siempre, sin embargo, el intercambio era equivalente. Muchas veces, por el contrario, resultaba más bien desigual. En efecto, el pueblo que estaba en el centro de la ola tenía muchísimo más que ofrecer a aquellos que estaban en la periferia, que lo que éstos podían ofrecerle a él. El intercambio, pues, beneficiaba a los pueblos de la periferia, pero, en particular, a aquel con el cual se daba con mayor amplitud e intensidad. En definitiva, Egipto estaba llamado, inexorablemente, y al margen de su voluntad, a tomar la posta que en algún momento dejaría Mesopotamia. Y así efectivamente ocurrió.

 

Ello no ha sido una excepción, sino, por el contrario, una constante a lo largo de la historia de la humanidad. Creta fue la bisagra comercial entre Egipto y Grecia; Roma prácticamente acaparó el intercambio –mercantil y cultural– que exportaba Grecia. Otro tanto puede afirmarse de la relación Europa–Estados Unidos. En los últimos doscientos años, con ningún otro espacio del planeta mantuvo Europa una mayor relación de intercambio comercial que con Estados Unidos, que fue precisamente el pueblo que le tomó la posta. A principios del siglo xx, casi el 90% del comercio mundial se concentraba en el flujo entre uno y otro territorio.

 

De entre los vecinos, pues, la “posta” siempre la ha “tomado” aquél con el cual, el que “la perdía”, había mantenido mayores y más intensos vínculos: políticos, militares y comerciales. Es decir, la tomaba aquel pueblo que, a través del intercambio, había obtenido el mayor traspase de riquezas.

 

Tomando en cuenta este nuevo factor, revisemos entonces una vez más la proyección hacia el futuro que hemos propuesto en el Gráfico Nº 6. A lo largo del siglo xx, la importancia del eje comercial EEUU–Europa ha ido decreciendo paulatinamente: del 90% del comercio mundial, a principios del siglo, descendió hasta el 80%, a mediados del mismo. Y ya en los primeros años de la década de los 90´s representaba solamente el 51% . Y actualmente, sin duda, representa menos del 50%. Se trata, pues, inobjetablemente, de una marcada tendencia decreciente. Entre tanto, América Meridional y África concentran poco significativos 4 y 3% del comercio mundial. Y por el contrario, el Extremo Oriente, que a principios del siglo pasado ninguna significación tenía en el comercio mundial, hoy concentra más del 25%, con el inobjetable liderazgo de Japón, y con insospechables perspectivas de crecimiento a medida que China participe más crecientemente en el comercio internacional.

 

No deja de ser curioso que, aun cuando la civilización humana ha dado saltos tecnológicos portentosos a lo largo de miles de años, hoy, a pesar de la existencia de las grandes flotas marítimas y aéreas, sigue siendo con los vecinos –Europa, al este, y Japón al Oeste– con quienes la potencia hegemónica de la actualidad mantiene las mayores relaciones de intercambio comercial. Japón destina a Estados Unidos el 28% de sus exportaciones, casi 5 veces más que al segundo de los mercados de la isla. Y trae de Estados Unidos el 22% de sus importaciones, esto es, 3 veces más que de su segundo proveedor. Para Estados Unidos por su parte, Japón es su mercado extracontinental más grande. A él llega el 10% de las exportaciones norteamericanas. Y representa también su más importante proveedor extracontinental. De él trae el 19% de sus importaciones. Hace 100 años el comercio norteamericano con Japón era casi 0, ¿a qué porcentajes ascenderán las exportaciones y las importaciones norteamericanas hacia y desde Japón y China en los próximos 50 años?

 

No es difícil prever entonces que Europa y Japón–China se presentan como los núcleos con los cuales Estados Unidos mantendrá, por muchos años, el mayor intercambio. Es posible pues prever que a uno de esos dos polos corresponderá el privilegio de ser el centro de la próxima y Décima gran Ola de la historia de Occidente. Pero serán otros factores, sin embargo, los que nos permitan el descarte final.

 

 

3) Hegemonía imperial

 

En todas y cada una de las grandes olas de la historia de Occidente, aquellas pues que la historiografía tradicional denomina “grandes civilizaciones”, los pueblos que fueron sus principales protagonistas han alcanzado la cima de la ola sólo después de constituirse en el centro o poder hegemónico de un imperio.

Imperio

 

Mas, ¿qué es, o cómo se define “imperio”, ese término al que tanto se recurre en éste como en muchísimos otros textos? ¿Es oportuna y relevante la pregunta? Sí, contra todo cuanto pueda pensarse, sigue siendo y es oportuna y relevante porque, aunque cause asombro, no existe en la Historia, ni en el resto de las ciencias sociales, una definición consensuada, explícita, de sentido unívoco, preciso e indubitable del término. No obstante, “imperio” es, sin género de duda, “uno de los términos más importantes, característicos y recurrentes en Historia” . ¿Cómo entonces –insistimos–, no tiene una definición científica y técnicamente solvente y válida (porque las que ofrecen los diccionarios de la lengua son para todos sus efectos inservibles)?

 

¿Cómo entender –podemos pues todavía preguntarnos –, que el concepto “imperio” no esté definido en un texto tan significativo y especializado como el Diccionario de términos
históricos, donde sí figura en cambio “imperialismo”, extrañamente definido como “adquisición y administración de un imperio…”. Y que no aparezca en el Diccionario del mundo antiguo, donde en cambio aparece “imperium”, definido como “poder originario y soberano de vida y muerte (…) del que eran investidos los altos magistrados [romanos]…”. Pero paradójica, y al propio tiempo muy reveladoramente, en uno y otro diccionario están sin embargo definidos con precisión conceptos tan poco trascendentes como, por ejemplo, “infangentheof” (ladrón…) e “impilia” (medias o polainas…). ¿Será, como seguimos creyendo, que la Historia tradicional sigue aferrada a conocer y definir lo banal, y mantiene incólume su postura de desconocer y mantener en la indefinición y la ambigüedad lo realmente importante y trascendente?

 

Como fuera, hay pues todavía lugar a insistir en nuestra propuesta de definición :

 

Imperio
es el dominio (estructural y sistemático) que ejerce un pueblo, nación y/o Estado (hegemónico) sobre otro u otros pueblos, naciones y/o Estados (sojuzgados y/o dominados), y a través del que aquél obtiene beneficios objetivos (identificables y mensurables) a costa del perjuicio objetivo (también identificable y mensurable) de éstos.

 

Ése pues es el concepto de “imperio” con el cual venimos trabajando en este texto –y con el cual hemos trabajado la colección de nuestros textos de Historia –. La definición de “hegemonía”, sin embargo, la presentamos más adelante.

 

Pues bien, de esa definición de “imperio” se coligen varios aspectos sustantivos que merecen ser destacados. En efecto, debe en primer lugar relievarse que hace referencia a un “hecho humano”, esto es, da cuenta de un asunto que pertenece estrictamente a la esfera del hombre. Mal puede pues con esa definición hablarse del imperio del león en la selva, por ejemplo.

 

Pero hace también referencia, en segundo lugar, a una “hecho social”, esto es, no a un hecho o acto individual, sino a uno en el que los involucrados son muchas personas e incluso muchos pueblos. Mal puede pues hablarse, en tal sentido, y por ejemplo, del imperio de Augusto, para hacer referencia al poder que ejerció ese personaje romano.

 

Pero además, en tercer lugar, dentro de lo específicamente humano y de lo específicamente social, hace referencia a una “relación”, esto es, privilegia el aspecto relacional entre las partes y, estrictamente, entre los pueblos, naciones y/o Estados involucrados, por encima de la consideración de que unos y otros constituyen “un cuerpo colectivo”. Así, la definición busca destacar la relación que existente entre el pueblo conquistador y los pueblos conquistados, más que presentar al conjunto de todos ellos, en abstracto, como un grupo social.

 

Debe en cuarto lugar destacarse que se trata de un tipo de relación muy particular, y, específicamente, de una de carácter asimétrico. No se trata pues de una relación entre “pares” o iguales que mutuamente se reconocen con pesos o poderes equivalentes. Sino de una relación en la que una de las partes, la “hegemónica”, no sólo tiene más peso o poder que cada una de las otras, sino incluso más que la suma del peso o poder de todas las otras.

 

Así, en quinto lugar, debe también relievarse que se trata de una relación duradera, “estructural y sistemática”, y no pues de una relación efímera o circunstancial, como la que se traba en una guerra, aun cuando ésta conlleve anexión de territorios del vencido por parte del vencedor.

 

Pero además, y en sexto lugar, siendo como es una relación de dominio estructural y sistemático, debe inexorablemente admitirse que se trata de una relación deliberadamente establecida por el pueblo hegemónico. Porque resulta inaceptable que se siga creyendo que, al margen de la voluntad de los conquistadores, a los imperios los crean las circunstancias, o son una consecuencia inesperada del devenir de los hechos. No, en todo tiempo y en todo espacio, el conquistador ha actuado y actúa siempre a voluntad, por decisión propia y sin atenuantes de ninguna especie. Y más todavía cuando se tiene en cuenta que lanza a sus ejércitos mucho más allá de sus fronteras.

 

En sétimo lugar hay que destacar el carácter intrínseco y ostensiblemente dañino y destructivo que para los pueblos dominados representa la relación imperial. Ninguno de los pueblos sometidos a la fuerza por sus conquistadores ha escapado a esta ley inexorable, al extremo que sólo al cabo de siglos logran recuperarse. En tal virtud, las “simpatías” por los imperios no representan sino las “simpatías” por el conquistador. Y las loas al supuesto favorable saldo de las conquistas y colonizaciones no son sino las autoalabanzas que, comprensible y explicablemente, se propinan a sí mismos los conquistadores. Pero, sin duda, ni las simpatías de terceros, ni las autoalabanzas, corresponden a una posición objetiva y desapasionada, y menos pues pueden desprenderse del análisis y del enjuiciamiento científico.

 

Destacaremos por último, y en octavo lugar, que cada vez que hablamos de “imperio” estamos pues abordando un “hecho histórico”, verificable en el tiempo y en el espacio, con protagonistas de carne y hueso; y no pues, como figura en muchos diccionarios, de un estilo artístico, o del período de gobierno de un emperador, o del abstracto predominio de la ley.

 

Pero no obstante cuanto se ha anotado, todavía de la definición dada puede colegirse que, mientras todos los pueblos imperiales son hegemónicos; no todos los pueblos hegemónicos, necesariamente, constituyen imperios. Porque puede haber hegemonía de un pueblo sobre otros, a través de la tecnología o el comercio, por ejemplo, sin que se dé un dominio estructural y sistemático que, necesariamente, suponga “perjuicio” para éstos. E incluso puede haber “perjuicio”, como cuando hay fraude, sin que se esté en presencia de una relación imperial.

 

Y no puede obviarse que es también característico de la relación imperial la disolución o sometimiento absoluto de los aparatos estatales de los pueblos conquistados. Cuando subsisten, pasan a formar parte del aparato estatal imperial. Pero por lo general como intermediarios o visagras entre el poder imperial y las poblaciones de los pueblos conquistados. Ello se da, casi invariablemente, allí donde conquistador y conquistado tienen lenguas diferentes.

 

No es difícil constatar que, en torno al concepto “imperio”, prevalecen en los textos imágenes que, además de imprecisas y ambiguas, son profundamente erróneas y distorsionantes. En la historiografía tradicional, y, por consiguiente, para la inmensa mayor parte de las personas, el Romano es el imperio por antonomasia. Refirámonos pues a él para mostrar las imprecisiones y distorsiones que más frecuentemente se ha presentado y que costará muchísimo trabajo erradicar.

 

Por de pronto, y en primer lugar, la sola denominación “Imperio Romano” a muchísimas personas les evoca simpatía. ¿Pero acaso a esas mismas personas les genera simpatía el nombre “Nebulosa de Andrómeda” o cuando se menciona “ley de la gravedad”? ¿Por qué estos últimos nombres resultan axiológicamente neutros, e Imperio Romano, en cambio, tiene connotación valorativamente positiva? O, por el contrario, ¿por qué el nombre “Atila” suscita antipatías –por lo menos para la mayor parte de los occidentales–? Sin duda, los cuatro nombres aludidos son objetos del quehacer científico, uno en la Astronomía, otro en la Física, y el primero y el último para la Historia. La neutralidad en el caso de “Nebulosa de Andrómeda” y “ley de la gravedad” es resultante de la manera objetiva y desapasionada como los científicos manejan y enfrentan esos objetos. En la historiografía tradicional, en cambio, los sujetos –los historiadores– han volcado en sus objetos de estudio sus pasiones: odios y amores, inadvertidamente en el caso de unos historiadores, y deliberadamente en el caso de otros. Mientras “Imperio Romano” y “Atila” sigan suscitando simpatías o antipatías, estarán más en el terreno de la novela o de la épica que en el de la Historia.

 

En descargo se ha dicho que en las Ciencias Sociales, y en la Historia por consiguiente, el historiador, en tanto ser humano, es parte del “objeto de estudio” y, al propio tiempo, el “sujeto que estudia”. Y que, en razón de ello, es imposible o muy difícil alcanzar completamente la neutralidad y la objetividad. Es frecuente por ello que, en el medio de controversiales acontecimientos o personajes, los contemporáneos a los mismos reclamen esperar “el veredicto de la historia”. Es decir, se presume que, a la distancia del tiempo, sí puede analizarse los hechos con ponderación, neutralidad y objetividad. Pues bien, el Imperio Romano dista ya mil quinientos años de nuestro tiempo. ¿No es un tiempo absolutamente suficiente como para acometer su estudio con objetividad científica, prescindiendo por completo de juicios valorativos y pasiones, y cuyo resultado permita que, más allá de las simpatías o antipatías que todavía pueda suscitar, sepamos cuáles son las enseñanzas que nos ha dejado esa experiencia histórica?

 

En general, pareciera que muchos historiadores no se han sentido ante la necesidad de precisar bajo qué condiciones un pueblo pasa a transformarse en imperio. Es el caso de Barraclough y otros, por ejemplo, cuando hablan del Imperio Romano en su Atlas de la Historia Universal. “En la Tercera Guerra Púnica (149–146 aC) –dicen Barraclough y sus colaboradores–, los romanos lograron penetrar finalmente (…) y conquistaron y luego destruyeron [Cartago]. [La] anexaron al imperio [y] pasó a ser la provincia de África” . Es decir –para esos autores–, el Imperio Romano ya existía desde antes de la conquista de Cartago, que, como se sabe, fue su primera conquista fuera de la península. En otros términos, se nos presenta como que, existiendo el imperio, anexaron a él Cartago. ¿Cuándo entonces, y en qué condiciones previas había surgido el Imperio Romano? ¿Qué cosa, antes de la primera conquista de otro pueblo, había convertido a los romanos en imperio? Y, ¿al anexarse el territorio de Cartago se anexó también al pueblo cartaginés? ¿Puede anexarse un pueblo? ¿A partir de la anexión los romanos consideraron acaso a los cartagineses como romanos, y aquéllos acaso se consideraron a sí mismos como romanos? ¿Puede considerarse al conjunto romanos–cartagineses un conjunto homogéneo? ¿Son lo mismo el verdugo que su víctima?

 

En segundo lugar, fruto de las imprecisiones que prevalecen en la historiografía
tradicional, inadvertidamente se presenta a los imperios como pueblos que, no habiéndose precisado cómo y a partir de qué, fueron creciendo vertiginosamente con “conquistas–anexiones” y creando “provincias”. Así, las que antes eran poblaciones más o menos pequeñas, pero internamente homogéneas, terminan siendo presentadas a los lectores como poblaciones muy grandes, pero siempre internamente homogéneas: pequeños pueblos que, al crecer, se convierten en imperios con muchas “provincias”. Puede así leerse, por ejemplo: “el imperio era considerado como una extensión de Roma” .

 

Confunde pues esa jerga no especializada y multívoca que sigue utilizando libérrimamente la historiografía tradicional. Y en la confusión se refuerzan imágenes erróneas y equívocas. Se habla, como vimos, de las “provincias romanas”. Pero, como para casi todos los hombres de hoy las “provincias” son parte de un país, los imperios, pues, terminan siendo imaginados como grandes países con muchas provincias. A partir de ese erróneo concepto, ¿qué ocurre en la mente de los lectores cuando luego se habla de la “crisis del imperio”, “decadencia y caída” para terminar diciéndose, por ejemplo, “hacia fines del siglo [v] el Imperio romano de occidente había desaparecido” . ¿Pero como puede desaparecer ese gran país que se había formado en la mente de los lectores? Pues lo hacen desaparecer con la misma facilidad –y ausencia de rigor– con que lo hicieron aparecer. Muy similares son las equívocas expresiones que usa el profesor de Yale, Robert López. Él habla de la “decrepitud romana” y, refiriéndose a la historia de Roma –y China–, habla de “la desaparición de las civilizaciones antiguas?

 

“Desaparecido el imperio y desaparecida la civilización” romana, creado pues el vacío, los historiadores se ven entonces urgidos a volver a llenarlo. Así –con recursos dignos de un ilusionista–, Barraclough y sus colaboradores, y casi todos los historiadores, no tienen problema en decir: “[el Imperio Romano] fue sustituido por una serie de reinos bárbaros, los visigodos en España y suroeste de Francia, los francos en el norte de Francia, los ostrogodos en Italia y los vándalos en el norte de África” . ¿Sustituido? ¿De modo equivalente a como en una caja puede sustituirse camisas por pantalones que estaban en otra? ¿A dónde fueron a parar los romanos –las camisas–? ¿Y de dónde salieron los visigodos, francos, ostrogodos y vándalos –los pantalones–?

 

Y en lo que a “reinos bárbaros” se refiere, ¿puede, en rigor, considerarse monarquías a las formas de organización social y política de los pueblos de la Europa postimperial del siglo v? Finalmente, bárbaro, como bien se sabe, era la palabra con la que, primero los griegos y luego los romanos, se referían a los extranjeros. Pues bien, ¿no fue a los visigodos a quienes conquistaron los romanos en la península ibérica, y a los francos a quienes sojuzgaron en Francia ? Siendo que así fue, la historiografía moderna no se hace problema en considerar extranjeros en su propia tierra a los pueblos que, tras el colapso del poder imperial, quedaron libres de la hegemonía romana. Por lo demás, la historiografía moderna no puede eximirse de la responsabilidad de que hoy la palabra “bárbaro” tenga connotaciones invariablemente descalificadoras: “fiero”, “cruel”, “temerario”, “inculto” y “grosero” . ¿No es acaso oportuno empezar a dejar de usarla, dadas las distorsiones conceptuales a que conduce, y, simplemente, hablar de “extranjeros”, cuando corresponda?

 

En nuestro concepto, pues:

 

1)    Los imperios no son tales porque abarcan un gran territorio y/o porque su población es muy numerosa, sino que se constituyen de hecho cuando un pueblo conquista y sojuzga a otro u otros. A partir de esa circunstancia, y sólo de ella, el pueblo conquistador, grande o pequeño, y los pueblos a los que conquista, pocos o muchos, pasan a constituir un imperio, siendo el pueblo conquistador el que desempeña el rol hegemónico.

 

2)    Los imperios abarcan un continuum geográfico en torno a los contextos geográficos inmediato y mediato del territorio del pueblo hegemónico. Y debe observarse que, desde Creta en adelante, los poderes hegemónicos incluyeron a los mares como elemento fundamental para crear el continuum geográfico imperial.

 

3)    Es fundamental reconocer la heterogeneidad del conjunto social que forma parte de un imperio y, en consecuencia, reconocer la existencia de intereses disímiles y hasta ciertamente contrapuestos. El propio pueblo hegemónico no puede considerarse un conjunto homogéneo. Cada una de las distintas fracciones, clases o grupos de que está compuesto tiene y defiende sus propios intereses, que muchas veces son incluso antagónicos con los del grupo dominante.

 

4)    Pero en particular hay que destacar que el pueblo conquistador y los pueblos sojuzgados tienen y mantienen –en tanto dure la relación, y aun cuando ésta se prolongue por siglos–, intereses distintos, opuestos e irreconciliables. Esta es, sin duda, la principal contradicción que se da en el seno de los imperios. Y en general se mantiene latente durante todo el período en que el pueblo conquistador conserva hegemonía absoluta, pero va creciendo a medida que el poder hegemónico se debilita.

 

5)    En general los pueblos conquistados no son anexados –y menos pues voluntariamente se anexan–, sino que son conquistados, dominados y sojuzgados.

 

6)    Los pueblos conquistados, aunque formal y administrativamente el pueblo hegemónico los denomine y trate como provincias, no son tales: son pueblos invadidos y saqueados, que mantienen siempre su anhelo de independencia.

 

7)    La riqueza generada en el seno de un imperio equivale a una suma de valor cero. Esto es, el pueblo hegemónico gana lo que pierden los pueblos sojuzgados.

 

8)    Pero debe además ponerse énfasis en que el poder imperial muestra siempre una altísima proclividad a destinar a gasto la mayor parte de la riqueza que extrae de los pueblos sojuzgados: inútiles construcciones faraónicas, gigantesco gasto militar, y otras formas de dispendio entre las que destacan la corrupción y el lujo cortesano. La cada vez creciente proclividad al gasto, y, en consecuencia, la cada vez menor propensión a la inversión, es quizá el principal detonante (y segunda grave contradicción) que precipita la crisis y ulterior destrucción del poder hegemónico.

 

9)    Los imperios, pues, no desaparecen, caen ni son sustituidos. Sino que, en razón de las propias contradicciones que desatan en su seno, y por acción de los pueblos dominados y otras circunstancias concurrentes, termina destruido el poder hegemónico y queda rota o disuelta la relación entre éste y aquéllos;

 

10)    A partir de allí, los pueblos involucrados (tanto el ex conquistador, como los ex dominados) vuelven a coexistir como ocurría antes de que se diera inicio a la relación imperial, y;

 

11)    Los pueblos conquistados, tarde o temprano, de una forma y otra, e incluso deliberada o inadvertidamente, vengan con agresiones de distinto género las agresiones y expoliaciones de que fueron objeto. Ese es el alto precio –diríamos la factura–, que han pagado, pagan y pagarán todos y cada uno de pueblos imperiales en la historia de la humanidad.

 

Para terminar, en relación con el párrafo precedente, y en torno al caso del Imperio Romano, no existe razón alguna para seguir estigmatizando como “bárbaros”, entre otros, a los predecesores de los alemanes, belgas, franceses, españoles y norafricanos de hoy, que unánimemente se rebelaron y vengaron del poder hegemónico romano. Ese errado y mezquino término merece ser total y absolutamente desterrado de los textos de Historia, porque con él se deforma grotescamente la historia de los pueblos que, en justicia, se alzaron contra el feroz opresor.

 

Hegemonía

 

Pues bien, dado que usamos reiteradamente el concepto, pasamos entonces también a precisar qué entendemos y en qué sentido utilizamos la palabra hegemonía.

 

Para algunos diccionarios de la lengua significa, a secas, “dominio, supremacía” . En otros casos se considera como sinónimos de “hegemonía” también a conceptos tales como “predominio, superioridad, preponderancia, preeminencia, influencia, influjo” . Sí pues, en el lenguaje cotidiano, y sobre todo en el de la novela, hay lugar a utilizar indistintamente cualquiera de esos sinónimos en sustitución de “hegemonía”. Pero en el terreno de la Historia (la ciencia histórica), como en el caso de “imperio”, debemos adoptar y asumir una definición conceptualmente clara y unívoca.

 

Hegemonía
es el dominio (permanente o transitoria) que ejerce un pueblo, nación y/o Estado (hegemónico) sobre otro u otros pueblos, naciones y/o Estados (dominados), y a través del que aquél hace prevalecer sus intereses (territoriales, económicos, culturales, etc.).

 

Es decir, cuando hablamos de hegemonía, estamos pues también hablando de un tipo muy específico de relación entre dos pueblos, o, por lo general, entre uno y varios pueblos. Lo característico de la relación es sin embargo en este caso que el pueblo dominante hace prevalecer sus intereses
ante los pueblos dominados sin que se dé sojuzgamiento y, en particular, el que se obtiene con la ocupación militar del territorio.

 

Pero debe destacarse otras diferencias, por lo menos las sustanciales, que distinguen a la relación imperial de la hegemónica. En éste, en efecto, muchas veces los pueblos dominados sufren perjuicios, graves o menores, pero ello no siempre ocurre. Y no siempre se da entonces que cuanto gana uno lo pierde el otro.

 

En la relación hegemónica, por lo demás, no desaparecen los aparatos estatales de los pueblos dominados. Subsisten con dosis mayores o menores de autonomía que dependen de diversos factores: el mayor o menor peso específico o poder propio del pueblo dominado; la habilidad estratégica de los gobernantes de los pueblos dominados; el nivel de polarización ideológica entre los gobiernos en cuestión; la relevancia que para el poder hegemónico tiene, en relación con sus intereses, el asunto sobre el cual decide el gobierno del país dominado, etc.

 

A diferencia de lo que ocurre en la relación imperial, y sobre todo en los tiempos recientes con el desarrollo de la tecnología de las comunicaciones, en la relación hegemónica ya no necesariamente se da el continuum geográfico que caracteriza a los imperios.

 

Pues bien, la hegemonía puede darse en aspectos de la vida humana tan diversos como el militar, económico, financiero, ideológico, científico, tecnológico, idiomático, literario, estético, religioso, etc. Y, claro está, puede darse en todos ellos o sólo algunos campos. Más aún, en la amplia gama de variantes de relaciones entre los pueblos, puede darse al caso de uno que, por ejemplo, con mayor desarrollo científico y artístico que otro, es, no obstante, hegemonizado por éste en virtud de su supremacía económica o militar o de ambas. El mismo rico espectro incluye pues variantes en las que la relación hegemónica se sustenta única y exclusivamente en razón de la fuerza militar, pero que, a su vez, no necesariamente tiene que derivar en guerra, invasión y conquista, sino que bien puede expresarse sólo en amenaza, chantaje o presión, de manera pasajera o permanente, sutil o descarada.

 

Por lo general, y especialmente cuando se habla de la antigüedad, e incluso de los siglos recientes, se asocia hegemonía –a secas– con hegemonía militar, es decir con agresiones militares y violencia, esto es, con altos costos sociales. No puede perderse de vista, sin embargo –y la historia contemporánea resulta altamente ilustrativa al respecto–, que la hegemonía económica, por ejemplo, puede derivar en costos sociales y económicos tan altos como los de una prolongada conquista militar y mucho más altos que los de una gran guerra. Las relaciones en las que se da hegemonía son, pues, típicamente asimétricas y verticales y, generalmente, son relaciones muy prolongadas. La hegemonía absoluta implica una relación profundamente antidemocrática, en la que está siempre presente la arbitrariedad y el abuso, descarado o sutil.

 

Dominación

 

Desde antiguo, en la relación entre dos pueblos, siempre se ha dado que recíprocamente no ejercen entre sí igual influencia, siendo la de uno mayor que la del otro, pudiendo revertir el fenómeno en un período distinto.

 

Los argumentos o razones de dominación pueden ser de diversa índole: magnitud poblacional, desarrollo económico, capacidad de inventiva, tradición y prestigio, estrategia mejor definida en lo que a relaciones con el entorno se refiere, aparato estatal más eficiente, mayor poderío militar, etc.

 

En general puede decirse que las relaciones de dominación se dan también dentro de un continuum geográfico. Es decir, casi exclusivamente con los pueblos, naciones y/o Estados vecinos.

 

Proponemos entonces a este respecto la siguiente definición:

 

Dominación
es la mayor influencia (permanente o transitoria) que ejerce un pueblo, nación y/o Estado (dominante) sobre otro u otros pueblos, naciones y/o Estados (dominados), y a través del que aquél hace prevalecer sus intereses (territoriales, económicos, culturales, etc.).

 

 

 

Imperialismo

 

Según se vio anteriormente, en el Diccionario de términos
históricos, “imperialismo” es sorprendentemente definido como “adquisición y administración de un imperio…”. Y por igual son inadecuadas y eufemísticas, carentes de rigor científico, las definiciones que puede encontrarse en los diccionarios de la lengua. Se dice, por ejemplo, que “imperialismo es opinión favorable al desarrollo imperial; doctrina política que procura estrechar los lazos entre un país y sus colonias, desarrollando la potencia metropolitana; política de un Estado que tiende a poner ciertas poblaciones o ciertos Estados bajo su dependencia política o económica” .

 

En una primera instancia, y con cargo a que la hipótesis sea mejor estudiada, el “imperialismo” sería un fenómeno relativamente reciente en la historia de la humanidad. Habría surgido en los albores del siglo xix al propio tiempo que, existiendo imperios como el Inglés, el Español y el Francés, se desató un vasto proceso de independizaciones alentado por las propias pugnas inter–imperiales. En el contexto de esas rivalidades cada potencia, independientemente o en alianza explícita o implícita con otra, buscó arrancarle a la tercera el control sobre los territorios que dominaba.

 

¿Quién puede dudar hoy, por ejemplo, que la independencia de los territorios de América se dio en ese marco? Estados Unidos, en efecto, surgió a la vida independiente con el apoyo de Francia y España, contra los intereses imperiales de Inglaterra. Y Latinoamérica, con el apoyo de Inglaterra y Francia, en contra de los intereses imperiales de España, quedó sembrada de nuevas repúblicas.

 

Después se vería que ninguno de esos apoyos fue incondicional, ni en aras de sagrados principios de libertad y autodeterminación de los pueblos. Sino para sustituir a la potencia derrotada, por lo menos en muchos aspectos, o, si se prefiere, en los que resultaban sustantivos. Así, Inglaterra, por ejemplo, catapultada por la gigantesca acumulación de riqueza que le generó la Revolución Industrial, hizo sentir a diversas de las novísimas repúblicas latinoamericanas, y en particular a aquellas a las que había apoyado en su proceso de emancipación, su inmenso y avasallante poder económico, financiero y comercial, y, sobre esa base, pasó a tener poder hegemónico sobre ellas, en sustitución del que había tenido el Imperio Español.

 

Quedó así instaurada una nueva forma de colonialismo, el neo–colonialismo: el poder hegemónico convirtió en cuasi–colonias a las noveles repúblicas. Y es que, sin desconocer su independencia, pasó a sojuzgarlas con resultados casi idénticos a los que se daban durante la gestión imperial anterior, aunque ya sin necesidad de presencia militar alguna. Los grandes comerciantes y financistas ingleses se encargaron de expoliar a las repúblicas con la misma eficacia que antes lo habían hecho los destacamentos militares españoles.

 

Poco habría de durar sin embargo es este espacio del mundo la hegemonía inglesa. Ya en los albores del siglo xx Estados Unidos había pasado a convertirse en una nueva potencia en el escenario mundial. E hizo prevalecer aquí “sus derechos” sobre Inglaterra, por el hecho de que éste era su ámbito natural de influencia.

 

Así, del río Grande para abajo, el inmenso territorio latinoamericano, el “patio trasero” de Estados Unidos, pasó a convertirse en espacio semi–colonial bajo la absoluta hegemonía de la potencia. Hegemonía que se puso de manifiesto en todos los órdenes de cosas: militar, económico, financiero, comercial, tecnológico, idiomático, estético, artístico, deportivo, etc. Pero, claro está, también en el de la política internacional, en el que, virtualmente para todos los efectos, Latinoamérica actúa como furgón de cola de la política que dicta el Departamento de Estado en Washington.

 

A esa hegemonía absoluta, en la que “formalmente” el poder dominante está revestido bajo la forma de República, y el territorio semi–colonial está también formado por repúblicas independientes, es que estamos denominando “imperialismo”. En él hay pues política imperial, de dominación plena y sojuzgamiento, sin que “formalmente” exista un imperio. Pero para los pueblos del territorio semi–colonial latinoamericano, los resultados son virtualmente idénticos a cuando estuvo bajo la éjida del poder imperial español: atraso, descapitalización, miseria.

 

Si la diferencia entre “imperio” e “imperialismo” está sólo en el revestimiento con que se nos presentan los protagonistas (que hoy son pues repúblicas independientes), pero los resultados son los mismos, resulta pues absurdo establecer una nueva definición. Quizá lo máximo que cabría decir es que el “imperialismo” no es sino la versión correspondiente a estos tiempos de los “imperios” de la antigüedad.

 

                    La guerra, instrumento de dominación y hegemonía        

 

Aunque no es la única, la guerra es quizá la más importante entre las diversas razones que dan cuenta de la relación de dominación que, durante mucho tiempo o episódicamente, ejerce un pueblo, el vencedor, sobre otro, el vencido. Y, aunque tampoco es el único, la guerra ha sido siempre el más importante instrumento de hegemonía. Por lo demás, sin excepción, siempre a través del recurso de la guerra, todos los imperios se han construido extrayendo grandes riquezas a los pueblos sojuzgados, que ésa, y no otra, ha sido siempre la razón de las conquistas.

 

El hombre –dice Jean Baechler –, “es impulsado por pasiones irresistibles”: “ambición, codicia, avaricia, vanidad, orgullo, envidia”. Y puede pensarse que, además de premunidos de esas pasiones, debe haber correspondido el rol de catalizadores de las guerras a los que el propio Baechler denomina hombres de “talante pendenciero” .

 

Los líderes con “talante pendenciero” –llámense faraones, sátrapas, césares, emperadores, reyes anglicanos o reinas católicas, emires o sultanes, führers, o lo que fuera, pero también emperadores inkas y presidentes de repúblicas–, lanzaron así a sus pueblos a la conquista de sus vecinos. Ya sea para arrebatarles una riqueza puntual o una parte del territorio, o para someterlos íntegramente y hacerlos formar parte de su imperio. Pero, claro está, muchas guerras han sido desatadas para recuperar riquezas o territorios antes perdidos; para “sancionar” en represalia; para liberar territorios ocupados de pueblos aliados; o guerras de liberación contra algún tipo de opresor, externo o interno.

 

Para todos los casos, sin embargo, Clausewitz hizo famosa su afirmación de que la guerra es “una forma de hacer política por otros medios”. Pero, por sorprendente que pueda resultar, esa tan celebrada definición no pasa de ser una tautología, porque equivale a decir “la guerra es una forma de hacer política por medios violentos”.

 

Pero para la comprensión de los hechos de la historia, esa definición, además de inútil, acarrea otros problemas. En efecto, ¿qué se entiende en ella por “política”? Asumamos que supone –como lo dice un diccionario –: “arte, doctrina y opinión referente al gobierno de los Estados”, o, en buen romance, “el manejo de la cosa pública interna”. Así, si reemplazamos en la definición de Clausewitz “política” por la prosaica definición de “política” que se acaba de dar, paradójicamente resulta que la guerra entre dos Estados es “una forma violenta de ventilar en el extranjero los asuntos internos”. Ni una ni otra resultan pues definiciones útiles y consistentes.

 

Baechler, por su parte, en una definición que no pasa de ser un buen deseo, define la “política” como “el orden cuya misión es asegurar la paz para la justicia…” . En este caso, haciendo la sustitución correspondiente, resulta que, patéticamente, la guerra “es una forma violenta de asegurar la paz para la justicia”. Hagamos sin embargo una última sustitución, pero esta vez con la definición que diera el Papa Juan XXIII sobre “política”: “la forma más alta de ejercer la caridad” . En este caso, pues, resulta una no menos patética definición de guerra, que debería entenderse entonces como “una forma violenta de ejercer la caridad”.

 

Para la comprensión de la historia, mucho más importante incluso que tener una clara definición de “dominación”, “hegemonía” e “imperio”, resulta tener una adecuada definición de “política”. Porque ésta, siendo consustancial a la vida del hombre y de los pueblos, a diferencia de aquéllos –que sólo son hechos históricos circunstanciales, aunque no por ello necesariamente breves–, ha estado y está archipresente en todo tiempo y espacio, más obviamente en unas circunstancias que en otras, pero siempre. A tal efecto, proponemos entonces la siguiente definición:

 

Política es toda acción (o aparente inacción) en defensa de intereses.

 

Así, la harto evocada definición de Clausewitz, resultaría en que la guerra es “una forma violenta de defender intereses”. Pero todavía tenemos entonces obligación de preguntarnos, ¿cuáles han sido, invariablemente, los resultados de las guerras? ¿Acaso siempre han significado una exitosa defensa de los intereses reivindicados para desatarlas? No, por supuesto que no. Por su enorme presencia en los textos de Historia, baste recordar el ostensible fracaso napoleónico en Rusia. O, por lo frescos que están en la memoria, basta recordar los resultados que para la propia Alemania nazi tuvo la Segunda Guerra Mundial que desató; o los que obtuvo Estados Unidos en su brutal incursión en Vietnam.

 

Aceptemos, no obstante, que muchas veces las guerras sí han tenido resultados exitosos. Pero debemos de hacerlo sólo a condición de que aceptemos también que, siempre, sin excepción, han sido éxitos aparentes, cuando no sólo efímeros. Porque, en el mejor de los casos, han sido éxitos en el corto plazo, pero nunca en el largo, cuando la historia registra la revancha de quienes habían perdido en el pasado. A la postre, pues, hasta la más “justa” y la más “exitosa” de las guerras tiene nefastos resultados, porque en el largo plazo éstos son siempre contraproducentes. De allí, finalmente, que la definición de Clausewitz debería quedar sustituida por esta otra: “la guerra es la forma más nefasta de defender intereses”.

 

    a)    Hay guerras y guerras

 

¿Son acaso todas las guerras de la misma índole? Si de muertos, de balas y de recursos económicos gastados se trata, ciertamente todas las guerras son en definitiva igualmente perniciosas. ¿Pero son ésos acaso los únicos parámetros? ¿No cuentan las motivaciones? ¿No cuentan otras consecuencias que las vidas, las balas y los recursos económicos perdidos? ¿Pueden ser consideradas como equivalentes las guerras de frontera que durante siglos han sacudido Europa, o la “Guerra del Fútbol” que enfrentó a El Salvador con Honduras, o las guerras de frontera que en varias ocasiones han enfrentado al Perú con Ecuador; con las guerras con las que los ejércitos de Estados Unidos virtualmente exterminaron a los sioux, apaches y comanches, o con las guerras con que los romanos dominaron al resto de los pueblos de Europa durante cinco siglos, o con las guerras con que los árabes dominaron España durante casi siete siglos, o, para terminar, con las guerras con que España dominó durante casi trescientos años a prácticamente todos los pueblos de América Meridional? Hay, pues, guerras y guerras.

 

Hay, en primer lugar, las más tradicionales, aquéllas en las que por lo general se esgrime reivindicaciones territoriales. Son aquéllas en las que la manipulación de la información generalmente oculta cuál ha sido el agresor y cuál el agredido, que, provocadas de un lado y repelidas del otro, “no pasan” del enfrentamiento militar propiamente dicho, más o menos cruento, más o menos prolongado, más o menos costoso. Las ha habido en todas las latitudes. Y por mucho tiempo por delante amenazarán la paz de muchos pueblos de la Tierra.

 

Hay, en segundo lugar, las que, sin mediar reivindicaciones geográficas, muestran a un agresor ambicioso y desquiciado pasar con sus ejércitos victoriosos de ida, y regresar con sus ejércitos derrotados de vuelta. Después del costoso vendaval, las fronteras –aunque algunas veces sólo al cabo de un tiempo– vuelven otra vez a como estaban al principio. Ha sido el caso, por ejemplo, de las guerras desatadas por los ejércitos de Alejandro Magno, Napoleón o Hitler. También más cruentas, más prolongadas y más costosas unas que otras. Estos dos tipos de guerra son las que los especialistas denominan las guerras convencionales de alta, media o baja intensidad.

 

Hay, en tercer lugar, las guerras que sin parecerlo lo son. Los especialistas y los historiadores las vienen denominando, eufemísticamente, como Guerras Frías. Aunque las Historias oficiales pretendan ignorarlo, durante un tiempo enfrentaron hace miles de años a mesopotamios y egipcios, y hace cientos de años a griegos y romanos; y, ya sin duda, en este siglo, enfrentaron al denominado mundo capitalista con el denominado mundo socialista. Como en los casos precedentes, fueron sin embargo los pueblos quienes soportaron las consecuencias.

 

Por lo que la historia moderna irrecusablemente muestra, en el contexto y como consecuencia directa de estas “guerras frías”, algunos pueblos experimentan además los horrores de las guerras convencionales. Son los pueblos que, sin haberlo
escogido, figuraban en el mapa en los puntos neurálgicos de la invisible frontera que separaba a las dos grandes potencias rivales. Ha sido el caso de Corea, Vietnam y de los pueblos del Medio Oriente, que se vieron sumidos, sin haberlo escogido, en costosísimas y cruentas guerras. Los aparentes adversarios –Corea del Norte y Corea del Sur; Vietnam del Norte y Vietnam del Sur; y árabes e israelíes– no sólo no eran los principales protagonistas, sino que no habrían podido solventar los descomunales gastos de las guerras en que se vieron (y de algún modo siguen) envueltos. No eran sus intereses –o prevalecientemente sus intereses– los que estaban en juego. Estaban en juego, por sobre todo, los enormes intereses geopolíticos de las superpotencias, cada una de las cuales pugnaba por ampliar o mantener sus áreas de influencia, por “exportar su revolución”, su modo de vida, su ideología. En consonancia con los gigantescos intereses en juego, las superpotencias destinaron enormes recursos a financiar esas terribles guerras de frontera geopolítica. Así, quienes habían creído ser los protagonistas principales no eran tales.

 

En el contexto de la misma Guerra Fría se dieron además, y como cuarto tipo de guerras, las que –para guardar una cierta coherencia terminológica–, calificaremos transitoriamente como “guerras tibias”. Denominamos así a aquellas en que las grandes potencias –por las buenas o por las malas–, dentro de su correspondiente área de influencia, colocaron, financiaron, protegieron o alentaron gobiernos locales que, en su restringido ámbito de acción contribuyeran –por las buenas o por las malas–, a afianzar los intereses estratégicos y tácticos de una gran potencia. Pero también a todos los esfuerzos realizados por una gran potencia para colocar “cabeceras de playa” o “quintacolumnas” dentro del “área de influencia natural” de la potencia rival.

 

La URSS lo hizo en toda Europa Oriental; en África apoyando a Nasser; y, provocadoramente, incluso en Cuba, en las barbas mismas de Estados Unidos; pero también en el propio “patio trasero” del adalid del capitalismo mundial: apoyando más o menos abiertamente, por ejemplo, a Allende en Chile, Velasco en el Perú, Torrijos en Panamá o al movimiento sandinista en Nicaragua. Estados Unidos, por su parte, y durante décadas, sembró de gobiernos títeres prácticamente toda América Meridional; para afianzar sus intereses estratégicos, apoyó al sha Reza Pavlevi en Irán, en las narices mismas de la Unión Soviética; y sembró ejércitos y fuerzas militares en Europa, Asia Menor y en el Sudeste Asiático. En el “haber” de una de las partes deberá incluirse a todas las variedades de los Ceaucescus y Gomulkas. Y en el “haber” de la otra a todas las variedades de Somozas y Pinochets. De un lado podrá mostrarse orgullo por Fidel Castro. Y del otro, por el expresidente costarricense y Premio Nobel de la Paz, Óscar Arias. Ninguno de todos ellos, sin embargo, podrá decir que –voluntaria o involuntariamente– no fue nunca una pequeña y frágil ficha de estrategias ajenas y mayores, realmente globales.

 

Mas en el contexto de la misma Guerra Fría, y como quinta variedad de guerras, se dieron también las que los especialistas han bautizado en este siglo como “guerras no convencionales”. Son las que, por ejemplo, sacudieron, en Europa Oriental, a Hungría y Checoslovaquia; en América, a Nicaragua con el sandinismo, o al Perú, con las guerrillas castristas; y, en África, a Namibia y Angola. En todos los casos, los rebeldes contaron siempre con las abiertas y declaradas simpatías –aliento, infiltración y financiación de por medio– de la potencia hegemónica cuyos intereses resultaban beneficiados con la rebeldía. Fueron, pues, también, fichas menores de un tablero ajeno y de gran envergadura.

 

Pues bien, tanto países desarrollados como subdesarrollados han estado por igual involucrados, directa o indirectamente, con mayor o menor énfasis, en estos cinco tipos de guerras. Siendo ello así, esas guerras no constituyen, entonces, una variable que explique el desarrollo de unos pueblos y el subdesarrollo de otros. ¿Hay acaso otro tipo de guerra que sí contribuya a explicar el “éxito” de unos pueblos y el “fracaso” de otros? Sí, y lo veremos casi inmediatamente.

 

Entre tanto, reconozcamos que no le falta razón a Montaner cuando afirma que “las guerras son muy costosas”. Pero resulta que eso también lo aprende e internaliza el inocente y poco ilustrado niño de cinco años que, en su primer día de colegio, recibe un puñetazo de uno de sus compañeritos. Pues bien, todas las guerras que hemos analizado hasta aquí son, en perspectiva histórica, como uno de esos puñetazos de niño: hay los que producen un moretón, los que producen un pequeño corte y, excepcionalmente, los que rompen un tabique nasal o hacen volar un diente por los aires. De todas ellas el agredido se repone fácil y rápidamente.

 

En perspectiva histórica, es decir, en términos de la invariablemente milenaria historia de los pueblos, todos los tipos de guerra que hemos visto hasta aquí, no pasan de ser episodios más o menos graves en sus vidas; como el puñetazo de niño no pasa de ser un episodio más o menos grave en la historia de un hombre. Y si además de propinar el puñetazo, el agresor se alza con el lápiz y el borrador del niño agredido, la riqueza que éste pierde resulta repuesta muy pronto. Ello también ocurre con los estragos producidos por las guerras de las que venimos hablando. ¿Cómo sino –para citar el caso más evidentemente grave de todos–, podríamos entender que los descomunales estragos que produjo la Segunda Guerra Mundial, en apenas cincuenta años, son sólo un recuerdo –cada vez más borroso y lejano– en la vida de los franceses, ingleses, alemanes, rusos, italianos o japoneses? Sin la menor duda, todo lo que éstos perdieron era directamente proporcional con su capacidad de acumulación de riqueza. Pudieron, pues, rápidamente sustituir todo lo que habían perdido.

 

Nuestro niño de cinco años, sin embargo, ha visto ya bastante televisión. Sabe, entonces, por consiguiente, que hay además otro tipo de guerras: crueles, violentísimas, costosísimas e irreparables –o muy difícilmente reparables– que, no obstante, la televisión y los cuentos no reconocen como guerras. Las llaman, más bien, raptos, ultrajes, secuestros, violaciones, infanticidios, o, también, filicidios. A diferencia del puñetazo infantil y sangriento, en todos estos otros casos, las consecuencias son, en la menos canalla de las versiones, gravísimas y muy difícilmente reparables; y, en el peor de los casos, simple y llananente irreparables. Son el equivalente de la salvaje violencia contra los niños que registran los textos religiosos en torno al nacimiento de Moisés y de Cristo. ¿Cómo explicar que todo esto lo conozca un niño y, extraña, muy extrañamente, lo desconozcan muchos intelectuales?

 

¿Tendría alguien la incalificable audacia de sostener que los niños ultrajados y las niñas violadas eligieron también esas guerras de las que fueron víctimas? ¿Y que los niños y niñas que murieron tras la brutal violencia de sus raptores, cometieron el gravísimo error de elegir ese destino?

 

En otro de sus textos, Montaner –conjuntamente con Mendoza y Vargas Llosa–, usan también analogías para tratar de desentrañar –o traducir– el pensamiento de autores cuyo razonamiento enjuician. Así, estiman que Galeano –estudiando la relación entre los países dominados y los países hegemónicos– “se imagina que la América Latina es un cuerpo inerte, desmayado entre el Atlántico y el Pacífico (…) mientras que Europa (primero) y Estados Unidos (después) son unos vampiros que le chupan la sangre” . En este caso, sin embargo, la analogía resulta una grotesca deformación de la realidad.

 

En efecto, en la historia de los países pobres de América no puede hablarse de cuerpos inertes y de vampiros. En la violación, el ultraje, el homicidio y el genocidio, no hay un protagonista (el vampiro) que actúa sobre un cuerpo inerte. No. En la inmensa mayoría de las veces, la violación, el ultraje y el homicidio y el genocidio suponen dos tipos de violencia: la del agresor y la del agredido; la de acción y la de reacción; la violencia de una fuerza menor aplastada por una significativamente mayor que la doblega. Será suficiente con citar, a título de ejemplo, el patético relato que el propio Michel de Cúneo, navegante italiano que acompañó a Colón en el “primer” viaje a América, hace sobre un episodio de esa naturaleza:

 

…apresé a una caníbal bellísima y el Señor Almirante me la regaló (…), me vinieron deseos de solazarme con ella. Cuando quise poner en ejecución mi deseo ella se opuso y me atacó (…), tomé una soga y la azoté tan bien que lanzó gritos inauditos que no podríais creerlo…

 

Incluso, sólo movidos por el instinto, hasta los niños más pequeños reaccionan con violencia frente a la agresión y el ultraje. No por ello su ira, su violencia, su dignidad y sus gritos son suficientes frente a la fuerza bruta del que viola y ultraja. Caen así, derrotados, más allá de su voluntad y de sus fuerzas.

 

    b)    Las guerras de conquista

 

Si nuestra analogía es válida, ¿cuáles son pues esas guerras de ultraje –que la Historia virtualmente no admite como tales (y para demostrarlo resulta suficiente con leer la Historia que oficialmente se nos enseña a los peruanos)–, pero que dejan huellas muy hondas, casi indelebles, y con consecuencias que a los pueblos les resulta sumamente difícil de reparar? Son las guerras de conquista, las guerras que dan paso a la colonización.

 

Son aquellas que, exactamente igual que en nuestra analogía, enfrentan a dos protagonistas con fuerzas inconmensurablemente dispares. Así:

 

…no somos tan necios como para presumir que con nuestras fuerzas podemos contrastar las de Roma…,

 

dijo por ejemplo, en su momento, y con gran lucidez, Ambiórige, un “bárbaro” francés para explicar la conducta de su pueblo cuanto tuvo frente a sí a los ejércitos de Julio César. Cómo dudar que, apenas con ligeros matices diferenciales, la misma frase ha sido repetida, en todos los tiempos, en todos los confines de la Tierra, por muchos de los líderes y pueblos que tuvieron frente a sí a una fuerza que les resultaba invencible. Pero ni ayer ni hoy ha prevalecido siempre la sensatez de Ambiórige. Si estrategas supuestamente “extraordinarios” como Napoleón y Hitler erraron en sus cálculos, lanzando a millones de sus propios hombres a la muerte, ¿cuánto más vulnerable, irresponsable y suicida resulta pues la pequeñez intelectual y la tozuda cerrazón subdesarrollada de un Saddam Hussein?

 

En las guerras de conquista, las circunstancial y transitoriamente imbatibles fuerzas que despliega el agresor tienen como único objetivo sangrar y explotar a la víctima de turno, impunemente, y con toda la violencia que sea menester, y todo el tiempo que sea posible (o cuando menos el estrictamente necesario).

 

Si de la violencia se trata, sirva el siguiente testimonio de Julio César, durante la expansión imperial romana, para patentizarla:

 

…no pudiendo salir por la apretura del gentío, unos fueron muertos por la infantería, otros fueron degollados por la caballería. Ningún romano se preocupó de pillaje. Encolerizados por la matanza de Genabo [y por lo arduo y costoso que había sido el cerco militar a la población], no perdonaban ni a viejos, ni a mujeres ni a niños. Baste decir que de cuarenta mil personas se salvaron apenas ochocientas.

 

Y si de los verdaderos objetivos de esas conquistas se trata, he aquí la paradójicamente equívoca conclusión a la que llega el célebre historiador español Claudio Sánchez Albornoz a partir de un dato certero: “Era lógico que tras la conquista los romanos se lanzaran a la explotación de las ricas minas de oro de Galicia y de Asturias y de las minas de hierro y plomo de Cantabria; y el aprovechamiento de otras riquezas naturales (…). Plinio dice que Roma obtenía anualmente 20 000 libras de oro de las minas del norte y del oeste de la Península…” .

 

No pues, no es que “tras la conquista” se lanzaron a la explotación de la riqueza minera del territorio cantábrico; sino que, sabiendo que esa riqueza existía, se lanzaron a la conquista del territorio con el propósito de apropiarse de ella. Por lo demás, esa riqueza minera ya estaba en explotación. No fueron pues los romanos quienes se lanzaron (iniciaron) la explotación de la misma, sino que continuaron y quizá ampliaron esa explotación, pero para su beneficio.

 

Ayer, pues, se procedió así contra Egipto, por el trigo, y contra España, por su riqueza minera; siglos más tarde, España se “resarciría” con las minas de plata, pero de México, Perú y Bolivia; y hoy, en Medio Oriente, el botín es el petróleo. Es decir, siempre ha estado y está en juego la apropiación de riquezas de las víctimas.

 

Nuestra generación, esta vez sí como nunca antes en la historia, asiste, atónita y masivamente, y en tiempo real, al desnudamiento de la verdad. Así, todos hemos sido testigos de cómo, en 24 horas, los pretextos larga, cínica y tercamente esgrimidos (como la tenencia de armas de destrucción masiva por parte de Irak), tuvieron que ceder su lugar a la verdad. George W. Bush pasará a la historia, en todo caso, desde que, en la última bravata antes del ataque de marzo del 2003, dirigiéndose a los soldados iraquíes les “pidió que no destruyan los pozos de petróleo
y se rindan.” ¿Acaso para proteger los intereses económicos del pueblo iraquí? No, sin duda no; sino para impedir que se desbaraten los planes estratégicos de abastecimiento de energía al poder imperial.

 

Ésa, como todas las guerras de ultraje pues, son las que han protagonizado todas las formas de imperialismo que ha conocido la historia: las de los asirio–babilonios, que esclavizaron a todos los pueblos de Mesopotamia; las del Egipto de los faraones, con las que se esclavizó a los pueblos del Asia Menor y a los pueblos del Alto Nilo; las de la Roma de la “república”, primero, y de los césares, después, con las que se sojuzgó y esclavizó a españoles, franceses, germanos, egipcios y al resto de pueblos del entorno del Mediterráneo; las de los musulmanes, con las que, y durante casi setecientos años, se sometió a gran parte de España; las de España, con las que, durante casi trescientos años, se sometió a la mayor parte de América Meridional. Sin excepción todos los imperios han hecho prevalecer la fuerza bruta para conquistar y mantener bajo su dominio, durante centurias, a otros pueblos a los cuales, invariable e impenitentemente, saquearon después de derrotarlos y conquistarlos por la fuerza.

 

¿Con qué licencia, y con tanta superficialidad y desprecio, los españoles (celtas y celtíberos de entonces), franceses, germanos, judíos, egipcios, americanos, y todos los demás pueblos de la Tierra que cayeron derrotados por poderosos imperios, son presentados por autores como los citados como débiles seres que cayeron desmayados al inicio de la agresión?

 

No, no ha habido tal, y menos pues en todos los casos. Porque en muchísimos episodios de agresión imperialista los pueblos invadidos han reaccionado con mayor o menor ímpetu y energía, aunque, por desgracia, con igual fatal desenlace. Ahí están para demostrarlo, por ejemplo, las crónicas de Julio César, en las que se reconoce muchos casos de heroísmo nacional contra las brutales conquistas de los ejércitos que él lideraba. O las propias expresiones de los historiadores españoles, cuando afirman que “fueron duras, largas, sangrientas y heroicas” las guerras que libraron celtas y celtíberos contra la invasión romana.

 

Pero también están para demostrarlo los innumerables episodios que se conoce de la resistencia de los pueblos andinos, frente a las conquistas del Imperio Inka . Y los textos de historiadores europeos, en el caso de las conquistas musulmanas a España; y, ciertamente, cientos de crónicas de la conquista española de América.

 

Claro está que, sin embargo, ha habido excepciones, muchas incluso. Pero también aquí tenemos obligación de precisar las razones, y hacer distingos sin los cuales es imposible entender la historia. ¿Cuándo no ha habido resistencia? ¿En qué casos los “pueblos se entregaron” sin resistir? Los mismos textos lo demuestran: cada vez que líderes venales –en su propio y directo beneficio–, negociaron el mantenimiento de sus privilegios, a expensas de la riqueza y de la esclavización de su pueblo. No fueron pues los pueblos los que se entregaron y aceptaron entregar gratuitamente la riqueza de sus territorios: fueron traicionados. Es decir, y a la postre, fueron sucesivamente traicionados y derrotados. Mas, en las versiones más difundidas de la Historia, la traición de las élites gobernantes ha sido siempre muy bien disimulada o encubierta. Y, congruentemente y a su turno, las gestas de los conquistadores han sido presentadas como alardes de heroísmo y valentía.

 

Pues bien, a diferencia del rápido resurgimiento económico y material observado incluso tras las más cruentas guerras convencionales –incluida ciertamente la Segunda Guerra Mundial–, ninguno de los pueblos sometidos a conquista y colonización logra surgir en un período de tiempo similar y ni siquiera en períodos mucho más largos. Es decir, las únicas a las que la mayor parte de los historiadores se niega a reconocer como guerras, resultan a fin de cuentas las más graves y nefastas de todas.

 

Así, mientras a la moderna Europa le costó menos de un siglo resarcirse de la gigantesca destrucción resultante de la Segunda Guerra Mundial, a la Europa antigua que habían sojuzgado y saqueado los romanos le costó más de mil años, sí, más de diez siglos, en volver a presentar naciones y estados fuertes y ricos.

 

Pero, paradójicamente, y casi en simultáneo con el logro de tan caro objetivo, ambicionaron y lograron lanzarse con éxito a conquistar tierras remotas, para reeditar de ese modo las oprobiosas formas de imperialismo que, quince siglos atrás, habían practicado los romanos contra ellos.

 

Porque en efecto, si por su conducta los conquistadores romanos “fueron odiados por los españoles” , y cada romano era identificado como “un feroz cobrador de impuestos” ; llegado su momento, fray Bartolomé de las Casas denunció sin ambages…

 

la perniciosa, ciega y obstinada volundad de cumplir con su insaciable codicia de dineros de aquellos avarísimos tiranos…,

 

refiriéndose por cierto al comportamiento en América de sus propios compatriotas españoles . Siglos más tarde, respecto de esos mismos episodios, Simón Bolívar tuvo clara conciencia de que el común denominador de la conducta española en América fue “fiereza, ambición (…) y codicia” . Pero ésa, cierta aunque lamentablemente, no es la imagen que dejan las idílicas versiones oficiales del Descubrimiento, la Conquista y la Colonia.

 

Pues bien, tras la caída del Imperio Romano, los pueblos de Europa Occidental llevan acumulados mil quinientos años sin ser objeto de formas de colonización compulsiva como las que practicaron los romanos. Y, tras la caída del Imperio Español, los pueblos de América Meridional, llevan casi doscientos años sin conocer una modalidad de colonialismo similar. Al cabo, Europa luce un extraordinario desarrollo económico, mientras que América Meridional exhibe, en promedio, un clamoroso subdesarrollo. ¿Cómo explicar pues tan clamorosa diferencia? ¿Es sólo cuestión de tiempo? ¿Es que América Meridional debe esperar pues todavía otros mil trescientos años para alcanzar el desarrollo? ¿O hay otra explicación?

 

Parece haber por lo menos una explicación válida: después de la conquista romana, los grandes pueblos de Europa –a excepción del sur de España, dominado durante siglos por los musulmanes–, no han vuelto a ser objeto de conquista y colonización ni de forma alguna de dominación prolongada por parte de ningún imperio. América Meridional, en cambio, sí.

 

    c)    Las transnacionales en el nuevo escenario imperial

 

Es que hay un último tipo de guerras sobre las que queremos detenernos un momento. Tampoco son tenidas como tales ni por los historiadores, ni por los economistas ni por la mayoría de los intelectuales. Entre otras razones, porque en ellas lo característico no es el zumbido de las balas o el estruendo de los cañones –que, no obstante, han sido, y son utilizados cada vez que fue, y es necesario–. Son aquellas que, sutil, “pacífica” e invariablemente, tienen sin embargo como consecuencia una gran transferencia de riquezas desde unos territorios hacia otros. ¿Cuáles son y dónde están esos pueblos y territorios que generan y transfieren riqueza? ¿Y cuáles son y dónde están los que reciben y usufructúan esa riqueza?

 

Estamos por cierto hablando de los modernos fenómenos de dependencia político–económica que, desde hace dos siglos, son característicos de la relación entre los pueblos del Norte y el Sur. Para concretarla, no ha sido necesario que los modernos “conquistadores” invadan militarmente sus modernas “colonias”. Ha sido suficiente que entren en juego, de un lado, las mismas sutiles formas de dominación cultural que se han dado en la humanidad desde siempre, en las que el pueblo o los pueblos hegemónicos imponen sus formas de vida y de conducta, sus valores y sus leyes; y, de otro, han entrado en juego, esta vez en versión actualizada, novísimos destacamentos de ocupación: las empresas transnacionales.

 

Los pueblos del Sur, todos, muestran invariablemente una marcada diferenciación social interna, más grave sin embargo en unos países que en otros. De un lado, un numéricamente pequeño sector, de nítida ascendencia europea, que ha copado sistemáticamente los mecanismos del poder de sus propios países, y que, invariablemente, se ha enriquecido a costa del control del poder. Es el sector moderno de nuestras sociedades duales. Es el sector que ha caído rendido de admiración por el progreso del Norte. Que ha asimilado, como propias, la forma de vida, las costumbres, los valores y las leyes del Norte. Es el grupo social que, por ejemplo, económica y culturalmente, en México, está más cerca de Los Ángeles que de Chiapas; en el Perú, más cerca de Miami que de Ayacucho; y, en Chile, más cerca de Nueva York que de la isla Chiloé. Sus intereses económicos, sus grandes negocios, han crecido, además y como no podía ser de otra manera, a la sombra de la alianza con los intereses de los modernos ejércitos de ocupación: las empresas transnacionales y sus matrices en Estados Unidos y Europa, pero ahora también en Asia.

 

De otro lado, casi ya no es necesario decirlo, están los grandes sectores poblacionales de nuestros países, de ascendencia originariamente americana, e invariablemente pobres. Nunca han controlado el poder. Sus formas de vida están más cerca de la pobreza del siglo xv que de la modernidad del siglo xx.

 

En el Sur, casi sin excepción, las aristocracias y oligarquías europeizadas, de ayer, y las tecnocracias norteamericanizadas de hoy, han actuado a espaldas de los pueblos a los que nominalmente se han declarado pertenecer. Y, manejando el control de sus respectivos Estados, han hecho que éstos den también las espaldas a los pueblos a los que, también nominalmente, representaban y representan.

 

El hechizo de la inversión extranjera las ha tenido y tiene subyugadas: es fuente de progreso y trabajo, han dicho al conjuro, sistemáticamente, los socios –”nativos” y empresas transnacionales–. Y vienen repitiéndolo hace casi cien años, es decir, el doble del tiempo que ha demandado la reconstrucción de Europa. En los últimos cien años la inversión norteamericana y europea en América Meridional, suma, con seguridad, largamente más de un millón de millones de dólares. Esto es, muchísimo más que la suma con la que Estados Unidos, a través del Plan Marshall, ayudó para la reconstrucción de Europa.

 

Y entonces, ¿cómo explicar que esa gigantesca inversión haya tenido resultados tan pobres en el Sur? ¿Cómo explicar que, en la mitad del tiempo, con menor inyección de recursos foráneos, Europa haya podido resurgir y alcanzar tan extraordinario progreso económico, cultural y material?

 

¿Puede alguien sostener que la inversión extranjera ha sido la “receta secreta” del desarrollo de Europa, Estados Unidos y el Japón? No, nadie podrá demostrarlo. Porque, en efecto, la inversión extranjera no ha sido la “receta secreta” del éxito del Norte. ¿Por qué entonces se insiste tercamente en aplicar en el Sur una receta que nunca se aplicó en el Norte?

 

En verdad, asistimos a algo tan burdo como lo siguiente: “Como Europa, Estados Unidos y Japón alcanzaron el desarrollo en función de las razones ‘a’, ‘b’ y ‘c’, entonces, para que el Sur también alcance el desarrollo, “del mismo modo”, debe aplicar las razones ‘m = inversión extranjera’, ‘n’,”ñ’, etc. Es decir, tan grotesco –y canallesco– como curarse un dolor de cabeza con aspirinas, pero recomendarle a un vecino que dé remedio al mismo dolor pero con pastillas de alquitrán.

 

A modo de apretadísima y adelantada síntesis, puede sostenerse que el desarrollo del Norte, y en particular el de los pueblos de Europa Occidental, se ha alcanzado por la concurrencia de las siguientes razones fundamentales:

 

a)    Acumulación de experiencias culturales autónomas durante un larguísimo proceso histórico de cientos de miles de años, sin que en los últimos mil quinientos años se haya concretado desde el exterior forma alguna de hegemonismo cultural;

b)    Haber alcanzado a ser, en cada uno de los correspondientes espacios, sociedades homogéneas, al cabo de procesos político–sociales entre los que destacan las convulsivas transiciones esclavitud–feudalismo y feudalismo–capitalismo; y a lo que también han aportado las guerras internacionales, las revoluciones y las guerras civiles;

c)    Haber alcanzado a acumular, en promedio, y al interior de cada pueblo, más de quinientos años de experiencias intrínseca y esencialmente democráticas (aún cuando en su manifestación externa aparecían revestidos de ropajes reales e imperiales, y aun cuando en sus relaciones con el exterior actuaran bajo grotescas modalidades imperialistas y antidemocráticas);

d)    Gigantescos montos de ahorro interno de cada uno de los pueblos involucrados fueron invertidos en sus propios territorios –y no fuera de ellos–;

e)    Ausencia, en los últimos mil quinientos años, de experiencias centralistas y, por el contrario, la creciente vigencia de una cada vez más notoria descentralización poblacional, económica y política, y de la que, invariablemente, ha resultado que;

f)    Altísimos porcentajes de la inversión realizada se han concretado de manera absolutamente descentralizada, de modo tal que, más allá de que estuviera o no en los planes implícitos de los gobernantes, quedó concretada también;

g)    Una vastísima red de integración física, económica y cultural, y;

h)    No menos ostensible, pero sistemáticamente obviada en los textos de Historia (pero, muy sospechosa y patéticamente, también en los de Economía), gigantesca
apropiación de riquezas
llevadas desde la periferia, en el contexto de relaciones imperio–dominios.

 

En estas ocho poderosísimas razones, con centurias de vigencia, reposa el “secreto” del desarrollo del Norte. Y no, pues, en haber “elegido” la paz, como con tanta desfachatez, y sin evidencia alguna que lo respalde, afirma Montaner.

 

No está pues entre ellas la inversión extranjera. ¿Por qué entonces se insiste en presentarla como la panacea de los problemas del Sur? La inversión extranjera, vale la pena recordarlo, sólo forma parte de la etapa más reciente de la historia de Occidente. Pero –y este es el quid de la cuestión–, es la modalidad mediante la cual se concreta hoy la última de las razones que hemos mostrado como argumentos principales del desarrollo del Norte, es decir, la apropiación de riquezas llevadas desde la periferia.

 

Casi desde los inicios mismos de la civilización, la transferencia de riquezas se ha concretado a través de relaciones imperio–colonias. Pero el hecho de que, hasta ayer nomás, la dominación imperialista estuviera ostensiblemente caracterizada por el sojuzgamiento y la ocupación militar, impide que se reconozca y tenga conciencia de las relaciones imperiocolonias hoy existentes que, bajo el ropaje de la transnacionalización y globalización de la economía mundial, por igual tienen como objetivo la transferencia de riquezas desde distintos espacios periféricos hacia sus correspondientes centros hegemónicos.

 

En la remota y larga antigüedad, para concretar la transferencia de riquezas, los poderes imperiales desplazaban hacia la periferia conquistada primero, pero a quedar permanentemente, a ejércitos de conquista y avasallamiento y, luego, sin excepción, a grandes destacamentos de técnicos apropiados para cada situación. Roma, por ejemplo, envió a unos especialistas, a España, para concretar la extracción de minerales; pero fueron otros, en su caso técnicos agrícolas, quienes viajaron a Egipto para convertirlo en el granero del imperio. Siglos más tarde, en estos confines del planeta, y bajo el nombre de mitimaes, el Imperio Inka envió a especialistas en metalurgia para capturar y trasladar la riqueza del derrotado Imperio Chimú, en la costa norte del Perú; pero fueron especialistas en ganadería quienes hicieron lo que a ese respecto correspondía en las altiplanicies del Lago Titicaca. Y poco más tarde, tampoco eran de la misma especialidad quienes en nombre del Imperio Español y de Carlos V expoliaron a belgas y holandeses, que quienes explotaron hasta el límite de la imaginación las riquezas argentíferas de México, Perú y Bolivia. Bien sabían pues los poderes hegemónicos, todos ellos, y sin que se pasaran la receta, que a cada lugar había que enviar a los especialistas –a los mitimaes– que correspondía.

 

Hoy, desaparecidas las grotescas y violentas modalidades de imperialismo militarista y conquistador, no estando pues presentes los ejércitos de ocupación y sojuzgamiento, sino circunstancialmente, aunque por igual brutal (como en el caso de Irak, por ejemplo), se han sucedido y/o están, en cambio, invariablemente, los especialistas, pero ahora ya no directamente del imperio, sino de las transnacionales (y también de los organismos multilaterales): mitimaes
bananeros, en el Caribe; mitimaes
petroleros, en Venezuela y Arabia Saudita; mitimaes
azucareros, en Centro y Sudamérica; mitimaes
mineros, en los Andes; y mitimaes
financieros por doquier . Así, en los últimos dos siglos la misma –insustituible y para el Norte indispensable– transferencia de riquezas, se concreta ahora entonces bajo la sutil modalidad de la inversión extranjera.

 

Ésa –seamos o no concientes de ello–, es la razón por la cual el Norte insiste tanto en que aceptemos la inversión extranjera como la mejor solución para resolver los dramáticos problemas de subdesarrollo del Sur. A su turno, la mayoría de nosotros, en el Sur, como parte del fenómeno de dependencia cultural, convencidos de la bondad de la receta, nos tragamos complacidos las pastillas de alquitrán.

 

Si, como estimamos, la transferencia de riquezas es una de las razones fundamentales e insustituibles que explican el desarrollo del Norte, es éste, entonces, el más interesado en mantener vigente la modalidad en que hoy se concreta esa transferencia: la inversión extranjera. En otros términos, y como es lógico, alienta la fórmula aquel a quien más le interesa; o, si se prefiere, alienta esa política, aquel que más se beneficia con ella.

 

El inversionista extranjero, conforme a las leyes sancionadas en nuestras sociedades, a) tiene derecho a que, como parte de la inversión, las maquinarias y equipos necesarios para los proyectos, se traigan del país de origen del inversionista; b) tiene derecho a recuperar su inversión; c) tiene derecho a cobrar por royalties y patentes; d) tiene derecho a que los funcionarios transnacionales exporten a su país parte de sus sueldos; e) tiene derecho a que las maquinarias y equipos importados, primero, y los productos de exportación, después, paguen fletes y seguros a empresas del propio país de origen de la inversión; y, por último, f) tiene derecho a repatriar utilidades.

 

Sin ápice de duda, la inversión extranjera deja más de un beneficio al país receptor. Pero, también sin ningún género de duda –y como no podría ser de otra manera– deja mayores beneficios al inversionista que al receptor. Ello –repetimos– no podría ser de otro modo. Sería absurdo pretender que una transnacional invierta para beneficiar más al país receptor que a sí misma.

 

En el proceso de inversión extranjera, en términos muy esquemáticos, en la inmensa mayoría de los casos, se cumple invariablemente la siguiente ecuación:

 

RI + U > I

 

donde RI representa la recuperación de la inversión, U las utilidades repatriadas al país del inversionista, e I representa el monto de la inversión. Las utilidades, pues, equivalen al monto mínimo al que asciende la transferencia de riquezas de la que hablamos. Y, como está dicho, equivalen al monto mínimo porque a ella hay que agregar la transferencia de riquezas que se concreta en los montos que se paga por royalties y patentes, fletes y seguros, etc.

 

Mas eso por supuesto no es todo. Es decir, y ni mucho menos, toda la realidad. Porque, en efecto, cuando en América Latina se habla de inversión extranjera, ¿de qué tipo de inversión se está hablando? ¿No es acaso cierto que de aquella que básica y casi exclusivamente se ha orientado a la actividad extractiva primaria, como la extracción de caucho, petróleo o especies marinas, o de minerales en barras, pellets o planchas? Pues bien, a ese respecto, los economistas peruanos Santiago Roca y Luis Shimabuku han demostrado que la preeminencia de la ese tipo de actividad primario–extractiva perjudica más al país receptor (el Perú en la investigación específica), que lo que lo beneficia.

 

Sí, Roca y Simabuko, rastreando un largo período, nada menos que los 48 años de la economía peruana que van de 1950 a 1997, han demostrado que ha existido –pero debieron decir existe– “una relación inversa entre la primarización de las actividades económicas y el nivel de vida o ingreso de la población [peruana]” . En otros términos, cada vez que se incrementa la participación de las actividades primario–extractivas en la composición del Pbi del Perú, decrecen tanto el consumo per cápita como el promedio de los sueldos y los salarios reales de los peruanos.

 

Si la inversión extranjera fuera la feliz solución de los problemas del desarrollo, Europa y Japón tendrían, dada la magnitud de esas economías, una inversión extranjera inconmensurablemente mayor, y proporcionalmente mucho más alta, que la que se ha dado en los países del Sur. Pero ello, por cierto, no es así. Europa y Japón han surgido, básicamente, con ahorro e inversión propios, más que por inversión foránea. Así, no han estado obligadas a retornar a nadie que esté fuera de su territorio, ni utilidades, ni royalties, ni patentes, ni fletes ni seguros. Y, por lo menos, no en la proporción en que ocurre en nuestras economías.

 

En el Sur las cosas fueron aún más graves en décadas pasadas. Nos referimos a las épocas del saqueo inmisericorde, absolutamente descontrolado e incontrolado, que llevaron a cabo, por ejemplo, las transnacionales bananeras, azucareras, mineras y petroleras. Baste con traer aquí algunos de los nombres de peor recordación: Dominó Sugar, United Fruit Co. o Folgers –como lo hace Robert Bowan, Obispo de Florida –; pero también Grace, International Petroleum, Cerro de Pasco Corp., etc.

 

En esas tristes décadas, para asegurarse retornos de inversión realmente descarados, las transnacionales no se contentaron con aliarse con el poder político de turno. Simple y llanamente ellas definían quiénes debían estar en el poder. Fueron, en América Meridional, los tiempos de Somoza, Pérez Jiménez, Odría y Duvalier, y otros, esto es, los tiempos de los tristemente célebres dictadores latinoamericanos de las no menos célebres y vergonzosas “republiquetas bananeras”. Y, en África, también por ejemplo, los tiempos en que durante casi tres décadas fue grotescamente mantenido el régimen de Mobutu, “uno de los peores y más corruptos tiranos en la historia del África independiente” .

 

Debe pues recordarse que las transnacionales, y los entreguistas títeres coimeados y financiados por ellas, contaron siempre con el respaldo político incondicional del gobierno de Estados Unidos, y, en cómplice silencio, con el de la mayor parte de las democracias europeas. Casi ningún país latinoamericano quedó libre de ese drama. Cuántos líderes de los pueblos subdesarrollados pagaron con sus vidas la denuncia del grotesco y corrupto entreguismo de sus gobernantes, y la imputación de las por igual grotescas corruptelas que alentaban las transnacionales. Entreguismo y corruptela que, sin embargo, fueron durante décadas sistemática y cínicamente negados. Pero la conciencia (pero todavía ingenua) de ese vergonzoso entreguismo, y la de esa no menos vergonzosa corruptela, es hoy, felizmente, moneda corriente tanto entre los hombres del Sur como entre los propios norteamericanos y europeos, y tanto más ahora cuando ha empezado a ponerse en práctica la “desclasificación” de documentos de Estado. El daño, no obstante, está hecho.

 

Pues bien, las utilidades que repatrian a sus países las grandes transnacionales no son sino la primera de las modalidades en que se concreta, hoy, la transferencia de riqueza del Sur al Norte.

 

Y es que hay un segundo rubro más en la transferencia de riqueza del Sur al Norte. Nos referimos a las enormes utilidades que las aristocracias y las oligarquías de nuestros países, por cuenta propia –y con grotesca evasión tributaria–, fruto de su rendida admiración por el Norte, han colocado en las empresas financieras y bancarias del Norte. Nunca hemos oído hablar de las cifras correspondientes, pero no nos quepa duda de que se trata, como en los casos anteriormente vistos, de sumas enormes, quizá de cientos de miles de millones de dólares, con gran parte de las cuales han florecido los paraísos financieros de Europa y Estados Unidos, primero, y del Caribe, hoy en día. A diferencia de las inversiones que el Norte ha realizado en el Sur, cuyos retornos se concretan en 5 años en promedio, sumas equivalentes a las que nuestras aristocracias han depositado en el Norte, retornan al Sur sólo al cabo de 20 años, asumiendo tasas de interés pasivo del orden de 5% anual, en los casos en que esos intereses no vuelven a depositarse en el Norte. Es decir, también en esto hay una desproporcionada diferencia que, una vez más, favorece al Norte.

 

En tercer lugar, ¿a cuánto ascienden las inversiones directas que las aristocracias del Sur han realizado hasta ahora en el Norte, principalmente en el sector inmobiliario? ¿Son acaso cifras despreciables? De ningún modo. Es también un capítulo por estudiarse. Es importante acometer la tarea, porque esas inversiones no sólo descapitalizan el Sur, sino, por añadidura, capitalizan y dinamizan las economías del Norte.

 

En cuarto lugar, la fascinación cultural que ejerce el Norte sobre las aristocracias y sectores medios de Sur es tal, que los flujos turísticos del Sur hacia el Norte son, con toda seguridad, mayores que en sentido contrario, tanto en número de personas como en flujo de efectivo. También ésta es una investigación pendiente de realizar.

 

En quinto lugar, ¿cómo paga el sistema bancario del Norte los intereses pasivos con los que debe retribuir los depósitos que recibe del Sur? Pues con los intereses activos que cobra por colocar esos mismos depósitos de vuelta en el Sur. Desfinanciado con los recursos que transfiere al Norte por las inversiones que éste realiza, por la inversión inmobiliaria del Sur en el Norte y con la diferencia de bolsas turísticas, el Sur se ha constituido en un voraz consumidor de créditos privados que, entonces, también provienen del Norte. A este respecto, el nuevo rubro de transferencia neta de riquezas, está dado por la diferencia entre las tasas pasivas que paga el Norte –por los depósitos de las aristocracias del Sur–, y las tasas activas que cobra el Norte –por las colocaciones privadas que realiza en el Sur–. Este aspecto, a su vez, también sin duda, es también un capítulo de investigación que, que sepamos, tampoco ha sido acometido.

 

En sexto lugar, desfinanciados por las transferencias de riquezas a que dan origen las inversiones del Norte, por las inversiones inmobiliarias, por las bolsas turísticas, y por las transferencias de riqueza a que dan origen los créditos privados del Norte, los Estados se ven obligados a obtener créditos públicos, tanto de la banca privada del Norte, como de las instituciones financieras internacionales, que, por coincidencia, residen todas en el Norte. Como es lógico, el Sur debe retornar, entre principal e intereses, pero también por moras y gastos de sucesivas refinanciaciones, sumas mayores que las que ha recibido. Éste, entonces, es un nuevo rubro de transferencia neta de riquezas, más conocido que los anteriores, y sobre el que –como veremos más adelante– se han dado a conocer cifras multimillonarias.

 

En sétimo lugar, por último, todos los grandes organismos multilaterales –Onu, Unesco, Fmi, Unicef, Oms, Oit, Onudi, Banco Mundial, etc.–, tienen su sede en el Norte. ¿A cuánto ascienden a este respecto las transferencias que por cuotas ordinarias y extraordinarias realizan los países del Sur hacia el Norte? Y, en sentido contrario, ¿a cuánto ascienden los aportes que por investigación y ayuda directa y asesoramiento reciben los países del Sur? ¿Es acaso éste el único rubro en que la transferencia neta de recursos beneficia al Sur? Investigaciones en las que se involucre a todos los grandes organismos multinacionales, que aún no se han realizado, deberán aclararlo.

 

¿A cuánto se eleva, pues, esa gran sumatoria que, no habiendo cifras parciales, nadie ha podido aún integrar, conocer y divulgar? No es muy difícil intuir que, cuando se conozca el gran total, estaremos ante una descomunal cifra que causará asombro entre tirios y troyanos. La transferencia neta de riquezas del Sur hacia el Norte es, sin duda, una verdad meridiana e inobjetable. Con ella, evidentemente, se beneficia, crece y progresa el Norte; y se perjudica, decrece y empobrece el Sur.

 

 

Factores de hegemonía

 

Decíamos pues al iniciar esta parte del texto sobre “hegemonía imperial” (hipotética tercera ley de progresión de la civilización), que los pueblos que fueron centro de las principales civilizaciones alcanzaron la cima de la ola sólo después de constituirse en el centro o poder hegemónico de un imperio.

 

Corresponde entonces ahora interrogarse, ¿cuáles son los principales o más relevantes factores que permiten a un pueblo alcanzar la cresta de una ola, convirtiéndose en la vanguardia de la civilización de su época y en hito del proceso histórico de la humanidad? O, también, ¿qué factores permiten entender que un pueblo alcance a hegemonizar sobre otro u otros?

 

De todos los factores, o de todas las variables en juego, las que parecen haber tenido mayor importancia en la explicación del fenómeno, en lo que va de la larga historia del hombre habrían sido:

 

a)    la riqueza natural de que se dispuso;

b)    el dominio de tecnologías de punta;

c)    la magnitud demográfica,

d)    la ubicación geográfica, y, muy probablemente;

e)    favorables golpes climáticos.

 

En ninguna de ellas, como podrá apreciarse –y como en efecto planteamos–, habría jugado un papel decisivo la voluntad humana. E incluso ni siquiera en la segunda, como podría parecerlo a simple vista.

 

Tal y como veremos, habiendo estado presentes esos factores en todos los casos de transición entre una ola y la siguiente, los mismos se han combinado en cada caso –o si se prefiere, en cada una de las grandes olas–, de diferente manera, de modo tal que, unas veces, ha tenido mayor preeminencia la riqueza natural, en otras el dominio de las tecnologías de punta, y en otras, incluso, ha sido decisiva la ubicación geográfica, o, también sorpresivos y benéficos golpes climáticos, por ejemplo.

 

a)    Riqueza natural

 

A mayor riqueza natural disponible, mayores fueron las posibilidades de un pueblo de alcanzar a ser hegemónico y constituirse en el protagonista de una ola. En la más remota antigüedad, durante los cientos y miles de años que la recolección y la caza fueron las únicas formas en las que el hombre se proveyó de alimento y abrigo, la riqueza natural disponible relevante era la que, sin intervención del hombre, ofrecían directamente el suelo y el mar: frutos naturales (leguminosas, granos, frutos de los árboles, tubérculos, etc.), sal, animales terrestres, aves y peces.

 

Muy disímiles, a este respecto, eran las riquezas que ofrecían los miles de rincones del planeta en los que ya se había ubicado el hombre hace cincuenta mil años. Unos, en torno a grandes y feraces valles, tuvieron enorme ventaja respecto de los que, por azar, se hallaban en territorios desérticos o en bosques tropicales muy húmedos. Aquéllos, con menor esfuerzo, obtenían tantos o incluso más alimentos y pieles de abrigo que éstos. Tenían, pues, períodos más largos, durante el día y durante el año, para explorar los territorios vecinos y estudiar más y mejor a los animales; pero también para dar rienda suelta a la contemplación del firmamento, a la imaginación, y, por cierto también, a la inventiva. Este fue el caso de los pueblos de Mesopotamia .

 

No es, pues, una simple casualidad que precisamente en aquellos territorios donde las tierras eran más generosas aparecieron las dos primeras tecnologías inventadas por el hombre: la agricultura y la ganadería, hace casi diez mil años. A partir de allí, las riquezas relevantes pasaron a ser la calidad del suelo, la abundancia y regularidad del caudal de los ríos, y las variedades de frutos y sus correspondientes semillas; pero también, la presencia natural de grandes hatos de ganado, especialmente bovino y equino. Sin duda, a aquellos pueblos que la naturaleza les había brindado todo ello en mayor cantidad, estaban en clara ventaja, en particular, sobre sus vecinos más próximos. Fue, una vez más, el caso de Mesopotamia.

 

Simultáneamente, los grupos asentados en las riberas de los grandes ríos, de los lagos, y en las orillas de los océanos, fueron perfeccionando sus técnicas de pesca y de navegación. Mas tampoco los ríos y los mares poseen igual riqueza ictiológica, ni los territorios adyacentes tienen similares riquezas madereras con las cuales había que construir las embarcaciones. Por lo demás, entre los mares y océanos, los hay relativamente mansos y de menor tamaño, como el Mediterráneo, y otros enormes y bravíos, como el Atlántico, el Pacífico o el Índico. Así, algunos pueblos, como todos los del Mediterráneo, estaban pues en ventaja respecto de otros pueblos costeros, siempre considerando el remoto período al cual estamos refiriéndonos.

 

Puede presumirse que, luego de más de cien mil años de actividades de caza y pesca, hace diez mil años, Mesopotamia era el territorio más densamente poblado de todo el planeta. La extraordinaria riqueza de flora y fauna, primero, y la agricultura y la ganadería, después, convirtieron a su numerosa población en sedentaria. Aquellos hombres ya no necesitaron errar más en busca de alimentos y abrigo. Así, en la zona baja de Mesopotamia, allí donde el Éufrates y el Tigris están a punto de desembocar en el Golfo Pérsico, los sumerios edificaron las primeras ciudades que hizo pueblo alguno en la Tierra. Fueron, por ello, los creadores de la primera civilización.

 

Esas primeras ciudades, no tanto por las edificaciones mismas, sino por la compleja organización social que albergaban, fueron, en ese estadio del desarrollo de la vida del hombre en el globo, la cúspide del proceso ascendente de la humanidad. Las primeras ciudades de Mesopotamia constituyeron, en su momento, el resultado más grandioso alcanzado al cabo de casi cinco millones de años de evolución de la especie. Se formaron luego de más de dos millones de años que el hombre aprendiera a fabricar las primeras herramientas; luego de más de un millón de años que el hombre aprendiera a usar el fuego como fuente de calor y para cocinar alimentos; al cabo de 100 000 años de practicar el enterramiento de sus padres; 30 000 años después de que el hombre ocupara ya los cinco continentes de la Tierra; los mismos 30 000 años después de haber alcanzado las mismas características fisonómicas de que hoy se enorgullece el hombre.

 

Pues bien, los dos grandes ríos de Mesopotamia anualmente manifestaban –como hoy mismo sigue ocurriendo–, grandes crecidas e inundaciones producidas por los deshielos de las montañas de Armenia, donde nacen. Como hoy mismo sigue dándose, allí y en otras partes del planeta, en algunas temporadas esas inundaciones revestían características catastróficas, inundando y destruyendo enormes extensiones de cultivos, generando muerte, desolación y hambruna, más en algunas zonas del valle que en otras, y sin que el hombre pudiera intervenir ni explicárselo.

 

Sin duda, las poblaciones menos castigadas por la naturaleza obtenían una enorme ventaja sobre las otras: seguían disponiendo de alimentos. No es difícil imaginar que, en ese contexto de disímil y aleatoria distribución natural de la riqueza, con poblaciones numerosas y vecinas, y en presencia de hambre, los conflictos por hacerse de más y mejores tierras y ganado fueran haciéndose cada vez más frecuentes y graves, con cada vez más costosas consecuencias.

 

Habían pues asomado sobre la faz de la Tierra, hace miles de años, dos de las más terribles lacras creadas por el hombre: las guerras y su más dramática consecuencia para los sobrevivientes del pueblo vencido: la esclavitud. También habría de ser Mesopotamia el territorio del planeta donde se darían por primera vez todas y cada una de estas manifestaciones. En esas circunstancia fue relevante la existencia natural de elementos cada vez más poderosamente destructivos: maderas duras, piedras, metales y, de decisiva y enorme importancia, los animales de montar. Reuniendo todos esos elementos, el hombre confeccionó el primer vehículo militar de la historia: el carro de combate de madera, con dos ruedas y halado por un caballo. Una vez más, sería en torno a Mesopotamia, donde se daría ese gran salto. Habían, sin embargo, transcurrido ya miles de años desde que, por ejemplo, había aparecido la agricultura.

 

Pues bien, y a otro respecto, baste mirar un mapamundi para darse cuenta que hace diez mil años casi no había espacios del globo en los que un grupo humano no estuviera próximo a otro. Los separaba un río, una cadena de montañas, un desierto o un lago que, de una u otra manera, fueron remontados: a pie, a lomo de bestia o en pequeñas embarcaciones. Así, dada la amplísima gama de microclimas y pisos ecológicos existentes, los grupos humanos fueron enterándose de que sus vecinos disponían de frutos o animales distintos
a los que ellos disponían. Surgió entonces el intercambio. A medida que las poblaciones crecían en número, y más se conocía las disponibilidades y los requerimientos del vecino, las necesidades de intercambio fueron también creciendo.

 

Así, poco a poco, lenta pero inexorablemente, el comercio fue convirtiéndose en una actividad cada vez más intensa y compleja: los comerciantes adquirían productos para el consumo de su propio pueblo, pero también para los de sus vecinos del otro extremo del territorio. El tráfico comercial, quizá más que ninguna otra de las actividades de los hombres de entonces, estimuló grandemente el desarrollo de soluciones que facilitaran y permitieran intensificar el intercambio: vehículos y caminos, pero también formas de llevar las cuentas. Sin duda, los volúmenes e intensidad del flujo de intercambio fueron mayores en aquellos espacios del globo en los que alternaban pueblos numerosos.

 

De allí que tampoco sea una simple casualidad que, reuniéndose todas esas condiciones, haya sido en la encrucijada en la que se unen Mesopotamia, el valle del Nilo y el extremo oriental del Mediterráneo, donde, como dijimos, se inventaron los primeros vehículos de ruedas, y se desarrolló la ganadería y las técnicas ecuestres, se desarrolló la navegación a distancias relativamente grandes, y surgió el primer pueblo altamente especializado en el comercio –los fenicios– y, al cabo de miles de años de esfuerzo y experimentación, se inventaron los alfabetos y los números.

 

El comercio, sin que el hombre se lo propusiera, y como está dicho, se convirtió en eficiente vaso comunicante entre los pueblos. A través del comercio, pacíficamente, los productos nuevos iban paulatinamente revelando secretos: qué materiales contenían y, con mayor o menor facilidad, revelaban también cómo habían sido elaborados. Los más entendidos tenían la responsabilidad de descifrar los secretos técnicos, cuando los había. Pero también los comerciantes se encargaban de revelar los secretos técnicos y tecnológicos que los productos, a simple vista, no alcanzaban a mostrar; y los espías, de averiguar todo aquello que ni los productos ni los comerciantes revelaban y que los especialistas no alcanzaban a descifrar.

 

Cuando aún no había aparecido la escritura, el hombre, muy probablemente sin proponérselo, había inventado la forma de comunicarse eficientemente con otros hombres a grandes distancias. En efecto, los ceramistas y los artesanos textiles, a medida que fueron haciéndose más expertos y más sofisticados resultaban sus productos, les incorporaron decoraciones cada vez más ricas en color y diseño. Así, la vida de los pueblos fue quedando magnífica y fielmente retratada: sus rostros, el paisaje, sus animales y frutos, sus dioses, sus vestidos, sus armas, sus construcciones. Con las vasijas y textiles en las manos, a cientos y miles de kilómetros de distancia, unos pueblos aprendían de otros.

 

Y las guerras, a pesar de su terrible costo, y sin que el agresor y el agredido se lo propusieran, cumplieron también la función de vaso comunicante. El agresor, sin que ese fuera su propósito, llevaba al territorio del agredido prácticamente todas sus manifestaciones culturales: su idioma, sus animales y alimentos vegetales, sus vestidos, sus dioses, sus armas; su cerámica, su textilería, su orfebrería; sus formas de recreación; sus gustos y técnicas de construcción. Todo ello, de una u otra manera, quedaba regado en territorio del vencido. Pero también se regaba el semen de los soldados vencedores. Los vencidos, sin que igualmente se lo hubieran propuesto, observaban todas y cada una de las expresiones culturales que mostraba el vencedor, y, selectivamente, asimilaban aquello que encontraban más útil o aceptable y aquello que les resultaba más bello y agradable.

 

El agresor, luego de observar las gentes, la cultura y el territorio del vencido, se apropiaba y asimilaba todo aquello que veía útil o aceptable y aquello que le resultaba bello y agradable. La apropiación que hacía el agresor ciertamente incluía las más hermosas mujeres de su víctima, sus mejores especialistas y técnicos y, en la medida de lo posible, todos aquellos jóvenes que, esclavizados, constituirían refuerzo a los contingentes de trabajo del vencedor. Las mujeres, los especialistas y los esclavos que llegaban al territorio del agresor, se encargarían, a su turno, de observar detenidamente la cultura del agresor, asimilándola en tanto podían. Agresor y agredido, pues, en cada uno de los territorios, daban forma, sin que ello estuviera entre sus objetivos, al mestizaje, cultural y étnico.

 

Y todo ello –aunque varios miles de años después recién se conociera el concepto–, en el contexto de una relación imperialista, en la que el conquistador imponía sus intereses
(haciendo prevalecer su cultura, es decir, su idioma, usos y costumbres, formas de organización social, etc.), e imponía sus objetivos (extrayendo y asimilando todos aquellos elementos culturales de los vencidos, y toda aquella riqueza que ambicionaba).

 

No obstante, la relación imperialista resultaba inexorablemente finita, en tanto que permanentemente generaba más y más graves contradicciones irreconciliables, cuya única solución –como veremos después– era la ruptura.

 

En definitiva, sin que la voluntad del hombre jugara un papel decisivo, fue casi exclusivamente en torno a las riquezas naturales de que disponían o no los pueblos involucrados, que uno de ellos, inadvertidamente, sin proponérselo, y menos pues explícitamente, fue llegando a la cresta de la ola.

 

b)    Dominio de tecnologías de punta

 

Algunos individuos, a través de sus descubrimientos, inventos y, en una palabra, a través de las técnicas y tecnologías que fueron dominando, contribuyeron decidida –pero inadvertidamente también–, a que el pueblo al que pertenecían alcanzara la cresta de la ola. Ocurrió con los egipcios cuando lograron conocer perfectamente las fechas en que cada año se producían las inundaciones del Nilo, y cuando lograron conocer perfectamente y explotar en su beneficio las paradójicas ventajas que reportaban esas inundaciones.

 

En Europa continental, la explotación de los animales de tracción y el uso del hierro –cuyos beneficios se conocieron a través del comercio–, permitieron la invención del arado. El salto tecnológico que éste representó fue extraordinario. La roturación periódica del terreno permitía que campos con bajísima rendimiento agrícola multiplicaran repentinamente su productividad, y que campos que por su pendiente nunca habían sido puestos en producción contribuyeran a partir de allí a alimentar a los pueblos de Europa. El arado, pues, contribuyó sensiblemente a elevar la producción alimenticia. Y, concomitantemente, se incrementó notablemente la población. Y con el incremento de ésta el del comercio.

 

Las cada vez más sofisticadas técnicas comerciales y de transporte de grandes volúmenes, y los alfabetos y los números, todos ellos, en tanto innovaciones tecnológicas fundamentales, contribuyeron a que los pueblos que primero las dominaron de colocaran en condición de hegemónicos y centros de sus correspondientes olas. Ese fue el caso de los cretenses, primero, y de los griegos después. Mas, bien vale la pena recordarlo, como el comercio y las guerras habían ido cumpliendo el inesperado rol de vasos comunicantes, para cuando se produjo la ola de los cretenses y luego la de los griegos, cada uno de estos pueblos reunía toda la ciencia y la experiencia de las olas anteriores, recreada en sus propios territorios, más las tecnologías de punta de que eran privilegiados poseedores.

 

Nadie puede discutir que muchos descubrimientos se logran por azar. No cuenta pues allí la voluntad del hombre. Sin embargo, quizá en la inmensa mayoría de los descubrimientos y en todos los inventos, ha estado presente la voluntad del hombre por alcanzarlos: viajando, explorando, ensayando reiteradamente, perfeccionando, etc., según los casos. No puede entenderse sino como resultado de la acción deliberada del hombre la invención de las técnicas de fundición y laminación del cobre, del bronce y del hierro; la invención del arado; la fabricación progresivamente más sofisticada de armas y armaduras (que existieron ya en la remota Mesopotamia); de los carros de combate; de las embarcaciones y aparejos de pesca; de las naves de transporte y de combate propulsadas por remos primero y por velas después; el desarrollo de modalidades cada vez más complicadas de intercambio comercial, incluyendo en la remota civilización fenicia la invención de la letra de cambio; el uso de monedas cada vez más simples y prácticas; el desarrollo de los alfabetos y los números; la sofisticación de las técnicas de alfarería, textilería y orfebrería; la extraordinaria invención del concreto (cuya paternidad se atribuye a los romanos); etc.

 

Es indiscutible, pues, que la voluntad humana ha estado presente impulsando el desarrollo y concretización de todos y cada uno de esos inventos. No obstante, ¿por qué decimos que, a pesar de esos grandes descubrimientos e inventos, no ha estado presente la voluntad humana en el hecho de que algunos de los pueblos de la antigüedad llegaran a convertirse en el centro de una ola? Pues por el hecho de que nadie podría sostener que los inventores o descubridores estuvieran, además de impulsados por su inventiva o por la necesidad de alcanzar mayor eficiencia, tratando de convertir a su pueblo en hegemónico. Ello se obtuvo “por añadidura”. No se buscó ni estaba previsto. Salvo, claro está, buena parte de aquellos inventos directamente relacionados con las conquistas militares. Mas cuando ello ocurría, el pueblo protagonista ya estaba en camino a la cresta de la ola. En fin, y en resumen, el dominio de las tecnologías de punta –generalmente con fines pacíficos– es uno de los factores que colocaron a algunos pueblos en el centro y camino a la cima de una ola.

 

c)    Magnitud demográfica

 

A ese respecto, como hemos adelantado, el tercer factor de impulso hacia el centro de la ola ha sido contar con una riqueza poblacional –cuantitativa– mayor que la de cualquier otro de los vecinos del pueblo que había sido el centro de la ola precedente. En términos modernos diríamos que, invariablemente, estaba destinado a ser el centro de la ola siguiente aquel pueblo que constituía el “mercado más grande” de entre todos los pueblos vecinos al centro de la ola anterior.

 

El pueblo hegemónico que había perdido la posta, durante milenios (en el caso de Mesopotamia y Egipto) y durante siglos (en el caso de Creta, Grecia y Roma), había irradiado por igual su cultura a todos sus vecinos. Éstos virtualmente habían asimilado lo mismo. A ese respecto, pues, estaban en igualdad de condiciones. El más numeroso de todos, sin embargo, dado que tenía que resolver problemas de alimentación, vestido, vivienda, entretenimiento y defensa para más gente, era, inexorablemente, una economía más dinámica y, necesariamente, más rica. Es decir, real y potencialmente era una economía y, por consiguiente, una sociedad más poderosa. En nada de esto, pues, había intervenido tampoco la deliberada voluntad del hombre.

 

Parecen suficientes los argumentos hasta aquí esgrimidos para entender las razones por las que Mesopotamia se constituyó en la sede de la Primera Gran Ola de civilización de Occidente, y por qué ello no podía darse –en ese momento histórico– en ningún otro rincón de la Tierra. Las mismas razones permiten entender por qué a Egipto –y no a otro pueblo– iba a corresponderle el privilegiado segundo lugar.

 

¿Cuántas veces nos hemos preguntado –y respondido– por qué, en su defecto, ese papel protagónico –en aquel momento– no lo jugaron o no lo pudieron jugar los hombres asentados en las fértiles orillas del caudaloso Misisipi, o los que habitaban en las orillas del Amazonas, el río más largo y caudaloso del mundo; o los hombres del Rin o del Támesis? O, ¿por qué no pudieron ser los protagonistas de esos magnos episodios los hombres de la Siberia, o los del Sahara? ¿Por qué los hechos ocurrieron como ocurrieron y no de otra manera? ¿Había al respecto otra alternativa? En este caso, objetivamente, no había otra alternativa. Veamos por qué.

 

Los trópicos, por su abundancia de agua, han albergado siempre la mayor variedad de flora y fauna del planeta. Es decir, ése ha sido el laboratorio natural más rico para la generación de mutaciones genéticas y, por consiguiente, para la evolución de las especies. ¿Cómo puede entonces extrañarnos que África haya sido la cuna de la humanidad? Allí aparecieron los primeros adanes y las primeras evas. La ciencia, sin embargo, tiene aún que explicar, por qué en la Amazonía no hay primates superiores, aquellos a partir de los cuales, hace millones de años, se gestó la aparición del hombre. ¿Será acaso porque América es efectivamente, y en todo orden de cosas, un continente nuevo? El hecho incontrovertible, es que el primer hombre –el australopiteco– surgió en África hace tanto como 3–4 millones de años. Al cabo de más de un millón de años, se había convertido en homo habilis, más aún no poblaba sino África. Un millón de años más tarde había evolucionado hasta convertirse en lo que hoy denominamos homo erectus, poblando ya, en calidad de tal, África, Asia y Europa. Hace 100 000 años, en esos mismos tres continentes, el homo erectus había ya alcanzado las características del que hoy conocemos como homo sapiens. Y hace 30 000 años alcanzó las características fisonómicas y neurológicas que hoy, como homo sapiens sapiens, tenemos todos. ¿No es acaso razonable suponer que, evolucionando durante casi un millón de años en los tres continentes, simultáneamente surgiera como sapiens sapiens en esos mismos tres continentes con sólo variantes fenotípicas?

 

Pues bien, y por lo que hasta ahora se sabe, el hombre inició una larga caminata desde África, hacia el norte y en otras direcciones, y desde Asia, hacia el este y las otras direcciones. En algún momento, hace muchos miles de años, virtualmente toda la Tierra estaba ya ocupada, por pequeñas o por grandes comunidades humanas. ¿Pero por qué, entonces, las primeras grandes civilizaciones tuvieron su cuna en Mesopotamia y en Egipto y no en otros lugares?

 

Para responder esa acuciante interrogante es importante tener a mano dos argumentos. En primer lugar, y aunque obvio, pero para poder entender la racionalidad de los hechos –lamentablemente nunca bien enfatizado en los textos masivos de Historia–, el hombre de la antigüedad –como el de la actualidad, con lo que en esto no hemos “avanzado” un ápice–, tenía necesidad de asentarse en torno a fuentes de agua dulce. Ésta es absolutamente indispensable e insustituible para la vida humana, animal y vegetal. A más agua dulce, en estado líquido y en la superficie, mayor flora y, por consiguiente, mayor fauna, es decir, más fuentes de alimento para el hombre; así, más y cada vez más población se asentaba inadvertidamente en torno a las fuentes abundantes y superficiales de agua dulce. De allí que, los hielos de Siberia y las arenas de los desiertos, pudieron acoger inicialmente a muy pocos ocupantes. En los trópicos, sin embargo, hay mucha más agua de la necesaria para los usos del hombre. Tanta que convierte a los suelos en agrícolamente pobres. De allí que las enormes tierras de la cuenca amazónica podían, también, albergar a poblaciones poco numerosas. Pero la misma limitación enfrentaron los primeros hombres del África.

 

Desde África, pues, y en busca de más y mejores alimentos, fue poblándose sucesiva y paulatinamente todo el planeta. A medida que los grupos crecían en número y las riquezas del suelo resultaban insuficientes, los jóvenes, dejando en el camino a sus hermanos mayores, a sus padres y abuelos, emprendían el camino en búsqueda de sus propias y seguras fuentes de agua dulce, alimento y abrigo.

 

 

 

En su largo proceso de poblamiento –como se insinúa en el Gráfico Nº 8–, cuando en los primeros valles ocupados del África el hombre acumulaba ya miles y miles de años de existencia, grupos jóvenes marcharon remontando probablemente la margen derecha del Nilo. Pero en los períodos de extremo estiaje, cuando el alimento escaseaba, o en los de mayor inundación, cuando el río amenaza, volvían a desplazarse en busca de territorios que los proveyeran de alimento. Así finalmente llegaron los primeros grupos a las riberas de Éufrates y el Tigris, en Mesopotamia. Sin saber cómo, y menos pues haberlo previsto, habían llegado al territorio naturalmente más rico y fértil del planeta para la época en que la caza, la recolección y la pesca eran las tecnologías de punta, las únicas que se conocía. Pero otros que también venían del sur, pasaron a las costas del Mediterráneo, lo bordearon y llegaron a las costas de Turquía, luego a las de Grecia y luego a las de Italia: no sabían –ni podían imaginar– lo que estaban dejando de lado, al este.

 

Mucho más tardíamente otros grupos alcanzaron a cruzar el estrecho de Gibraltar y pasaron a ocupar el oeste de Europa. Y casi tanto como un millón de años más tarde recién se dieron las primeras migraciones que cruzaron el estrecho de Bering iniciando el poblamiento de América.

 

Cuán agradecidos fueron los hombres respecto de la riqueza botánica que encerraban los valles del Éufrates y el Tigris, que bautizaron el área como “Medialuna fértil” –que eso es, según Toynbee, lo que significa “Mesopotamia“; y no “región entre ríos”, como se sostiene en muchos textos–. Ciertamente era fértil. Largamente más pródiga en riquezas de flora y fauna que ningún otro espacio. Era, como se sabe, el Paraíso Terrenal, como –y no por casualidad– también fue denominado. El propio Herodoto, “el padre de la Historia”, en el siglo v aC, quedó rendido de admiración ante la riqueza de Mesopotamia: “demostraré cuán grande es la riqueza de los babilonios, con muchas pruebas…”, dijo con convicción . Así, desde muy antiguo, poniéndose en práctica un inconciente pero natural principio de eficiencia (mayor producción a menor costo), inadvertidamente fue concentrándose más y más migrantes en torno al gigantesco y rico valle.

 

Cuando otros hombres, al cabo de un larguísimo recorrido, llegaron por ejemplo al Missisippi y a otros territorios casi tan fértiles como Mesopotamia, las poblaciones de ésta tenían ya cientos de años aplicando la tecnología de punta: la agricultura. La ventaja de éstos, pues, fue abrumadora. Con esa enorme ventaja dieron origen a la primera gran civilización de Occidente.

 

Nadie, sin embargo, podrá sostener que quienes se asentaron entre el Éufrates y el Tigris lo hicieron al cabo de optar por ésa entre varias alternativas. En esa época no había las imágenes de satélite que, de un golpe de vista, permiten conocer qué tierras son fértiles y cuáles no. Los viajes en busca de agua dulce y tierras fértiles eran lentísimos: no había caminos. Quienes se asentaron en Mesopotamia, simple y llanamente, se beneficiaron con un extraordinario golpe de azar. La voluntad humana, pues, no tuvo participación en ese acontecimiento.

 

Mesopotamia no sólo es irrigada por dos grandes ríos, de caudal relativamente estable. Sino que, a diferencia del enorme valle norafricano, está encerrada entre cordilleras que forman pisos ecológicos muy diversos, que, por consiguiente, ofrecen frutos muy variados, recolectables prácticamente todo el año. El Nilo, en cambio, en el largo recorrido de sus cursos medio y bajo, riega un territorio topográficamente más homogéneo, que da lugar a una producción botánica menos diversificada. No es ninguna casualidad por eso que, desde muy antiguo, en el valle del Nilo predominara largamente la producción de trigo y cebada.

 

¿Pero por qué –por ejemplo, y además de lo que ya se ha argumentado– no correspondió a los pueblos andinos, asentados en un también rico territorio, el privilegio de ser el protagonista de la primera gran civilización de Occidente? A este respecto, el Gráfico Nº 9 (en la página siguiente) nos releva casi de cualquier comentario adicional.

 

Como hemos mostrado en otra ocasión , puede estimarse que el territorio agrícola en producción de que dispuso Egipto fue hasta quince veces mayor que el que dispuso su contemporáneo Chavín, en los Andes Centrales de América Meridional. Aquél, además, contó con un valle en el que poco esfuerzo demandaba obtener grandes cosechas. Los egipcios –dijo Herodoto –:

 

 

 

…no tienen el trabajo de abrir surcos con el arado, ni de escardar, ni de hacer ningún trabajo de cuantos hacen los demás hombres que se afanan por sus cosechas….

 

Pero también constituyó una enorme ventaja el hecho de que fuera un solo valle, magníficamente vertebrado por el Nilo que, siendo navegable, permitía –y permite– transportar fácilmente las mercancías. Chavín, por el contrario, disponía –comparativamente– de múltiples pero pequeñísimos valles, aislados entre sí por altísimas montañas y muy secos desiertos, que dificultaban enormemente el intercambio y la producción agrícola. A todo lo cual debe agregarse la considerable diferencia de productividad natural de terreno, siempre en ventaja para los hombres del Nilo y, en su caso, por cierto también de los de Mesopotamia.

 

d)    Ubicación geográfica

 

Consideremos otra de las importantes variables que permiten explicar por qué unos pueblos alcanzan la cima de la ola: una coyunturalmente privilegiada ubicación geográfica, que, como veremos, no necesariamente debe confundirse con vecindad territorial. Por ubicación geográfica queremos expresar aquella que, en particularísimas condiciones históricas, y sólo en ellas, e independientemente de la riqueza natural que posea, otorga a un pueblo una decisiva, excepcionalmente valiosa y desequilibrante ventaja con la que compensa una o más de una desventaja de otro orden.

 

El caso más ilustrativo, sin duda alguna, ha sido el de Creta. Creta es sólo una pequeña isla
en el centro del área oriental del Mediterráneo. Quizá sus primeros habitantes fueron náufragos que llegaron, hace más de 8 000 años, de las riberas del sur y sureste del Mediterráneo, sea de Egipto o de Siria y Palestina. Sus primeros asentamientos humanos datan del 6000 aC. Su reducida extensión territorial (8 300 Km
2 ) es 120 veces más pequeña que la de Egipto; y su población –hoy– 100 veces más reducida que la de éste.

 

Creta, para erigirse en el centro de la Tercera Gran Ola de civilización de Occidente –en la denominada civilización Minoica–, no contó, pues, como bases objetivas, ni con una gran riqueza territorial ni con una población numerosa. ¿Qué condiciones, entonces, se dieron para tan asombroso portento? Básicamente una, que, sin duda, estuvo también al margen de la voluntad de los propios cretenses: la ubicación geográfica de la isla que, en la época –y sólo en esa época– adquirió importancia trascendental.

 

Creta –como puede apreciarse claramente en el Gráfico Nº 10–, está ubicada a mitad de camino entre Egipto y Mesopotamia –a un lado del Mediterráneo– y Grecia y Roma –al frente–.

 

 

 

Sin que los cretenses se lo propusieran, mientras en la orilla sur del Mediterráneo se daba el esplendor de Egipto, en la orilla opuesta los territorios de Grecia e Italia habían crecido bastante en población y demandaban, entre otros productos, trigo, cebada, lino, marfil y cerámica de Egipto; maderas de Siria; y muchas variedades de productos agrícolas, artesanales y minerales de Mesopotamia. Pero el imperio faraónico, a su vez, demandaba los productos de Grecia (en particular el olivo, la vid y las frutas). Creta, sin proponérselo, y dadas las restricciones técnicas de la navegación de la época, en la que, conociéndose, aún no se dominaba totalmente la navegación en alta mar, se convirtió en inevitable punto central e intermediario entre ambas orillas del Mediterráneo.

 

Fue, entonces, la primera gran civilización que tuvo como fuente de acumulación de riqueza no la actividad productiva, la agricultura –como había correspondido a Mesopotamia y Egipto–, sino el comercio; sólo y precisamente por su ubicación geográfica. Creta era el centro de una gran bisagra natural con la que se unían, de un lado, los grandes pueblos protagonistas de los dos primeros grandes imperios de Occidente y, del otro, dos grandes mercados en crecimiento. En ausencia de otra alternativa, en sus todavía pequeñas naves, los comerciantes ocupaban la mayor parte de sus bodegas con la mercadería a comerciar, llevando pocos bastimentos en la seguridad de poder reabastecerse de ellos en Creta.

 

A diferencia de los pueblos cuya riqueza era necesario defender de la ambición externa con murallas, el comercio ha sido y es una riqueza intangible que no se puede amurallar. Esa es quizá la mejor explicación de por qué la civilización cretense es una de las pocas en la historia de la humanidad que no muestra vestigios de fortificaciones. No significa ello que no hubiera conflictos ni rivalidades. Pinturas de combates navales, recientemente descubiertas es una isla próxima, a sólo 130 kilómetros de Creta, son un magnífico testimonio de ello. No se gastó pues en fortificaciones, pero sí, en cambio, en palacios en los que se concentró –gastó y desperdició– gran parte de la riqueza acumulada en la actividad comercial.

 

Aunque con reservas, puede sostenerse que la civilización Minoica es quizá una de las pocas en la historia de la humanidad que alcanzó la cima de la ola sin llegar a constituirse en un imperio militarista, aunque no por ello dejó de guerrear. No obstante, tuvo una gran influencia sobre sus vecinos. “La moda cretense –dice Barraclough– se extendió por las islas egeas…” . En el lenguaje de hoy, bien podemos decir que los vestidos de coloridos diseños, que usaban tanto los hombres como las mujeres de Creta, se impusieron en la moda de entonces, entre gran parte de los pueblos del entorno de la isla. Y no está demás recordar que –ayer como hoy– generalmente se imita e impone aquello que goza de gran prestigio y valoración.

 

Los cretenses, sobre todo entre los pueblos del norte del Mediterráneo –griegos en particular–, gozaban de enorme prestigio y valoración, no sólo por su habilidad como navegantes y comerciantes. Sino también por haber desarrollado una forma nueva y original de escritura, distinta de aquella que muy probablemente habían observado en Egipto o Siria. En diversos lugares de la isla han sido encontradas tablillas de arcilla que “representaban listas de provisiones o pagos…” .

 

Pues bien, todo ese despliegue tecnológico –navegación de altura, sofisticación comercial, decoración del vestido y escritura– fue catapultado por la particular y privilegiada ubicación geográfica de la isla.

 

Corresponde precisar aquí, sin embargo, que no es la ubicación geográfica en sí misma la variante decisiva. Si así fuera, Creta –que sigue ocupando el mismo emplazamiento en el Mediterráneo– seguiría siendo una potencia de primer orden. Mas ello ya no es así. ¿Por qué? Porque no hay –como muchos creen y muchas veces se ha dicho–, posiciones geográficas estratégicas por sí mismas, sino en función del contexto. Es decir, es el contexto histórico el que define que una determinada posición geográfica tenga –o deje de tener– importancia estratégica. En otros términos, la posición geográfica de Creta resultó siendo una “ventaja comparativa” relativa, no absoluta.

 

Así, en el caso de Creta, al cabo de varios siglos de estar en funcionamiento los “vasos comunicantes”, otros pueblos alcanzaron a igualar y hasta superar el dominio de la navegación de altura de los cretenses. Qué mejor testimonio de eso que las pinturas de combates navales a las que acabamos de hacer referencia. Al lograr construir naves de igual o mayor envergadura, con cien y hasta doscientos remeros, los comerciantes fenicios del sureste del Mediterráneo y los griegos al norte del mismo, dirigían directamente sus naves del centro de producción al centro de consumo, ya sin la imperiosa necesidad de detenerse en Creta.

 

Es decir, las nuevas tecnologías de punta –que Creta no podía impedir que otros pueblos descubrieran por sí mismos y/o copiaran–, hicieron que la isla perdiera su “ventaja comparativa”, quizá con más rapidez que aquella con la que su episódica ventaja los había llevado a la cima de la ola. Pareciera que, en razón de ello, el esplendor de Creta apenas se prolongó entre el 2000 aC y el 1500 aC. La civilización cretense, pues, habría perdido predominio tras un espectacular “remezón tecnológico”. Esta hipótesis nos parece más verosímil y más coherente, que la de un destructivo terremoto –o los incendios que éste habría suscitado–, o a la de una gigantesca ola levantada tras la erupción volcánica que sepultó la isla en la que se ha descubierto las pinturas a las que nos hemos referido, razones a las que muchos autores aluden, y que, en todo caso, habría –o habrían– cumplido el papel de golpes de gracia a una economía cuya declinación ya venía manifestándose.

 

En otro orden de cosas, pero siempre refiriéndonos al factor “ubicación geográfica”, obsérvese la siguiente constante que ha estado presente, sin excepciones, desde la primera hasta la presente ola: todos sus protagonistas han sido pueblos con frontera marítima: Mesopotamia, Egipto, Creta, Grecia, Italia, Francia, España, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos. Mesopotamia, sin embargo, ha sido la primera y única civilización casi exclusivamente mediterránea de la historia de Occidente. Aparentemente por lo menos, durante la hegemonía de Mesopotamia, su estrechísima frontera marítima en el Golfo Pérsico no jugó ningún rol de importancia. No sólo porque el Golfo Pérsico nunca ha sido pródigo de una gran riqueza ictiológica, sino porque hace 5 000 años la navegación estaba en sus más incipientes rudimentos. Para todas las demás olas, y probablemente durante muchísimo tiempo por delante, las fronteras marítimas constituyen una importante ventaja para los pueblos que las tienen. Así, los pueblos mediterráneos, inadvertidamente en la antigüedad, y en conciencia aunque a pesar de su voluntad hoy, conceden un importante handicap a los pueblos con acceso libre y directo a los grandes océanos.

 

Pero hay otro matiz de “ubicación geográfica” –al que nos hemos referido casi en las primeras páginas de este libro– que debe ser tenido en cuenta, en particular, en el actual contexto internacional y su evolución más reciente. Obsérvese el caso de Israel, Corea del Sur y la propia Alemania. ¿No está cada uno de esas estrellas del capitalismo mundial en la frontera de mundos profundamente subdesarrollados? ¿No es digno de sospecha que, por igual en los tres casos, se dé ese fulgor de éxito capitalista –tan promocionado– casi en medio de un océano de pobreza: Israel rodeada del Medio Oriente subdesarrollado; Corea del Sur frente a su homónima del Norte y en las proximidades de China y el sudeste asiático subdesarrollados; y Alemania rodeada de los ex–satélites soviéticos todos subdesarrollados?

 

Todos ellos, pero mucho más Israel y Corea del Sur que Alemania, deben ese fulgor a su “providencial” –aunque pasajera– estratégica posición geopolítica. Israel, como Corea del Sur y Alemania, durante muchísimo tiempo han sido hitos importantísimos en la “frontera geopolítica” entre “Occidente” y el “Mundo Socialista”. “Occidente”, con Estados Unidos e Inglaterra a la cabeza, siempre tuvo una clara conciencia de la tremenda importancia que, en el contexto de la Guerra Fría, tenían las “fronteras vivas” –altamente desarrolladas y magníficamente bien apertrechadas–, que sirvieran, tanto de muro de contención a la expansión “comunista”, como de “vitrina” con los mejores logros del “capitalismo”.

 

A diferencia de los pueblos subdesarrollados, que generalmente abandonan a su suerte sus poblaciones fronterizas, Occidente y el mundo capitalista desarrollado tuvieron una clarísima idea de la importancia de apuntalar el desarrollo de esos tres importantísimos bastiones de contención en la extensa frontera geopolítica con el “mundo socialista”. Nadie hasta ahora ha podido mostrar a cuánto han ascendido las gigantescas transferencias de capitales de Occidente a esos tres pequeñísimos rincones del planeta. Ése es también un fantástico reto para la Economía. No es serio que se publicite tanto los efectos escondiendo las causas más relevantes.

 

e)    Golpes climáticos favorables

 

El clima, sin duda, ha jugado un rol muy destacado en la vida de los pueblos. Y más aún pues en los de la antigüedad, que por múltiples razones, pero sobre todo por la precariedad de las construcciones, eran más vulnerables ante los embates de la naturaleza.

 

En ese sentido, no deja sin embargo de llamar la atención que recién en las últimas décadas se ha empezado a investigar en torno a la relación que existiría entre el colapso de algunas civilizaciones y drásticos y perjudiciales cambios climáticos. “Los hombres de ciencia –dice el profesor de Yale Robert López– empiezan precisamente a prestar atención a ciertas fluctuaciones en el clima que parecen periódicas…” y que, como él mismo indica, pueden por ejemplo rastrearse hoy, entre otras manifestaciones, en la “diferencia en los anillos de crecimiento anual de los árboles” , pero también en las capas del suelo, en las capas costeras y en los hielos de las montañas.

 

Como extensamente se verá más adelante –cuando hablemos de los factores que contribuyen a explicar el colapso de los imperios–, hay fundadas razones para suponer que graves crisis climáticas habrían afectado a los imperios de Mesopotamia, al Imperio Egipcio, al Imperio Romano, al Imperio Maya y, entre otros, a Tiahuanaco.

 

Pues bien, se entiende que los historiadores modernos expresen preocupación por aquellos cambios climáticos que han perjudicado –y cíclicamente seguirán afectando– a muchos pueblos. Ello –que sin duda contribuirá a aprender y adoptar medidas precautorias–, permitirá también aclarar muchos desenlaces históricos que hoy constituyen importantes enigmas, pero que en la mayor parte de los textos son resueltos con expresiones tan carentes de rigor como “…y así, sin que sepamos cómo, desapareció la cultura tal (o sucumbió la civilización cual)”.

 

Pero si seria y razonablemente se sospecha que la naturaleza, con arbitrarios e imprevisibles flagelos climáticos ha contribuido al colapso –económico, político y social– de muchos pueblos e imperios, ¿no resulta, entonces, igualmente razonable suponer que, en sentido contrario, y con la misma arbitrariedad y sorpresa, la naturaleza haya contribuido decididamente, con golpes climáticos muy favorables, a colocar a algunos pueblos camino a la cresta de la ola?

 

Así las cosas, planteamos que el quinto y último de los factores relevantes que habrían encumbrado a algunos pueblos es el clima. Esto es, imprevistos y prolongados golpes climáticos, significativamente benéficos, les habrían permitido, durante períodos suficientemente significativos, obtener grandes cosechas y, en consecuencia, notables e inesperados excedentes económicos. Éstos no sólo habrían solventado su desarrollo económico y material, despuntándolos. Sino que, además, habrían permitido a los gobernantes desplazar fuerza de trabajo que resultaba excedentaria en la agricultura, dándole, por ejemplo, aunque no necesariamente, ocupación militar con afanes expansionistas y de conquista.

 

Por si todavía fuera necesario explicitarlo, la importancia de la hipótesis estriba en lo siguiente: ninguna acción del género humano, ni individual ni colectiva, resulta, tanto cualitativa como cuantitativamente, tan benéfica, impactante y trascendental como una grande y generosa alteración climática, que de un golpe puede multiplicar varias o muchas veces la producción agrícola y ganadera de un pueblo, dotándolo de la noche a la mañana de una riqueza inestimable de amplio y generalizado beneficio . Pero ello ha sido todavía tanto o más trascendental en la historia antigua, cuando la agricultura y la ganadería constituían prácticamente el cien por ciento del valor total de la producción.

 

Esta, pues, es una hipótesis a la que la Historia moderna deberá prestar una gran atención, en tanto que –no lo dudamos–, permitirá llenar también algunos inmensos vacíos sobre el espectacular repunte de algunos pueblos que, hasta la fecha, vienen siendo también cubiertos de forma de veras penosa en muchísimos textos de Historia. A ese respecto, quizá nada tan significativamente ridículo para la historia de Occidente como seguir centrando la atención del origen de Roma en una loba amamantando a dos niños; o, en la también emblemática historia andina, seguir afirmando que debe atribuirse el origen del Imperio Inka a una pareja de esposos surgidos de las aguas del Lago Titicaca.

 

No pues, tiempo hace que debieron ya quedar superadas explicaciones tan carentes de rigor científico como inverosímiles. Y tiempo hace que –además de las ya conocidas, pero que no son suficientes–, ha debido iniciarse la búsqueda de otras causas relevantes y sólidas que coadyuven a explicar el insólito repunte de algunos pueblos. Así, y para el tema que nos ocupa, premunidos de criterio y de lógica científica, hay que admitir sin ambages que tiene el mismo valor objetivo, y la misma importancia, mostrar y demostrar el impacto del clima en el colapso de una civilización que en su despegue. ¿Pero hay acaso algún dato que permita dar un mínimo de validez a la hipótesis que venimos planteando? Ciertamente, hay por lo menos uno, pero muy valioso, como pasaremos a ver.

 

El origen de la asombrosa civilización Tiahuanaco, en la altiplanicie del Lago Titicaca, es un enigma –que permaneciendo absurdamente como tal en muchos textos–, tiempo hace que debería estar perfectamente aclarado en la mente de todos. ¿Cómo si no con un repentino y muy benéfico golpe climático podría explicarse que en aquel yermo y frío territorio –pero de casi 100 000 Km2–, surgiera una civilización tan portentosa, capaz además de erigir construcciones costosísimas que con la proverbial pobreza de ese territorio resulta inimaginable financiar?

 

Pues bien, según da cuenta el historiador Eloy Linares Málaga , resultados de investigaciones realizadas en los hielos de los nevados Quelcaya y Macusani de Puno, evidencian “períodos de grandes lluvias en los años 650 y 800 dC“, donde esta última fecha coincide, precisamente y no por simple casualidad entonces, con el esplendor de Tiahuanaco.

 

Pero quizá ya no resulta tan sorprendente el hallazgo de la evidencia, cuanto la indiferencia que por tantos años han puesto de manifiesto los historiadores peruanos y bolivianos, que –y como ya veremos, replicando aquí el desaire que en Europa se dio a San Cipriano–, pasaron por alto valiosos
datos del cronista Pedro Cieza de León.

 

En efecto, en La crónica del Perú, de 1553, el célebre cronista, hablando de los kollas altiplánicos, dice :

 

Muchos destos indios cuentan que oyeron a sus antiguos que hubo en los tiempos pasados un diluvio grande

 

Pero hay más. Sólo un inusitado evento climático de esa naturaleza explicaría el repentino florecimiento de Tiahuanaco. Pero explicaría también además su carácter explosivo. O, si se prefiere, el hecho de que alcanzó el esplendor “de la noche a la mañana”. Y una vez más corresponde recurrir a Cieza de León, pues, hablando de la misma población, en efecto da cuenta de esta muy significativa metáfora :

 

…oyeron a sus pasados que en una noche amaneció hecho lo que allí se veía.

 

Pero, para terminar, ello no es todo. Una tercera cita del mismo cronista permite acabar de desentrañar el enigma del surgimiento de Tiahuanaco; y, al propio tiempo –y nada menos–, empezar a desentrañar el “todavía misterioso” origen del Imperio Inka.

 

He oído afirmar a indios [kollas] que
los ingas hicieron los edificios grandes
del Cuzco por la forma que vieron tener
la muralla o pared que se ve en este pueblo;
y aun dicen más, que los primeros
ingas practicaron de hacer su corte y
asiento della en este Tiaguanaco.

 

¿Cómo entender y qué significa la expresión “los primeros inkas (aprendieron a hacer grandes y acabadas construcciones de piedra) en Tiahuanaco”? La explicación ya no debería sorprendernos. En efecto, por cuanto se conoce del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur (El Niño – La Niña) , la cordillera de Carabaya delimita climas perfectamente marcados y opuestos entre el Altiplano y los territorios al noroeste (Cusco y Ayacucho, en particular). Es decir, si en torno al Titicaca hay sequías, en el territorio adyacente se presentan lluvias, y viceversa. De modo pues que durante las copiosas y generosas lluvias que permitieron el despunte de Tiahuanaco, el pueblo inka, en el área del Cusco, y el chanka, en el área de Ayacucho, sufrieron severas sequías. ¿Es difícil imaginar que ello los obligara, o fueran obligados a desplazarse a trabajar en el Altiplano? ¿Y que allí, entonces, aprendieron el trabajo de la piedra?

 

En tal virtud, y como la estadía habría durado varias generaciones, al normalizarse el clima altiplánico, y retornar el área a su consuetudinaria sequía y pobreza, retornando pues los inkas al Cusco, volvieron no sólo con experiencia en el trabajo de la piedra, sino con las tradiciones que habían asimilado del pueblo anfitrión, entre ellas, claro está, y principalmente, sus tradiciones fundacionales: el origen mítico de los líderes saliendo de las aguas del Titicaca. Manco Cápac, pues, como el Moisés del pueblo judío, habría sido el hombre que organizó y lideró el retorno del pueblo inka del Altiplano al Cusco.

 

Tras lo dicho, si ya no resultan sorprendentes la explicación científica de la insólita riqueza de que hizo gala Tiahuanaco en el Altiplano, y del fundamento objetivo que da cuenta de la tradición inka de sus fundadores saliendo de las aguas del Titicaca, sigue siendo sorprendente en cambio el hecho de que durante muchos años los historiadores peruanos y bolivianos, y también los de otras latitudes, hayan hecho caso omiso a datos tan relevantes –y tan claramente presentados– como los que había suministrado tanto tiempo atrás el cronista Cieza de León.

 

Pues bien, si como venimos presumiendo, la naturaleza, más allá de la voluntad de algunas poblaciones y sus líderes de turno, habría catapultado inopinada y grandemente a diversos pueblos, lanzándolos hacia la cima de la ola, la confirmación de la hipótesis, necesariamente, obligará a replantear –y hasta radicalmente– muchos e importantísimos capítulos de la Historia. Y es que, habiéndose prescindido del aporte de la naturaleza, el “mérito” del “engrandecimiento” ya fue endosado a priori, y casi sin excepción, a quienes circunstancialmente gobernaban en cada caso.

 

La Historia, siendo la historia del hombre, no tenía porqué, sin dejar de ser antropocéntrica, ser excluyente, como, desgraciada y penosamente, lo resulta siendo en las versiones tradicionales, que por añadidura son las más difundidas. El hombre, desde su aparición en la Tierra, si bien actúa sobre la naturaleza, es abrumadoramente obvio que interactúa con ella. Es decir, ésta también actúa sobre él, afectándolo positivamente en unos casos y negativamente en otros. No obstante, desde Herodoto hasta nuestros días, la inmensa y casi exclusiva atención de las versiones tradicionales de la Historia está puesta en la acción del hombre sobre la naturaleza. Pero, en particular, y sesgándose aún más los hechos, en la acción de “algunos hombres”: los providenciales, los magníficos, los extraordinarios, los inimitables, los únicos, grandes, magnos, sabios…

 

Mal podrá extrañarnos entonces que, cuando por fin se reconozca a la naturaleza sus grandes aportes, allí donde los dio, haya que reescribir, por ejemplo, mucho de cuanto se ha dicho y escrito de Hammurabi; Tutankamon; Ciro,”el grande”; Darío, Salomón “el sabio”, Pericles “del siglo de Oro”, Alejandro “el magno”, Rómulo y Remo; Aníbal, “el de los elefantes”; Julio César, “el gran conquistador; de ojos penetrantes y vivaces”; Octavio, “augusto o divino”; de Cayo César Germánico –”Calígula”–; etc., pasando por Carlos, “también magno”; por Isabel, “la católica”; Enrique, “el de las seis esposas”; Luis, “el rey sol”; Napoleón, “el pequeño gran corzo”; etc.

 

Los cronistas oficiales, los que ensalzaron y endiosaron a todos aquéllos, como no podía ser de otra manera, les adjudicaron sus propios méritos y virtudes –cuando los tenían–, o se los inventaron –en la mayoría de los casos–. Pero también, y arbitrariamente, les endilgaron los méritos de todo su pueblo, los de sus enemigos, los de los pueblos a los que conquistaron, los de los dioses, y, por último, les endosaron también enormes “méritos” que en realidad correspondían a la naturaleza.

 

Sin duda las catástrofes naturales no son un demérito del hombre. Pero, con la misma lógica entonces, si los “golpes climáticos benéficos” llegaran a probarse en uno, más de uno o muchos casos de pueblos e imperios, ¿podría acaso considerarse que ello resta méritos al pueblo de que se trate? De ninguna manera. Ocurriría, sí, en cambio, que el papel de los “grandes líderes” tomaría el discretísimo y humilde sitial que, en realidad, les ha correspondido. Más no.

 

¿Determinismo histórico?

 

Entre las guerras más devastadoras y los azotes de la naturaleza, además de los graves daños que infringen, hay otro común denominador. En efecto, se dan al margen y contra la voluntad de los hombres, o, por lo menos, contra la voluntad de algunos de ellos: las víctimas. En relación con la destrucción ocasionada por los fenómenos naturales, salvo en los casos en los que podría hablarse de imprevisión irresponsable, es evidente que la voluntad humana ha estado al margen. Y en el caso de las grandes guerras de conquista, puede sostenerse también que, por lo menos en lo que a los pueblos derrotados se refiere, la voluntad humana ha estado prácticamente ausente. Fueron invadidos, derrotados y conquistados al margen de su voluntad, contra su voluntad.

 

En casi todos los casos, aunque se hubieran propuesto evitar la confrontación, o aun cuando resistieran valerosamente al agresor, todos los vecinos del centro de la ola de turno fueron aplastados y envueltos por la ola militarista expansiva del conquistador, o, como en el caso actual, por la ola de dominación tecnológica, económica y financiera. Para los vecinos de la ola ascendente, caer arrasados por ella resultó un fenómeno tan imprevisto e inevitable como un huracán o un terremoto.

 

Así, categóricamente, podemos afirmar: 1) las víctimas sucumbieron ante el fenómeno militarista expansivo, aun cuando pretendieran conciente y deliberadamente evitarlo, y; 2) porque lo contrario, en el extremo del absurdo, significaría que los pueblos conquistados fueron estúpidos cómplices de su propio sojuzgamiento. Julio César, saliendo al encuentro de cualquiera que pretenda enarbolar esta última y peregrina tesis, hace ya más de dos mil años sostuvo:

 

todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre .

 

Los poderes hegemónicos de Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma, Francia, España, Alemania e Inglaterra; y en los Andes, el del Imperio Inka; en conjunto, pero cada cual dentro de su área de influencia geográfica, conquistaron y sojuzgaron militarmente a cientos de pueblos de la antigüedad. ¿Pueden los elementos de un conjunto tan numeroso como ése, ser considerados como las excepciones a la regla? Si así fuera, ¿qué pueblos no conquistados y vecinos de las naciones hegemónicas constituyeron la regla? Simple y llanamente no los hubo. De haber existido esos casos, los mapas de los imperios de la antigüedad mostrarían, dentro de las fronteras de los vastos territorios que conquistaron, islas o bolsones independientes no sometidos a la férula imperial. En todo caso, si los hubo –¿pero cuáles fueron?– habrían constituido, ellos sí, la excepción a la regla. Ésta, pues –insistimos–, fue que todos los pueblos de la vecindad del que se alzaba como hegemónico, cayeron invariable e inevitablemente aplastados por el arrollador avance de las fuerzas militares del conquistador.

 

Sin embargo, esa regla pudo cumplirse no porque los pueblos conquistados fueran estúpidos cómplices del conquistador. Sino porque éste, por razones que analizaremos en detalle más adelante, había logrado acumular más fuerzas militares, económicas y sociales que todos y cada uno de los pueblos conquistados. No había en éstos, pues, ni estupidez ni espíritu suicida. Se trataba, simple y llanamente, de un asunto de correlación de fuerzas. Una, la del conquistador de turno, inmensamente superior a las otras, las de los conquistados.

 

Aceptemos ahora, y sólo por un instante, la peregrina tesis de que unos pueblos, los conquistadores –o vencedores–, son “los inteligentes”, y otros, los conquistados –o vencidos–, son “los estúpidos”. Quien crea que este último calificativo está siendo arbitraria y antojadizamente utilizado por nosotros, debe recordar cuán despectivamente trataron los romanos a los pueblos que conquistaron; o cuán despectivamente trató España a los pueblos nativos que conquistó en América, o con cuánto desprecio fueron tratadas por los conquistadores norteamericanos las naciones sioux, cheyenne o comanche. O, por último, cuán irónica y despectivamente ha tratado el cine norteamericano a los soldados y almirantes japoneses, y a los soldados y generales alemanes –a quienes más se ha tratado con sarcasmo que acusado de genocidas–.

 

Pues bien, si las categorías de “inteligente” y “estúpido” fueran válidas, frente a las conquistas griegas en el sur de Italia, tendríamos que admitir que los “inteligentes” fueron los griegos y los “estúpidos” los italianos. Mas durante el proceso de expansión del Imperio Romano, fueron los italianos los que conquistaron y sometieron a Grecia. ¿Qué ocurrió para que los “estúpidos” de antes pasaran a ser “inteligentes” y los “inteligentes” se degradaran hasta la “estupidez”? Los mismos romanos, algunas centurias después de conquistar Grecia conquistaron España. Pero siglos más tarde la España de Carlos V mantuvo bajo su dominio parte importante del territorio italiano. ¿También en este caso debemos aceptar que los “inteligentes” se volvieron “estúpidos” y viceversa? Esta tesis, pues, es absurda. No resiste el menor análisis objetivo. Es inservible para explicar el proceso histórico.

 

Quedémonos, entonces, y mientras no se pruebe lo contrario, con la primera: los pueblos vecinos del centro de cada una de las olas no tenían alternativa: estaban condenados a caer bajo las garras del conquistador. ¿Es éste acaso un juicio de valor? No. Es, simple y llanamente –y nos guste o no–, una constatación objetiva. Oportunas y esclarecedores resultan a este respecto otra vez las ya citadas palabras de Ambiórige a Julio César: “no [soy] tan necio que presuma poder con [nuestras] fuerzas contrastar las del Pueblo Romano“. Sí pues, hasta el más limitado de los estrategas militares es capaz de hacer un estimado de correlación de fuerzas, y deducir si puede o no enfrentar con éxito al enemigo, y, en el peor de los casos, terminar admitiendo sensatamente lo mismo que el jefe galo.

 

¿Puede pensarse que los pueblos estaban “naturalmente” dispuestos a correr la trágica suerte que vivieron muchos de los que fueron arrasados por ejemplo por la demoníaca fuerza y furia de las huestes de Julio César? ¿No resulta suficiente la siguiente autoconfesión del conquistador?

 

¿Implica nuestra tesis un cierto fatalismo, o un determinismo histórico insalvable, con el que ha estado marcada la suerte de los pueblos de la antigüedad –y con el que, en apariencia por lo menos, ha estado también marcado el pasado reciente de los pueblos subdesarrollados y dominados del Sur, y estaría marcado su futuro–?

 

Si, como estamos viendo –y creemos haberlo mostrado claramente–, en los procesos históricos de formación, expansión y declinación de las grandes olas de la humanidad, desde la primera hasta la presente, ha estado ausente la voluntad humana –entendida como decisión conciente y deliberada–, habiendo primado los condicionamientos naturales y el contexto, debemos admitir, entonces, que en el pasado ha habido determinismo histórico.

 

Entre otras razones, porque –hasta bien entrado el presente siglo– la humanidad no ha contado con las teorías científico–sociales que le permitieran entender el proceso histórico y las leyes del comportamiento de éste. En el futuro cercano, cuando el hombre alcance a dominar las leyes del proceso histórico, podrá recién contrarrestar esas leyes y transformar la realidad, modelando cada pueblo, con conocimiento, conciente y deliberadamente, su propio futuro. Mientras ello no ocurra, estaremos sometidos aún a las crudas e inexorables leyes que han prevalecido en el pasado.

 

 

4) Antigüedad y conocimientos: factores objetivos también decisivos

 

Los pueblos que nunca fueron el centro de una ola, y los que fueron objeto de dominación, cayendo bajo la hegemonía de otros, ¿iban acaso a la deriva? ¿Es que no sabían lo que querían? ¿Eran débiles o estaban “atrasados” porque así lo habían querido? ¿Habían acaso elegido el inefable destino de ser víctimas de la hegemonía de otros? Las generalmente implícitas –pero en muchos casos incluso explícitas– respuestas afirmativas a estas interrogantes, de que están llenos muchos textos de Historia, no parecen corresponder objetivamente a los hechos.

 

Jean Baechler nos recuerda que todos los hombres aspiran, libremente y en conciencia, a alcanzar “un estado de recursos tal, en el que los problemas de alimentación, vivienda y vestido estén resueltos” . Pero además, hace dos mil quinientos años, Herodoto ya nos hablaba de:

 

pueblos aguerridos que combatían esforzadamente por su libertad .

 

Siglos más tarde, el feroz y sanguinario conquistador Julio César diría –cargado no obstante de objetividad–:

 

…todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la servidumbre.

 

Nos resultan por eso absurdas las hipótesis de los que, implícitamente, y adoptando hipótesis extremas presentan: (1) pueblos en la historia de la humanidad que, de fracaso en fracaso, supuestamente desconociendo lo que querían –¿amando quizá la servidumbre?–, se habrían conducido a sí mismos a la destrucción, al suicidio, a la extinción; (2) una inmensa cantidad de pueblos que, a pesar de pretenderlo, simplemente no habrían hecho lo necesario para alcanzar sus propios objetivos de desarrollo económico y social –¿amando acaso la pobreza y la servidumbre?–; y (3) otros pocos pueblos que, en cambio, sí habrían hecho lo necesario para alcanzar ese “estado de recursos tal…” del que nos habla Baechler, y esa preciada libertad de la que habló Julio César.

 

¿Es acaso difícil asociar a los del último grupo con los pueblos desarrollados del Norte, y a los del segundo con los pueblos subdesarrollados del Sur? A los del primer grupo –aquellos que reiteradamente habrían fracasado–, la historiografía tradicional los ha hecho desaparecer de la faz de la Tierra –implícitamente, porque en realidad nadie se ha dado el trabajo de decirlo explícitamente y demostrarlo–.

 

La inverosímil desaparición de muchos pueblos, de la geografía y de la historia, es uno de los más gruesos y dañinos errores de la historiografía tradicional. Porque de él se han derivado muchas de las absurdas ideas que, a su vez, se ha inoculado en la mente de los pueblos. Recurramos, pues, una vez más, a la paradigmática historia del Imperio Romano y sus orígenes para demostrar que, efectivamente, a muchos pueblos se les ha hecho desaparecer del planeta y de la Historia .

 

Empezaremos diciendo que, en el contexto de la historia de Roma, para la historiografía tradicional, paradójica y contradictoriamente, el Viejo Mundo no sería pues tan viejo. Barraclough, por ejemplo, sostiene que la ciudad de Roma “nació en el siglo ix aC, como un grupo de chozas en la colina del Palatino” . ¿Resulta acaso consistente que la península itálica, la más cálida y hospitalaria de Europa, virtualmente no tenga una historia paleolítica ni neolítica, como la que, en cambio, sí tuvo la menos fértil y más fría Irlanda? ¿No es incluso válida la interrogante para quienes, remontándose más atrás, nos dicen que a partir del año 1500 aC fueron llegando a Italia, entre otros, los etruscos y los latinos?

 

He ahí, pues, un segundo típico error: filonomadismo, esto es, la altísima proclividad a llenar vacíos argumentales con invasiones para las que nadie se preocupa en mostrar el punto de origen. ¿De dónde llegaron los etruscos y los latinos? ¿Estaba desocupada la península a la llegada de éstos?

 

El tercer frecuente error bien podemos denominarlo filoeficientismo. Mediante él, subrepticiamente, se nos pretende mostrar a los pueblos europeos, y a Roma en particular, como capaces de haber hecho en pocos siglos lo que a los de Mesopotamia o del Nilo, pero también a los pueblos de América, les había demandado milenios. Así, por ejemplo, Barraclough nos dice que, trescientos años más tarde, Roma “ya se había transformado en una pequeña ciudad” .

 

Las imprecisiones e incoherencias, en cuarto lugar, están muchísimo más presentes de lo que se cree. ¿Quiénes, según Barraclough, habían transformado ese grupo de chozas en una pequeña ciudad? Pues “sus amos más civilizados, los etruscos” . ¿Los romanos eran entonces también etruscos? ¿Qué debemos entender por “amos”? ¿Y qué debemos entender por “amos más civilizados”? ¿Acaso que había otros amos menos civilizados; y de ser así, quiénes pues eran estos otros? ¿O acaso los civilizados etruscos habían conquistado antes a los menos civilizados romanos? Pero líneas más adelante el mismo Barraclough nos dice “en el siglo v (…) la lenta invasión del sur de Etruria por los romanos [puso] en peligro el poder etrusco“. ¿Si los romanos eran etruscos cómo podían invadirse a sí mismos? Si no era así, ¿cómo pudieron los romanos revertir la situación y conquistar tanto a los etruscos como a los umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas? Estos últimos, y cuya más probable ubicación geográfica registra el gráfico siguiente, ¿eran romanos, eran etruscos? ¿Es suficiente para entender la hegemonía que sobre todos los demás alcanzaron los romanos, recurrir a una no demostrada “hábil combinación de diplomacia y operaciones militares” –como afirma Barraclough– ?

 

El prurito (seudo) analítico –un quinto error altamente recurrente–, no sólo no conduce a entender mejor las cosas sino que, por el contrario, sólo conduce a confusión. Italia, además de los dos grupos extranjeros –griegos y cartaginenses– que desde varios siglos atrás habían invadido parte de su territorio, estaba habitada por galos, ligures, etruscos, romanos, umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas, entre otros. Sin embargo, sorprendentemente –y sin que la afirmación incomode en lo más mínimo a los historiadores que la sostienen–, sólo una pequeñísima fracción de los habitantes peninsulares, los romanos, habrían llevado a cabo la formación del imperio, luego de conquistar y hegemonizar sobre los otros.

 

Pues bien, ¿quién duda que la sangre de los galos está en la de gran parte de los franceses de hoy, y que la de los romanos en la de gran parte de los habitantes de la actual ciudad de Roma? ¿Qué ocurrió, sin embargo, con todos los restantes –ligures, etruscos, umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas–? ¿Qué, sino la desaparición de los mismos, pueden colegir los estudiantes del hecho de que la historiografía tradicional –y tras ella la demografía– no hayan vuelto a mencionarlos jamás? Y en el caso de Grecia, ¿qué pasó con los espartanos? ¿Desaparecieron también? ¿Otro tanto ocurrió, por ejemplo, con los visigodos y los ostrogodos? En todo caso, a éstos y a aquéllos, a fuerza de silenciarlos definitiva y absolutamente, se les ha hecho desaparecer de la geografía y de la historia.

 

Quizá sin proponérselo, pero de manera insoslayable, los historiadores europeos han practicado el más drástico darwinismo histórico–social. Así, tras una supuesta y subrepticia –aunque nunca admitida– selección natural, habrían sobrevivido los más aptos, desapareciendo el resto. Y, por imitación, lamentablemente en lo que a la historia de América Meridional se refiere, se ha incurrido en el mismo grave y nefasto error. Así, tras la Colonia, habrían desaparecido los aztecas, los mayas y los chibchas; y en los Andes Centrales, los inkas, pero, antes que ellos, también los chankas, los mochicas y los chavines.

 

No es una simple casualidad que subsistan los gentilicios de los pueblos que alguna vez fueron hegemónicos y vencedores: egipcios, atenienses, romanos, galos, germanos, sajones. Para cualquier lector, esa es una prueba de que esos pueblos existen, y que, por consiguiente, vienen acumulando miles de años de historia. Y, entonces, tampoco es una simple casualidad que hallan caído en desuso, e incluso desaparecido, los gentilicios de pueblos que, realmente –o por vacíos informativos de la Historia– nunca fueron hegemónicos –como sería el caso de los ligures, umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas–,
o que fueron hegemonizados –como en el caso de los etruscos, espartanos, cartagineses, aztecas, mayas, chibchas, inkas, chankas, mochicas y chavines–. En tal sentido, no puede extrañarnos que la inmensa mayoría de la gente internalice –de manera inconciente– la errónea y alienante idea de que esos pueblos, abrupta e inexplicablemente, desaparecieron.

 

Sin embargo, a pesar de la implícita pero sibilina tesis que prevalece en los textos de Historia, muchos pueblos han logrado empinarse sobre la ceguera de algunos historiadores, demostrando, como no podía ser de otro modo, que aún siguen existiendo. Así, por ejemplo, la actual región italiana denominada Liguria no es otra que la que antes, durante y después de la hegemonía romana ocuparon siempre los ligures –y que ocupan hoy sus descendientes, aunque se reconozcan o no como tales–. Hoy –como lo ha sido durante siglos– Génova es una de las ciudades de Liguria. Los ligures, pues, no han desaparecido. Así, Cristóbal Colón, además de genovés, era entonces también ligur, más eso nunca se ha dicho en los libros de Historia. ¿Y Umbría no es acaso también una zona actual del centro de Italia? No habrían desaparecido entonces tampoco los umbríos.

 

En Centroamérica, ¿quién podría negarles a una buena parte de los mexicanos que se reconozcan como aztecas, o a gran parte de los guatemaltecos que se reconozcan como mayas? Y en los Andes, ¿que muchos cusqueños se reconozcan orgullosamente como inkas, muchos ayacuchanos como chankas, muchos puneños como kollas y muchos ancashinos como chavines? No obstante, la legítima reivindicación de la existencia actual de esos pueblos no podrá sustentarse en esa deformada Historia tradicional que precisamente silenció e “hizo desaparecer” a tales pueblos. Es pues, y tiene que ser, una reivindicación de los propios pueblos, y a pesar de la Historia tradicional. Sería un error, sin embargo, y de hecho lo es, considerar a todos los mexicanos como aztecas, o a todos los peruanos como inkas. Ello equivaldría a considerar, por ejemplo, que todos los italianos son romanos o que todos los griegos son atenienses.

 

Quede claro pues que, el hecho de que la historiografía, a partir de un cierto momento de la historia de los pueblos, deje de mencionarlos, incurriendo, inadvertida aunque formal y metodológicamente, en una suerte de darwinismo histórico–social, no significa que esos pueblos hayan desaparecido. ¿Cómo explicar, sin embargo, que se haya caído en tan grave error? El hecho de que invariablemente permanezcan en los textos de Historia los nombres de los grandes pueblos hegemónicos, aquellos que fueron el centro de cada una de las grandes olas de Occidente, es un buen indicio de la forma sesgada y parcializada como, en general, se ha escrito la historia de la humanidad: se ha caído en la trampa de privilegiar, cuando no recoger y divulgar exclusivamente, la versión de los vencedores. Sin embargo, y complementariamente, ese error es, a su vez, consecuencia de hasta otros tres errores.

 

En efecto, en primer lugar, de manera sistemática se ha incurrido en el error de omisión por generalización. Así, por ejemplo –recogiendo sesgadamente la versión de los vencedores–, se habla de “las conquistas romanas” o del “imperio romano”, nombrando genéricamente como “romanos” a todos los pobladores de la península itálica que, de una u otra manera, formaron parte del pueblo hegemónico. Como resultado de esa generalización, reiterada hasta el hartazgo, dejaron de usarse todos los otros gentilicios: ligures, umbríos, etc. Exactamente lo mismo ha ocurrido, en el caso de la historia de los Andes, con los pueblos que fueron conquistados primero por los inkas y luego desde España.

 

En segundo lugar, se ha incurrido en omisión por sustitución de nombres: el uso persistente en los textos de gentilicios históricamente nuevos como “italianos” o “peruanos” ha contribuido a dejar en desuso los otros.

 

Y el tercer error es el de omisión por imprecisión. Sin hacer distingos, todos los miembros del pueblo hegemónico –romanos y no romanos, por ejemplo– han sido presentados como protagonistas del hecho histórico. Y a mayor abundamiento, para que todos de buen grado terminen cayendo en el engaño, el hecho histórico –el imperio– fue presentado pletórico de “hazañas” y “grandezas”.

 

En ese sentido, no es precisamente excepcional encontrar afirmaciones como estas: “los romanos controlaron todas las costas del mar Mediterráneo (…) Para lograr esta hazaña…” ; o, “no existe mejor testimonio de la grandeza del Imperio romano…” . Presente la falacia de recurso a la autoridad, es decir, dichas esas frases por eminentes intelectuales, ¿quién se autoexcluiría de tan generoso y complaciente halago? Este es, pues, quizá, el error metodológico más grave de todos, porque es el más distorsionante y el más encubridor de todos. Veamos. Las conquistas militares no son, en sí mismas, ni tienen por qué ser, y menos necesariamente, objetos de halago. ¿Qué dice la Historia de Occidente de las militarmente exitosas y vertiginosas campañas militares de Hitler? ¿Se les reconoce acaso como hazañas? ¿Quién entonces, sino los propios emperadores romanos –como ocurrió con Hitler– para calificar sus propios triunfos militares como hazañas? Sin duda, no habría sido esa la versión de los millones de viudas y huérfanos que quedaron regados en el enorme territorio imperial, cuya versión, más bien, y sin duda, sería coincidente con la de los herederos de las víctimas de los campos de concentración nazis.

 

Más adelante veremos por qué, en nuestra opinión, se atribuye antojadiza y arbitrariamente a los imperios bondades que ni tienen ni nunca han tenido. Entretanto, debemos tener absoluta conciencia de que la mayor responsabilidad de todos y cada uno de los hechos ocurridos durante los fenómenos de hegemonía imperialista corresponde a quienes, dentro del pueblo hegemónico, tenían a su vez el control absoluto del poder, es decir, la élite imperial. Ésta y solo ella es responsable de todas las barbaridades en que, sin excepción, han incurrido todos y cada uno de los imperios en la historia de la humanidad, y que aún permanecen distorsionadas y mimetizadas en la inmensa mayoría de los textos de Historia, con la complacencia e incluso complicidad de muchos historiadores.

 

La Historia, pues, tiene obligación metodológica de corregir todos y cada uno de los errores a los que hemos hecho referencia. Cuando ello ocurra, “reaparecerán” en la historia muchísimos pueblos, y quedará desterrada la subrepticia tesis de darwinismo histórico–social que aún prevalece.

 

Aceptemos, pues, objetivamente, que los pueblos no desaparecen. En el peor de los casos, entonces, y al margen de su voluntad, muchos de ellos han sido objeto de sustitución de su nombre original por otro más genérico. Así, desestimando esa hipótesis implícita en que tanto redunda la historiografía tradicional, de que hubo pueblos que desaparecieron por “selección natural” –porque supuestamente no sabían a dónde iban o porque no sabían lo que querían–, restaría sin embargo mostrar qué otras razones igualmente objetivas permitirían explicar: (a) por qué unos pueblos alcanzan a ser el centro de una ola; (b) otros quedan envueltos en ella, y; (c) otros permanecen en la periferia de la ola.

 

Sin género de duda, la antigüedad y la acumulación de conocimientos son dos poderosas razones que –conjuntamente con las cinco que vimos en el acápite anterior– contribuyen a explicar dichos tres distintos desenlaces.

 

¿Qué pueblo existe hoy en el planeta al que, para sus grandes mayorías, no pueda identificarse ancestros milenarios en su propio territorio? ¿O, por excepción –como en el caso de los Estados Unidos–, al que para su gran mayoría no se reconozcan milenarios ancestros fuera de su territorio? Ninguno. Todos los pueblos tienen antecedentes que se remontan a cientos cuando no a miles de generaciones.

 

Los pueblos de América Meridional asombran a propios y extraños con sus fantásticos y milenarios restos arqueológicos. El territorio sudamericano está atestado de miles de “ruinas” con milenios de historia. Se dice, entonces, y con razón, que los pueblos de América Meridional tienen un pasado antiquísimo. O, simplemente, que “tienen pasado”, para distinguirlos de otros a los que –como Estados Unidos– erróneamente se considera “sin pasado”. Los registros arqueológicos más viejos en América, sin embargo, se remontan a “sólo” 50 000 años. En Europa, en cambio, y por comparación cuantitativa, se lucen solitariamente airosos unos pocos, muy pocos restos milenarios, entre los que destacan los megalitos de Escocia, y, en la propia España, monumentos megalíticos con forma de dólmenes, menhires y cromlechs, antiguos o casi tan antiguos como los restos de la gran civilización cretense. Y, aunque con mucha menor antigüedad, se mantienen aún erguidas muchas riquezas históricas de Grecia y Roma, dentro y fuera de sus propios territorios. ¿Es entonces que el Viejo Mundo no es tan viejo como se nos ha dicho siempre? No, ciertamente el Viejo Mundo es muy viejo. Una estatuilla hallada en Brassenpouy, Francia, muestra por lo menos 22 000 años de fabricación; a otra, encontrada en Laspugue, también en Francia, se la ha dado una datación de 20 000 años; y los dibujos de la afamada cueva de Altamira, en España se estima que son de hace 14 000 años .

 

Mas se sabe que el homo neanderthalensis que habitó Europa estuvo allí hace 400 000 años. Pero los recientes hallazgos de Atapuerca, en España, tienen ¡900 000 años ! Con estas cifras, en términos relativos, en el siglo xv, por ejemplo, los pueblos de Europa tenían ya 36 años cuando los más viejos de América apenas habían cumplido dos. Lo “viejo” y lo “joven” saltan a la vista. Europa, sin duda, es pues un Viejo Continente, y Asia Menor es aún más vieja. Siendo ello objetiva y evidentemente así, ¿por qué entonces, engañosamente, América Meridional luce más restos arqueológicos que Europa, por ejemplo?

 

En el subdesarrollo de unas áreas y en el desarrollo de otras está la clave de la respuesta. Si el Sur hubiera alcanzado el desarrollo material de Europa, tiempo haría que miles de restos arqueológicos habrían sido barridos por las motoniveladoras, y otros tantos habrían quedado enterrados bajo el cemento y el asfalto. El Perú, por ejemplo, ofrece una magnífica prueba de ese fenómeno. La inmensa mayoría de los testimonios de la ancestral raigambre de los peruanos se conserva en las áreas menos desarrolladas del país. Más aún, constantemente se descubren restos arqueológicos en las áreas más remotas e incomunicadas. Es decir, paradójicamente, el subdesarrollo ha permitido que subsista la inmensa mayoría de los restos arqueológicos del Perú. Hasta hace unas décadas, en absoluta ausencia de escrúpulos y de control estatal o social, los urbanizadores de Lima arrasaron innumerables vestigios arqueológicos, a imagen y semejanza de lo que los conquistadores españoles habían realizado durante los siglos de la Colonia.

 

La identificación con los testimonios del pasado, y el cariño y aprecio correspondientes, son conquistas novísimas en Occidente. Recién han logrado imponerse en este siglo. Es decir, cuando ya casi nada podía hacerse en Europa, en la que, por lo demás, el poder destructivo de las guerras, en especial las de los últimos cinco siglos, arrasó indistintamente lo “nuevo” y lo “viejo”. Recién hoy en las ciudades y campos europeos –por fin– se tiene cuidado en ver, por ejemplo, con qué tropiezan las máquinas cada vez que se avanza en la construcción de un tren subterráneo o cualquier otra gran obra de ingeniería. Pero además, confirma nuestra aseveración el hecho incontrovertible de que los restos que hoy se conservan en Europa corresponden, precisamente, a las áreas de menor desarrollo relativo y de menor densidad poblacional. Lo contrario supondría que Alemania, Suiza o Austria son pueblos “jóvenes”, porque prácticamente no muestran ningún resto arqueológico. En síntesis, no existen no porque no los hayan tenido, sino porque han sido sistemática y totalmente arrasados. Europa, pues, en comparación con América, es más vieja, muchísimo más vieja, aunque, moderna y desarrollada como es, engañosamente se nos presente como “más joven”.

 

Pues bien, a pesar de que los restos arqueológicos en América Meridional, Asia y África son inmensamente más numerosos que los que se conservan en Europa y Estados Unidos –quizá no es exagerado estimar que la relación es de 100 a 1–, es en éstos dos últimos territorios donde, paradójicamente, se concentra el 54% de los lugares del mundo que han sido declarados por la Unesco “Patrimonio cultural de la humanidad” . Sin duda ello es una consecuencia, tanto de las distorsiones que encierran los textos de Historia, como del mayor poder de los países desarrollados en el seno de organizaciones mundiales como la citada.

 

Estábamos sin embargo comparando la edad de Europa con la de América. ¿Resulta correcto que estimemos, por ejemplo, que mientras la edad cronológica de la primera es 900 000 años, la de la otra 50 000? ¿O, si se prefiere, que la relación es de 18 a 1? Objetivamente ello es cierto e irrecusable. No obstante, y cuando menos a título provisorio, parece que no es pertinente estimar en tal la diferencia de edades. Poco, muy poco, en efecto, avanzó el hombre hasta alcanzar la condición de homo sapiens sapiens: recolectó, cazó, había además aprendido a hacer fuego y a fabricar muy rudimentarias herramientas y había empezado a practicar el enterramiento de sus muertos. Con esa experiencia el homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering y empezó a poblar América.

 

Asumamos pues entonces que la diferencia entre el Viejo y el Nuevo Mundo se gestó recién en los últimos 30 000 años. Pues bien, todo parecería indicar que en el primer tercio de ese largo período, mientras en Mesopotamia se congregaban grupos cada vez más numerosos, y en Europa empezaban a poblarse las áreas más bajas y amplias de los valles más próximos al Mediterráneo, los primeros habitantes de América recién llegaban y deambulaban en busca de los que habrían de ser sus emplazamientos definitivos. Ello permite entender por qué las primeras ciudades de Mesopotamia logran erigirse mil y dos mil años antes que las de América. Ésta, pues, habremos de considerarla como la diferencia realmente relevante. Y, ciertamente, como veremos, no es poca cosa.

 

 

 

Asumiendo, por un instante –ver Gráfico Nº 11–, que entre el tiempo (t), y la experiencia (i) –creación cultural y creación de riqueza concomitantes, y que constituyen parte de los “intereses” de los pueblos– que logran acumular los pueblos, hay siempre una relación directa (a mayor tiempo mayor riqueza acumulada); pero asumiendo también –como se vio en el Gráfico Nº 9–, que no todos los pueblos disponen en su territorio de la misma capacidad de generación de riqueza; y, finalmente, que los pueblos del Nuevo Mundo habían iniciado su proceso de acumulación de experiencias y riquezas muchísimo tiempo después que los hombres del Viejo Mundo; llegado el siglo xv, la diferencia al momento del “encuentro de los dos mundos” era pues incluso mayor que la que 40 siglos atrás separaba a Egipto de Chavín, por ejemplo (A < B).

 

Pero no sólo eso, sino que –como también hemos querido expresar en el Gráfico Nº 11–, ninguno de los pueblos de esta parte del planeta, ni siquiera sus civilizaciones más avanzadas –las de los aztecas y los inkas– habían logrado aún descubrir y crear importantes de los grandes portentos de que ya se preciaban los pueblos e imperios de Mesopotamia.

 

Para el siglo xv Europa y el Cercano Oriente habían acumulado la siguiente experiencia: a) 5 000 años utilizando el arado, cuya invención se atribuye a pueblos europeos; b) 4 300 años de haber inventado las primeras modalidades de escritura, y 3 300 años utilizando las tablas de multiplicar, calculando fracciones y resolviendo ecuaciones de segundo grado; c) más de 3 000 años de haber inventado la división del año en 365 días de 24 horas, así como de haber inventado el minuto y el segundo, inventos atribuibles a mesopotamios y egipcios; d) también más de 3 000 años utilizando la moneda y sistemas de pesas y medidas, atribuidos a los pueblos del Cercano Oriente y a pueblos comerciantes del golfo Pérsico; e) más de 3 000 años realizando navegación de altura, ensayada por los pueblos del este del Mediterráneo; f) más de 3 000 años de haber inventado el carro de ruedas, veloz y sólido, pero “tan liviano que lo podía cargar un solo hombre” ; g) más de 2 500 años trabajando el hierro, descubierto en el Asia Occidental próxima a Europa, y; h) 1 600 años construyendo puertos y grandes edificaciones con concreto.

 

La significación e implicancias de cada uno y del conjunto de todos esos descubrimientos eran bastante más trascendentales de lo que incluso sugiere el recuento que hemos mostrado. En efecto, la productividad de la tierra crece enormemente con el uso del arado que, además, abarata sensiblemente el trabajo de ampliación de la frontera agrícola. Complementariamente, compárese la diferencia de costos entre ampliar el territorio agrícola en las laderas de mediana pendiente de Europa –cuyo montaña más alta alcanza 4 800 metros–, respecto de lo que significaba hacer lo mismo en las abruptas y empinadas laderas de América andina, por ejemplo –muchas de cuyas montañas alcanzan 7 000 metros y varios de cuyos pueblos se asientan a alturas superiores a la cumbre del Monte Blanco en los Alpes–, que obligaban a sofisticados y costosísimos andenes, similares pero más costosos que los que se había construido en Mesopotamia –cuya montaña más alta se eleva hasta 5 600 metros. La ventaja que a este respecto tuvieron los pueblos europeos fue pues muy grande.

 

Por lo demás, el control exacto del tiempo tiene que haber permitido alcanzar aún mayores índices de productividad en la agricultura, en tanto se controlaban mejor los períodos de siembra, control de la maduración de los cultivos y los correspondientes períodos de labranza y cosecha. El control exacto del tiempo tiene que haber permitido también incrementar la eficiencia del trabajo de los hornos, tanto de cerámica como de metalurgia e incluso de elaboración de alimentos, y, en general, en el resto de las actividades productivas.

 

Los números, alfabetos, monedas y sistemas de pesos y medidas, invariablemente contribuyeron a hacer más eficientes todas las actividades de intercambio comercial y a facilitar el incremento de los volúmenes comercializados, haciéndose con ello muy fluido y dinámico el proceso de transferencia de tecnologías agrícolas, manufactureras y mineras y, en general, la transferencia de conocimientos. ¿Puede estimarse que fue una simple casualidad que alfabetos y números aparezcan asociados a pueblos del Viejo Mundo que practicaron un volumen de comercio como el que nunca se dio en América precolombina?

 

Todo parecería indicar que los alfabetos, pero principalmente los números, habrían aparecido como una respuesta a la intensificación del “comercio internacional“. En las transacciones internacionales, ayer –como hoy– concurren distintos idiomas. Pero, por su ubicación geográfica, en la actividad comercial en Creta, como en Siria e Israel, o en el Golfo Pérsico, concurrían un sinnúmero de lenguas. Herodoto por ejemplo cuenta que en su época –siglo v aC– algunos comerciantes “negocian por medio de siete intérpretes y por medio de siete lenguas” . Así, habría sido imperiosa la necesidad de encontrar “comunes denominadores” a esos múltiples idiomas; comunes denominadores que facilitaran el intercambio comercial que, puede suponerse, era desbordante. En respuesta a esa necesidad habrían sido inventados “los números”. Con frecuencia –como nos lo recuerda Guillermo Nugent– “se olvida que la escritura [y los números, precisamos nosotros, aparecieron] en la historia de las sociedades humanas, en primer lugar, para formar listas de bienes, órdenes, catálogos, esquemas, relación de contribuyentes o deudores…” .

 

Por su parte, la navegación de altura contribuyó a elevar aún más la eficiencia y los volúmenes del tráfico comercial. A pesar de las dificultades y de los riesgos que ella siempre ha implicado, qué duda puede cabernos de que, a ese respecto, el Mediterráneo representó una ventaja inconmensurable para los pueblos asentados en sus orillas. ¡Cómo comparar el fluido tránsito naval sobre la relativamente mansa “planicie mediterránea”, con el penoso tráfico de mercancías en los Andes, donde entre un valle y otro median montañas que se elevan a seis mil y siete mil metros sobre el nivel del mar.

 

El descubrimiento, uso y dominio del hierro, además de sus innumerables y versátiles aplicaciones pacíficas en el transporte y la agricultura, representó, con la fabricación de las armas, una ventaja absolutamente desequilibrante para cuando de produjo el encuentro del Viejo con el Nuevo Mundo. Harto se ha escrito a este respecto.

 

Finalmente, el uso del concreto representó también un sensible incremento en la eficiencia del trabajo de construcción. Cualquier obra, de la magnitud que fuera, sean viviendas, palacios, puentes, puertos, canales de riego, etc., se realizaba en Europa en tiempos brevísimos si se les compara con lo que para ellas se empleaba en América.

 

Entre los dos mundos, pues, la diferencia, cualitativamente considerada, era abrumadora, descomunal, hoy difícilmente imaginable. ¡Cómo desconocer, abundando en lo dicho, que fue 2 100 años antes del “descubrimiento” de América que Pitágoras hizo grandiosos aportes a las matemáticas; y que 2 000 años antes de la llegada de Colón al Nuevo Mundo se dieron los invalorables aportes de Sócrates, Platón y Aristóteles a la filosofía, a la lógica y con ellas en general a las ciencias; que Arquímedes, en relación con la física, y Euclides, en relación con la geometría, hicieron sus importantísimos aportes en el siglo iii aC, es decir, 1 800 años antes del “descubrimiento” del Nuevo Mundo. Nunca hasta ahora se ha sido suficientemente enfático y claro en todo ello. En general puede decirse que los pueblos –en particular los del Sur–, son formados sin adquirir una clara conciencia de ello y de sus implicancias. Bien puede decirse –recreando una analogía anterior–, que en el momento del encuentro de ambos mundos, uno era como un niño y el otro un adulto; más éste no era un adulto “promedio”, sino fornido y muy bien entrenado, dotado de enorme experiencia y amplios conocimientos, y magníficamente bien armado.

 

Sin embargo, la vida del hombre, como la de los pueblos, ha sido y es más compleja. Acerquémonos pues entonces, una vez más en términos gráficos a aquella compleja realidad, y aunque tan sólo se trate de una aproximación aparentemente rudimentaria –ver el Gráfico Nº 12–. Es incuestionable que la experiencia y la acumulación de riquezas relacionada con ella cambian con el tiempo, son una función de él, de modo tal que lo que se aprende y acumula en períodos posteriores es mayor que lo que se aprende y acumula en períodos precedentes. El gráfico a ese respecto resulta muy elocuente, para períodos exactamente iguales, el incremento “D” es mayor que el incremento en cada uno de los períodos anteriores, “C”; “B” y “A”; cada uno de los cuales a su vez en también mayor al que se dio en todos sus correspondientes precedentes (“C” > “B” y “A”; y “B” > “A”).

 

 

 

Todos y cada uno de los descubrimientos fueron –y son– el resultado de un costoso y lento proceso de maduración social, cultural, técnica (y hoy científica). La vertiginosa velocidad, con creciente aceleración, como progresan la técnica y la tecnología hoy –tramo “D” en el Gráfico Nº 12–, contribuye a que se tenga una visión profundamente distorsionada no sólo de lo que ha ocurrido en antigüedad, sino de la contribución del pasado en el proceso actual.

 

En la antigüedad se tardó milenios en lograr progresos equivalentes a los que hoy se obtiene en décadas o incluso en años. Más de 1 500 años transcurrieron entre el descubrimiento de los números y las contribuciones que con ese instrumento pudo hacer Pitágoras. Miles de años tardaron los pueblos de América en inventar los quipus para llevar cuentas, o los de Oriente en inventar el ábaco. Hoy, en cambio, en sólo décadas se ha pasado de la regla de cálculo y el telégrafo a la computadora y a la transmisión digital vía satélite.

 

Permítasenos adicionalmente tres observaciones. En primer lugar, como podrían haberlo sugerido equívocamente los Gráficos Nº 11 y Nº 12, la progresión de los procesos de acumulación de experiencias y de conocimientos desarrollados a partir del centro de cada una de las olas de civilización no ha sido infinita –y quizá nunca alcance a serlo–. La creación y la inventiva en cada una de las olas de civilización han estado estrechamente relacionadas, en cada momento, con la dinámica interna que se vivía en cada una de las sociedades hegemónicas. Así, todo parece indicar que, a partir de un cierto momento, la creación de nuevos conocimientos ingresó en un período de franco estancamiento, observándose en algunos casos, incluso, períodos de franca regresión, cuando los pueblos hegemónicos entraron en decadencia política, económica y social. A este respecto, por ejemplo, el proceso de estancamiento y de regresión más conocido en Occidente es el que se experimentó, durante casi mil años en Europa, luego del colapso del Imperio Romano. De allí que resulta más aparente, para mostrar esquemáticamente la progresión de los conocimientos en cada una de las grandes olas de la historia, una curva como la que se presenta en la parte superior del Gráfico Nº 13 (en la página siguiente).

 

Así, podría distinguirse, por lo menos, cuatro fases: formación, crecimiento, estancamiento y regresión. Resulta importante considerar que en la fase de crecimiento, a su vez, pueden diferenciarse dos períodos. Uno primero (B1 en el gráfico), en el que los conocimientos y experiencias crecen –vertiginosamente nos atrevemos a decir– por asimilación de los aportes del pueblo hegemónico de la vecindad (ola precedente); aportes que, fundamentalmente, se habrían concretado a través del intercambio comercial, pero también a través del espionaje. Y un segundo período (B2), de crecimiento también acelerado –fuertemente estimulado por las condiciones objetivas creadas en el período anterior–, identificable a partir del momento en que un pueblo va convirtiéndose en el centro de una nueva ola en formación. Este segundo período, de genuina inventiva, puede quizá subdividirse a su vez en dos: en primer lugar, el período (B21 en el gráfico) en el que el pueblo que va empinándose hacia la cresta de la ola alcanza a dominar a otros pero sin que se concreta la conquista militar de otras naciones; y, en segundo lugar (B22 ), el que se da en los primeros tiempos de hegemonía militar, cuando las riquezas –pero también los conocimientos– provenientes de los territorios conquistados potencian la capacidad creativa del centro de la ola.

 

A modo de ejemplo confrontemos lo dicho en estos últimos párrafos con el caso de la historia de Roma –en su momento deberá hacerse para los casos de todas las grandes civilizaciones de Occidente–. Pues bien, durante el apogeo de Grecia (que correspondería a un tramo como B1 en la historia de Roma), los pueblos de la península italiana, a cuya vanguardia se encontraban los etruscos, comerciaban intensamente con el norte de África, el Levante (Siria, Libia, Palestina) y, fundamentalmente, con sus vecinos griegos. De éstos, “copiaron el plano de las ciudades divididas en cuadras, así

 

 

 

como el uso del alfabeto griego que adaptaron a su propia lengua” . Mas ello permite suponer que, si se copiaron los planos, se copió y asimiló también técnicas de construcción; y que, si se copió el alfabeto, junto con él se copió abundantes y valiosos conocimientos, hablados y escritos, de muy diverso género.

 

Así, en el período siguiente (B21), que coincide con el estancamiento y la declinación de la precedente ola helenística, las élites peninsulares itálicas (romanos y etruscos), aprendiendo el griego, asimilaron también los más caros logros de aquella élite griega que había estado a la vanguardia de la civilización. En otros términos, si otros pueblos antes que los itálicos no hubieran colocado los peldaños previos sobre los que ellos se posaron, sería imposible entender el nivel que había alcanzado el pueblo romano, y su élite en particular, en el siglo ii aC.

 

Así Roma logró erigir grandiosos edificios . A este período (cuando la élite de Roma predominaba ya largamente sobre la de Etruria), el de la engañosamente denominada “República Romana”, corresponde la adopción del estilo corintio, la última moda arquitectónica que se había impuesto entre los griegos. Y parece corresponder también a este período el inicio del trascendental uso del concreto en la construcción de muros, arcos y cúpulas. Además, y en otro orden de cosas, la constitución republicana y el Derecho Romano, que se consideran como los más grandes aportes del Imperio Romano a la civilización occidental, corresponden sin embargo a la denominada fase “republicana”. Es decir, fueron alcanzados cuando la élite romana –desarrollándose en y sólo en su territorio–, aún no imaginaba que llegaría a hegemonizar e imperar en Europa.

 

Más aún, en uno más de los innumerables sesgos, imprecisiones e interesados silencios de que está teñida la historia de Occidente, la historiografía tradicional se ha cuidado de no ser suficientemente enfática y clara en mostrar y demostrar las vivas contradicciones que se daban en el mismo interior de la élite dominante en el apogeo de la “República Romana”. Todos los hombres de Occidente, virtualmente sin excepción, saben quién fue Julio César y muchísimos conocen cuál fue su contribución a la expansión del imperio. Pocos en cambio, muy pocos, conocen de los hermanos Tiberio y Cayo Graco, los gestores de la audaz idea de una reforma que limitara la extensión de los latifundios, a fin de hacer más equitativa la distribución de la riqueza y del poder. Reconocen algunos textos que ambos hermanos, uno diez años después del otro, valientemente preconizaron esa idea. Informan también los textos que ambos hermanos, y sus partidarios, con los mismos diez años de diferencia, fueron asesinados en unos casos y llevados hasta el suicidio en otros.

 

¿Es suficiente ese grado de objetividad en el relato que la historiografía tradicional ofrece de los hermanos Graco? ¿Es suficiente en ese caso ese grado de detalle? Para muchos historiadores sí. ¿No faltaba una línea, sólo una, categórica y esclarecedora? Para muchos historiadores no. Por lo menos, por ejemplo, para aquellos que, en cambio, destinan hasta doce líneas de sus textos para relatar la leyenda del “rapto de las sabinas”, cuyo relato, sin asomo de crítica ni de vergüenza, no han dudado en iniciar con una afirmación tan absurda como: “Todos los habitantes de Roma eran hombres. Entonces Rómulo decidió conseguir mujeres para su ciudad” . Obsérvese que no se aclara a los estudiantes que se trata de una leyenda; ni que el “todos” obviamente jugaría un rol metafórico. En fin, esos historiadores, en el caso de los hermanos Tiberio y Cayo Graco, obviaron –porque sin duda les resultó insustancial y adjetivo, o, en su defecto, incómodo y comprometedor– precisar que el asesinato de dichos hermanos puso de manifiesto qué fracción terminó hegemonizando y qué tipo de intereses prevalecieron en esa feroz lucha de fracciones de la élite romana pre–imperial.

 

El triunfo contundente e inobjetable de la fracción romana opuesta a los hermanos Graco, pone de manifiesto que, hacia fines de la República Romana e inicios del Imperio, terminaron
prevaleciendo los sectores más ambiciosos y menos democráticos de la élite romana. Fueron éstos, pues, los que lideraron el proceso de expansión militar de Roma, dieron forma al Imperio Romano, y convirtieron a ése en un pueblo imperialista.

 

En la fase siguiente (B22), cuando el imperio ya había tomado forma y se expandía, con la conquista de otras naciones, los romanos llevan a la capital imperial, entre otros, a artistas y arquitectos griegos –y, como parece lógico suponer, quizá también a todo género de otros especialistas– con los que, sin duda, se potencian los conocimientos y habilidades del pueblo hegemónico. Así se sentaron las bases de lo que la historiografía tradicional, desde una sesgada y cómplice perspectiva, y recurriendo a juicios de valor antes que a análisis objetivos, ha calificado como la “Edad de Oro” del Imperio Romano, período que prácticamente corresponde a los dos primeros siglos de nuestra era. Es precisamente a este período al que –errónea y complacientemente– la historiografía tradicional atribuye las que considera las grandes contribuciones del Imperio Romano a la civilización de Occidente.

 

Por lo demás, durante la fase imperial, la suma de las monumentales construcciones erigidas no sólo en Roma –pero fundamentalmente en ella– habría sido imposible de concretar sin la descomunal contribución económica que representó “la riqueza que manaba”
de los territorios conquistados –según reconoce el propio Barraclough –. Mal puede pues atribuirse a la élite romana el “mérito” de haber concretado el despegue económico exclusivamente a costa de ingenio. A este respecto, resulta de veras penoso que la historiografía tradicional registre como “méritos y virtudes” aquello que en todos los idiomas no tiene otro nombre que rapiña; más aún si, como desenfadadamente lo confiesa el mismo Julio César, en la inmensa mayoría de los casos esa rapiña se hizo a fuerza de brutales matanzas e inescrupulosas extorsiones. Bástenos dos breves citas:

 

…después que se dejó ver nuestra caballería, arrojando los enemigos sus armas, volvieron las espaldas y se hizo en ellos gran carnicería, y; aquel mismo día vinieron mensajeros de paz por parte de los enemigos. César [sin embargo, los obligó a entregar el doble del] número de rehenes [que antes les había pedido]…

… [aún cuando sabía que los pueblos] sentían en el alma se les [quitara a] sus hijos a título de rehenes .

 

César, pues, haciendo gala de una bravuconería enfermiza, no tiene reparos en admitir que se recurría a la extorsión, sino, además, que ordenaba asesinar a traición a gente desarmada. En fin, César podía y de hecho juzgó sus acciones como mejor quiso. No obstante, ¿esos arbitrarios y antojadizos recursos son acaso los mismos con los que deben actuar los historiadores? No. En absoluto y sin el más mínimo asomo de duda. Mas, para algunos historiadores, Julio César es “…historiador de sí mismo, narrador de sus propias hazañas guerreras y de su política (…) además de un excepcional militar y un no menos extraordinario estadista y gobernante”. Pero como esos elogios no son suficientes, se dice también de él: “digno de imitación, afirmando notables cualidades y condiciones de historiador, de maestro de la historia narrativa. Sobrio y preciso, claro y metódico, brillante y colorista sin alardes…” . ¿Llegaron los historiadores nazis, en nuestro siglo, a ese mismo extremo de ceguera y obsecuencia con Hitler?

 

Por otro lado, todas las soluciones de ingeniería –como los puentes, acueductos y la construcción y el diseño de grandes guarniciones militares–, así como la inmensa mayoría de las denominadas “grandes contribuciones romanas a la civilización occidental” (uso de una sola moneda en todo el territorio, imposición de derechos de aduana, organización y equipamiento de los ejércitos, el alfabeto latino, el Derecho Romano, organización y administración de grandes latifundios, etc.), fueron gestadas a la luz de la necesidad de la élite del pueblo hegemónico de resolver los problemas que representaba –desde su perspectiva y en función de sus intereses y objetivos–, la administración lo más eficientemente posible del enorme territorio conquistado; y no –como distorsionadamente dejan entrever la mayor parte de los textos– con ánimo civilizador. Los romanos, como inevitablemente terminan por admitirlo hasta los textos dirigidos a los estudiantes, “expandieron su cultura por todo el Mediterráneo…” . Pero no porque fuera la mejor, sino porque era la única que conocían. ¿Hubieran podido y querido acaso expandir la cultura china o la egipcia?

 

Mas, en última instancia, ¿qué representaba para el pueblo hegemónico –y, al interior de éste, para la élite dominante– administrar con eficiencia el territorio conquistado? A fin de cuentas, no otra cosa sino extraer la mayor cantidad de riqueza a los pueblos sojuzgados. Es decir, hacer más eficiente la rapiña. Más adelante, sin embargo, habremos de ver las consecuencias a las que ello condujo.

 

La segunda observación que queremos permitirnos es la siguiente: las líneas continuas en los Gráficos Nº 11 y Nº 12 podrían también insinuar, de manera igualmente equívoca, que –pensando ya no individualmente en cada uno, sino en el conjunto de los pueblos involucrados en la historia de Occidente– el proceso de acumulación de experiencias y conocimientos ha sido linealmente uniforme, o, si se prefiere, sin saltos. Todo parece indicar, por el contrario, y como lo pretende mostrar el esquema central del Gráfico Nº 13, que para el conjunto de Occidente la curva de detalle representativa del proceso de acumulación de experiencias y conocimientos tendría más bien una forma “escalonada”, cada uno de cuyos incrementos correspondería al aporte –en su período de mayor creatividad e inventiva– de cada uno de los grandes pueblos que fueron el centro de las respectivas olas; períodos que, sin embargo, nunca habrían correspondido precisamente a su fase imperial, sino a la fase inmediatamente anterior. Y sólo como abstracción general, como se presenta en la parte inferior del mismo gráfico, puede representarse una línea continua uniendo los puntos más altos a los que llegó el aporte de cada civilización.

 

Y la tercera pero muy importante observación es que, desde muy antiguo, dentro de la siempre compleja y heterogénea composición social, no todos los integrantes de cada uno de los pueblos hegemónicos por igual se han beneficiado de los adelantos de vanguardia de su época.

 

Sin duda, las élites dominantes –llámense las cortes Asiria o Babilonia, de los faraones egipcios, de los césares romanos o de los emperadores de Europa– siempre han usufructuado de los beneficios que han reportado los conocimientos de vanguardia y la aplicación de las técnicas y tecnologías de punta. Eran pues los sectores “desarrollados” de sus sociedades. Y, casi sin excepción, el resto de los habitantes del pueblo o nación hegemónica estuvo al margen de esa privilegiada situación. Unos, los pobres de las ciudades, a pesar de su proximidad a las cortes, conociéndolos no pudieron nunca gozar de esos privilegios; y otros, en el campo o en la lejana periferia de la capital imperial, simple y llanamente, nunca conocieron y menos usufructuaron de los adelantos alcanzados en su época; formaban pues parte del otro extremo de aquellas “sociedades duales”. Esa exclusión fue aún más patente en el caso de los pueblos conquistados y sojuzgados; que, dentro del conjunto del imperio, constituían los pueblos “subdesarrollados” de la época. También más adelante habremos de ver las consecuencias a las que invariablemente ha conducido esa dicotómica discriminación.

 

En síntesis, no puede desconocerse que la ciencia y la experiencia han sido y son poderosos instrumentos de que se ha valido y vale el hombre, desde la más remota antigüedad, para alcanzar –como nos lo ha recordado Baechler–,”un estado de recursos tal, en el que los problemas de alimentación, vivienda y vestido estén resueltos”.

 

El anhelo de prosperidad (material y espiritual) ha estado permanentemente guiando la conducta del hombre y de los pueblos. Hoy todos los hombres y todos los pueblos son absolutamente concientes de su propio afán de prosperidad y bienestar. ¿Qué podría hacernos creer que los hombres y los pueblos de la antigüedad no estaban también concientemente movidos por el mismo anhelo? ¿Acaso, por ejemplo, el hecho de que esos objetivos de prosperidad no fueran explicitados? Pues bien, debe quedarnos claro que el hecho de que un objetivo no sea explicitado no significa, necesariamente, que no se tenga conciencia de él.

 

Aceptemos, entonces –provisionalmente al menos–, que todos los pueblos aspiran concientemente a la prosperidad material y la prosperidad espiritual. Y que, en consecuencia, actúan sistemática y permanentemente con el propósito de alcanzar ese objetivo. Pero si ésta fuera la única variable para que los pueblos alcancen el bienestar y, en el extremo, la cúspide de una ola, las distintas olas de la civilización humana –como lo que hemos mostrado en el Gráfico Nº 3– habrían tenido sus focos o centros en cualquier lugar del planeta, independientemente de que se estuviera cerca o no del centro de la ola precedente.

 

Mas ello, como recurrentemente estamos viendo, no ha ocurrido así. Es decir, han sido otras variables, de mayor significación que el “afán de prosperidad”, las que explican que la secuencia de las distintas olas de la civilización humana sea precisamente –y no otra– que la que hemos mostrado en los Gráficos Nº 2 y Nº 4. Y también otras variables, ninguna de las cuales es precisamente la “ausencia de afán de prosperidad”, las que explican que muchos pueblos no hayan logrado el objetivo de alcanzar un estado de recursos tal, en el que los problemas de alimentación, vivienda, vestido y entretenimiento estén resueltos conforme a los más altos estándares de cada época.

 

Esas variables –como reiteradamente venimos sosteniéndolo–, serían: (I) para los pueblos que alcanzaron a ser hegemónicos, a) la vecindad con el centro de la ola precedente, y b) su ventajosa potencialidad socio–económica en relación con los otros vecinos del centro de la ola precedente; y (II), para los pueblos que no nunca han alcanzado la condición de hegemónicos: a) su lejanía geográfica respecto de una o todas las olas precedentes y/o su vecindad inmediata con el centro de la o las olas bajo las que cayeron dominadas, y b) su relativamente desventajosa potencialidad económico–social, en la que el “tiempo” –es decir la edad de los pueblos– y objetivas desventajas naturales habrían contribuido decididamente.

 

Pues bien, en función del mundo en el que hoy estamos sumidos, y a manera de reflexión, pero también para contrastar nuestras hipótesis, dejaremos a nuestros lectores la tarea de responder las siguientes interrogantes: ¿al iniciarse el siglo xix, tenían el pueblo norteamericano y los pueblos de América Meridional afán de progreso? En los siglos de vigencia de la ola que declinaba, ¿cuáles habían sido las consecuencias de la dominación sufrida por Estados Unidos –desde Inglaterra– y las de la dominación sufrida por América Meridional –a partir de España? ¿Cuánto podía contar esa diferencia en relación con el futuro que se avecinaba? ¿Previeron Washington y sus coetáneos norteamericanos convertirse en una potencia hegemónica y en el centro de la nueva gran ola de la historia de Occidente? Por su parte, ¿querían los padres de la independencia de América Latina someter a sus pueblos a un nuevo período de dominación?

 

Admitiendo que el centro de la ola precedente fue Inglaterra–Francia–España, ¿cuál de los vecinos del centro de esa ola resultaba más próximo ¿Estados Unidos o América Meridional? Para esa fecha y con las técnicas de que se disponía en aquél entonces, ¿cómo puede estimarse el potencial económico del territorio norteamericano en relación con el de América Meridional, menos, igual o más rico? ¿Cuán grande era la población de migrantes europeos en la Estados Unidos de entonces y cuán grande la de migrantes europeos en América Meridional? O, si se prefiere, ¿cuál de esos dos mercados era más grande? ¿Cuál de esos dos mercados tenía, real y efectivamente para Inglaterra–Francia–España, una mayor significación, o con cuál de ambos territorios había habido un mayor intercambio comercial? ¿Cuál de ambos territorios era el destinatario de las mayores exportaciones europeas, y cuán significativa era esa diferencia? ¿Cuál de ambos territorios recibía periódicamente un mayor flujo de nuevos migrantes europeos y cuán significativa era esa diferencia de flujos? Si conjuntamente con los migrantes y las mercancías Europa exportaba sus mejores y más altos logros culturales (ideológicos, técnicos y científicos) ¿cuál de ambos territorios obtuvo mayores beneficios?

 

En otros términos, al finalizar la sétima ola, ¿había razones objetivas para que Estados Unidos –y no América Latina, por ejemplo– se alzara como centro de la ola actual? Y, complementariamente, ¿no había acaso razones objetivas que impidieron que América Latina se alzara como centro de la ola? Y, más aún, ¿no había también razones objetivas que explicarían por qué América Latina cayó nuevamente –como había ocurrido durante la ola precedente– bajo la hegemonía de la nueva ola?

 

Pues bien, cambiando el nombre de los protagonistas, todas y cada una de estas interrogantes deberán ser planteadas y respondidas cuando, revisándose completa y exhaustivamente la historia de Occidente, se analice el tránsito entre todas y cada una de las olas de la historia.

 

En síntesis, pues, hemos tratado de mostrar, entre idas y venidas, y al cabo de varias digresiones, que la riqueza natural, el dominio de las tecnologías de punta, la magnitud demográfica, la ubicación geográfica, y probables golpes climáticos favorables, se cuentan entre las más poderosas razones objetivas que explican por qué unos pueblos alcanzan a convertirse en el centro de una gran ola de civilización.

 

5) “Democracia” en el camino hacia la cresta de la ola

 

La quinta constante histórica en la progresión de la primera a la última ola de Occidente, estaría dada por el hecho de que, en cada caso, el tránsito hacia el apogeo (B21 en el Gráfico Nº 13) –camino hacia la cresta de la ola–, se produjo durante el período “democrático” del pueblo que estaba tomando la posta, período invariablemente anterior, al –invariablemente también– período “imperial”.

 

Por “democrático” estamos entendiendo aquí al estadio en el que, en el que resultará el pueblo hegemónico, a la sombra del vertiginoso y ostensible auge económico que se experimentaba, las contradicciones entre los intereses del sector dominante y los del sector dominado de esa sociedad, inadvertidamente se “minimizan”. Pero, en ese período, también debe incluirse en la consideración de “democrático”, el hecho de que el pueblo o la nación que marcha hacia la cresta de la ola, aunque de manera implícita, desarrolla su proyecto histórico como proyecto nacional, es decir, únicamente dentro de su propio territorio –sin agredir ni sojuzgar a otros pueblos–, y, por lo general, sin que se expliciten objetivos nacionales.

 

En la fase imperialista (B22 en el Gráfico Nº 13), en franca e implícita alianza, el sector dominante y el sector dominado del pueblo que va camino a la cresta de la ola, se lanzan a la conquista de sus vecinos –los inmediatos primero, y los más distantes después–; en términos militares, en las primeras olas; y en “sutiles” términos económico–financieros, en la ola actual.

 

A partir de la ocurrencia de la primera conquista, el proyecto nacional se troca en proyecto imperial. Y –más evidentemente que en esa primera conquista–, en las sucesivas, el carácter implícito del proyecto se troca en explícito: asoman los objetivos expansionistas, masiva cuando no totalmente compartidos por los miembros del pueblo hegemónico. Es fácil imaginar cómo la euforia de la élite dominante –conocidos los primeros triunfos militares–, embriagaba también a los miembros del sector dominado del pueblo o la nación hegemónica –sobre todo en los momentos de reparto de los botines y en las celebraciones posteriores–. En tales circunstancias –como en ningún otro momento anterior o posterior– se identificaban, ilusoria y transitoriamente, los intereses de la élite y los del sector dominado de la nación hegemónica.

 

Los comentarios de la guerra de las Galias de Julio César, y las crónicas de la conquista española de América son dos magníficos testimonios al respecto. Bien se sabe que las crueles, cruentas y altamente rentables conquistas de César se celebraban en Roma con “solemnes fiestas por quince días” . Son elocuentes también al respecto las frases que el historiador peruano Del Busto recoge de los cronistas españoles, para ilustrar la euforia de los conquistadores con el botín obtenido tras la captura del inka Atahualpa: “Los soldados corrían como si hubieran perdido el juicio. Unos salían cargados de primorosa ropa (,,,); éste con un cántaro de oro, aquél con un ídolo….” . La euforia, pues, era general y enceguecedora. A este mismo respecto, para tiempos recientes, cuánta sinceridad –confirmando lo que venimos diciendo– encierran las palabras del filósofo alemán Karl Popper, cuando recuerda que, él mismo, siendo estudiante durante la Primera Guerra Mundial, influenciado y contagiado por la propaganda triunfalista, escribió “un estúpido poema, Celebración de la Paz“, elogiando al agresor, su Alemania natal .

 

Pues bien, siempre recurriendo a señuelos y otros mecanismos internamente unificadores, fue en el contexto de sus políticas imperiales que los protagonistas de cada una de las olas de la historia alcanzaron la mayor expansión de los territorios en los que ejercieron su arbitrio.

 

 

6) Pretextos imperiales vs. razones imperiales

 

Los gobernantes de Mesopotamia alcanzaron a controlar un territorio cinco veces más grande que aquél en el que habían nacido. Los faraones dominaron sobre un territorio dos veces más grande que el propio. La suma territorial de las colonias helénicas superaba el doble de la extensión de Grecia. Los césares romanos lograron dominar una extensión
25 veces
superior a la de su tierra natal. El territorio imperial español fue diez veces más grande que las dimensiones de la península ibérica. Y, finalmente también como ejemplo, en los Andes americanos, los emperadores inkas dominaron un territorio 100 veces más extenso que su patria.

 

Por redundante y obvio que pueda parecer, ninguno de esos territorios conquistados eran tierras vacías. Pertenecían a otros pueblos y naciones. Así, las conquistas de los mesopotamios, significaron el sometimiento de más de diez naciones vecinas. Otro tanto hicieron los egipcios y griegos. Roma en cambio imperó sobre más de 200 naciones de entonces. En América Meridional, casi ese mismo número de pueblos fueron conquistados por España. Y antes, los inkas, habían sometido a más de 50 naciones andinas.

 

Está claro que, en todos los casos, estuvieron presentes lúcidas y hábiles estrategias y tácticas militares, quizá más claramente en unos episodios que en otros. Sin embargo, el elemento decisorio fue siempre la disparidad de fuerzas, siempre en ventaja para el conquistador. De allí que, en todos los casos, haya sido continuo y sistemático el arrollador avance de las fuerzas imperiales, hasta que se alcanzaba el punto de ineficiencia: esa extensión física máxima cuyos límites ya no podían crecer más.

En lo que a la expansión y conquistas militares de los imperios se refiere, los textos de Historia, generalmente, dejan una pregunta sin responder: ¿por qué tuvieron límites los imperios, por qué no crecieron hasta abarcar todo el globo? O, si se prefiere, si sus fuerzas eran arrolladoras, ¿por qué no crecieron hasta abarcar todo el planeta, o, en todo caso, el doble o el triple de la extensión que alcanzaron? ¿Qué fue, pues, lo que impuso límites a los imperios?

 

Pues, simple y llanamente, por el hecho de que no conquistaban territorios vacíos. Sino espacios ocupados por pueblos que, en mayor o menor grado, abierta o sutilmente, se oponían a la conquista. En general, no podían ser exterminados porque el propio conquistador los necesitaba: para reforzar el ejército, para apropiárselos como esclavos, y para que siguieran extrayendo –en sus propias tierras– la riqueza que quería captar el conquistador. Pronto aprendieron entonces los conquistadores que no podían seguir adelante, ampliando sus conquistas, sin dejar una guarnición que controlara –no al territorio inerte– sino al pueblo recién conquistado, que siempre que podía se rebelaba contra la situación a la que había sido sometido.

 

Así, a medida que avanzaba el ejército conquistador, iba desdoblándose y debilitándose cada vez más, dejando destacamentos de guardia. Patentizando las cosas, bien puede decirse que el límite de ineficiencia, la extensión máxima del imperio, se alcanzaba allí donde el destacamento de guardia estaba conformado por un solo soldado, que ya no podía desdoblarse. Los ejércitos imperiales, esparcidos en el inmenso territorio conquistado, se asemejaban a las neuronas, cuyos filamentos, a medida que se alejan del centro, son cada vez más débiles hasta que, en el extremo, son ya imperceptibles.

 

Pues bien –repetimos–, la única razón de ese progresivo debilitamiento de las inicialmente gigantescas fuerzas imperiales, era el hecho de que se conquistaba no a fuerzas inertes sino a grupos humanos que se resistían y se rebelaban, porque no aceptaban la nueva situación en la que se les había colocado. Les resultaba inaceptable perder su libertad – como vimos que sin ambages admitió Julio César–. Les resultaba también intolerable perder a sus hijas y a sus hijos, ellas como concubinas y ellos como esclavos de los conquistadores. Les resultaba dañino perder el control sobre sus tierras, su ganado y el resto de sus bienes. En fin, legítimamente, los pueblos sojuzgados siempre consideraron que con la conquista tenían muchísimo que perder. De allí que, consecuentes con sus creencias, su rebeldía fue siempre permanente, unas veces manifiesta y otras latente o subrepticia. Y, cada vez que pudieron, buscaron que la bárbara y anómala situación revirtiera. De allí que, por ejemplo, Julio César constantemente se lamentara de la “conjura de tantos pueblos” .

 

Sin embargo, esa bárbara y anómala situación, con la que virtualmente ningún pueblo conquistado estaba de acuerdo, se nos viene presentando de manera arbitraria y antojadiza. En efecto, lo que para los pueblos conquistados era barbarie, atropello y rapiña de los conquistadores, nos son presentadas, en textos de Historia –y como hemos visto–, como “hazañas”. Ésta, quizá más que ninguna otra deformación, es la mejor prueba de que la historiografía tradicional presenta la historia, no precisamente como ocurrió, sino como quiso ser presentada por los conquistadores. No con objetividad científica, sino a través del cristal de los vencedores –y aun cuando entre éstos, como en el caso de Julio César, hay testimonios valiosos e inobjetables que habrían permitido a los historiadores afirmar lo contrario de lo que vienen afirmando–.

 

Pues bien, los césares y los generales romanos, como los faraones y sus generales o los emperadores españoles y sus conquistadores, eran seres humanos rodeados de seres humanos, tanto en su entorno inmediato como en el lejano. En su entorno más próximo –como bien nos ilustra el caso de los hermanos Cayo y Tiberio Graco–, ni siquiera las élites imperiales no constituían grupos homogéneos. Siempre –porque no tenemos derecho a pensar lo contrario, ante las evidencias de rivalidades internas en todos los imperios– ha habido pues disidentes contra los que había que argumentar, antes de esgrimir contra ellos también las armas. Y, en el frente externo, tratándose también de seres humanos, ante los pueblos conquistados, los pueblos por conquistar e imperios rivales, era necesario pues mostrar también argumentos que explicaran o facilitaran las conquistas o amainaran los arrebatos de rebelión. Ante seres humanos, la razón de las armas nunca fue pues enteramente suficiente.

 

He ahí que adquiere gran importancia analizar los discursos y razonamientos de los conquistadores, pero también la versión que de ellos han recogido los textos de Historia. Nos limitaremos sin embargo a unos pocos y relevantes casos.

 

Nunca ha sido un secreto –ni siquiera en la antigüedad más remota–, que el hombre no necesariamente dice lo que piensa, sea porque dice algo distinto de lo que piensa o, muchas veces, porque dice incluso exactamente lo opuesto de lo que tiene en mente. Mas, tratándose de seres humanos, no basta con revisar sus ideas y sus palabras. Revisar su conducta, es decir, sus acciones, es fundamental. “Por sus frutos –y no tanto por sus palabras– los conoceréis”, se sentenció con sabia lucidez hace por lo menos dos mil años.

 

Pues bien, en el caso del análisis de lo protagonizado por los conquistadores en todas y cada una de las olas de la historia –incluyendo ciertamente la presente–, tenemos que ser capaces de distinguir entre los que aparecen como objetivos explícitos, los pretextos, es decir, aquello que proclamaron; diferenciándolos de los que, aunque implícitos, eran sus verdaderos objetivos, las razones, a las que tenemos derecho a arribar en función de sus frutos, de los resultados que obtuvieron.

 

Corresponde sin duda empezar hablando de Grecia. “Para un espartano –nos dice un texto de Historia–, cualquier persona que no compartiera sus costumbres o fuera de alguna manera diferente, era necesariamente inferior.” Inferiores, por ejemplo, eran los ilotas, una “subclase de personas que eran en realidad, esclavos del estado” –tal y como afirma Barraclough –.

 

Grecia llevó hasta sus más altas cumbres algunos de los más grandes logros alcanzados en la cultura occidental. De entre las reflexiones filosóficas de los griegos, una, sin embargo, ha tenido nefastas consecuencias en la historia, aun cuando no siempre se tiene conciencia de ello. Los más grandes pensadores griegos, en efecto, destinaron buena parte de su tiempo y de su inteligencia a racionalizar las “diferencias”
que observaban entre los hombres, en particular, entre “ciudadanos” y “esclavos”.

 

Los ciudadanos, según se creía, eran depositarios de todos los derechos. El esclavo, en cambio, según también se creyó y dijo, “no tiene ningún derecho, (…) es una cosa poseída por un amo.” La legislación griega sostenía: “se es esclavo por el nacimiento; los hijos de una esclava son esclavos… Se pasa a ser esclavo ya por el derecho de guerra (prisioneros), ya por compra…, a consecuencia de una condena…–etc.–” . ¿Opinaban acaso igual que sus amos los esclavos? Ciertamente no. Ahí están para probarlo –a lo largo de siglos–, cientos de rebeliones de esclavos.

 

Dos de ellas, sin embargo, son célebres en la historia –de Roma–: la que entre los años 136 y 132 aC, todavía pues formalmente bajo la “República”, protagonizaron 20 000 esclavos capitaneados por el sirio Euno; y, ciertamente, la que entre los años 73 a 71 aC, siempre todavía durante la “República”, fue acaudillada por Espartaco. Ambas rebeliones fueron cruentamente reprimidas. Miles de hombres fueron crucificados.

 

Pues bien, a partir de Grecia, y durante muchos siglos, en la mente de los hombres de Occidente hubo “hombres superiores” –a imagen y semejanza de los “ciudadanos” griegos y romanos–, y “hombres inferiores” –a imagen y semejanza de los “esclavos” de los griegos y de los romanos–.

 

En el siglo xv, dos mil años después del florecimiento de la cultura helenística, entre las élites dominantes de Occidente el pensamiento original de los griegos incluso había sido llevado más atrás. En efecto, se ponía en entredicho la “condición humana” de todos aquellos hombres y pueblos que no formaban parte del pueblo conquistador. Había quienes sostenían, por ejemplo, que entre los nativos americanos, no se ponía de manifiesto “ninguna actividad del alma” ; en consecuencia, no tenían alma, y, en definitiva, no eran seres humanos. De allí que debió terciar en la polémica el Papa Paulo III quien, en su Bula de 1537, declaró que los nativos americanos sí eran seres humanos. Mas el peso de los prejuicios durante tantos siglos empecinadamente difundidos había sido tal, que, por ejemplo, en 1957, cuatrocientos veinte años después de la Bula papal, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que “los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república…” Es decir, las viejas reflexiones de los pensadores griegos, extrapoladas sin más, habían pues llegado muy lejos, en el tiempo y en el espacio.

 

¿Cómo pudo inocularse en las mentes de Occidente una distorsión tan severa como alienante y de tan nefastas consecuencias? Pues regresemos a los tiempos de Grecia para tratar de entenderlo. Aunque parezca de perogrullo, debemos empezar preguntémonos: ¿fueron las reflexiones de los filósofos griegos las que impulsaron a los “ciudadanos” griegos a poseer esclavos? Ciertamente ello no ocurrió así. Sócrates, Platón y Aristóteles nacieron en un mundo en el que existían hombres libres y esclavos. Los filósofos griegos, pues, ante esa realidad, y formando parte de ella, pero específicamente y no por casualidad del sector dominante y esclavista de su sociedad, trataron de encontrarle “razones” a la diferencia que observaban entre unos hombres y otros. Mas no podemos caer en la ingenuidad de suponer que nuestros tres grandes sabios desconocían que la propia legislación griega reconocía que “se pasaba a ser esclavo por el derecho de guerra”. Sabían pues, y muy bien, que no todos los esclavos habían nacido esclavos, y que, en consecuencia, su condición natural era la de hombres libres pero que, por el artificio de la guerra (pero también de las deudas), habían quedado convertidos en esclavos.

 

No obstante, al cabo de siglos de racionalización (que en tan patética situación no era sino un esfuerzo intelectual por encontrar razones a la sinrazón), muchos filósofos griegos, y casi todos sus contemporáneos, vivieron y murieron alienadamente convencidos de que la libertad era la condición natural de algunos hombres, y la esclavitud la condición natural de otros. Según creían, pues, unos nacían libres, y para ser libres; y otros nacían esclavos, y para ser esclavos. La información y la tradición oral, que sin duda llegaron desde la remota antigüedad de la propia Grecia, pero también desde Creta, Egipto y Mesopotamia, confirmaron a los griegos esa creencia.

 

Las guerras, pues, y no otra, fueron la causa más importante de que, de un lado, aparecieran los “ciudadanos” esclavistas –es decir, los vencedores–, y, del otro, los esclavos –es decir, los vencidos–. Aquéllos, frente a sí mismos, y frente a la posteridad –que para tal efecto siempre han contado con buenos y elocuentes panegiristas–, se han presentado invariablemente como “hombres superiores” y “cultos”, y presentado a su turno siempre a los vencidos como “hombres inferiores” e “incultos”. En síntesis, las “guerras” fueron la causa; y la existencia de la dualidad “ciudadanos / esclavos”, la consecuencia. Y de ésta última, se derivó otra dualidad: “hombres superiores y cultos” / “hombres inferiores e incultos”.

 

La historiografía tradicional –y la deformante ideología occidental que de ella se alimentaría– se encargaron subrepticiamente de poner todo el énfasis en la existencia “natural” de las dualidades consecuentes, soslayando la relación con la causa que les había dado origen: las guerras de conquista. A este respecto, la forma como la historiografía tradicional viene presentando la historia de Grecia tiene una gravísima responsabilidad, no sólo en relación con la propia historia de Grecia, sino con la historia de todas y cada una de las olas siguientes. En efecto, en la historiografía tradicional –aquella que hoy leen los estudiantes del mundo entero, y aquellas versiones que más circulación tienen entre los adultos–, la historia de Grecia nunca es presentada como la historia de un imperio.

 

¿Cómo entonces alcanzaron los “ciudadanos” griegos a poseer miles y miles de esclavos? O, si se prefiere, si no hubo guerras de conquista, ¿cómo aparecieron los esclavos en Grecia? ¿Acaso sólo por compra? ¿No acabamos de ver que la legislación griega reconocía la existencia de esclavos “por el derecho de guerra”? ¿No es acaso La Ilíada el relato de la incursión griega en Troya (hacia el siglo xii aC y cuyo verdadero objeto habría sido controlar el acceso al Mar Negro y disponer así de los ricos campos de granos de ese territorio, objetivo que siglos más tarde en efecto se logró)? ¿No conquistaron los griegos el sur de Italia y buena parte de Sicilia, y territorios del sur de Francia y del extremo este de España, en la costa de Cataluña).

 

De hecho, la misma historiografía tradicional reconoce que los pueblos griegos, seis y siete siglos antes de que se alcanzara el apogeo de Grecia, guerrearon con los pueblos ribereños del mar Negro, con los pueblos de lo que hoy es Turquía, con los del Mediterráneo oriental, e incluso con los persas. Mas no se dice que esos pueblos fueron sus canteras de esclavos. Se habla de las extraordinarias fortificaciones de los griegos, como la muralla de Micenas , por ejemplo; o de su “infantería armada con largas lanzas y escudos en ocho, a veces con yelmos fabricados de colmillos de jabalí” ; o de las armaduras de bronce de los griegos, de sus carros de combate, o de las embarcaciones que fueron “esenciales para la supremacía militar” ; o de la “extensa red de colonias desde el oeste del mar Mediterráneo hasta las costas orientales del mar Negro” ; finalmente, se reconoce que Atenas, hacia el siglo v aC fue “una potencia militar y marítima” ; mas nunca se relaciona nada de ello con la existencia de miles y miles de esclavos en Grecia, y menos pues que, por todo ello, Grecia era de hecho un imperio. El difundido Atlas de la Historia Universal de Barraclough es, a este respecto, una elocuente muestra de tan grave vacío y de tan lamentable distorsión. En ese sentido, constituye casi una excepción, aunque presentada prácticamente como un hecho aislado, la referencia que el Diccionario del Mundo Antiguo ofrece de las guerras Mesenias, en la que se muestra que dos pueblos fueron sometidos a servidumbre por los griegos .

 

En general, tiene que admitirse que la historiografía tradicional no se ha preocupado –ni mucho ni lo suficiente– en relacionar la esclavitud con la guerras de conquista, tal y como corresponde con los hechos verificados en la historia. Pues bien, en el contexto de ese trascendental vacío, creció desproporcionadamente la distorsión ideológica que, sin más explicaciones, daba cuenta de la “existencia natural” de pueblos “superiores y cultos” y “pueblos inferiores e incultos”. Tocaría a los romanos, en la pluma de sus propios historiadores e ideólogos, presentarse, a sí mismo y frente a la posteridad, como un pueblo superior y culto; y presentar a todos los pueblos conquistados y de la periferia del imperio, como “bárbaros”, extranjeros e incultos, y, en definitiva, como pueblos inferiores.

 

En ese contexto, y en el de la subsecuente elaboración ideológica que correspondía, aparecieron en la historia de Occidente las “grandes justificaciones de las conquistas”: culturizar a los pueblos bárbaros; o, en su defecto, siglos más adelante, culturizar y evangelizar.

 

“Roma –nos dice un texto– pudo conquistar y consolidar los territorios de su imperio gracias a un numeroso ejército que, además, fue un medio para la difusión de su cultura.” . Apuntalando esa difundida idea –insistimos–, Barraclough nos dice: “No existe mejor testimonio de la grandeza del Imperio que el legado que dejó: las leyes romanas…, nuestra escritura…, las ciudades…, la Iglesia…” .

 

¿Pero qué otras leyes habrían podido dejar, sino las propias? ¿Y cuál escritura sino la suya? ¿Y qué diseños de ciudad y religión sino los del pueblo hegemónico? ¿Cuál es, pues, la “grandeza” y en dónde está el mérito de legar lo único que se tiene? ¿Puede atribuirse grandeza y mérito a una actuación natural y lógica, en la que por lo demás no hay alternativa? Pero asimismo, ¿acaso todo ese “legado” se dio a cambio de nada, lo que sí habría representado grandeza? ¿Sólo por filantropismo? ¿Sustentado sólo en complejos de superioridad? Ciertamente no. Todo ello se dio “a cambio” de “riquezas que manaban” hacia Roma, como nos lo ha dicho antes el propio Barraclough. Pero lo que no ha dicho éste –ni el resto de historiadores–, es que el poder hegemónico entregaba sus leyes y otros bienes, libremente, en tanto que se cobraba con riquezas que los pueblos conquistados se resistían a entregar. ¿Puede haber mejor evidencia de que la “transacción” no era deseada por los “compradores”, y de que, en consecuencia, los bienes que entregaba Roma no eran valorados por éstos? ¿Se dirá entonces que, precisamente, era pues por ignorancia? ¿Puede argumentarse que es por ignorancia que se rechaza la imposición arbitraria de otro idioma, o de otra religión, por ejemplo?

 

Así las cosas, bien podemos decir que los romanos, respecto de los pueblos “bárbaros” que conquistaron, tenían dos grandes objetivos: a) culturizarlos –objetivo explícito–, y b) extraerles grandes riquezas –objetivo implícito–. No obstante, siempre se preocuparon de enarbolar, como único y gran objetivo, el primero.

 

¿Cuál fue, sin embargo, y al cabo de varios siglos de colonización romana, el saldo final de la acción imperial? Ninguno, absolutamente ninguno de los pueblos conquistados por los romanos alcanzó a tener, en el siglo v dC, a la caída del Imperio Romano, el nivel de desarrollo que la élite del pueblo romano había ostentado en el siglo I aC. ¿Cuál otro podría ser, si no ése, un buen parámetro de medida del objetivo culturizador, habida cuenta de que los romanos tampoco lograron que los pueblos “bárbaros” asimilaran como propio el idioma del imperio? El objetivo explícito, pues, no había sido logrado. Ni siquiera al cabo de seiscientos años de “colonización”.

 

¿Pero qué había ocurrido en cambio en relación con aquél otro, el objetivo implícito, el de la extracción de grandes riquezas? Éste, por el contrario, sí se había materializado. La riqueza que desde todas las colonias conquistadas fluyó hacia Roma fue cuantiosísima. A este respecto la historiografía tradicional ha tenido que reconocer que “la caída del Imperio de Occidente, en el siglo v dC, puso término a la transferencia masiva de recursos (…) hacia Roma…” .

 

¿Cómo podemos explicarnos que de los dos objetivos sólo alcanzara a materializarse uno de ellos? ¿Y por qué se concretó ése, precisamente el objetivo implícito, y no el otro? ¿Fue acaso una casualidad, o un accidente de la historia? ¿Quizá Roma a este respecto fue una excepción?

 

Veamos entonces –aunque sucintamente – un segundo caso: el de los imperios Español y Portugués frente a la América Meridional que conquistaron y colonizaron. Pues bien, ambos imperios peninsulares se habrían propuesto también dos objetivos: a) culturizar y evangelizar a los pueblos americanos –objetivo explícito–, y b) extraerles grandes recursos económicos –objetivo implícito–. ¿Cuáles fueron en este caso los resultados, al cabo de casi trescientos años de colonización? ¿Se alcanzó acaso a culturizar y evangelizar a los pueblos americanos? ¿Puede sostenerse eso, sabiéndose como se sabe, que al cabo de trescientos años de colonización, al iniciarse el siglo xix, más del 90% de los nativos que quedaron con vida en América Meridional, además de analfabetos, mantenían virtualmente idénticas las formas de vida y todas las expresiones culturales –incluidos el idioma y la religión– con las que siglos atrás habían vivido sus antepasados en la propia América y en África (de donde millones de esclavos fueron trasladados a viva fuerza)?

 

¿En qué se fundamenta, entonces, la trillada y presuntuosa idea de que “la acción en América es (…) la principal aportación de los pueblos españoles al devenir de la humanidad” , idea que los portugueses –refiriéndose a Brasil– seguramente también hacen suya? Sin duda, y fundamentalmente, en el hecho incontrovertible de que la inmensa mayoría de los habitantes de la América Meridional de hoy se declaran católicos, y, evidentemente también, en que “como supuesto aporte de España” unos hablan castellano, y, “como supuesto aporte de los lusitanos”, otros hablan portugués.

 

Pues bien, aquí tenemos derecho a preguntarnos: ¿si los romanos no pudieron imponer el latín en Europa al cabo de seis siglos de colonización, cómo en cambio España y Portugal habrían podido imponer el castellano y el portugués en sólo tres siglos? ¿Qué tenían el castellano y el portugués –en relación con los idiomas de los nativos americanos– que no tenía el latín –en relación con los idiomas de los “bárbaros”? ¿Es acaso el asunto un problema estrictamente lingüístico? ¿Existen explicaciones históricas, tan o más poderosas que las estrictamente lingüísticas?

 

La presuntuosa idea de la que se enorgullecen muchos de los españoles –de ayer y de hoy–, y quizá muchos de los portugueses, encierra dos trampas. Una primera, típicamente etnocéntrica, que esconde la prejuiciosa creencia de que el mejor idioma es el que habla uno: su lengua materna. Por lo demás, los conquistadores no se preocuparon nunca de dirigirse a los hombres que sojuzgaban en el mejor de los idiomas, sino en el único que hablaban. Y la segunda es que se cree –y se pretende hacer creer– que la asimilación generalizada del castellano y del portugués, y la asimilación generalizada del catolicismo en América Meridional, se dieron en el transcurso de los tres siglos de la Colonia. Al finalizar ésta, menos del diez por ciento de los habitantes de América Meridional hablaba castellano o portugués y se sentía católico.

 

En verdad, pues, ni lo uno ni lo otro pueden ni deben seguirse considerando logros directos de la colonización europea. El catolicismo, como el castellano y el portugués, recién en las postrimerías de este siglo, a casi doscientos años de cancelado el colonialismo, corresponden a la mayoría de los habitantes de la América Meridional . Son pues, y esa es nuestra hipótesis, una secuela del colonialismo, y el resultado, como veremos, de un inusitado “accidente” de la historia de Occidente.

 

¿Por qué se perdió el latín y no el castellano y el portugués?

 

Intentaremos probar la hipótesis comparando la historia del Imperio Romano y sus colonias, con la de los imperios Español y Portugués y los pueblos que conquistaron. Muy distintas fueron las condiciones históricas que enfrentaron, durante la colonización romana y después de la caída del Imperio Romano, los pueblos que habían estado bajo su dominio; de las que tuvieron que enfrentar en América Meridional, durante la colonización y a la caída de los imperios Español y Portugués, los pueblos que habían estado bajo el dominio de éstos. A nuestro juicio son nueve las diferencias históricas relevantes en relación con nuestra hipótesis.

 

Considérese, para empezar, que fueron sustancialmente distintas las condiciones que se dieron durante ambos procesos de conquista–colonización. Veámoslo. En Europa: (a) La tecnología militar de Roma y de los pueblos conquistados era virtualmente la misma. En razón de ello, el genocidio de la conquista representó la muerte del 15–20% de la población total. (b) Como desde siglos antes de la conquista Roma alternaba con todos los pueblos de Europa, Asia Menor y el Mediterráneo, sus características de inmunidad epidemiológica eran las mismas. La conquista romana, pues, no afectó con desconocidas enfermedades a las poblaciones conquistadas. (c) Roma no encontró en ninguna parte del vasto territorio conquistado fuentes de extraordinaria riqueza altamente concentrada. (d) La relativa homogeneidad topográfica de Europa no representó que se afectara gravemente a las poblaciones que desplazaba el poder imperial de uno a otro extremo del territorio.

 

En América, en cambio, se presentó lo siguiente: (a) La tecnología militar que usaron los conquistadores fue abrumadoramente superior. Su contribución al genocidio fue enorme. (b) Los europeos –y los esclavos africanos que llegaron con ellos– trajeron epidemias desconocidas que multiplicaron los efectos del genocidio militar. (c) España, en relación con Potosí y Huancavelica, y Portugal, en relación con Ouro Preto, encontraron centros de riqueza de extraordinaria cuantía que exacerbaron las ambiciones del poder colonial. (d) Millones de nativos americanos, en el caso de España, y de esclavos africanos, en el caso de Portugal, fueron desplazados y murieron en desconocidos e inhóspitos territorios que, en el caso de las minas andinas de plata, estaban a 4 000 y 5 000 msnm.

 

Pues bien, en función de estas cuatro primeras diferencias objetivas, se ha podido determinar que, solo la conquista española –como lo anota la historiadora española María Luisa Laviana–, “desencadenó una catástrofe demográfica sin precedentes en la historia de la humanidad” . Dependiendo de las distintas fuentes históricas, ese brutal genocidio significó la muerte de 20, 40 o hasta 100 millones de personas .

 

Conste, sin embargo, que los atroces acontecimientos que se daban en América fueron en su tiempo advertidos y puestos en conocimiento del poder imperial. Así, fray Vicente Valverde, que había estado con Pizarro en la captura y ejecución del inka Atahualpa, escribió a Carlos V en 1539, es decir, antes de cumplirse la primera década de la conquista del Perú:

 

…es una cosa tan importante (…) defender esta gente de la boca de tantos lobos como hay contra ellos, que creo que si no hubiese quien particularmente los defendiese, se despoblaría la tierra… .

 

Medio siglo más tarde, en 1581, Felipe II sería informado que, a pesar de las irrefutables advertencias, “ya un tercio de los indígenas de América había sido aniquilado” . Mas también se sabe que, en el caso del territorio peruano, durante los 140 años siguientes a esa fecha la población siguió sistemáticamente descendiendo . En definitiva, la población americana nativa quedó reducida, casi, a su mínima expresión: a un décimo de la que encontraron los conquistadores.

 

Pero entre la colonización romana en Europa y la ibérica en América, se dio otra diferencia de grandes implicancias para cada uno de los mundos que fueron dominados. En efecto, (e) dado que la base de la economía europea de entonces estaba constituida por la agricultura y la ganadería, en las que un gran valor está invariablemente asociado a grandes volúmenes y muy dispersos en el vasto territorio, el imperio de vio obligado a invertir importantes recursos en la construcción de caminos y puentes que facilitaran la circulación de esa riqueza, pero especialmente hacia Roma, a la que conducían todos los caminos. En América Meridional, por el contrario, la extraordinaria riqueza estuvo constituida por el oro y la plata, en minas de ubicación marcadamente focalizada. Se trataba, pues, de productos de gran valor concentrado en pequeños volúmenes que, en consecuencia, no obligaron a mantener sino los pocos caminos que comunicaban las minas con los puertos de embarque. Durante trescientos años no se construyó una sola vía importante y, por el contrario, se dejó en abandono todas las que habían sido encontradas por los primeros conquistadores.

 

Como resultado de esta quinta relevante diferencia, a la caída del Imperio Romano, cada uno de los pueblos de Europa quedó, en cuanto a vías de comunicación, relativamente bien integrado. Ello, en los siglos posteriores de desarrollo nacional autónomo, facilitó el tráfico de mercancías, pero también de poblaciones. Esto último facilitó la consolidación de cada uno de los idiomas y dio curso a un proceso cada vez más intenso de homogenización social. En América, en cambio, la muy disminuida población nativa –americana y africana–, dividida en numerosos fragmentos, quedó absolutamente dispersa y aislada en amplios e incomunicados territorios, aunque manteniendo sus idiomas y costumbres ancestrales.

 

Considérese, no obstante, una sexta diferencia: (f) en Europa, la homogeneidad del fenotipo europeo impidió que, al interior de cada uno de los pueblos conquistados, se constituyera una élite “criolla” con connotaciones, actitudes y conductas racistas y excluyentes. Los pueblos conquistados de Europa fueron maltratados por “incultos”, mas no en consideración al color de su piel, dado que, objetivamente, esta diferencia no existía. No obstante, los destacamentos romanos asentados en los territorios conquistados –y sus descendientes– conformaron élites privilegiadas, premunidas de poder y de riqueza. Al cabo de varios siglos de conquista, sólo quienes ocupaban los puestos de mayor jerarquía en las provincias romanas hablaban y se comunicaban en latín. Se trataba, pues, de un grupo numéricamente muy reducido. Sus descendientes, sin embargo, aprendían y se comunicaban en el idioma del pueblo en el que habitaban. En América, por el contrario, en función de sus diferencias fenotípicas y culturales respecto de los nativos americanos y africanos, los conquistadores europeos y sus descendientes constituyeron, en cada una de las naciones de América Meridional, una élite “criolla”, racista y excluyente que, acaparando total y absolutamente el poder y la riqueza, se regía incluso “con legislación propia y diferenciada” . En general, la élite “criolla” y su descendencia se comunicaba exclusivamente en castellano, y, en su inmensa mayoría, no aprendió nunca el idioma del pueblo al que dominaron.

 

La sétima diferencia tiene que ver con la forma como se produjo el colapso de cada uno de los imperios a los que venimos refiriéndonos. ¿Cómo y por qué se produjo el colapso del que siglos atrás había sido el poderosísimo e inconmovible Imperio Romano? Y, en estrechísima relación con esa pregunta, ¿cómo explicar que el latín cayera en desuso, hasta convertirse en una “lengua muerta”? En relación con estas dos interrogantes, la historiografía tradicional, y dentro de ella la que llega al público masivo, simplemente no se ha ocupado de responder la segunda pregunta. Tal parecería que la caída en desuso del latín no resultaba un problema relevante del cual preocuparse. Como consecuencia de ello, ése es hoy un asunto que muy pocos vinculan con la caída de Roma. Y, en relación con la primera interrogante, los vacíos, inconsistencias e incoherencias son gravísimos y lamentables. Mas sobre ello hablaremos detenidamente en el parágrafo siguiente.

 

Entre tanto veamos sin embargo lo siguiente resumen que ofrece la historiografía tradicional. Barraclough, por ejemplo, nos dice: “Tras un largo período de paz y prosperidad, el mundo romano se sumió en una crisis en el siglo iii” . Pasemos por alto por un instante la engañosa e inconsistente afirmación de “un largo período de paz y prosperidad” –porque de tales privilegios sólo gozó el sector dominante dentro de la nación hegemónica–. ¿Cómo se nos presenta la crisis del imperio? Se nos habla de la presión de los germanos por el norte; de la presión e invasiones de los persas por el este; de la independencia de los galos en occidente, de los afanes autonomistas de los generales romanos en las provincias; de los saqueos en los territorios alejados; de la derrota y captura del emperador Valeriano; de las pestes que asolaron el imperio; de la inflación en la que se vio sumida la moneda de imperio; de las protestas endémicas contra los impuestos; de la deserción al ejército imperial de soldados bárbaros; pero a su vez de invasiones bárbaras, y; finalmente, que a consecuencia de todo ello “el imperio no podía mantenerse unido en manos de un solo gobernante” .

 

Barraclough afirma que, con posterioridad a la división del imperio, “en el siglo v, el gobierno romano de Occidente se había debilitado a tal punto que la capital misma quedó expuesta al ataque”: el saqueo de Roma por los visigodos, en el año 410 dC. Y otro tanto ocurriría en el 455 dC de manos de los vándalos. ¿Exterminaron las huestes de Alarico a todos los habitantes de la península, sepultando con ellos al latín? ¿Logró quizá entonces alcanzar ese objetivo años más tarde Gerserico? No, eso no ocurrió. ¿Cómo entonces cayó en desuso el latín?

 

Debe suponerse que en el contexto de la rebelión de los galos, al interior pues del territorio imperial; de los ataques persas desde el exterior; y de los enfrentamientos en los que fueron protagonistas germanos, visigodos, ostrogodos, vándalos, hunos, etc.; y de los gravísimos saqueos contra Roma, la élite imperial habría sufrido una muy significativa disminución demográfica. Algunos grupos pequeños, sin duda, y quizá familias enteras, amparadas por las sombras de las noches, alcanzarían a refugiarse en remotas zonas rurales y en las islas más próximas a la península. Miles y miles de campesinos italianos de las campiñas sobrevivieron a la catástrofe. Ellos, qué duda cabe, no fueron exterminados. Porque si ese extremo se hubiera dado, nadie en el planeta hablaría italiano.

 

¿No nos consta hoy, mil quinientos años después de los dramáticos episodios a los que nos estamos refiriendo, que las élites “cultas” hablan variantes idiomáticas –e incluso idiomas– distintos a los de su propio pueblo? ¿No habrá sido ése exactamente el caso de la Italia imperial, en la que sólo la élite romana hablaba latín, y, las masas campesinas que sobrevivieron al colapso, la lejana variante idiomática que luego dio origen al italiano de hoy? En ese sentido, empequeñecida al extremo la magnitud demográfica de la élite, ¿no quedaba también virtualmente liquidado el foco vivo del latín?

 

Pero más aún si se tiene en cuenta que las numerosas poblaciones nativas de los pueblos que alcanzaron a liberarse del imperio, vigorizadas en el contexto de desarrollos nacionales autónomos e independientes, sin haber aprendido nunca el latín, tras preservar y enriquecer sus propios idiomas, dieron finalmente forma al castellano, el francés, el inglés, el alemán, etc. En América, en cambio, en razón de las dos causas que veremos a continuación, salvaron sus vidas las élites “criollas”, salvándose con ellas el castellano y el portugués .

 

Sin embargo, los idiomas no mueren de infarto, de un momento a otro. Cientos y quizá miles de los cristianos cultos que desde las catacumbas habían contribuido a socavar las bases del imperio hablaban latín. Por lo demás, durante más de cinco siglos el comercio internacional se había agenciado en latín. Éste, pues, también estaba en boca de los comerciantes o, con seguridad, en la de los más grandes entre ellos. No extraña por eso que –como refiere Pierre Chaunu –, siglos después, en Génova –un territorio eminentemente comercial– todavía se hablara latín. Pero ya escasamente lo hablaban ellos –pero también los miembros del clero–, aunque unos y otros en número cada vez más reducido, hasta que terminó pues por caer en lengua muerta.

 

Bien pudieron ser idénticas o incluso más drásticas que las que sufrió Roma, las consecuencias del colapso imperial español y lusitano: exterminio de las élites imperiales y la desaparición de los idiomas castellano y portugués. Mas, sin que estuviera previsto por nadie, tocaría a la naturaleza dar su aporte, inesperado y decisivo. En efecto, el Atlántico, que había permitido surcar las naves de los conquistadores y, de regreso, los galeones con la inmensa riqueza extraída, no estuvo al alcance de las masas que, legítimamente, cuando llegó la ocasión favorable, de buen grado hubieran querido tomarse la revancha. A este respecto, no es casual que Francisco de Miranda hubiera advertido: “Dos grandes ejemplos tenemos delante de los ojos: la revolución [norte]americana y la francesa, Imitemos discretamente la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda” . El océano, pues, fue una suerte de seguro de vida para las élites imperiales de España y Portugal. Con ellas, supervivieron en Europa tanto el castellano como el portugués. Mas, ¿cómo se explica que, a diferencia de lo que había ocurrido en las que fueron colonias de Roma, donde desapareció el latín, subsistieran en América ambos idiomas?

 

Considérese entonces la octava de las características relevantes con las que es posible distinguir la experiencia del Imperio Romano, respecto de los imperios Español y Portugués. El Imperio Romano, en la coyuntura del colapso, no tuvo un imperio rival de su misma envergadura y poderío que, además, y por espacio de siglos, hubiera competido con él, con éxito, en el terreno militar y en el económico, minándolo y socavándole sistemáticamente sus fuerzas. El Imperio Persa (de los Sasánidas), a enorme distancia de la península itálica, surgió cuando la suerte de Roma ya estaba echada. Si sus agresiones no pueden ser minimizadas, tampoco puede otorgárseles carácter decisivo y definitorio. Sus conquistas en Turquía (Antioquia), y en el Levante (Siria), ciertamente contribuyeron a la debacle del imperio. El Imperio Persa no tomó pues la posta dejada por Roma. No conquistó ni dominó todos los territorios que había controlado Roma. Más aún, nunca alcanzó a tener una importante influencia en el vasto territorio occidental de Europa.

 

España y Portugal, en cambio, desde los inicios mismos del descubrimiento y de la conquista de América, rivalizaron entre sí en todos los campos trascendentes: el naval, el económico, el político y el tecnológico. Pero mucho más gravitante aún, también desde los inicios mismos de la conquista, ambos imperios rivalizaron, en las mismas indicadas esferas de competencia, con Inglaterra y Francia, pero además, con Alemania, Italia y Holanda. Ello sin duda contribuye a explicar por qué la hegemonía ibérica en América duró sólo la mitad del tiempo que el que Roma ejerció en el Viejo Mundo. Nadie discute que la acción de las potencias rivales contribuyó, de modo decisivo y definitorio, a la debacle imperial de España y Portugal. Pero hoy, con más nitidez que hace unas décadas, se tiene clara conciencia de la manera como, militar, económica e ideológicamente, Inglaterra y Francia apoyaron a las élites revolucionarias de la América española. Más aún, Francia, con los ejércitos de Napoleón, se encargaría, en 1808, de dar el golpe de gracia a España, invadiéndola y aislándola totalmente de sus colonias que, de ese modo, quedaron a expensas del poderío económico y político de la propia Francia y de Inglaterra.

 

Pero más todavía, la plata de la América española, y el oro de la América portuguesa, en una de las más grandes paradojas de la historia de Occidente, en vez de engrandecer a los potencias conquistadoras, terminaron por agigantar el poderío económico, militar y tecnológico de sus rivales, en particular, de Francia e Inglaterra, aunque más el de ésta que el de aquélla. Así, el colapso de España y Portugal no sólo fue suscrito y sellado por sus rivales, sino que, en un fenómeno que resultaba inédito en la historia, les tomaron, inmediata y directamente, la posta, sin solución de continuidad, sin pausa para un respiro. América Meridional, pues, pasó de la dominación de las fuerzas militares ibéricas a la dominación de las fuerzas económicas y políticas de los nuevos centros hegemónicos: Londres y París.

 

En el ínterin, sin embargo, se habían desarrollado las guerras de la independencia en la mayor parte de los territorios de América Meridional y continental, desde México hasta Chile, en el Pacífico, y desde el mismo México hasta Argentina, en el Atlántico. Salvo Brasil, que a partir de 1822 se independizó solitariamente bajo la modalidad de una monarquía independiente –y recién en 1889 adquiriría la forma de República Federal–, todos los otros nuevos Estados adquirieron, al menos formalmente, la apariencia de Repúblicas. No obstante, como bien se sabe, los principales protagonistas de la gesta independentista no fueron los nativos americanos ni los africanos esclavizados, sino los criollos, es decir, los propios aunque lejanos descendientes de los conquistadores.

 

La riqueza de las élites criollas era ostensible. Herederos de varias generaciones de conquistadores y colonizadores, de corregidores y encomenderos, de funcionarios y oficiales españoles, habían acumulado fortuna y, prácticamente, monopolizaban el control de la actividad productiva y comercial en las colonias. En los escasísimos colegios y en las universidades, eran los maestros de sus hijos. En el ejército, eran brigadieres y coroneles, y sus hijos, tenientes y alfereces. En los tribunales, eran los acusados; sus hermanos, los abogados; sus primos, los fiscales; y sus amigos, los jueces. En la prensa, eran los periodistas y los directores y dueños de los diarios. Así, siendo un secreto a voces que, rebasando todas las restricciones legales, realizaban grandes negocios con comerciantes ingleses y franceses, presumían de la impunidad de que eran perfectamente concientes. Es decir, podían desafiar abiertamente la autoridad del imperio porque, virtualmente, habían copado desde el segundo hasta el último escalón de la sociedad y de la administración virreinal. Es decir, de hecho, formaban parte del poder, controlando una porción muy grande de él. Y acaparaban casi toda la riqueza de las colonias.

 

No obstante, educados en la ambiciosa escuela de sus padres y abuelos –los conquistadores y colonizadores españoles–, ambicionaban aún más riqueza. Y, a la usanza de esa misma escuela, ambicionaban hacerse de todo el poder. Sus pares de Estados Unidos y Francia les habían demostrado que ello había dejado de ser un sueño remoto. Todo parecía indicar, pues, que la hora estaba cada vez más próxima. La invasión de los ejércitos de Napoleón a España dio la clarinada de aviso: la hora había llegado.

 

En veinte años España y Portugal perdieron de las manos lo que habían controlado con los pies durante tres siglos. Las élites criollas de América Meridional, conjuntamente con Inglaterra y Francia, sus aliados estratégicos, fueron los grandes protagonistas de esa gesta, y, por cierto, y como no podía esperarse de otro modo, sus únicos beneficiarios. Si parte del poder y parte de la riqueza cambiaron de dueños, toda la miseria, en cambio, seguiría en manos de las poblaciones nativas y de los esclavos.

 

España y Portugal, que alguna vez habían tenido el monopolio del comercio europeo con América, muy a su pesar, dejaron la posta a Inglaterra y Francia. Y al interior de las colonias, el relevo del poder imperial fue íntegramente tomado en sus manos por las élites criollas: castellanas y católicas, en la ex América española; y portuguesas y católicas, en la ex América lusitana. En los dos siglos que transcurrieron después, no serían pues ni España ni Portugal, sino las élites criollas que las suplantaron, afianzadas en el poder por su alianza con las nuevas metrópolis, las que impondrían en sus dominios el castellano y el portugués, “sus” idiomas; y el catolicismo, “su” religión.

 

Así, la inusitada posta, única en su género en la larguísima historia de Occidente, resulta el “accidente” histórico que explica que el castellano y el portugués, y el catolicismo, pervivieran en las colonias.

 

Finalmente entonces, retomando el hilo en que estábamos, y aun cuando ha quedado insinuada, explicitaremos la novena y trascendental diferencia entre la historia de los pueblos que estuvieron dominados desde Roma, de la de los pueblos que estuvieron dominados desde Madrid y Lisboa. En efecto, tras el colapso del Imperio Romano, cada uno de los pueblos que había estado sometido, al cabo de ese interregno de varios siglos, reinició su vida independiente. En general puede sostenerse que –con la excepción de España, una gran parte de cuyo territorio fue conquistado por los árabes–, ninguno de los pueblos europeos conquistados por los romanos fue jamás objeto de ningún tipo de colonización ni de ningún tipo de hegemonía. En todo caso, nada que pudiera compararse, en duración y en consecuencias, a lo que había sido la conquista y colonización que llevaron a cabo los romanos.

 

En América, en cambio y como también ha quedado expresado, tras el colapso de los imperios Español y Portugués, sin que se diera pausa en el tiempo, sin solución de continuidad, los pueblos que habían estado sometidos cayeron, todos, sin excepción, bajo la hegemonía política y económica de Inglaterra y Francia, pero más de aquélla que de ésta.

 

Objetivos explícitos vs objetivos implícitos

 

Entre tanto, y para retomar la idea central que nos ocupa, ¿qué quedó pues al cabo de seis siglos en el caso del Imperio Romano, y de tres siglos en el caso de la hegemonía de España y Portugal, en relación con sus incansablemente reiterados objetivos explícitos de “culturizar” y “culturizar y evangelizar”? Poco, muy poco. En todo caso no lo suficiente como para que el menos exigente quede satisfecho. Es decir, a este respecto, los “pueblos superiores” no fueron capaces de mostrar siquiera la primera línea de los pergaminos con los cuales tan presuntuosamente se presentaron. Por el contrario, en lo que a extracción de riquezas se refiere, es decir, en relación con su siempre silenciado objetivo implícito, probablemente superaron las marcas del más ambicioso.

 

Pues bien, frente a distintos protagonistas –Roma / Europa–África, en un caso; y España–Portugal / América Meridional, en el otro–, y en muy distintos momentos de la historia, ¿cómo explicarnos que nunca el objetivo explícito –culturizar–evangelizar– haya sido logrado; y que, por el contrario, siempre el objetivo implícito –extraer riquezas– se haya concretado? ¿Podemos acaso, con ingenuidad e incurriendo en inconsistencia, aceptar que respecto del primer objetivo los imperios han sido invariablemente ineficientes, y que, en cambio, frente al segundo objetivo, han sido invariablemente eficientes? Resulta muy difícil aceptar tan grande como extraña inconsistencia.

 

Alternativamente, entonces, trabajaremos con otra hipótesis: el único y verdadero objetivo era aquél no declarado, el objetivo implícito: extraer grandes riquezas a las colonias. El otro –culturización–evangelización–, en cambio, habría sido, en verdad, sólo un pretexto, pero también un señuelo. Si el pícaro más insignificante miente; y si el asesino más avezado miente; ¿quién y a título de qué podría pedirle a los gobernantes imperiales que no mintieran? En la historia, pues –como en los tribunales–, el analista tiene que ser capaz de distinguir las “razones efectivas”, siempre diferentes de los “pretextos” o coartadas que esgrime el inculpado. En los tribunales –tanto en los de la Santa Inquisición, como en los modernos tribunales de hoy– tanto más que las palabras del inculpado se consideraban y consideran las acciones que llevó a cabo y las evidencias que de ello hay al respecto. ¿Por qué entonces, frente a los análogamente similares hechos de la historia, debemos aceptar ciega y complacientemente las proclamas de los imperios, desconociendo los hechos que las refutan?

 

La historiografía tradicional, a este respecto, una vez más ha caído en graves distorsiones y en nefasta complicidad. Así, frente a la ignominiosa explotación humana de la fuerza de trabajo nativa en las minas de América, reiteradamente se ha puesto de manifiesto las sucesivas leyes españolas que “prohibían” los trabajos forzados. Hoy, sin embargo, a ciencia cierta se sabe que todas esas disposiciones no pasaban de ser simples señuelos para aquietar las críticas. ¿Cómo seguir silenciando, por ejemplo, que en 1601 el rey Carlos III secretamente ordenó que esos “prohibidos” trabajos forzados debían continuar “en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción”? .

 

En fin, para el análisis de todas y cada una de las olas de la historia, repetimos, tenemos que ser capaces de distinguir los que aparecen como objetivos explícitos –los pretextos–, para distinguirlos de los que, aunque implícitos, son los verdaderos objetivos –las razones de los protagonistas–.

 

El idioma, la religión y el progreso

 

Demos paso pues a un último análisis para terminar esta parte. Deliberadamente, en efecto, porque a nuestro juicio se trata de una de las más monumentales piedras de molino que ha divulgado la historiografía tradicional, en el balance de Imperio Romano hemos omitido los “grandes aportes del legado romano”, sobre los que empecinadamente nos refriegan los textos de Historia: las leyes romanas, que constituyen la base del Derecho de la mayoría de los estados occidentales; nuestra escritura; el diseño de nuestras ciudades, monumentos y edificios; y la religión cristiana.

 

¿Se nos ha pretendido decir acaso, que si no hubiera existido el Imperio Romano, nada de ello habría llegado hasta nosotros? ¿Y que, por consiguiente, mucho habría sido lo que hubiéramos perdido? En todo caso, parece que esa sibilina idea –de modo ciertamente subrepticio– está en efecto presente en casi todos los textos de Historia que circulan en Occidente. Pues bien, esa tesis, que disimuladamente ha calado muy hondo, es falsa y deformante. Pero, además, está preñada del mismo complejo de superioridad de que hacían gala griegos y romanos. Veamos.

 

Japón, que hoy es virtualmente la segunda potencia mundial, próspera y moderna, ¿cuánto debe a la cultura romana o, mejor aún, a la cultura greco–romana? ¿Acaso las leyes, acaso la escritura, o el diseño de los edificios, o acaso la religión? En otros términos, virtualmente sin el “auxilio” de la cultura greco–romana, con su propia y milenaria cultura, Japón ha llegado a ser una nación tan próspera y desarrollada como la mejor de Europa. En términos muy parecidos puede hablarse de China. O de Arabia Saudita, que con otra escritura, otra arquitectura y otra religión, tiene el mismo ingreso per cápita que Argentina. O de Irán, que ha alcanzado un ingreso per cápita superior al del Perú. O, finalmente, de Sri Lanka, que tiene un ingreso per cápita equivalente al de Bolivia.

 

No han sido pues las culturas, occidental, en un caso, y oriental en el otro, las que han llevado a la prosperidad a Japón o a Alemania. O a un nivel intermedio a Arabia Saudita y Argentina. O a un lamentable subdesarrollo a Sri Lanka y el Perú. Independientemente de las culturas, hay pueblos desarrollados y subdesarrollados, tanto en Oriente como en Occidente. A este respecto, la posesión de la cultura greco–romana, y del castellano y el catolicismo, para el caso de muchos pueblos, no es un factor relevante. El Perú debe contarse entre ellos. Con o sin ellos poco habrían cambiado las cosas entre nosotros, en términos de bienestar o prosperidad. Quizá hablaríamos otro idioma. Quizá escribiríamos con otra escritura. Quizá tendríamos otro pensamiento religioso. Quizá tendríamos otro modelo de ciudades y edificios. Pero formando parte del “patio trasero” del imperialismo norteamericano, seríamos igualmente subdesarrollados y pobres.

 

Si frente a una o varias de esas alternativas nos ha asomado un poquito –o mucha– desazón, es porque tenemos una visión etnocéntrica, prejuiciosa y subjetiva de las cosas: creemos que nuestra escritura es mejor, que nuestra religión es mejor, que nuestra cultura es mejor. He ahí que queda en evidencia el complejo de superioridad inculcado, en nuestro caso, por la cultura greco–romana. Si los árabes, los japoneses o los bostwaneses, desde su perspectiva, llegan, respecto a su propia historia y a su propia experiencia, a conclusiones equivalentes, será porque también llevan dentro los complejos de superioridad que, a fin de cuentas, son defecto del hombre y no sólo de la cultura greco–romana. Virtualmente no existe cultura en el planeta donde el vencedor no se estime superior al vencido. Y todos los pueblos de la Tierra tienen en su haber triunfos, grandes o pequeños, en donde se sustenta ese complejo.

 

No le corresponde pues al Imperio Romano arrogarse ningún mérito especial. Y, menos aún, entonces, corresponde que los historiadores le endosen méritos gratuitos.

 

Por lo demás, ¿a título de qué se estima que sólo porque existió el Imperio Romano han llegado hasta nosotros las leyes de la República Romana –creadas y desarrolladas antes de que existiera el Imperio–; la escritura –adaptada de la griega, también antes de que existiera el Imperio–; el modelo de las ciudades y edificios –adoptados de los griegos–; y, finalmente, la religión, creada en el Asia Menor, expandida durante y a pesar del imperio, y adoptada por él cuando ya había empezado su agonía?

 

En el esplendor de Grecia, cuando los romanos no imaginaban siquiera que siglos después darían forma a un imperio, éstos habían empezado ya a imitar las construcciones griegas. Más aún, muchos romanos ya habían empezado a hablar y escribir el idioma de los griegos, esto es, el idioma del pueblo que por entonces era hegemónico. Es muy probable también que fuera en esa época –y no después, durante el Imperio– que los romanos adaptaron su propio politeísmo al politeísmo del pueblo que entonces gozaba del mayor prestigio. La adaptación religiosa se concentró casi exclusivamente en dar nombres latinos a los dioses griegos: Zeus pasó a ser Júpiter, Afrodita pasó a ser Venus, etc. Por último, ¿no fue acaso durante la República, es decir antes del Imperio, que los romanos adoptaron muchas de las leyes que regían la conducta de los ciudadanos y de los esclavos, y el concepto mismo de democracia que habían instaurado los griegos?

 

¿Alguna de esas prácticas culturales fue impuesta a los romanos por la fuerza? ¿No fue acaso que ellos, pacíficamente, considerándolas valiosas, las adoptaron voluntariamente, imitando y copiando sin vergüenzas ni complejos a los griegos? ¿No había ocurrido acaso, desde los inicios mismos de la vida humana, que, a través del contacto con los vecinos –en el comercio, pero también con la guerra–, los hombres y los pueblos venían aprendiendo unos de otros, rescatando lo mejor de cada cual? La inmensa mayoría de las transferencias culturales entre los pueblos se ha dado en forma pacífica, a través de adopciones voluntarias que, por cierto, tiene la virtud de ser sólidas y perdurables. Así, tal y como deliberadamente lo había hecho el pueblo romano, las contribuciones culturales de Grecia –y las que ésta había recogido de Creta, y ésta de Egipto y Mesopotamia– iban a seguir esparciéndose por Europa y, a través de ella, a otras partes del mundo: lenta y pacíficamente, pero de manera sólida y estable. ¿No reconoció acaso Julio César que, desde antes de sus conquistas, los galos practicaban un politeísmo casi idéntico al de los romanos que, como éstos, habrían asimilado de los griegos?

 

¿Pretenderá alguien reivindicar, entonces, la necesidad de que el fenómeno de progreso y transferencia cultural requería ser acelerado? ¿Y que entonces ése, henchido de paternalismo y a través del uso de la fuerza, habría constituido el gran aporte del Imperio Romano? Ese no pasaría de ser un razonamiento majadero. Al fin y al cabo, hay la conciencia casi unánime de que, tras la caída del Imperio Romano, Europa inició un largo período de varios siglos de oscurantismo, en el que las artes, la técnica, la ciencia y la tecnología casi no conocieron progreso. Pero no precisamente porque hubiera caído el imperio. Sino porque, después del colapso, quedó en evidencia los destrozos y el empobrecimiento en que habían quedado los pueblos, las tierras, el ganado y las minas en los territorios que habían sido administrados por el poder imperial. El imperio, pues, en términos prosaicos, no hizo sino desatar una poco útil carrera de caballos con parada de borrico.

 

Nuestro siglo nos ofrece maravillosos ejemplos de cuán errados están todos aquellos que estiman como inapreciable e insustituible el aporte militarista–cultural del Imperio Romano. Nos limitaremos sin embargo a lo más patético. Pues bien, es muy difícil que haya alguien que ponga en duda que Beethoven, en la música, Leibnitz, en la matemática, Plank en la física, Goethe, en la literatura, o, por ejemplo, Schiller, en la poesía, han hecho en lo suyo algunos de los más grandes aportes a la humanidad. Alemanes todos, ciertamente hicieron sus grandes contribuciones antes de que Hitler llegara al poder. Y, claro está, Alemania había alcanzado extraordinarios niveles de desarrollo, en casi todo orden de cosas, antes de que desatara la II Guerra Mundial. Por lo demás, harto se ha escrito sobre la proverbial cultura de muchos de los generales nazis, que, entonces, como divulgadores de la cultura alemana, habrían podido jugar un papel extraordinario. Coherentemente, pues, los panegiristas actuales del Imperio Romano, deberían estar en la primera línea entre quienes se lamentan de que Hitler y Alemania perdieran la guerra. Porque con ello –deberían estarnos diciendo– la humanidad se perdió la brillante oportunidad de divulgar más, y más rápidamente, los valiosísimos aportes de Beethoven, Leibnitz, Plank, Goethe y Schiller, y, en general, de la sociedad alemana.

 

Si sus conductas fueron idénticas, ¿por qué se alaba a Augusto y se estigmatiza a Hitler? Y si sus acciones fueron igualmente sanguinarias, ¿por qué se elogia a Julio César y se denigra a Goering? ¿Cómo se explica tamaña incoherencia? Pues, simple y llanamente, porque unos ganaron sus guerras y otros las perdieron. Es decir, se viene juzgando a los protagonistas, no en función de sus acciones sino en función al resultado de las mismas. Esa flagrante subjetividad –absolutamente alejada del razonamiento científico– es la que viene negando a la Historia las posibilidades de que alcance a constituirse en una ciencia.

Para el presente y para la posteridad, más dañino que el hecho de que Augusto y Hitler, o Julio César y Goering hayan pretendido engañarnos, es el hecho de que los textos de Historia recojan como verdades las grandes mentiras de aquéllos.

 

El análisis histórico tiene que ser capaz de “descubrir” la verdad, grande o pequeña. No es suficiente para ello ser capaz de separar el trigo de la paja. Es necesario también descorrer los velos y rodear o saltar por encima de las gruesas murallas que la ocultan. En torno al Imperio Romano, por ejemplo, y una vez más, siguen ocultas algunas grandes verdades. En efecto, harto se le ha rodeado de una áurea de triunfos, el sentimiento de gratitud hacia el “más grande imperio de todos los tiempos” parece inconmovible, y, en resumen, la disposición de simpatía hacia él es casi unánime.

 

No obstante, los mismos que han contribuido a crear esa imagen, virtualmente mítica y sacralizada, admiten que el Imperio Romano colapsó. Los mismos que la elogian –sin saber que hacen Literatura en vez de Historia– admiten que el imperio fue arrasado ; que Roma, la mismísima capital del imperio, fue saqueada ; que sus últimos gobernantes fueron ambiciosos, corruptos e ineptos ; y, finalmente, que el gigantesco ejército terminó siendo doblegado por
pueblos primitivos, sin nombre ni apellido. ¿Es que los generales romanos fueron capaces de ganar todas las batallas pero no la guerra? ¿Es que después de verter todos esos conceptos puede quedar aún en la conciencia de los autores un fuerte aroma de simpatía? Ése –según nos parece–, es el resultado de juicios inmaduros, en los que los prejuicios pueden más que la razón.

 

¿Por qué sucumbieron el Romano y, sin excepción, todos y cada uno de los imperios de la humanidad? Veámoslo pues con algún detenimiento, porque esa parece ser también una de las inexorables leyes de la historia de la humanidad.

 

 

7) Factores del colapso

    

Insistimos una vez más en que la temática y esquemática revisión histórica que estamos realizando nos permite mostrar que la voluntad de los pueblos y de sus gobernantes no habría tenido participación decisiva –e incluso quizá ninguna–, en el tránsito hacia la cima de todas y cada una de las olas que hasta ahora se han dado en la historia de Occidente.

 

Pero las acciones de los hombres –las de los gobernantes en particular–, y las de la naturaleza, sí habrían tenido definitiva importancia en la pérdida de la hegemonía, esto es, en el proceso de declinación y colapso. Adviértase, no obstante, que el hecho de que las decisiones fueran deliberadas y concientes no implica, necesariamente, que se tuviera conciencia de que las consecuencias, en particular en el largo plazo, resultaban contraproducentes.

 

Habría, pues, en palabras de Toffler, “un código oculto, un conjunto de reglas o principios que presiden todas [las] actividades [de las civilizaciones]…” . Toffler sin embargo, con los seis principios que enumera y desarrolla , no logra desentrañar ese “código secreto” que explicaría la formación de las olas y –lo que ahora nos ocupa–, la subsecuente declinación de las mismas.

 

¿Cuáles puede mostrarse como las variables más importantes que explican la declinación de las grandes olas de la historia, pero también, y si se prefiere, el colapso de los imperios? A nuestro juicio, corresponde destacar por lo menos las siguientes:

 

a)    las guerras y en general los conflictos internacionales;

b)    la mayor o menor vulnerabilidad frente a la naturaleza;

c)    el uso ineficiente de los recursos de que se dispone, y;

d)    la concentración de la riqueza, la violencia utilizada para obtenerla y las contradicciones que todo ello genera, tanto en el seno del pueblo hegemónico como en la relación entre el centro hegemónico y los pueblos conquistados.

 

a)    Las guerras

 

En relación con este primer factor es importante destacar que, en ningún caso, los pueblos hegemónicos que se constituyeron en el centro de una ola perdieron su condición de tales a consecuencia de una guerra de carácter decisivo –como ocurrió por ejemplo con el imperio que pretendió erigir la Alemania nazi–.

 

Dicho en otros términos, en las grandes olas de Occidente, no se ha presentado nunca la circunstancia de que un pueblo o un imperio derroten militarmente a otro, e inmediatamente después pasen a controlar el territorio que éste dominaba. Ello en efecto no ocurrió en el tránsito de Mesopotamia a Egipto, ni en el de Egipto a Creta. Tampoco en el caso de la transición de Grecia a Roma, ni de ésta al Imperio Carolingio. Y por cierto tampoco en el tránsito de la hegemonía de España–Alemania–Inglaterra a la de Estados Unidos.

 

Acción de zapa de los vecinos

 

Sí es verdad, en cambio, que las guerras han cumplido una función de zapa, de sabotaje, de deterioro y debilitamiento de las fuerzas militares, económicas y sociales nucleadas en torno a los gobernantes que dominaban en la cresta de una ola.

 

En las guerras, como se sabe, no sólo se destruyen materiales e instalaciones militares, cuya financiación ha representado –y representa– siempre un gran sacrificio económico para los pueblos. Junto con ellas se pierden además valiosísimos contingentes humanos. Así, durante un largo período de la historia europea, las guerras ocasionaban que la población masculina llegara a ser hasta un 30% menor que la población femenina. Y, sorprendentemente, el mismo costo social habrían tenido las guerras en los Andes, en el período pre–hispánico .

 

Las guerras representan además la destrucción de viviendas, pueblos y ciudades enteras, infraestructura vial e infraestructura productiva, etc., todo lo cual representa enormes pérdidas que –si pueden– los pueblos tienen que volver a construir. Y, en las épocas de paz, la siempre angustiante amenaza de las guerras supone que los pueblos deben destinar ingentes recursos en armas e instalaciones de defensa. Agréguese a todo ello que, en el caso de los pueblos hegemónicos, éstos, además, para ampliar y mantener su hegemonía, destinan enormes cantidades de recursos económicos para financiar sus campañas de agresión a sus dominios o, como en la actualidad, para solventar su posición de vanguardia tecnológico–militar, de gendarme mundial, vanguardia lúcida de la democracia, o como quiera llamársele o se autotitule.

 

Revisemos brevemente la presencia de las guerras en algunas de las grandes olas de Occidente. Grecia, como se sabe, alcanzó el esplendor –es decir, la cima de la ola– en el siglo v aC. Fue, como se lo denomina, el Siglo de Oro, o, también, el Siglo de Pericles. No obstante, desde el siglo anterior, el Imperio Persa de Darío –también llamado Imperio Aqueménida–, tenía arrebatadas a Grecia varias islas del mar Egeo. Es decir, los persas habían llegado a golpear las barbas de los generales helenos. Así terminarían desatándose las llamadas Guerras Médicas: los persas ganaron la batalla de las Termópilas y los griegos las de Maratón, Platea y Salamina. No fueron los afamados soldados espartanos, sino los atenienses, quienes lideraron la lucha contra los persas. Fueron once años de cruentos y costosísimos enfrentamientos.

 

Cincuenta años más tarde, terminando ya el siglo v, los griegos se enfrentaron en una cruenta guerra civil que duró nada menos que 30 años: la Guerra del Peloponeso. Esta vez, los militares espartanos derrotaron a los héroes griegos. En las primeras décadas del siglo siguiente, Alejandro Magno, un macedonio–griego que había sido educado por Aristóteles, logró controlar el poder en Grecia no sin antes reprimir duramente a sus adversarios. Finalmente, lanzó a los ejércitos griegos por el norte de África hasta Egipto y por el Asia hasta la India. Fue una de las campañas militares más extensas y costosas de que se tenga memoria en la historia de la humanidad y de la que Grecia no obtuvo ningún beneficio. Esa catástrofe es quizá sólo comparable con la de Napoleón en Rusia o como la que finalmente sufrieron los ejércitos de la Alemania nazi. Exhausta Grecia, en el siglo siguiente, los generales del naciente Imperio Romano no necesitaron ninguna memorable batalla para apoderarse íntegramente del territorio griego, cuando Grecia no era ya sino la sombra de lo que había sido dos siglos antes. Las guerras, pues, qué duda cabe, contribuyeron decididamente a liquidar al Imperio Griego.

 

En cuanto al Imperio Romano se refiere, los persas una vez más jugarían un rol de importancia. En efecto, en el siglo iii dC, pero ya como Imperio Sasánida, atacaron sistemáticamente a los ejércitos romanos acantonados en el este del territorio imperial, invadieron Siria –que formaba parte del Imperio Romano–, derrotaron y capturaron al emperador Valeriano, y saquearon Antioquia, la tercera ciudad en importancia del imperio. Los estragos causados fueron pues múltiples y costosos. Por su lado, y en el mismo período, los mal denominados “pueblos bárbaros” asolaron el territorio imperial, en indudable alianza con sus connacionales que desde siglos atrás formaban parte de la población del imperio. En la hora postrera, correspondería a los hunos constituirse, durante 80 años, en azote del imperio: habían llegado en impresionante número desde la remotísima Mongolia y asolaron miles de kilómetros cuadrados de los mismos territorios que Julio César creyó haber conquistado para siempre en favor de Roma.

 

Muchos siglos más tarde Francia y España jugaron un rol decisivo en la pérdida de la hegemonía de Inglaterra. En efecto, en la independencia de Estados Unidos –que constituyó sin duda una pérdida gigantesca para los intereses sajones– jugaron un rol destacado los aliados de Estados Unidos –y enemigos de Inglaterra: Francia y España. Y, en revancha, Inglaterra, aliada con la misma Francia que había sido su enemiga en la independencia de Estados Unidos en 1776, jugaron un papel destacadísimo contra España en la independencia de los pueblos centro y sudamericanos. A la postre, el comportamiento de las potencias respecto de sus propios intereses y la independencia americana, puede quedar esquematizado como lo presentamos en el Gráfico Nº 14.

 

 

 

 

Alianzas estratégicas

 

Pero, aún a riesgo de caer en obviedad, debe explicitarse que en las relaciones internacionales, desde muchísimo tiempo atrás, se aplica la política de que los “enemigos de mis enemigos son mis amigos” (y todas sus variantes). Mal podría extrañarnos que esa política la hayan estrenado egipcios y mesopotamios. En general, gráficamente, esa política puede presentarse como lo hacemos en el Gráfico Nº 15 (en la página siguiente).

 

Los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, para citar un ejemplo evidente y reciente, son particularmente aleccionadores a este respecto. Si ubicamos –en la gráfica– a Europa Occidental y Estados Unidos como “A”, y a Alemania como “B”; la Unión Soviética, a la derecha y “enemiga” de Alemania, tenía que ser objeto de una “alianza táctica” con Europa y Estados Unidos; con en efecto se dio. Y Japón, a la izquierda y “rival fronterizo” de Estados Unidos, tenía que ser “aliado táctico” de Alemania; y también lo fue.

 

En el primer caso la “alianza estratégica” estaba dada entre Europa y Estados Unidos, con muchos intereses en comunes entre sí y virtualmente ninguna diferencia ideológica. Fue táctica en cambio la alianza de aquéllos con la URSS, porque grandes diferencias y contradicciones ideológicas los separaban. La posterior Guerra Fría lo pondría en evidencia.

 

Pero antes, y entrando en algunos detalles, las que a la postre serían las guerras de independencia americana, desde Estados Unidos hasta Chile, se dieron –como está dicho–, en el contexto del enfrentamiento entre las grandes potencias de la época: España, Inglaterra y Francia. Además de las guerras en las que mutuamente se enfrentaron, desde el reinado de Isabel I, con el apoyo directo del gobierno inglés, o con su complaciente anuencia, piratas y corsarios, socavaron desde el mismo siglo xvi la economía española, asaltando a cientos de galeones que transportaban el oro y la plata de América Meridional hacia Cádiz. Bien puede decirse que Walter Raleigh, Spielberg, Francis Drake, sus secuaces y otros muchos, fueron los terroristas internacionales de la época, pero al servicio de la causa e intereses de Inglaterra –y otras potencias–.

 

 

 

A fines del siglo xviii, frente a la lucha de independencia de las 13 Colonias de Norteamérica en 1776, España tuvo la ocasión de vengarse del centenario sabotaje inglés contra sus intereses imperiales. El Imperio Español, en efecto, proporcionó al ejército norteamericano alimentos, armamentos, vestimenta, medicinas y hasta dinero “con tal de lograr la expulsión de las tropas inglesas”, como lo expresa el historiador puertorriqueño Héctor Díaz. Más aún, a pedido del rey Carlos III, se logró llevar a los campos de Baton Rouge, para apoyar a las huestes lideradas por Washington, “un ejército de siete mil hombres llegados de Cuba, México, República Dominicana, Puerto Rico, Haití, Venezuela y La Florida –que por entonces era posesión española– . Y por su parte, soldados y generales de Francia –La Fayette, Rochambeau y muchos otros– estuvieron también en los campos de batalla de la costa atlántica norteamericana, luchando contra los ejércitos del Imperio Inglés.

 

La experiencia de las potencias, entre las que se encontraba ella misma, le permitía a España saber pues de la inminente amenaza de una guerra anunciada. En 1783, en efecto, el embajador de España en París, el conde de Aranda, escribió a su rey:

 


…virreyes y gobernadores que la mayor parte van con el (…) objeto de enriquecerse; las injusticias (…); la distancia (…) del tribunal supremo donde han de acudir a exponer sus quejas; los años que se pasan sin obtener resolución, éstas y otras circunstancias contribuyen a que aquellos naturales no estén contentos y aspiren a la independencia, siempre que se les presente ocasión favorable” .

 

Pero el embajador en Francia no fue el único y privilegiado visionario. Campomanes, Floridablanda, y Ábalos, advirtieron también a Carlos III –como anota María Luisa Laviana– “lo que todos consideraban inevitable: la pérdida de las colonias” , que, para esas mismas lúcidas inteligencias, sin duda acarrearía gravísimas y nefastas consecuencias para España, ciertamente.

 

Y dos décadas después de la advertencia del embajador español en París, la invasión de Francia a España, generó pues la más favorable de todas las condiciones posibles para la independencia centro y sudamericana. La invasión napoleónica debilitó enormemente el poder central español –a la sazón ya en manos de Carlos IV y de su hijo Fernando VII–, agravó aún más la crítica economía española, e interrumpió abruptamente los lazos y fluida comunicación que se mantenía con las colonias.

 

En el contexto del enfrentamiento entre España y Francia, el Imperio Inglés logró obtener enormes ventajas, además de inmejorables condiciones para el desquite contra el Imperio Español. Se convirtió, entonces, junto con Francia, en el principal aliado de los pueblos americanos que a la sazón pugnaban por emanciparse de España.

 

Los británicos proveyeron de armas y oficiales a los ejércitos libertadores latinoamericanos y formaron y entrenaron a casi todos los más importantes “cuadros” de la revolución latinoamericana del siglo xix. Militares y marinos ingleses estuvieron presentes al lado de San Martín y Bolívar: un almirante inglés dirigió la flota que transportó a los ejércitos de San Martín hasta desembarcar en Paracas, al sur de Lima; y un militar irlandés fue el asistente personal de Simón Bolívar por los campos militares de gran parte de América del Sur. Tampoco fue una simple casualidad que, décadas después, fuera un almirante francés el que impidió que la escuadra española recuperara, a través del Perú, todos o algunos de los territorios que había perdido. Mal haríamos en creer que La Fayette, Rochambeau, Guise, O’leary y Petit Thouars fueron sólo los románticos precursores de una gesta como la que, en el siglo xx, pretendió llevar a cabo el Che Guevara; gesta que a su vez, a fines del siglo xix, durante la guerra de independencia de Cuba, había realizado un peruano: Leoncio Prado.

 

Reacomodos estratégicos

 

La política, y en particular la política internacional, tiene de todo, menos de estática. Ciertamente, como las circunstancias cambian –también más allá de la voluntad de los hombres, que incluso muchas veces aparecen o se muestran como sus “protagonistas”–, la actuación política también cambia, adecuándose a las nuevas circunstancias. Se producen entonces esos reacomodos tácticos y estratégicos que siempre han sido el asombro de los “no protagonistas”, es decir, de los alelados hombres que veían pasar la historia bajo su balcón.

 

Así, en esos reacomodos tácticos y estratégicos, y retrotrayéndonos al Gráfico Nº 15, el pueblo “C” que aparece como neutral, pasa –por condiciones “x” o “z”– a constituirse –dada su ubicación geográfica– en “enemigo” de “A” y de “B”. Éstos, antaño “enemigos”, se ven obligados a convertirse en “aliados” –tácticos; aliados sólo y en tanto se prolongue la “amenaza” común–. La historia de las conquistas romanas –según claramente lo deja entrever Julio César–, y la historia de Europa en general, son riquísimas en estos reacomodos que a los ojos del hombre de la calle parecen desvergonzados. ¿Quién no recuerda las inacabables correrías de los cancilleres que –sin y con sotana– pugnaban para concretar con sus enemigos declarados, alianzas que les permitieran sortear con éxito las amenazas virtuales o concretas de un “ex–aliado”? Y rememorando una vez más los sucesos de la Segunda Gran Guerra, ¿no resultaba sorprendente que Europa y Estados Unidos, enemigos declarados de la Rusia Socialista, se aliaran con ella para enfrentar al nazismo, el enemigo común?

 

Pero hay todavía virajes más sorpresivos por lo “sutiles” que son. Ayer nomás, ¿no fue “sorprendente” que Estados Unidos, aliado con Argentina a través del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca –Tiar–, terminara convertido en enemigo suyo en la Guerra de las Malvinas contra Ingleterra? Si embarcarse a la guerra fue un incalificable error de apreciación estratégica del comando militar argentino; la actuación norteamericana fue, en lenguaje riguroso y castizo, una “traición” a los postulados del Tiar.

 

¿Cómo se explican estas idas y venidas de la política internacional? ¿Tienen explicación estos aparentes contrasentidos? ¿Son producto de la irracionalidad de los gobernantes, como más de una vez con superficialidad se ha sugerido? ¿Es que, como también se cree, la gente “tiene derecho a cambiar y por consiguiente cambiar de opinión”, tratando ahora como enemigos a los que ayer trató como amigos?

 

Hay una razón, una y suficiente, para explicar esos grotescos vaivenes: los intereses, es decir, las conveniencias que tiene en juego cada uno de los protagonistas. Egoísmo –egoísmo pragmático y explicable–, simple y llanamente eso: si hoy a “O” le conviene ser amigo de “M”, será su amigo. Pero si mañana le conviene ser su enemigo, será su enemigo, sin falsos pudores (aunque muchas veces –con buenos pretextos– se disimula bien el interés egoísta, la verdadera razón del endiablado giro o, si se prefiere, de la “traición”).

 

Pero para el ejemplo anteriormente expuesto, hay pues un aspecto de los intereses sobre el que hay que poner énfasis. En la Guerra de Las Malvinas, Estados Unidos tuvo frente a sí a Inglaterra, aliada suya dentro del Tiar, y a Inglaterra, aliada suya dentro de la Otan. Una opción era sin duda permanecer al margen del conflicto. Y bien pudo hacerlo porque las fuerzas militares británicas invariablemente superarían a las argentinas. Mas dentro del conjunto de sus intereses, los de Estados Unidos respecto de Argentina eran –son– intereses secundarios en relación con los intereses fundamentales que lo unen con Inglaterra. Éstos pues tenían necesariamente que prevalecer. Pero no sólo ello, sino que, de cara al mundo, había necesidad de actuar para dar una clara e inequívoca señal a cualquier país que pretendiera reivindicar razones como las que esgrimió Argentina.

 

Pero ni el hecho de que, burda y descaradamente se haya hecho prevalecer los intereses, ni los más espectaculares y vergonzosos reacomodos estratégicos, ni las más lúcidas e inteligentes alianzas estratégicas, han podido impedir que las guerras minaran siempre el poder de los pueblos hegemónicos, contribuyendo así a crear las condiciones para la declinación de una ola y el surgimiento de la siguiente. A ese respecto, sin embargo, la historiografía tradicional, penosamente, ha cargado todas sus tintas en los aspectos épicos y novelescos de las confrontaciones, dejando prácticamente de lado los asuntos más importantes: las transcendentes consecuencias sociales, económicas, políticas y materiales de las guerras, incluyendo por cierto las que afectan a quienes formalmente las ganan.

 

Desde fines de marzo del 2003, por ejemplo, la humanidad ha asistido atónita a la unilateral agresión militar de Estados Unidos e Inglaterra contra Irak. Militarmente, la guerra sin duda habrán de ganarla el imperio hegemónico y su principal aliado. Será, no obstante, un triunfo pírrico. Porque las consecuencias que Estados Unidos, principalmente, pero también Inglaterra, tendrán que soportar posteriormente son previsiblemente inmensas.

 

Veamos sólo algunas de las más importantes: a) el descrédito de la potencia habrá llegado a niveles inimaginables, todos sus actos y políticas serán objeto de abierta suspicacia y desconfianza; b) el pueblo español, opuesto a la guerra, difícilmente perdonará que su gobierno, colocándose como vergonzoso furgón de cola de la potencia hegemónica, lo haya colocado en posición tan ridícula y, en represalia, adoptará una política anti–norteamericana más abierta y militante que antes; c) los pueblos y gobiernos de Francia y Alemania, difícilmente superarán el desaire de haber sido abiertamente tratados como sujetos de segunda clase; d) China y Rusia agudizarán sus precauciones militares y de todo orden; e) parte importante del pueblo estadounidense (30 % no es poca cosa y menos incluyendo allí a gravitantes líderes de opinión en diversos círculos), asumirá una cada vez más militante política anti–belicista y anti–imperialista; f) la industria militar estadounidense, por el contrario, grandemente oxigenada en su economía, quedará drogada de éxito y exigirá mantener la política belicista; g) el mundo islámico difícilmente perdonará, ni en décadas enteras, la brutal agresión, de su seno surgirán innumerables y cruentas formas de represalia; h) la Comunidad Europea en su conjunto (con grave conflicto de intereses para Inglaterra), pronto habrá de reparar –como también ocurrirá con Japón– que sus intereses se distancian cada vez más de los de Estados Unidos, y arreciará pues un clima conflictivamente creciente, y, para terminar, aunque en un listado que no puede considerarse completo; i) los pueblos del “patrio trasero” de Estados Unidos exigirán cada vez más a sus gobiernos tomar mayor distancia y adquirir mayor independencia política y económica respecto de la desprestigiada e incómoda potencia hegemónica.

 

En síntesis, cada vez más alislado, cada vez con menos simpatías, cada vez con enemigos más decididos, sin eliminar ninguna de las amenazas que dieron origen a la guerra, el poder hegemónico norteamericano ingresa sin vuelta a una vorágine de enfrentamientos en la que ganará muchas batallas, pero, como los generales y emperadores romanos, terminará por perder la guerra.

 

b)    Vulnerabilidad frente a la naturaleza        

 

La naturaleza por su parte, así como prodigó recursos –y en algunos casos hasta condiciones de excepcional ventaja– a algunos pueblos, facilitándoles su conversión en hegemónicos, también los habría azotado y precipitado al colapso. Por su importancia –y aunque un poco tardíamente a decir verdad–, este asunto viene siendo objeto de preocupado estudio por parte de muchos investigadores –como ya se anticipó anteriormente–.

 

Pues bien, nada menos que Mesopotamia, la primera gran ola de civilización de Occidente, parece haber sucumbido en el contexto de una inusual y grave sequía, que le habría asestado el definitivo golpe de gracia. Sobre la base de indicios razonables, desde hace años científicos de la Universidad de Yale están tratando de probar esa hipótesis.

 

Por su parte, dos referencias de Herodoto podrían dar pie para investigar también una eventual intervención de la naturaleza en la caída del denominado Imperio Antiguo, en Egipto, que se habría visto afectado por un sensible descenso en el nivel de las aguas del Nilo a consecuencia de una prolongada sequía en las nacientes del mismo. El historiador griego en efecto dice que los reinados de Kheops y de su hermano Khefrén fueron “ciento seis años durante los cuales los egipcios vivieron en total miseria”. Pero inmediatamente antes refiere que la pirámide de Khefrén no “tiene cámaras subterráneas, ni llega a ella un canal desde el Nilo, como a la de Kheops…” . Quizá pues la disminución del caudal del Nilo –y de las áreas que anualmente sedimenta–, podría explicar tanto la miseria como el hecho de que no se tendiera un canal hacia la pirámide.

 

En torno al Imperio Romano, San Cipriano, Obispo de Cartago, contemporáneo de la debacle del poder hegemónico, escribió en el siglo iii dC, en torno a la disminución notable de la población del imperio, advirtiendo además el papel que las pestes y las guerras jugaban en ello. Pero, muy significativamente, agregó asimismo: “El invierno ya no tiene bastante lluvia…” . ¿Resulta muy difícil deducir que con esa expresión San Cipriano estaba hablando de una sequía que indudablemente generaba gran desabastecimiento y en consecuencia hambruna, pero asimismo inflación? ¿O puede considerarse una simple casualidad el hecho de que una medida de trigo que en el siglo I dC costaba 6 dracmas, en el 276 dC había pasado a costar 200 dracmas, y sesenta años más tarde nada menos que 2 millones–como da cuenta el propio Barraclough –?

 

En el territorio andino, a su vez, el arqueólogo norteamericano Allan Kolata, de la Universidad de Harvard, ha mostrado que estudios del lecho del lago Titicaca muestran en efecto que el colapso de Tiahuanaco coincide también en el tiempo con evidencias de una grave y prolongada sequía .

 

Por lo demás, y siempre en el territorio andino, nunca han sido bien explicadas las razones del colapso de Nazca y Moche, en la costa sur y norte del Perú, respectivamente, y que habrían ocurrido en un período ligeramente posterior al colapso de Tiahuanaco.

 

Pero parece que en simultaneidad con Nazca y Moche habrían colapsado el Viejo Imperio Maya, en la península de Yucatán, y la civilización que en la meseta central de México erigió las gigantescas pirámides de Teotihuacán. Dos datos complementarios resultan muy significativos a este respecto. El Nuevo Imperio Maya, a partir del siglo x, se levantó al este del que lo precedió. Es decir, los habitantes del Viejo Imperio Maya se habrían desplazado en dirección al Atlántico, alejándose del territorio en crisis. Y otro tanto parece haber ocurrido en el caso del Imperio Azteca. A más de cien kilómetros de Teotihuacán, también hacia el este, han sido encontradas pinturas que ilustran los incendios (forestales y de secos campos de cultivo) que se habrían producido en torno a la gran ciudad y producto de una aguda y dilatada sequía.

 

Sorprendentemente, algo más al norte, en el mismo período, sucumbió el pueblo Azanasi, que levantó magníficas construcciones de piedra en el cañón del Chaco (Nuevo México, Estados Unidos). Y por último, también en el mismo período, pero al otro extremo del Pacífico, sucumbió la cultura Khmer, en la Camboya de hoy.

 

 

 

Todas, pues, como se aprecia en el Gráfico Nº 16, en las inmediaciones del océano Pacífico. Por lo que hoy se conoce del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur (en su versión “La Niña”), los pueblos del área oriental del Pacífico, en América, habrían sufrido una gravísima y larga sequía, y los de la vertiente occidental, en Oceanía y Asia, por el contrario catastróficas inundaciones. Quizá en el futuro se demuestre que, eventualmente, el fenómeno afectó también a Japón, Corea, Vietnam, Tailandia, Filipinas y el este de Australia. En todo caso, por la extraordinaria magnitud geográfica y las enormes repercusiones que habría tenido el fenómeno, la hipótesis merece ser sometida a estudio y confrontación con el concurso de las modernas tecnologías de que hoy se dispone.

 

Mal podría extrañarnos que se encuentre evidencias de daños de la naturaleza a pueblos e imperios de África, Asia, Europa y América, siendo que, si hay alguna variable que no tiene fronteras, ésa es precisamente el clima. Y ya se cuenta con pruebas incontrastables de fenómenos climáticos de gran magnitud que afectan íntegramente a casi todo o todo el planeta.

 

Se sabe con certeza, por ejemplo, que desde 1230–1240 dC Europa atravesó por notables crisis climáticas que desembocaron hacia 1270 dC en una “pequeña edad glacial” , con consecuentes graves sequías. Y el gran Fenómeno océano atmosférico del Pacífico Sur que se puso de manifiesto en 1997 (en su versión “El Niño”) trajo como consecuencia, en un sentido, fuertes inundaciones en el norte de Perú, sur de Ecuador, el sureste de Brasil y Argentina, África oriental y en el oeste de Canadá y de Estados Unidos; y en otro, graves sequías en Australia, Indonesia, Filipinas, el Altiplano de Perú y Bolivia, el noreste de Brasil, Centroamérica y África central, afectando directa y drásticamente a 100 millones de personas .

 

Decíamos que, algo tardíamente, la Historia, con el concurso de otras ciencias, viene investigando el rol de la naturaleza en la debacle de algunas civilizaciones. ¿Hay pistas que nos conduzcan a explicarnos la tardía reacción de la Historia, en un caso, y su todavía inacción, en el otro, siendo que uno y otro rol han sido asuntos tan gravitantes de la historia de los pueblos? Todo indica que sí, como pasaremos a ver.

 

Sobre cómo han tomado los historiadores el valioso dato proporcionado hace 2 500 años por Herodoto, en torno a las pirámides de Kheops y Kefrén, poco podemos decir, salvo que la hipótesis de la caída del Viejo Imperio a consecuencia de una grave sequía no parece haberse estudiado hasta ahora.

 

Pero en torno al valioso dato que proporcionó San Cipriano en el siglo iii dC, durante la agonía del Imperio Romano, sí hay mucho por decir. En efecto, Robert López, el propio historiador de la Universidad de Yale que lo reivindica, afirma: las declaraciones de San Cipriano “que más ridículas han parecido” fueron “el invierno ya no tiene bastante lluvia…” .

 

¿Ridículas? Sí pues, así las tomaron, durante siglos, la inmensa mayoría de los historiadores. ¿Qué tenían de ridículas? ¿Resultaba muy difícil distinguir –insistimos en preguntar–, que en ellas San Cipriano estaba hablando de una sequía que indudablemente generaba hambruna? ¿Y que estaba advirtiendo con ello, hace más de mil seiscientos años, que la implacable e incontrolable mano de la naturaleza también jugaba un papel importantísimo en la historia de los pueblos y de los imperios?

 

San Cipriano, hablaba de Roma, es decir, del Imperio Romano. ¿Pero exactamente de qué y de cuándo –repetimos–? Pues de un invierno sin lluvias, y en el siglo iii. “El mundo romano –dice coincidiendo Barraclough, el principal autor del afamado Atlas de la Historia Universal– se sumió en una crisis en el siglo iii”. Pero, acto seguido, Barraclough pasará a hablar de invasiones, deserciones, saqueos, pestes, inflación y, finalmente, de la decisión del emperador Diocleciano, en el año 284, de dividir en dos el imperio . Es decir, ni una palabra en relación con los drásticos cambios climáticos que sí preocuparon al cronista y obispo San Cipriano, y que sin duda afectaron seriamente la economía del imperio y, lógicamente, mermaron la riqueza y el poder de que disponía el sector hegemónico.

 

Pero el historiador Robert López dice más, pues reconoce que, a menudo, han sido tratados como “sospechosos” –o, si se prefiere, dignos de poco crédito ¿o quizá hasta premeditadamente falsos e inventados?–, algunos “informes (…) de los cronistas acerca de inundaciones, sequías y hambres” .

 

¿Qué habrá ocurrido –nos preguntamos– en el caso de los valiosos datos que –como se ha mostrado en capítulo anterior–, proporcionó hace siglos el cronista Pedro Cieza de León, y que ayudan a entender a cabalidad el espectacular caso de la civilización Tiahuanaco en el Altiplano de Perú y Bolivia? Puede pensarse, cuando menos, en tres posibilidades: (a) fueron también tratados como sospechosos, y dignos de poco crédito; (b) no se reparó en el valor de los datos, y; (c) puede atribuirse la desatención del dato al hecho de que muchos historiadores emprenden sus “investigaciones” sin hipótesis, esto es, con bases metodológicas muy endebles, sin la búsqueda de una verdad por probar (o desechar). Como fuera, en ninguna de las tres posibilidades los historiadores tradicionales salen bien parados. En todo caso, tienen la palabra.

 

Y la tienen pues también para responder a esta otra que, fundamentalmente, tiene el mismo propósito: ¿en base a qué se ha discriminado los datos de los cronistas en “válidos”, unos –aquellos que reiteradamente han sido recogidos, muchos de los cuales, por su insignificante trascendencia, debieron ser más bien considerados como carentes de valor histórico; y en “sospechosos”, otros –muchos de los cuales, por el contrario, debieron merecer el crédito que indebidamente se dio a aquéllos?

 

Pues bien, retomando el asunto central, debe admitirse también como indiscutible que otros fenómenos naturales, como los terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, deshielos y aluviones, pero además las plagas y pestes concomitantes, contribuyen a minar la riqueza de los pueblos –y de los imperios, cuando los afecta–, obligándolos a restituir –cuando se puede– las pérdidas ocasionadas.

 

Como razonablemente se sospecha, gravísimas debieron ser por ejemplo las consecuencias de las plagas que afectaron durante las sequías (e inundaciones) a los Imperios de Mesopotamia, Egipcio y Roma. Y no menos costosas fueron las pestes que asolaron a la Francia imperial de los Luises. Proporcionalmente menos grave, pero también costosa, debió resultar al Imperio Romano la catástrofe volcánica de Pompeya, ocurrida en el siglo i dC, es decir, cuando estaba más alto el nivel de la soberbia conquistadora del poder hegemónico.

 

A su turno, muy costosa resultó al Imperio Español la tempestad que, en 1588, hundió los 130 barcos de la “Armada Invencible”. Oficialmente costó 12 millones de ducados que –según nuestros cálculos de actualización –, equivalen a tanto como 24 000 millones de dólares de hoy .

 

No debe pasarse por alto sin embargo que, salvo excepciones, como la de Pompeya, por ejemplo, ante la furia de la naturaleza nunca no han sido similares las consecuencias para el conjunto de cada pueblo. En efecto, siempre las han sufrido más quienes conformaban los sectores o estratos más pobres. Porque invariablemente siempre las élites dominantes han estado mejor guarecidas.

 

c)    Uso ineficiente de los recursos

 

A diferencia de las guerras, para el caso de las víctimas, y de la vulnerabilidad frente a la naturaleza, para todos, en este nuevo factor sí ha estado presente la voluntad humana y, en particular, la de los dirigentes de los pueblos hegemónicos.

 

Cada vez que en la antigüedad un pueblo tuvo ante sí los excedentes generados en la campaña agrícola anterior, tenía –como ocurre también hoy– sólo dos alternativas, gastar o invertir. En un extremo, podía decidirse por gastarlo todo, por ejemplo en palacios, templos, festines o presupuesto bélico. En el otro, por invertir todo, por ejemplo en la construcción de caminos, sistemas de regadío, infraestructura urbana, sistemas de defensa contra los accidentes de la naturaleza, etc. Por cierto, las decisiones más complejas suponían destinar una porción del excedente a gasto y el complemento a inversión.

 

Pues bien, la constante histórica de las grandes olas imperiales –omnipresente y recurrente– ha sido la de destinar un porcentaje significativamente más alto al gasto que a la inversión. Ésta que era una decisión conciente y deliberada, tenía, sin embargo, nefastas consecuencias en el imprevisible largo plazo: empobrecía y descapitalizaba sistemáticamente al pueblo hegemónico, debilitándolo paulatina e inexorablemente.

 

Mas la Historia tradicional no ha reparado en ello, sino que, con criterio estético pero no científico, ha puesto toda la tinta en la belleza y magnificencia de los monumentos que con sus fotografías ilustran en abundancia los libros de Historia, ocupando el espacio que deberían ocupar datos y análisis relevantes de la historia.

 

A estos respectos, pues, la Historia tradicional tiene también una enorme responsabilidad en lo que a sus graves omisiones se refiere –mas hoy el cargo debe compartirlo con la Ingeniería y la Economía–. En efecto, se ha prestado una enorme atención a detalles que, sin ser anecdóticos, podrían resultar importantes siempre que se les use como insumos para cálculos y análisis ulteriores, que es precisamente lo que se ha omitido.

 

¿Cuánto por ejemplo representaron de gasto y no de inversión la Torre de Babel o los afamados Jardines Colgantes de Babilonia y los exquisitos palacios y decorados que aún hoy asombran, de todas las culturas e imperios de Mesopotamia?

 

¿No es patético constatar hoy –incluso a través de entretenidos y costosos documentales– el esfuerzo de insignes investigadores en probar las diversas técnicas que eventualmente habrían utilizado los egipcios para apilar los 2 millones de grandes y pesadas piedras con que fue construida la Gran Pirámide? ¡Pero nadie dice nada en torno al gigantesco costo que representaron ésa, otras muchas pirámides, el inmenso templo de Abu Simber y el resto de las descomunales construcciones y monumentos sembrados en las orillas del Nilo!

 

¿Cuánto representaron para la economía de Creta los gastos incurridos en la construcción del sofisticado y laberíntico palacio del rey Minos en Cnossos, las estatuas de piedra y las exuberantes pinturas que decoraban las paredes y el ostentoso gasto en joyas y vestidos con los que se imponía la moda en el Mediterráneo hace 35 siglos?

 

Para Grecia, además del exagerado e improductivo derroche en la Acrópolis, en estadios, ágoras, cientos de templos en el continente y el archipiélago, miles y miles de estatuas de mármol, la “admirable personalidad de Alejandro Magno” y su inmadura ambición de crear un “imperio universal” resultó, proporcionalmente, tan costosa y devastadora como las fracasadas y gigantescas campañas de Napoleón o Hitler.

 

Y como también hemos mostrado en otra ocasión , un magnífico ejemplo adicional de la omisión a la que venimos refiriéndonos, lo han proporcionado los arqueólogos italianos que, con el auxilio de las más modernas técnicas de diseño gráfico, pero tras costosa tarea, han recreado en imágenes virtuales de tercera dimensión la esplendorosa Roma de la cúspide del imperio. Mas se plantaron allí: en la versión arquitectónica. Que se sepa –no lo anunciaron, cuando bien pudieron hacerlo–, no han dado el único paso que faltaba: empezar a calcular cuánto costó ese portento. Ese valiosísimo dato actualizado –que para cuando se estime no dudamos que alcanzará cifras astronómicas–, habrá de contribuir a mostrarnos cuánto aportó al debilitamiento estructural del imperio la absoluta pero intrínseca proclividad al gasto (en detrimento de la inversión) de la élite hegemónica romana.

 

Para el caso de España, sembrada también de palacios y templos, que no constituyen inversión sino gasto, reparemos por ejemplo en los tipos de razones que daban origen a inmensos derroches improductivos. Felipe II, después de asistir y dirigir a su ejército a la destrucción y saqueo de la ciudad de San Quintín en Bélgica, horrorizado por las matanzas y por “la destrucción de la capilla en la cual se conservaban [los restos de un santo]”, dibujó el plano y mandó construir en 1561 el fantástico Escorial –nada menos– . En alto precio autoestimaba su conciencia el rey, qué duda cabe. En cambio, cuando en otro momento se propuso la idea de que resultaría conveniente invertir en el valle del Guadalquivir –palabra árabe que significa “río grande”–, a fin de prolongar en longitud la navegabilidad del río, para abaratar y facilitar el transporte de personas y mercaderías, la Corona contestó :

 

…si Dios hubiera querido un río navegable, lo hubiera creado.

 

En Francia el esplendor de Versalles es poco menos que alucinante. Sea que se trate del palacio propiamente dicho, con cientos de habitaciones, algunas de lujo inaudito; o de los inmensos y exuberantes jardines que lo anteceden; o del Trianon –”el primer capricho real de Versalles”, construido primero con paredes decoradas con azulejos chinescos “una fantasía que correspondía con el espíritu de juventud de Luis XIV”, y rehecho luego con paredes de mármol, porque había quedado “anticuado para el gusto” del mismo rey . ¿Cuánta inversión quedó desplazada exacerbando la pobreza por los caprichos enfermizos de esa élite, o de ese autócrata?

 

Para terminar, en relación con el mundo andino, por ejemplo, al estudiarse la cultura Chavín se dice que el Castillo Nuevo (o Templo Tardío) de Chavín de Huántar mide 75 por 72 metros con una altura de 13 metros; y que, para el caso de la cultura Moche, la Huaca del Sol tiene 136 metros de base y 48 de altura, que en su construcción habrían intervenido hasta 200 mil hombres que apilaron 50 millones de adobes. Pues bien, ¿no hay allí información mínima como para calcular y estimar el costo actualizado de dichos monumentos? ¿Por qué no se ha hecho? ¿Por qué pues no se ha dado ese paso que sí reportaría un dato relevante para probar (o desechar) la hipótesis de la gran proclividad al gasto por sobre la inversión de las élites hegemónicas? Y respecto de lo cual también corresponde preguntarse, ¿cuánto sacrificio costó a los pueblos andinos que la élite inka concentrara en el Cusco aquella riqueza improductiva que dejó boquiabiertos a los primeros conquistadores españoles que llegaron a la fantástica ciudad? ¿No es un buen indicio saber que sólo en el rescate del Inka Atahualpa (que a la postre no fue tal porque igual lo asesinaron), los conquistadores lograron reunir en piezas de oro y plata tanto como 7 200 millones de dólares de hoy ?

 

Pues bien, ¿puede sostenerse que la responsabilidad de priorizar el gasto sobre la inversión alcanzaba por igual a todos los miembros del pueblo o de la nación hegemónica? Ciertamente no. Tanto para el Viejo como para el Nuevo Mundos, nadie podrá sostener que entre la primera y la octava olas, han predominado los mecanismos democráticos de decisión, y particularmente en los imperios. Por el contrario, se trató más bien de sociedades profundamente autocráticas en las que las decisiones de conquista, o, para el caso que nos ocupa, de gasto / inversión las concentraba un reducidísimo grupo de la élite dominante o, en el extremo, una sola persona: el Sátrapa, el Faraón, el César, el Emperador, el Rey o el Inka.

 

Mal puede extrañarnos pues que, por ejemplo, cuando se trataba de decisiones de gasto, el poder autocrático decidiera emprender obras en las que el principal beneficiario fuera entonces él mismo: hermosas sedes imperiales, palacios, grandes jardines y centros de recreo, templos, coliseos, monumentos autoalabatorios (ya fuera como pirámides, columnas o como arcos), etc.

 

Siendo ello invariablemente así –y como la historia moderna lo sugiere para efectos retrospectivos, mediando pues todas las formas de inescrupulosidad, corrupción e impunidad–, ¿cómo extrañarnos entonces de que se fuera modelando también una deliberada, inacabable y nunca satisfecha concentración de la riqueza en manos de la élite hegemónica?

 

 

 

 

Gráfico Nº 17 / Proclividad imperial al gasto improductivo

¿Cuánto ha dejado de invertirse en los pueblos para concretar

estas costosísimas fantasías, cuando no caprichos, de las élites imperiales?

Cómo obviar, a este respecto, que algunos hombres en particular han jugado, en su propio imperio, una acción de zapa tan o más nefasta que la del más poderoso de sus enemigos. Cayo César Augusto Germánico – Calígula –, el tercero de los emperadores (oficiales) del Imperio Romano fue “famoso por sus despilfarros, vanidad y extravagancias” . Entre éstas –que con verdadera fruición destacan sobre todo algunos textos de Historia, y en particular los que están dirigidos hacia niños–, la más divulgada es aquella de que habría –porque hoy el dato está hoy en entredicho– mandado construir para su más preciado caballo un establo de mármol con pesebre de marfil. A Nerón, el quinto de los emperadores romanos, el historiador romano Suetonio –tres décadas después de la muerte de aquél– le atribuye haber mandado incendiar gran parte de la Roma antigua, porque le desagradaba el mal gusto con que habían sido construidos muchos de sus edificios. Sin duda, el desaguisado de Nerón –que también hoy está en entredicho– habría resultado a la economía imperial muchísimo más costoso que los arrebatos zoolátricos de Calígula.

 

La concentración de la riqueza, sin embargo, no era un fenómeno estático e intrascendente, como en perspectiva de corto plazo siempre parece –por lo menos a quienes ciega y lujuriosamente se benefician de ella–. No, en el largo plazo, la concentración de la riqueza iba mostrando su dinamismo y sus perversas y contraproducentes consecuencias –que también han sido silenciadas en todos los idiomas en la Historia tradicional–: acres disputas al interior de la élite por obtener mayores fracciones del botín; desaforada ambición; corrupción generalizada, para obtener en los hechos aquello que no podía obtenerse “legalmente”; insatisfacción generalizada; rechazo y repulsa, masiva y creciente, contra la élite hegemónica; y sabotaje, revueltas y rebeliones que, en conjunto, y como es lógico concluir, contribuían significativamente al decrecimiento de los ímpetus de la ola, y a precipitar el colapso del imperio.

 

Penoso resulta constatar que los textos que con tanto deleite muestran esos detalles y episodios –destacándolos, “levantando la noticia” en el más amarillo estilo periodístico–, no hacen el más mínimo enjuiciamiento –crítico y pedagógico– de las nefastas consecuencias que la infinidad de absurdas acciones de gasto inútil que se dieron, tenían para el futuro de los imperios. En efecto, ni el derroche en monumentos ni la dilapidación cortesana fueron
deslices intrascendentes. ¿Por qué? Porque cada uno de los grandes jerarcas imperiales, como resulta obvio entender, era el centro de la atención de la población, pero, sobre todo, de los miembros de la numerosa élite que, conjuntamente él gobernaba. Las acciones de quien estaba en la cima del poder, pues, y como también es lógico deducir, eran imitadas, más o menos en razón directamente proporcional a la inescrupulosidad de cada protagonista. Así, en los siglos del imperio, la suma del despilfarro inicuo de cientos y miles de imitadores inescrupulosos debió sí alcanzar cifras astronómicas. En resumen, los maestros de la extravagancia irresponsable hicieron un gigantesco daño en cada uno de los imperios.

 

Al final, en todos los casos, sin excepción, hemos asistido al hecho incontrovertible de que ninguna de las élites hegemónicas tuvo conciencia de cómo y por qué perdió la posta. Y de cómo y por qué se perdió el poder, la riqueza, la gloria y la vida. Muy probablemente muchos casos de ceguera e inconciencia han sido equivalentes, sirva entonces sólo como ilustración el caso de Francia. En efecto, mientras a todas luces se incubaba la que habría de ser la Revolución Francesa, la reina María Antonieta, obviamente con la anuencia del rey, pero con recursos públicos, encontrando que el decorado de Versalles le parecía “pasado de moda se decidió a renovar todo el mobiliario, sobre todo las telas de seda tejidas y bordadas con lilas y plumas de pavo real que decoraban la alcoba y la inmensa cama imperial” . Tenían pues perdida la cabeza que poco después perdieron del todo.

 

Ninguna de las élites imperiales llegó nunca a adquirir conciencia de cómo sus propios graves errores y desatinos contribuían, lenta pero sistemáticamente, a debilitar sus imperios. Y, en consecuencia, a minar su propio poder, cavando asimismo su propia tumba y la del imperio que gobernaban. Y es que el tiempo, a este respecto, juega un papel muy traicionero. Ciertamente, cuando entre el efecto y las causas, esto es, entre el colapso y el derroche desmesurado, sistemático, insensato e inútil, median siglos de distancia, no existe ya un solo testigo que pueda entablar la relación. Para colmo, la mayor parte de quienes posteriormente han revisado y analizado la historia, tampoco lo han hecho.

 

Debe no obstante advertirse que la registrada inconciencia no es un hecho natural, un suceso insalvable. Sino una vez más el resultado de una acción deliberada de la propia élite imperial. Porque, en efecto, siempre, en todas las sociedades, culturas, imperios o cualquier otro tipo de formación social, el poder de turno ha tenido detractores, entre los que también siempre ha habido voces lúcidas que advertían de los peligros del gobierno incensato. Invariablemente, sin embargo, el poder omnímodo se dio maña para neutralizar esas voces o acallar o acallarlas. Ya desde Grecia, y probablemente desde siempre, cuántos líderes de oposición han conocido el ostracismo –aunque algunos resultaban destierros dorados–, y cuántos otros fueron drásticamente silenciados con el criminal expediente de cegar sus vidas.

 

 

d)        Resolución de contradicciones

 

Una vez más estamos en presencia de un concepto particularmente caro para la historia: contradicción. En términos coloquiales se entiende usualmente por contradicción la “acción de ponerse en oposición con lo que se dijo o hizo antes” ; como cuando un autor se dice y desdice en un mismo o distintos textos; o como cuando un acusado se contradice en sus argumentaciones. No es pues una definición relevante para lo que aquí nos ocupa.

 

Hay sin embargo en los diccionarios de la lengua otra definición que es en todo caso más pertinente para el análisis de los hechos de la historia, aquella que define “contradicción” como “incompatibilidad de ciertas cosas“, y para la que se pone como ejemplo: “dos caracteres en contradicción” .

 

 

 

 

Relaciones contradictorias

 

En efecto, el primer tipo de contradicción relevante para la historia es el que se refiere a “incompatibilidad”, pero no pues de “dos caracteres” (individuales), sino entre “los intereses de dos colectividades”. Y es, para el tema que nos ocupa, la que se da entre los intereses del pueblo imperial, y los de los pueblos conquistados y sojuzgados.

 

¿Por qué es contradictoria la relación, en qué reside la incompatibilidad? En que en las decisiones políticas imperiales en ningún caso quedan satisfechos ambos tipos de interés. Pero más aún, prevalecen los intereses del pueblo hegemónico, a costa de los intereses de los pueblos conquistados. Es decir, el beneficio de aquél es a costa del perjuicio de éstos. ¿Puede ser eterna una relación de esa índole? No, o, en todo caso, la historia viene demostrando palmariamente que no. La explicación es relativamente sencilla.

 

En efecto, si se prolonga indefinidamente la relación contradictoria, los pueblos sojuzgados terminarían desapareciendo, por absoluta inanición. Si ello hipotéticamente llegara a darse, porque nunca se ha dado, no sólo terminaría allí la relación en tanto que desaparece una de las partes; sino que la superviviente dejaría automáticamente de ser el centro de un imperio porque habrían desaparecido las víctiman a las cuales sojuzgaba y con cuyos recursos se financiaba. Liquidada la fuente de enriquecimiento colapsa el poder imperial, como cuando muere el parásito al morir la víctima receptora. Ésta es, pues, y en esencia, la característica de toda relación contradictoria; es decir, en sí misma está encerrado el germen de su propia destrucción.

 

Pero –insistimos–, no ha ocurrido nunca que tras el exterminio de los pueblos conquistados termine también exánime el pueblo conquistador. Antes de que un extremo de esa naturaleza ocurriera, la contradicción ha sido invariablemente resuelta de otro modo. En efecto, en toda la larga historia de la humanidad, llevados los pueblos conquistados a situación límite, en defensa de su propia supervivencia, estallan contra el agresor. O, antes de llegar al límite, aprovechando circunstancias favorables (agresiones externas contra el imperio, catástrofes naturales, etc.), se alzan derrotando al poder hegemónico.

 

 

        Contradicción principal        

 

En la relación “poder imperial pueblos sojuzgados”, los intereses en juego que incuban y desatan mayor contradicción son los que se refieren a la vida, la religión, el idioma y el patrimonio material. Todas las conquistas imperiales en la historia de la humanidad, y casi podríamos decir que hasta bien entrado en siglo xix –aunque hoy también lo vemos en pleno siglo xxi–, han estado jalonadas por inauditos hechos de violencia contra todos y cada uno de esos intereses de los pueblos conquistados.

 

De Mesopotamia, por ejemplo, han quedado registrados muchos episodios de la crueldad casi inverosímil que pusieron en práctica los asirios con los pueblos que conquistaron. La violencia aplicada contra los esclavos en Egipto no fue menor. No otro fue el proceder de los griegos, que en todas sus conquistas, como refiere Herodoto, tomaban rehenes y miles de esclavos. Las conquistas romanas, está visto, fueron también despiadadas y sanguinarias. La conquista europea de América, y de grandes territorios de África y Asia, representó la muerte de millones de personas, la extracción de riquezas virtualmente incalculables, y una por igual cuantiosa destrucción de activos que había costado miles de años construir. Y, ya en nuestro tiempo, además de la larguísima lista de cargos de muy diverso género que puede hacerse al imperialismo norteamericano, dejemos al estadounidense Milton Friedman, Premio Nobel de Economía de 1976, una última aseveración: “Nuestra política antidrogas ha provocado miles de muertes y pérdidas fabulosas en Colombia, Perú y México (…) [así como] la pérdida de su soberanía (…) y corrupción generalizada,…” .

 

¿Por qué la oposición entre los intereses del conquistador y de los pueblos conquistados es la “contradicción principal” dentro de un imperio? Pues porque es la que surge de aquella relación “poder hegemónico pueblos sojuzgados”, que, siendo la que da origen al imperio, es entonces también la que encierra el germen de destrucción del mismo.

 

Ninguno de los pueblos sojuzgados, a pesar de los siglos que transcurrían –y más allá del ominoso silencio que a este respecto pone de manifiesto la historiografía tradicional–, olvidó jamás los vejámenes de que había sido objeto. Así, invariablemente, todos aquellos que en su momento pudieron tomar venganza la ejercitaron hasta destruir el imperio y, así, “resolver la contradicción”. En nuestros días, esa espada de Damocles de la venganza –iraquí y por extensión islámica–, se la repiten por doquier los críticos al presidente Bush y a los “halcones” que lo secundan.

 

En Mesopotamia, la enorme ciudad de Nínive fue atrozmente saqueada, poniéndose de manifiesto una ferocidad demoníaca. Por su parte, Ciro, el rey persa, cuando por segunda vez derrotó a los babilonios, tras una largamente alimentada venganza, ordenó ejecutar el empalamiento de “hasta tres mil de los principales”, como indica Herodoto, que también registra que a las mujeres, con gran crueldad, se les cortaba los pechos . La historia de la caída del Imperio Romano incluye el feroz saqueo y destrucción de la ciudad de Roma, venganza que ejecutaron los visigodos y los vándalos, pueblos estos que habían conquistado y desterrado los romanos de la península ibérica cuando empezó a formarse el imperio –como extensamente mostraremos más adelante–. El rodar de miles de cabezas durante la Revolución Francesa, o la suerte de los Romanov durante la Revolución Rusa, forman también parte de esos tenebrosos y oscuros desenlaces. En los Andes, en Sudamérica, dos mil y quinientos años antes del primer viaje de Colón, dos imperios fueron igualmente objeto de despiadada venganza por parte de los pueblos que habían dominado: Chavín y Wari.

 

El común denominador es pues asombroso. En todos los casos –ha dicho Toynbee–, la “explosión de ferocidad [de los oprimidos ha sobrepasado] a la crueldad a sangre fría de sus opresores y explotadores” . Sin duda, la suerte de los poderes imperiales inglés y español, en los albores del siglo xix, habría sido muy similar, si ellos y sus colonias hubieran ocupado espacios limítrofes, como había ocurrido en todos los casos anteriormente señalados. Madrid y Londres, pues, fueron providencialmente salvadas por el océano. En forma equivalente, en 1531, el Cusco del Imperio Inka quedó a “salvo” porque antes de que se resolviera la contradicción principal aparecieron en escena los conquistadores españoles.

Es absurdo y profundamente dañino –porque es alienante y engañoso–, que la historiografía tradicional más difundida siga mostrando tanta displicente indiferencia frente a los dramáticos acontecimientos que han estado presentes en el colapso final de los imperios, y frente a la no menos grave conclusión a la que arriba el gran historiador inglés. Resulta inaudito que, reunidas esas evidencias, no se les haya sopesado cabalmente, y, más aún, se les siga presentando como hechos aislados y accidentales, cuando no anecdóticos. Por lo demás, desde el punto de vista científico, resulta inaceptable que la historiografía persista en el error de no establecer relación de causa–efecto entre el violento sojuzgamiento que sufrieron los pueblos conquistados y esas feroces acciones de venganza y represalia.

 

Nadie como quienes tienen en sus manos las riendas del imperio más poderoso de nuestros tiempos debería preocuparse tanto por estas graves lecciones de la historia. El odio y los afanes de venganza laten en los corazones de los pueblos durante siglos. Aunque cierto es, sin embargo, que las formas en que hoy puede manifestarse ese odio y ese espíritu de venganza difieren drásticamente de los de la antigüedad –asumiendo que el inaudito y descomunal atentado del 11 de setiembre, o un equivalente, no se dé más, aunque seriamente se teme lo contrario–. Pero incluso si se expresan en el tono de estos tiempos, serán proporcionales al daño que subjetivamente sienten haber recibido quienes –directa o indirectamente– se reclamen víctimas de formas más o menos cruentas y más o menos dañinas de dominación y hegemonía.

 

Y, aunque implícitamente ha quedado dicho en el recuento realizado, vale la pena poner en evidencia otro aspecto de la cuestión. La venganza, esto es, la venganza sistemática, como es obvio, no se ha ejercido nunca cuando los imperios estaban en la cúspide de su poder, cuando podían neutralizarla o eliminarla. No. La venganza definitiva de los pueblos siempre se ha puesto de manifiesto cuando los imperios estaban ya heridos de muerte. En ausencia de alternativa, paciente y resignadamente los pueblos dominados han esperado la hora oportuna. Hoy, silenciosa y soterradamente –aunque en algunas ocasiones con visibles manifestaciones de violencia–, y reeditándose esa constante que se ha registrado en la historia –y como al final se verá–, los pueblos del Sur también están esperando la hora oportuna.

 

        Contradicciones secundarias        

 

Pero a la contradicción principal –en singular–, que se desata al interior de un imperio, debe sumarse otras que también se dan: las contradicciones secundarias –en plural–. Y resultan en contradicciones secundarias porque se desatan como consecuencia de la existencia del imperio; en tanto que la principal, como se ha visto, se desata como consecuencia de la formación del imperio.

 

Casi sin excepción siempre se han dado, simultáneamente, aunque no siempre con el mismo peso y los mismos estragos, varios tipos de contradicciones secundarias. Entre ellas se cuenta la que surge de la oposición de intereses al interior de la élite del propio pueblo hegemónico. Ése fue por ejemplo el caso de la guerra civil entre Artajerjes II y su hermano Ciro, en el 404 aC, por la hegemonía del Imperio Persa. O el que, casi en la misma fecha, se dio entre atenienses y espartanos en la guerra del Peloponeso, por la hegemonía en Grecia, pero también los numerosos enfrentamientos anteriores y posteriores que han quedado registrados de la historia griega. O el que se puso de manifiesto en las rebeliones de Tiberio y Cayo Graco, durante la llamada República Romana, en el 133 y el 121 aC, respectivamente; y el de la guerra civil que, en el 31 aC, enfrentó a Octavio, Marco Antonio y Lépido, y de la que, pero con el nombre de Augusto, surgió oficialmente el primero de ellos como el primer emperador romano. Y como esos muchísimos pues de otros casos, entre los que no es menos célebre el que enfrentó a Huáscar y su hermano Atahualpa por la hegemonía del Imperio Inka.

 

Otra contradicción secundaria importante, aunque algunas veces juega un rol decisivo, es la que tiene lugar como consecuencia de la oposición de intereses entre la potencia hegemónica y sus vecinos más importantes, y/o las potencias rivales, cuando las hay. Mas sobre esto hemos hecho ya un largo recuento. Pero de cara al futuro puede preverse, principalmente, el desarrollo de una cada vez más grave contradicción entre los intereses de la Comunidad Europea –y su Euro, y todo cuanto ello económica y políticamente implica– y Estados Unidos –defendiendo a muerte la estabilidad y valor de su Dólar–. Y, claro está, la que habrá de darse entre el propio Estados Unidos y China, cuyo poder y expansión económica son crecientes, a expensas del poder y capacidad de expansión de Estados Unidos.

 

Pero también son secundarias las contradicciones que, en el seno del imperio, surgen entre el poder hegemónico y sectores no dominantes del propio pueblo hegemónico. Allí para demostrarlo innumerables rebeliones de jefes militares de segundo orden en la historia de todos los imperios; o las rebeliones de los esclavos; o mil formas de oposición, y acción de zapa, incluido el sabotaje, de manos de diversos otros sectores de la población del pueblo hegemónico, por igual descontentos con la forma en que la élite imperial acapara la riqueza o maneja los asuntos públicos. ¿Deben incluirse también en este rubro, por ejemplo, las contradicciones que expresan Friedman, en su juicio contra la política imperialista de Estados Unidos para el caso de la política antidrogas; y Noam Chomsky, en sus severísmos juicios contra la política imperialista general de Estados Unidos; y de cientos de norteamericanos, incluyendo famosos personajes, que públicamente se han opuesto a la militarmente agresiva política de Bush? Sí, ciertamente. Como deben incluirse las que con creciente oposición enfrentarán a la comunidad latina contra la política de Washington, y a la de millones de hombres y mujeres del mundo entero que ilegalmente permanecen en Estados Unidos.

 

Contradicciones consustanciales

 

Pues bien, adicionalmente a las contradicciones que surgen como consecuencia de las relaciones que se traban entre el poder imperial y los pueblos sojuzgados, o entre los distintos sectores del pueblo hegemónico, o con pueblos vecinos y potencias rivales, se cuentan pues las que pasamos a denominar contradicciones consustanciales.

 

Con ese nombre –en todo caso provisional–, nos referimos a las contradicciones que germinan y se desarrollan en las propias políticas de administración del imperio que pone en práctica el poder hegemónico. Y son contradictorias en sí mismas, de allí “consustanciales”, porque, a la postre, y en todo caso en el largo plazo, con ellas se obtiene resultados exactamente opuestos a cuantos se esperaba. Ha sido pues el caso de políticas como las de:

 

•     Dejar la responsabilidad del abastecimiento alimenticio casi exclusivamente a los pueblos conquistados y/o dominados; esto es, a los “enemigos potenciales” más importantes, que, de esa manera, en el largo plazo e imprevistamente, pasan a adquirir un poder circunstancial extraordinario. Todo sugiere que el correspondiente actual es el de la “dependencia” de las materias primas que, en la división internacional del trabajo, los pueblos del Norte han encargado a los pueblos del Sur.

 

•     Privilegiar el gasto sobre la inversión, privilegiando el desarrollo urbano superfluo y el presupuesto militar de ocupación y sojuzgamiento. Hoy sus correspondientes se expresan en privilegiar el desarrollo material del centro hegemónico, el presupuesto de la conquista del espacio, y el presupuesto militar de amedrentamiento, y, dado el caso, de agresión.

 

•    Alentar la formación de centros de poder coyuntutal o circunstancial que, a la postre, fueron adquiriendo cierta o creciente autonomía relativa en contra del propio poder hegemónico. ¿No es para la era actual el caso de Hussein, alentado y armado por Estados Unidos, incluso con armas químicas y bacteriológicas, cuando uno y otro luchaban contra Irán?

 

8) La reiterada ausencia de la voluntad humana    

 

Todo muestra, como estamos viendo hasta aquí, que ningún pueblo se preparó conciente y deliberadamente para “tomar la posta” y empinarse hasta la cresta de una nueva ola. Por drástico que parezca, cada una de las nueve olas se ha ido formando en la geografía del planeta sin que la voluntad de los hombres jugara pues un papel decisivo.

 

En cada ola, un pueblo, al margen de su voluntad –casi por inercia, diríamos, quizá además catapultado por fenómenos naturales providenciales, y, por sobre todo, al cabo de usufructuar los beneficios que le reportó la cercanía física con el centro de la ola precedente–, se vio en el centro de una nueva ola, primero, y llegó a la cresta de la misma, después. Otros, también con independencia de su voluntad, fueron arrastrados o dominados por la ola. Por último, hubo los que, también con prescindencia de su voluntad, quedaron al margen del fenómeno, en la periferia de la ola.


 

KUPRIENKO